La huella de una carta
La huella de una carta
Düsseldorf, Renania del Norte-Westfalia, 17 de agosto de 1962
Boro Navascués no pudo ver nada de la magnífica residencia que le había anunciado el doctor Varick Kessler porque la rodeaba un muro de unos tres metros de alto. La puerta metálica pesaba tanto que tuvieron que empujarla entre los dos. Recorrieron el jardín por el camino de roca caliza. Cuando pasaron junto a la piscina vacía vieron dentro un bote de pintura oxidado, volcado entre dos charcos cubiertos de musgo y, al lado de unas ramas caídas, una bota larga de charol blanco. Boro se asomó al borde y comprobó que al calzado lo seguía una pierna y el resto del cuerpo de Mirja. Estaba boca abajo en el suelo del fondo azul, seco en aquella zona, con la melena sucia, pegada a los lados de su cráneo. La única luz llegaba desde la caseta de los vestuarios y las duchas, un haz que apenas le alumbraba con nitidez la espalda. Varick se giró hacia Boro y lo tomó del brazo.
—Llama a la Policía, corre, sal a la calle, busca a quien sea —le dijo en cuanto pudo reaccionar a la vez que saltaba dentro—. Mirja, Mirja, respóndeme. —Escuchó cómo Boro intentaba cerrar sin éxito la puerta de hierro. Se echó las manos a la cara, primero lloró y después gritó. No se atrevía a tocarla porque sentía que, tal como estaba, ya había dejado de ser ella. Se arrodilló, observó que llevaba el mismo jersey rosa que le había regalado en Madrid. La había advertido, pero la dejó sola. No se lo perdonaría nunca.
Una lágrima del doctor Varick Kessler resbaló sobre el esmalte plástico de la piscina y se deslizó unos centímetros por el fondo azul hasta tocar la punta del dedo corazón de la mano derecha de Mirja.
Barcelona, 17 de mayo de 1962
Nuria Somport, dentro del caparazón de su hogar, era una perla a salvo del lodo, pero sumergida en un mar de aburrimiento. Tenía un marido en sombras, así se refería ella al hecho de estar casada con Máximo Zafara, un comercial al que solo veía los fines de semana y algunos festivos. Por él bebía los vientos, pero también se había tragado bastantes tempestades.
Cada mañana, en cuanto escuchaba la persiana del quiosco, salía muy sigilosa del número 55 del paseo de la Bonanova, porque no quería despertar a sus pequeños.
El edificio era conocido como la mansión Muley Afid, el nombre del sultán marroquí que la hizo construir. Nuria consideraba un privilegio vivir dentro de aquella joya modernista con varias terrazas, un jardín y una torre culminada por un pináculo recubierto de tejas de vidrio verde.
Le gustaba mirar desde la calle el contorno del palacete. Era magnífico, pero a la vez espectral. Parecía un recortable con los perfiles surgidos del amanecer. La fuerza de la costumbre no había conseguido que dejara de impresionarla. Durante esos cinco minutos escasos que dejaba solos a sus hijos, Marc, de un año, y Mireia, de cuatro, siempre se reservaba unos instantes para disfrutar de aquella vista de postal, pero enseguida aceleraba el paso porque imaginaba que, mientras estaba allí embelesada, podían suceder toda clase de calamidades, desde un incendio a un rapto.
En cuanto subía y comprobaba que seguían dormidos, tan serenos que la sonrisa se les mecía hasta en las pestañas, se calmaba.
Los días sin Máximo, como los llamaba ella, leía el periódico hasta que Marc y Mireia se lo permitían. Mientras, sostenía una taza de café con leche tan caliente que tardaba un buen rato en tomársela.
Aquella mañana, cuando llevaba apenas un par de minutos ojeando el diario, en la columna del centro de la última página, destacado entre los mensajes publicitarios habituales, vio un recuadro con doble marco negro y unas letras grandes que parecían interpelarla solo a ella: «¿Te gusta escribir?».
Se acercó más para leer la letra minúscula que enumeraba las características requeridas a quienes quisieran optar a aquel puesto: responsabilidad, dotes en el ámbito de la psicología, buen nivel de redacción, ser una persona creativa, de mucha intuición y capacidad resolutiva.
Nuria, como cuando alguien escucha los síntomas de una enfermedad y cree de inmediato que los tiene todos, pensó que encajaba por completo con aquella descripción, que no había nadie más que pudiera ser así, como era ella y como aquellas líneas la describían de forma tan exacta.
Terminaba aquel aviso con una exigencia de carácter más general: «Y lo más importante: la persona que buscamos deberá ser alguien con un sinfín de características de cariz humanístico». Después se especificaba que era necesario contar con una máquina de escribir. Nuria miró con mucha nostalgia su Olympia azul cielo encajada en el mueble que tenía enfrente. A pesar de que las filas de teclas parecían los dientes de varias bocas en escalera, estaba muda. Desde que se trasladó allí con Máximo no había vuelto a transmitirle sus pulsaciones. La vio por primera vez como lo que era: un mecanismo inútil en desuso, un artilugio quieto, muerto. Tan muerto como su plan de no deberle nada a nadie, de ser independiente, una exploradora solitaria dedicada en cuerpo y alma a alguna profesión relacionada con la literatura. Sonrió al recordarse. Las dos últimas líneas decían: «Sensibilidad hacia las problemáticas sociales y una especial habilidad de aproximación al prójimo». Era el anuncio más enigmático que había encontrado nunca, y por esa razón, el que más le interesó. Al final solo había un apartado de correos.
