Roswell secreto de estado
Roswell secreto de estado
PRÓLOGO
El gran puzzle
Desde que comencé a trabajar en el manuscrito de este libro, no he dejado de preguntarme qué postura debía adoptar frente a su contenido. Y la respuesta ha tardado en llegar: objetividad.
Me vi involucrado en la investigación del caso Roswell —que se remonta a julio de 1947— en una fecha tan tardía como 1991. Mis esfuerzos por reunir documentación de la época, por entrevistarme con algunos de los testigos de aquellos hechos y por visitar los escenarios del caso, se han visto recompensados con un abundante dossier de información que parece no dejar lugar a dudas: hace medio siglo una aeronave no terrestre se precipitó contra el suelo en Nuevo México, y fue recuperada en secreto por personal cualificado de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos.
Hasta ahí el cúmulo de evidencias se me antoja intachable.
Sin embargo, esa certeza no habría bastado para publicar un trabajo como éste. Sólo en Estados Unidos, entre 1980 y 1995, han visto la luz cinco libros de gran tirada íntegramente dedicados al accidente de Roswell, amén de centenares de artículos y monografías escritos para investigadores e interesados en el tema. Los detalles más nimios han sido, durante este tiempo, objeto de los más acalorados debates… y con todo, pocos de ellos han trascendido al gran público.
A mediados de 1995 la situación cambió. Una serie de rumores procedentes de Gran Bretaña aseguraban que un productor de televisión inglés había adquirido unos rollos de película militar secretos que contenían la autopsia practicada a unos extraterrestres. Por la fecha en la que se decía que fueron filmados y por el lugar, se presumió precipitadamente que las películas correspondían al caso Roswell.
Temblé.
Nunca antes se había hablado de la existencia de un documento así vinculado a este episodio, y menos aún que imágenes de esas características hubieran podido filtrarse a la opinión pública.
Mis primeras averiguaciones —allá por abril de 1995— chocaron contra un muro que no esperaba. Las imágenes existían, pero estaban en poder de un productor británico llamado Ray Santilli que deseaba a toda costa especular con ellas y cerrar el negocio del siglo vendiendo sus derechos de reproducción a televisiones y medios impresos. Ésa, y no otra, era la razón por la que las películas en sí no habían circulado todavía, y por la que una suerte de «embargo internacional» las estaba manteniendo fuera de circulación.
Al iniciarse aquel verano, algunos fotogramas de esta filmación fueron filtrados a la prensa de todo el mundo. Se fue generando así una expectación que estallaría definitivamente el 28 de agosto de ese año, cuando varias televisiones europeas, australianas, asiáticas y americanas emitieron fragmentos de la codiciada filmación.
A partir de ese momento surgieron toda clase de opiniones: desde los que creían que todo era un absurdo montaje creado gracias a unos magníficos efectos especiales, hasta los que veían en las tomas la confirmación definitiva de que los extraterrestres existían, y que Estados Unidos había ocultado las pruebas durante casi cinco décadas.
Por desgracia, ni unos ni otros aportaron evidencias de peso para sustentar sus tesis.
Fue en medio de aquella situación, cuando una serie de circunstancias profesionales me empujaron a investigar a fondo este entramado. Tomé varios aviones para entrevistarme en Europa con los principales implicados, desempolvé mis cuadernos de bitácora de la investigación en Roswell y comencé a reconstruir la película —nunca mejor dicho— de estos hechos.
El resultado de aquella encuesta profesional es este libro; una suerte de bloc de notas que desvela lo que, sin duda, es un expediente abierto del que todavía no se ha escrito la última palabra. En él he agrupado los apuntes de mis viajes y los resultados de mis modestas averiguaciones. Y aunque, en 1995 su resultado no me permitió avalar o desestimar la validez del filme, sí me dio pie para enunciar tres conclusiones que se me antojan importantes:
- La llamada «película de los extraterrestres de Roswell», que contiene imágenes de las autopsias a dos criaturas de aspecto vagamente humano no forma parte, ni lo formó nunca, del caso Roswell en sí.
- Estoy razonablemente seguro de que en Roswell cayó algo de procedencia no humana, cuya recuperación ha tratado de ser ocultada al mundo durante medio siglo.
- La aparición de la «película de Roswell» ha coincidido, además, con el momento en que más presión pública se estaba ejerciendo contra el gobierno de los Estados Unidos para que liberara los datos relativos a este accidente. Fruto de una calculada maniobra, esta presión cedió frente a la espectacularidad de la presunta «evidencia» fílmica, desinflando a la larga el legítimo interés mundial por el extraño accidente de una aeronave no identificada en Nuevo México, en 1947.
