No habrá otra primavera
No habrá otra primavera
mari pau domínguez
No habrá otra primavera
La apasionada vida de Carmen de Icaza
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I
Ensayar el futuro
Madrid, 28 de diciembre de 1959
¿A qué hora de la vida quedaremos para ensayar el futuro?…
Una Carmen se sienta frente a la otra. La más joven lleva su
nombre en honor a la mayor. Son tía y sobrina, fundidas momentos
antes en un cariñoso y tierno abrazo en el preludio de un nuevo
fin de año que, sin embargo, se anticipa distinto.
No es una más de sus sobrinos, sino su ahijada. El tirón de la
sangre lo sienten más fuerte que nunca.
En este último Día de los Inocentes de la década, Madrid navega
entre el frío en las calles y el empecinamiento del régimen en
proyectar hacia el mundo una ilusoria libertad. Ha sido el año del
Plan de Estabilización, con el que se pretende liberalizar la economía
y abrir el país al extranjero. Primero llegaron los créditos.
Ahora se espera a los turistas. ¿De veras alguien cree que este país
va a modernizarse…?
Acaba el año con el Valle de los Caídos inaugurado, al que en
marzo llegaron los restos de José Antonio Primo de Rivera, fusilado
en la cárcel de Alicante en noviembre del treinta y seis. Es tam-
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bién el año del estreno de La vida alrededor, de Fernando Fernán
Gómez. El de Sara Montiel en Carmen, la de Ronda o de María de
la O, de Lola Flores. El de El baile, de Edgard Neville. Un año en el
que España ha cantado con Gloria Lasso Luna de miel o Solamente
una vez, con Lucho Gatica, mientras Ava Gardner y Orson Welles
se emborrachaban en Chicote o saludaban con dificultad el
amanecer en El Corral de la Morería, alternándolo con escandalosas
fiestas clandestinas en el domicilio de la actriz.
Un año intenso. El fin de una década.
Carmencita lleva la felicidad dibujada en su inocente rostro
con las letras de colores con las que la vida se escribe en la adolescencia.
Se le nota excitada y ávida de contarle a su querida tía Carmen
los detalles de sus planes de boda con Rolo.
Casarse con diecisiete años en esta España de finales de los
años cincuenta…
—Otro año que termina, parece mentira… —dice don Antonio,
el sacerdote y amigo que acompaña a la tía y que ha tomado
asiento un poco más rezagado que ella para no restarle protagonismo—.
Ha sido todo un éxito la visita del presidente Eisenhower,
¿no cree, Carmen?
Con el fin de aligerar la densidad de la cita, de la que únicamente
desconoce el motivo la joven, el cura no encuentra mejor
tema de conversación que comentar la visita que ha realizado el
presidente norteamericano hace solo cinco días. En España no se
habla de otra cosa.
Sin embargo, en la mente de la joven solo cabe un pensamiento.
—Me alegro de que quieras hablar conmigo, tía, porque yo
también tengo muchas cosas que contarte. —Las maneras de esta
bellísima criatura son elegantes y educadas. Su forma de hablar,
vivaz y entusiasta, no puede disimular la emoción—. ¡Imagino
que mamá ya te lo habrá contado! —El brillo de su voz navega
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entre el candor y la fuerza que supone para el ánimo amar por
primera vez.
Ese fervor contrasta con el esfuerzo que está haciendo la tía
por no mostrar el verdadero sentimiento que la embarga en esta
hora que va a ser amarga.
Dolorosamente amarga.
Carmen Díez de Rivera y de Icaza, la sobrina, no guarda ningún
parecido físico con su madrina, la famosa novelista Carmen de
Icaza. Su rubia dulzura viste de candor su carácter firme y resuelto.
Un rubio más claro que los campos de trigo, más que la paja o
los limones de un árbol maduro. El rubio de la clandestina estirpe
paterna.
La madurez… Está a un peldaño de atrapar a traición a la joven.
Su piel es bella, por su juventud y por su insólita palidez, más
propia de un país nórdico que no del sur de Europa. Y luego están
los ojos. Tan azules… tan cristalinos…
Esa tarde de finales de diciembre, Carmen de Icaza repara como
nunca antes en lo idénticos que son los ojos de su sobrina a los
de Ramón Serrano Suñer, el antaño todopoderoso cuñado de Francisco
Franco. También uno de los hombres más interesantes del
momento. Vuelve a recordar la belleza de aquellas facciones masculinas
en la expresión y el gesto de su sobrina. Pero, por encima de
todo, en su mirada. Los ojos de Ramón son tan transparentes que
en ellos se puede ver el otro lado del mundo.