Nuria se apartó con dos dedos un mechón de pelo que le caía sobre la cara, se lo colocó detrás de la oreja derecha y escribió la respuesta de forma inmediata: «Soy quien buscan».
Añadió su dirección y unas líneas más en las que enumeraba sus estudios de Secretariado Internacional, idiomas y mecanografía, además de sus cualidades, que casualmente coincidían, punto por punto, con las demandadas.
* * *
Antes de una semana le llegó la respuesta:
Estimada señora Zafara:
Preséntese este viernes a las 17.00 horas en la calle Pelayo 56, entresuelo, de esta ciudad. Comprenderá que necesitamos conocer a los aspirantes antes de tomar una decisión. Atentamente,
Leonor Arana y Aleix Frument.
Nuria imaginó a un matrimonio adinerado y de cierta edad que buscaba a alguien que le llevara la correspondencia o redactara unas memorias para legarles a sus nietos.
Por primera vez desde que estaba casada tenía que acudir a una cita ella sola y para eso necesitaba a alguien con quien dejar a sus hijos. Vivían en aquel caserón porque la empresa de Máximo, Minas Generales, había firmado un acuerdo, les dijeron que gubernativo, con Dora Blúmer, su casera y única vecina. Desde el primer momento, a Nuria le pareció una mujer agradable, pero muy reservada, como si todo comenzara y acabara en ella. Su trato había sido más bien escaso, con la excepción de sus siempre cordiales encuentros, en el jardín o en el patio, y las visitas a su casa cuando Máximo la llamaba allí por teléfono, el único que había en la mansión Muley Afid.
Para subir al ático de su casera, Nuria aprovechó que Marc y Mireia se quedaron
dormidos a la vez. Escuchó desde el rellano la melodía hipnótica que acompañaba al consultorio sentimental de Elena Francis que tantas mujeres escuchaban con devoción, sin perderse ninguno, como si se tratara de un compendio de mandatos divinos. Máximo le había dicho que aquella canción se llamaba Indian summer. Cuando la locutora comenzó a hablar, Nuria llamó al timbre.
—Señora Zafara, ¿cómo está? —la saludó Dora Blúmer.
Solo llevaba una bata muy ligera rosa pálido, con el escote rematado por una cinta de raso ancha. Tenía un color de piel curioso, más bien pálido, pero bronceado sobre la frente, los pómulos y la barbilla. Y no era por efecto del maquillaje porque solo lo usaba cuando salía, como había comprobado Nuria. Las cejas las llevaba muy bien arregladas, como si fueran dos trazos rápidos de plumilla, y los labios y los ojos parecían siempre húmedos. Brillaban igual que su cabello natural, que en ese momento llevaba recogido en una trenza bastante larga y dorada como su nombre.
Nuria pensaba que le gustaría saberse sacar tanto partido como su vecina, con su belleza tan trabajada que convertía a ojos de los demás sus treinta y cinco años en muchos menos.
—Bien, muy bien… Verá, quería pedirle algo —le dijo muy seria y un tanto arrepentida de su idea.
—Pero pase, no se quede ahí.
Desde el umbral, Nuria percibió el olor a café mezclado con el de un perfume muy exótico.
—No, mejor no. He dejado solos a mis pequeños. De ellos se trata precisamente. Usted conoce a más personas que yo aquí, en Barcelona, y por ese motivo quería preguntarle si sabe de alguien de su total confianza que cuide niños. Solo sería un rato. Estoy muy apurada, no la molestaría con esto, ni con nada, si no fuera así.
—Mujer, me había asustado. Ojalá que todos los problemas fueran como este, que ni siquiera lo es —le dijo su vecina mientras se pasaba las manos con las palmas abiertas por ambos lados de la cabeza para asegurarse de que todos sus cabellos estaban en su sitio—. Y dígame, ¿cuándo sería ese rato?
—Este viernes por la tarde. Tengo que hacer una gestión en la calle Pelayo. Confío en estar de regreso en un par de horas o tres como mucho. Esa persona solo tendría que darles la merienda, para la cena ya estaría de regreso. No sé, señora Blúmer, y si no es mucho pedir, también me gustaría que viniera a casa para que ellos no tuvieran que salir.
—Querida, no tiene de qué preocuparse. —En aquel momento, Nuria creyó que su casera trivializaba su apuro—. Aquí me tiene. Yo me quedaré con ellos.
No esperaba aquella propuesta. Su desconcierto la hizo fijarse en su escote, ajustado por la banda de raso sobre sus senos puntiagudos.
—No, no, lo que yo le pedía…
—Ya lo sé —la interrumpió—. Eso sí, prefiero que estemos aquí en mi casa.
Nuria no quería desairarla, pero aquella posibilidad no se le había ocurrido y no sabía qué hacer. Aceptar su ofrecimiento le parecía lo más correcto, pero para eso tendría que apartar sus temores de madre demasiado protectora, como ella misma se consideraba, si de verdad deseaba que al menos sus días sin Máximo comenzaran a cambiar.
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Ficha histórica del libro
Edad: Contemporanea
Periodo: Franquismo
Acontecimiento: Sin determinar
Personaje: Sin determinar
Comentario de "La huella de una carta"
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