Pero, no se engañe el lector. Estas tres conclusiones representan tan sólo un atisbo del puzzle que, en las páginas que siguen, pretendo describir en toda su amplitud
INTRODUCCIÓN
La última pieza del rompecabezas
República de San Marino, 20 de mayo de 1995. A las 15:00 horas.
La niebla casi podía cortarse con cuchillo en la pequeña plaza fortificada de Sant’Agata. Hacía días que los habitantes de la capital de este curioso estado independiente ubicado al norte de Italia no veían ni un rayo de sol, y una especie de pereza crónica parecía envolver toda su actividad vital. Por si fuera poco, la suave lluvia caída durante aquella mañana había terminado por convertir los adoquines de la ciudad en una peligrosa pista deslizante, arruinando definitivamente mi costumbre de acudir a paso ligero a las citas pendientes. Y bien que lo lamenté.
Con las gafas humedecidas por la niebla, dudé durante unos instantes si debía abandonar o no mi refugio bajo uno de los umbrales del Teatro Titano. No tuve elección. Miré el reloj por enésima vez, subí el cuello de mi gabardina cerrando todos sus botones y crucé a toda prisa aquella plaza desierta. En apenas media hora debía asistir a una importante reunión, concertada en secreto al otro extremo de la ciudad, y cuyas implicaciones —me habían asegurado con contundencia— iban a cambiar definitivamente el rumbo de mi interés periodístico por el misterio de los ovnis.
Aunque me pareció exagerado, intuí que no debía perderme aquella cita por nada del mundo. Había, como digo, una buena razón para ello. Apenas un par de horas antes, en el interior del Titano, donde estaba teniendo lugar por tercer año consecutivo un simposio internacional sobre los No Identificados auspiciado por el gobierno de San Marino, mi buen amigo y mejor investigador Roberto Pinotti —uno de los escritores mejor documentados sobre esta cuestión en Italia— disparó con un solo comentario todas mis alertas.
—Esta tarde en el Gran Hotel, a las 15.30 en punto —precisó—, se proyectarán unas imágenes pertenecientes a la filmación militar que recoge las autopsias de los extraterrestres de Roswell. No faltes.
Pinotti, alma máter de aquel encuentro ufológico y responsable último de que hubiera tomado un avión hacia San Marino la tarde anterior, me lo dejó bien claro:
—Nada de cámaras fotográficas, Javier. Puedes tomar notas y preguntar cuanto quieras, pero no tienes permiso para reproducir lo que se va a proyectar.
No necesité más. Hacía años que esperaba una oportunidad como aquélla. Por fin, después de tanto tiempo persiguiendo —en su sentido más literal— evidencias que demostraran que nuestro planeta estaba siendo visitado por seres de otros mundos, iba a poder contemplar el rostro de uno de aquellos escurridizos «fugitivos».
O, al menos, eso me dio a entender.
Había oído hablar por primera vez de esas imágenes a finales de marzo, cuando un comunicado de las agencias ANSA y AFP, fechado en Londres el día 27 de ese mes, anunciaba en primicia que un productor de televisión británico llamado Ray Santilli había conseguido fragmentos de una filmación militar secreta estadounidense que recogía la autopsia a un extraterrestre capturado en Roswell (Nuevo México) hacía casi medio siglo. De hecho, la historia de cómo aquellas imágenes «top secret» habían caído en manos de este productor, especializado por cierto en vídeos musicales, me resultó rocambolesca desde el principio.
Según él, en junio de 1993 viajó a los Estados Unidos con la intención de comprar algunas de las primeras tomas inéditas de Elvis Presley sobre un escenario.
Éstas fueron filmadas por un octogenario cámara llamado Jack Barnett —seudónimo que encubría su verdadera identidad—, y que con anterioridad había servido como oficial para la Fuerza Aérea de los Estados Unidos (USAF). Pues bien, en algún momento de aquellas negociaciones, Barnett habló a Santilli de otro material bien distinto al del «rey del rock». En concreto de veinte rollos de película de dieciséis milímetros, de tres minutos de duración cada uno, además de otras dos cajas con segmentos de celuloide que totalizaban otros veinticinco minutos de película más. En ellos estaban recogidas unas imágenes rodadas por él durante las autopsias a los tripulantes de un ovni recuperado por la USAF en el verano de 1947, y filmadas tanto en el lugar del accidente como en un quirófano de la base militar de Fort Worth, en Dallas (Texas).
Según lo que había podido averiguar poco antes de partir hacia San Marino, Barnett duplicó en secreto aquel material, burló todos los controles de seguridad de la propia base de Fort Worth y custodió en su domicilio las películas durante más de nueve lustros.
—Estuvimos en el lugar adecuado en el momento preciso —ha declarado desde entonces el propio Santilli en varias ocasiones—. Barnett necesitaba dinero para casar a una de sus nietas, y nosotros le propusimos comprarle todo aquel archivo filmográfico, dándole el dinero que requería.
De esta extraña forma, a primeros de 1995 se cerraba el trato y Santilli conseguía traerse consigo noventa y un minutos de una filmación de alto secreto, de la cual al menos media hora corresponde a imágenes nítidas e inequívocas. Unas tomas filmadas por Barnett, siempre según lo que cuenta Santilli de él, a raíz de la caída de un ovni en junio de 1947[2] en un desierto próximo a la base aérea de Roswell. A grandes rasgos, y según los diferentes asistentes a las proyecciones restringidas del filme previas al congreso de San Marino, las imágenes en buen estado recogen tres escenas bien diferenciadas entre sí. A saber:
1) Examen «in situ»: Se trata de una secuencia de unos seis minutos de duración, tomada en el interior de una tienda de campaña, apenas iluminada con lo que parece una lámpara de petróleo y en la que se aprecia a dos «médicos» examinando una entidad tumbada sobre una camilla. Durante el tiempo que dura esta secuencia, ambos «doctores» extraen tejidos de detrás del cuerpo, y los depositan en un recipiente que no está a la vista del espectador.
2) Primera autopsia: Se trata de otra grabación de unos dieciocho minutos de duración total, y que recoge una escena bien distinta a la anterior: en un quirófano bien iluminado, dos cirujanos enfundados en trajes herméticos examinan una criatura desnuda tumbada sobre una camilla de aspecto metálico. La criatura tiene el vientre abultado, seis dedos en cada una de sus dos manos y en sus dos pies, una cabeza voluminosa, sendos pabellones auditivos y unos ojos negros enormes.
Durante la autopsia se abrirá en canal a la criatura, se extraerán muestras de tejido de una de sus piernas —que muestra una profunda herida—, se le seccionarán algunos órganos e incluso se procederá a la extracción de su cerebro. También se aprecia cómo uno de los facultativos toma buena nota en un bloc de los resultados del análisis, y cómo a través de un cristal un tercer personaje vestido de cirujano parece dirigir la necroscopia, recogiendo los comentarios de los doctores a través de un micrófono de jirafa que cae del techo de la sala.
3) Segunda autopsia: Se trata de una secuencia de unos doce minutos de duración, y que recoge una operación muy similar a la precedente. En estas imágenes se recoge el análisis a una nueva criatura, que presenta pocas diferencias con la anterior: su vientre no aparece tan abultado, no se aprecian heridas de consideración y sus rasgos faciales son, ciertamente, muy parecidos a la criatura de la primera autopsia. La secuencia de la operación es virtualmente idéntica a la anterior, aunque ninguno de los rollos conservados recoge la extracción del cerebro.
Por fortuna, cuando los primeros retazos de esta historia llegaron a mis oídos, conocía bien el caso Roswell. Había estudiado a fondo hasta la última de sus derivaciones pero nunca antes, nunca, me había sentido tan cerca de lo que parecía ser la prueba concluyente de que una nave no humana se estrelló en el desierto de Nuevo México hacía medio siglo. Así que, con la extraña sensación en el cuerpo que me dejó la invitación de Pinotti para que asistiera a la proyección de algunas de las imágenes descritas, dejé que los acontecimientos se desarrollaran por su propio pie en San Marino y me abandoné —como de costumbre— en brazos de la Providencia. A fin de cuentas, no podía opinar sobre la autenticidad de las imágenes hasta no verlas; y el enfrentarse a ellas era sólo cuestión de paciencia.
Hice bien. A las 15.30 en punto, con una precisión casi británica, montaba guardia en el vestíbulo del Gran Hotel en espera de que se mostraran las imágenes prometidas. Para mi sorpresa, algunos periodistas italianos aguardaban también impacientes la reunión, al tiempo que dos fornidos policías aparecieron en escena indicándonos el lugar de la proyección, procediendo a cachear minuciosamente a cuantos decidíamos entrar en la pequeña sala donde debíamos asistir a la exhibición de las «imágenes del siglo».
—E questo pacchetto? —me detuvo en seco uno de ellos, mientras señalaba un, ciertamente, extraño bulto en la pernera de mi pantalón.
—… Es, bueno… —vacilé.
Con cara de pocos amigos, aquel policía vestido de azul marino y cuero negro me obligó a remangarme el pantalón, revolver en mi calcetín izquierdo y dejar fuera de la sala mi fiel Olympus. Una pequeña cámara del modelo Stylus que anteriormente ya había «colado» en otras situaciones prohibidas, y que había preparado a conciencia, desoyendo la advertencia de Pinotti, para reproducir furtivamente las imágenes del extraterrestre. Enrojecí de vergüenza.
Una vez sentado en primera fila, y tras tomar en mi cuaderno de bitácora algunas notas del ambiente de expectación creado entre la veintena de periodistas allí citados, llegaron a la sala los responsables de la reunión. El primero en entrar fue Chris Cary, un joven espigado, de tez morena y cabello largo, hombre de confianza de Ray Santilli, a la vez que depositario de la codiciada filmación. Le acompañaba Philip Mantle, director de investigaciones de la British UFO Research Association (BUFORA) y principal responsable de la difusión del comunicado de prensa de marzo que, como decimos los periodistas, «levantó la liebre» de estas imágenes. Y junto a ambos, Roberto Pinotti, bien conocido en Italia por sus libros sobre ovnis, y el productor de televisión Maurizio Baiata.
—En primer lugar —rompió el silencio Cary en su perfecto inglés—, he de advertirles que esta proyección se interrumpirá si se descubre a alguien en la sala con una cámara de fotos o de vídeo. La compañía que represento, la Merlin Group, tiene todos los derechos sobre la película y no desea una difusión no controlada de la misma. De igual modo, lamento no poderles proyectar la filmación en sí, aunque en su lugar verán siete diapositivas extraídas de la misma.
Fue mi primera decepción: había viajado a San Marino con la esperanza de ver el primer documento fílmico de la autopsia a un extraterrestre, y ahora debía contentarme con unas pocas imágenes fijas. De nuevo, no me quedó otra alternativa que dejar hacer a la Providencia.
Las luces se apagaron. Tras situar a los periodistas en el contexto del «caso Roswell», Cary comenzó a pasar con deleite las imágenes, mientras un espeso silencio se extendía entre los reunidos. Una extraña mezcla de tensión, sorpresa y decepción sacudió mi cabeza cuando, por fin, apareció el primer «extraterrestre» en pantalla. Tragué saliva. Aquella primera imagen mostraba una extraña criatura bípeda, de aspecto más bien humano, de gran cabeza y vientre abultado, tendida sobre una camilla en el centro de lo que parecía una sala de operaciones. Las siguientes imágenes abundaban en nuevos detalles de aquella misma entidad: su cabeza disponía de una nariz achatada, pabellones auditivos similares a los de un niño y una boca en la que se dibujaba una desagradable mueca de dolor; sus manos y pies tenían seis dedos en cada extremidad y parecía carecer de las mamas o el ombligo propios de un mamífero. Finalmente, las últimas diapositivas de la serie desvelaban los cortes realizados por los cirujanos en torno al cuello y a lo largo del tórax, dejando al descubierto su pecho y sus órganos vitales, así como un cerebro parecido a un riñón humano. Desde luego, no eran plato de buen gusto.
¿Qué podía decir? Vi la secuencia de aquellos siete fotogramas dos veces consecutivas y deduje, por la herida que mostraba la entidad en una de sus piernas, que correspondían a imágenes de la película que, líneas atrás, describía como primera autopsia. Creo que no parpadeé en ninguno de los dos pases, y a pesar de que traté de encontrar cualquier indicio de fraude o de manipulación en las tomas, me sentí incapaz de hacerlo.
Sólo hubo algo que me desalentó: realmente no esperaba encontrar un cuerpo de aspecto tan similar al humano. Y no lo esperaba por una razón muy concreta, que recordé de inmediato. Según explicó hace algunos años el profesor Jared Diamond de la Universidad de Los Ángeles, en su obra The Third Chimpanzee, sólo la familia de los chimpancés tiene un 98,4% de genes idénticos a los humanos, y su aspecto, como es evidente, difiere bastante del nuestro. En cambio el «visitante extraterrestre» de las imágenes podría pasar como un primo hermano de cualquiera de nosotros; y una de dos, o aquella criatura era de origen humano o se trataba de un pariente muy cercano al hombre, mucho más que cualquier mono, con una cantidad de genes idénticos a los nuestros cercana al 100%…
—Fotos inquietantes, ¿cierto? —me golpeó la espalda con cierto retintín Michael Hesseman, un rubicundo periodista alemán especializado en ovnis.
—… Pero no concluyentes —respondí.
—Deberías ver las imágenes en movimiento, como yo las vi hace un par de viernes en Londres.
Hesseman y yo habíamos tenido ya la ocasión de hablar la tarde anterior de su visión de un fragmento de la película en Londres. En concreto, también de la primera autopsia. Por azar, compartimos coche oficial del gobierno de San Marino tras mi llegada al aeropuerto Guglielmo Marconi de Bolonia el 20 de mayo por la noche, y mientras viajábamos hacia la capital de este pequeñísimo estado para asistir a su reunión ufológica anual, me narró cómo el pasado día 5, en una pequeña sala del Museo de Londres, la gente de Santilli proyectó dieciocho minutos del polémico filme, en los que se apreciaban claramente los detalles de un típico examen post mórtem. Tampoco en aquella ocasión permitieron el acceso de cámaras de vídeo o fotográficas, me explicó Hesseman, y los algo más de cien invitados —ufólogos y reporteros en su mayoría— tuvieron que contentarse con la estupefacción que les provocó ver a un ser no terrestre abierto en canal sobre una camilla.
Casi no quiero ni recordarlo. En las horas que siguieron a aquella proyección de diapositivas y a mi conversación con este investigador alemán, mi indignación fue creciendo por momentos. Tenía buenas razones para ello.
Alrededor de las 19.30 horas de aquella misma jornada tuvo lugar una nueva exhibición de los siete fotogramas de la primera autopsia. Esta vez en los sótanos del Teatro Titano, donde se estaba desarrollando la reunión de investigadores ovni, y sólo para aquellos a los que se les hubiera entregado —discretamente, claro— una cartulina azul donde se leía con claridad Pass per proiezione riservata (pase para proyección reservada). Con este segundo pase, tanto Chris Cary como los organizadores del encuentro habían logrado hacer crecer hasta el límite la expectación entre el público… sin darles ninguna evidencia sólida para creer en las imágenes más que unos pocos fotogramas extraídos aleatoriamente de una filmación de la que seguíamos sin saber nada.
No era justo.
República de San Marino, 21 de mayo de 1995. A las 11:25 horas.
Lo reconozco. A veces me obsesiono por los asuntos que llevo entre manos, pero la situación, como sin duda comprenderá el lector, no era para menos. Podía estar ante la primera prueba real de que la Fuerza Aérea de los Estados Unidos había capturado extraterrestres en 1947, y aquella «evidencia» potencial se estaba manejando de forma frívola e irresponsable, con la sola intención de hacer el negocio del siglo a costa de aquellas imágenes.
Preocupado por el cariz que tomaban los acontecimientos, decidí abordar sin más demora a Philip Mantle para que me aclarara algunos puntos oscuros de aquella historia. A fin de cuentas, él era un investigador de ovnis de reconocido prestigio, ajeno a los manejos comerciales de Santilli, Cary y su compañía Merlin Group, y con criterio suficiente para saber orientarme en medio de tan curiosa situación.
—Rehúyo hacer comentarios sobre la autenticidad del filme —me espetó Mantle a bocajarro—. He dicho setecientas veces esta semana que BUFORA, la organización a la que represento, ha hecho una oferta al señor Santilli para analizar la película.
Creemos que lo primero que debemos hacer es proyectar la grabación a un historiador, que examine los uniformes que aparecen en imagen, los vehículos, los instrumentos, el reloj de la pared, los teléfonos y compruebe si corresponden a 1947.
También algún patólogo debería comprobar si el estilo de la autopsia de la filmación corresponde a los años cuarenta y que nos indique si las técnicas empleadas son las correctas…
—¿Y qué hay de la comprobación que la casa Kodak hizo de la antigüedad de la filmación, y de la que se habló en marzo en el comunicado de ANSA-AFP?
—En estas semanas —me aclara Mantle— he hablado con el director de Kodak en el Reino Unido, y ha desmentido lo que ha sido publicado en la prensa: Kodak no ha analizado ninguna filmación, aunque estarían encantados de hacerlo. Me dijeron la semana pasada que si les facilitaba uno de los rollos de la película, en un solo día podrían analizarla sin causarle daño alguno, y podrían devolvernos el rollo en la misma jornada. También una pequeña compañía cinematográfica británica, la Hasan Shah Films, se ha ofrecido a analizar con ordenadores la película, y se han mostrado especialmente interesados en aquellos segmentos donde aparezcan rostros de personas, a las que podrían tratar de identificar…
—¿Se sabe, al menos, si la antigüedad del celuloide en el que están las imágenes corresponde a 1947? —le increpo.
—Eso parece. Existe un código al principio del filme formado por la palabra Koda, seguido de un cuadrado y un triángulo sólidos, que fue utilizado por Kodak para clasificar los rollos de película fabricados en 1947. Lo que ocurre es que se trata de un código que se recicla cada veinte años, y, por tanto, puede corresponder también a 1967 o 1987.
Mi conversación con Mantle no pudo prolongarse mucho más. Lo justo, no obstante, para averiguar que él ya estaba al corriente de que Santilli iba detrás de la filmación de las autopsias allá por 1993, cuando lo conoció durante la presentación en Londres del largometraje Fuego en el cielo. Curiosamente, ese mismo año el propio Santilli se puso por primera vez en contacto con Mantle para elaborar un documental televisivo sobre ovnis, pero, como sucede con cierta frecuencia en esos casos, el proyecto nunca pasó de la mesa de trabajo. Fue poco tiempo después de aquella extraña oferta (y digo extraña porque nunca antes Santilli había tomado contacto con ufólogos para realizar documentales de esa clase) cuando él mismo difundió poco a poco el rumor de que estaba en posesión de una filmación secreta sobre el «caso Roswell». Más tarde, gracias a unos comentarios del propio Mantle que pude leer en Internet, supe que nunca dio crédito a aquellas nuevas afirmaciones de este oscuro productor británico, ya que siempre que le pidió ver el preciado material, Santilli rehuía la cuestión.
Con casi toda seguridad, a la vista de lo que pude averiguar en San Marino primero y a través de la Red después, este productor vendió la piel del oso antes de cazarlo, pues sólo pudo demostrar estar en posesión de la filmación de unas autopsias a extraterrestres en enero de 1995. «Santilli concertó en varias ocasiones citas conmigo para ver la película en Londres —escribió Mantle en Internet casi un mes después de nuestro encuentro en San Marino—, pero ninguna de ellas se llegó a materializar. Me dio razones para ello, algunas de ellas parecían incluso bastante plausibles, pero no tenía otra elección que asumir que la historia de Santilli no era más que eso, una historia».
«A lo largo de todo el año siguiente, más o menos —continúa explicando Mantle en su jugoso escrito—, tuve contactos esporádicos con Santilli tanto a través del teléfono como del fax, ninguno de los cuales desembocó en la esperada cita para ver la película. Al inicio de 1995 estaba a punto de ponerme a trabajar sobre una crítica de la película Roswell con los actores Kyle MacLachlan y Martin Sheen. Mientras estuve haciendo esto telefoneé a Santilli por sorpresa. Le pregunté una vez más si él todavía aseguraba tener esa película de Roswell a lo que contestó: “Sí, pero tú no me crees, Philip”. Una vez más, repetí mi petición para ver el filme y de nuevo hablamos sobre la posibilidad de verlo en la oficina de Santilli en Londres. Después de una serie de nuevas llamadas telefónicas y de mensajes por fax, mi mujer Sue y yo acudimos al despacho de Ray Santilli el viernes 17 de marzo de 1995».
Y añade en su escrito: «Durante esta reunión con él, nos contó de nuevo la historia de cómo obtuvo la filmación, pero no nos enseñó ni una imagen en su oficina. En su lugar, me dio una copia de un segmento de la grabación a la que Santilli llamaba la película del examen “in situ”, para que me la llevara y la viera con tranquilidad. Vi ese fragmento de la película una y otra vez y aunque es de bastante pobre calidad, se podían reconocer unos cuantos elementos. La secuencia está filmada desde una posición fija en la “esquina” de una tienda de campaña…».
A las 18:45 horas.
Cuando leí, ya de regreso a España, este relato en la pantalla de mi ordenador, comprendí muchas cosas. Especialmente por qué pude ver en San Marino, al finalizar la jornada del 21 de mayo, la película del examen «in situ». A fin de cuentas, hacía algo más de dos meses que Mantle tenía esa cinta en su poder y sólo de él dependía que otros la viésemos o no.
Los hechos, según recoge mi cuaderno de bitácora, se desarrollaron así: Casi al filo de las siete en punto de la tarde de aquel día, Roberto Pinotti, acelerado como de costumbre, me localiza sentado en una de las cómodas butacas del Teatro Titano mientras atiendo la conferencia de uno de los oradores internacionales del congreso.
Antes de que pueda reaccionar siquiera, tira de mí fuera del auditorio y me conduce directamente a una improvisada «sala de prensa» bajo el escenario del teatro, donde me pone al corriente de las últimas novedades.
—Chris Cary abandonó esta tarde San Marino justo después de comer, llevándose consigo las siete diapositivas de Roswell… —me dice Pinotti en voz baja.
—No entiendo… —murmuro.
—¡Claro! Cary vino al congreso representando los intereses de Santilli, y desde el principio sólo tuvo la intención de mostrarnos los fotogramas que hemos visto, pero nunca la de que viéramos ninguna imagen en movimiento. Pues bien, Philip Mantle tiene en su poder un fragmento de esa filmación y está decidido a mostrárnoslo a un reducido grupo de investigadores esta noche, a las 21 horas, en el Gran Hotel. Yo acudiré con el ministro de Telecomunicaciones de San Marino, Augusto Cassali…
—Allí estaré —repuse.
Dicho y hecho. A las nueve en punto de la noche terminaba de ascender la pesada vía Lungomonte que conduce hasta el Gran Hotel de San Marino. Esta vez no había policías, ni se esperaban registros o prohibiciones de ningún tipo, pero se palpaba cierta tensión en el ambiente. Hasta en el rostro del ministro Cassali, que llegó pocos minutos después de mí, se dibujaba un rictus de ansiedad.
—No debes decir que has visto esta película —me advierten tanto Pinotti como el productor de televisión Maurizio Baiata en cuanto me ven en el hotel—. Tú no la has visto, ¿entendido? Nadie de la compañía de Santilli debe saber que se ha proyectado, ya que podría causarle problemas a Mantle.
Asentí.
Desde mi llegada a San Marino todo habían sido advertencias: «Nada de cámaras fotográficas», «no puedes reproducir estas fotos», «tú no has visto esta película»…
Sin quererlo, estaba asumiendo unos compromisos con los que mi conciencia no podía cargar. A fin de cuentas, si las imágenes que iba a ver eran auténticas, el mundo tenía el derecho a conocerlas de inmediato, al margen de cualquier interés bastardo por manipularlas o capitalizarlas. Y no iba a ser yo quien obstaculizara a la Verdad — así, con mayúsculas— en su esfuerzo por abrirse paso entre los mercaderes de lo misterioso.
Cuando la pantalla se iluminó, todas aquellas cavilaciones pasaron a un segundo plano automáticamente. En la pantalla gigante de vídeo que el Gran Hotel cedió a Mantle, pronto reverberó una imagen en blanco y negro, carente por completo de sonido, que me hechizó. La escena era bien simple: rodeadas de paredes de lona, dos personas enfundadas en sendas batas blancas, con sus rostros y manos descubiertos, operan detrás de una camilla de campaña. Sobre ella, yace el cuerpo de una entidad que es difícilmente discernible. Se intuye el gran tamaño de su cráneo, pero —a diferencia de la entidad que había visto el día anterior en las diapositivas de Cary— este ser está vestido, cubierto por una sábana blanca y no tiene el vientre abultado.
Durante los seis minutos que dura esta secuencia, el cámara tiene situado su objetivo en un mismo punto, probablemente con la cámara montada sobre un trípode. Además, parece estar ubicado justo en la puerta de la tienda donde se desarrolla toda la acción, pues ocasionalmente una especie de sombra se interpone entre él y los médicos.
—Creemos que esa sombra corresponde a una persona, quizá un civil, que coloca su espalda frente a la cámara —comenta Maurizio Baiata.
—¿Y no podría ser la misma puerta de la tienda de campaña que el aire mueve ocasionalmente frente al objetivo? —sugiero.
—Bien. Ésa podría ser una explicación muy plausible —concluye Mantle.
Era de prever. Si la proyección de las diapositivas de Cary me tuvo en jaque durante las veinticuatro horas siguientes a verlas, aquella filmación me rompió todos los esquemas. En primer lugar, confirmaba la existencia de un material filmado (hasta entonces la única evidencia que había visto eran fotos fijas) que recogía el examen a un supuesto extraterrestre; y además, ese material —por su cadencia de dieciocho fotogramas por segundo y por el grano de la película en cuestión— parecía realmente extraído de los años cuarenta. Sin embargo, hubo un aspecto de ésta que me pareció tremendamente incongruente: que durante todo aquel tiempo (los seis minutos que dura el examen «in situ») los dos médicos estuvieran extrayendo tejidos del cadáver, a la altura de su hombro izquierdo, con las manos desnudas. La luz del candil de petróleo que ilumina la estancia no permite determinar qué clase de material es el que se está manejando, pero la ausencia de unas medidas higiénicas mínimas no contribuye, precisamente, a dar credibilidad al filme.
Sin embargo, si se tratara de una toma fraudulenta, ¿no es ése un «fallo» demasiado obvio?
—Insisto en que esta película no corresponde a ninguna autopsia —aclara Mantle ante las caras de duda de algunos de los investigadores citados—, sino a una especie de examen preliminar de uno de los cuerpos, antes de ser trasladado a Fort Worth para practicarle las correspondientes pruebas.
—¿Y por qué no llevan protección en sus manos? —pregunta alguien en la sala.
—Quizá porque lo que están manejando no son tejidos corporales, sino parte del traje de la entidad… —sugiere de inmediato el ufólogo ruso Boris Chourinov, invitado igualmente a aquel encuentro furtivo.
Podría ser.
Aeropuerto de Milán, 22 de mayo de 1995. A las 09:25 horas.
Respiro aliviado. El vuelo 1354 de Alitalia se levanta por fin hacia Madrid, lo que, ingenuamente, me hace suponer que éste es el punto final, al menos durante algunos meses, de un asunto que me ha impedido dormir dos días consecutivos. Y es que, durante las horas que siguieron a la proyección de la película del examen «in situ» no pude dejar de anotar impresiones y detalles sobre el filme en mi cuaderno de campo: la pobre iluminación de la tienda, la cámara situada en todo momento en una perspectiva alejada del lugar del examen y la ausencia absoluta de planos de detalle, no confieren calidad profesional a aquel fragmento de película supuestamente tomada por Barnett. Tampoco los rostros de los dos facultativos aparecen definidos en ninguno de los momentos de la grabación y, pese a que existen unos pocos fotogramas que podrían tratarse con las modernas técnicas de realzado de imágenes, dudo que pudieran aclararse lo suficiente para que se procediera a una identificación.
Y además, ¿podría alguien identificarlos? ¿Alguien, quizá, que todavía hoy viviera y que hubiera trabajado en 1947 en la base aérea de Roswell? Y lo más importante, ¿pensarían en llevar a cabo una «identificación» de este tipo los miembros de la compañía Merlin en Londres?
Cuando el «727» de Alitalia me dejó en Madrid, abandoné la terminal internacional del aeropuerto de Barajas como un zombi. No tenía ni idea de cómo empezar a armar aquel rompecabezas esbozado en San Marino y, ni siquiera, si merecía la pena ponerse a ello. Abrumado por la falta de datos concretos y de pistas de primera mano a seguir, acaricié la idea de abandonar una situación absurda que consideraba podría dañar más que alimentar el campo de la investigación ovni.
Por supuesto, me equivoqué. La portada del último número de la revista Más Allá , servida horas antes de mi llegada a los quioscos del mismo aeropuerto de Barajas, impidió que tirara la toalla: «¡Aparece una cinta con imágenes del ovni estrellado en Roswell!», leí estupefacto con mis maletas a cuestas.
—Demasiado tarde para abandonar —pensé.
La polémica, lo entendí de inmediato, ya estaba servida. El artículo que Josep Guijarro publicaba en el interior de Más Allá, revelando a los lectores españoles la existencia del documento recuperado por Santilli, iba a inaugurar toda una escalada ascendente de controversias cuyos efectos aún no han remitido. Y lo más importante de todo: empezaba a crear un estado de opinión entre los propios investigadores de ovnis…
Vistas así las cosas, sólo cabía tomar el asunto de frente, y retomar mi investigación personal del caso Roswell, iniciada en el propio estado de Nuevo México a primeros de mayo de 1991 cuando el azar quiso que me viera involucrado en el análisis del incidente ovni más fascinante de nuestro siglo.
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Ficha histórica del libro
Edad: Contemporanea
Periodo: Siglo XX
Acontecimiento: Roswell
Personaje: Sin determinar
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Presentación del libro para «Magic Internacional»
Reseña del libro de «Rose Marie Tapia»
Entrevista al autor en «La noche en vela» de R.N.E
Entrevista al autor en «Adimensional»