Carmencita acaba de solicitar su partida de bautismo en la
iglesia de la Concepción para poder casarse y solo entonces le ha
comunicado la decisión a su madre.
—No me imagino el futuro sin él —le dijo.
El futuro… Se siente en pleno ensayo de ese futuro compartido
con el joven Ramón Serrano Suñer, hijo. Su amigo de la infancia.
Su inseparable Rolo, que apenas le saca cuatro años, figura
en el recuerdo de la vida de Carmencita desde que tenían uso de
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razón. ¿Cuándo comenzó todo, a los cinco años…? ¿A los seis…?
¿Tal vez antes…? Es lo mismo que decir que siempre estuvieron el
uno en la vida del otro. Como una simbiosis. Una amistad tan auténtica
y natural que traspasaba la estrecha relación de ambas familias.
Por un lado, Ramón Serrano Suñer y su esposa, Ramona
Polo, Zita, hermana de Carmen, la mujer del general Franco. Por
otro, Sonsoles de Icaza y su marido Francisco Díez de Rivera, marqués
de Llanzol. Veraneaban juntos en San Sebastián. La vida de la
pequeña Carmen era la vida del pequeño Rolo, que así lo llaman
cariñosamente. Los paseos por la montaña…, que fueron tornándose
cada vez más largos. Aquellas tardes en la playa a la caída del
sol, cuando el resto de amigos de la pandilla los dejaba solos, aburridos
de que ellos siempre fueran a lo suyo, como abstraídos del
mundo; huidos entre el cielo y la tierra. Las confidencias… y las
eternas conversaciones sobre la manera de ver la vida. Su vida…
Han crecido juntos. También el amor creció con ellos, temprano,
al alba de su aún corta existencia. En la misma proporción
que avanzaban juntos en la senda de la vida, avanzaba firme y libre
el sentimiento poderoso que han acabado identificando como
amor.
Amor… Cuatro letras cuyo orden indebido está a punto de
destrozar dos vidas. Dos, como poco. La onda expansiva de la bomba
que ya cae sobre ellos es incalculable.
—Ya te lo habrá contado mamá, claro. Lo de mi boda. Pero
quería decírtelo yo en persona, porque quiero ver la alegría que te
causa.
La mandíbula de Carmen se contrae. Aprieta los dientes
aprisionando la culpa que tendrán que repartirse los adultos.
Como es incapaz de responderle, la joven insiste:
—¿Verdad que te alegras? ¿A que es maravilloso? Sé que
pensarás que soy demasiado joven, y lo entiendo, pero Rolo y yo
ya no podemos esperar más, nos queremos tanto… Y deseamos
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hacer las cosas bien, como Dios manda, por eso hemos decidido casarnos.
Me siento muy feliz. Hay tanto amor entre nosotros, que
creo que va a reventar en mí…
Va a estallar, sí. Sus palabras mecen la suavidad de los sueños,
como unas notas de Chopin o unos versos de Darío… Pero…
Música celestial truncada. La onda expansiva está a punto de
alcanzarles.
—No puedes casarte con Ramón.
Carmen de Icaza pronuncia la frase sin titubeos. Suena deliberadamente
fría, igual que el acero de la hoja de un cuchillo.
—¿Qué…? —Carmencita cree no haber entendido.
Una inspiración profunda de la tía para tomar aire y repite:
—No puedes casarte con ese chico.
—¿Con Rolo…?
Ya está. Hecho. Ya lo ha soltado. La primera frase está dicha.
Falta la segunda, la peor. Pero eso la muchacha no puede saberlo.
Bastante tiene con la primera.
Incapaz todavía de asimilar lo que acaba de decirle su tía,
insiste:
—¿Cómo que no puedo casarme con él? ¡Estamos enamorados!
—Abre tanto los ojos al decirlo que habría podido caber en
ellos la bahía de sus veranos juntos.
—Ese… —Carmen hace una pausa, una fracción de segundo
en la que entorna los ojos antes de que se produzca el impacto—.
Ese es precisamente el problema: que os hayáis enamorado.
—Oh… No entiendo. Pero no hemos hecho nada malo, no
vayan a pensar que… —Sus palabras se desinflan al dirigirse al sacerdote
porque ve en su cara que no se trata de lo que ella está suponiendo—.
Nosotros nos respetamos… —Las palabras se quedan
sin fuelle—. Queremos hacer las cosas bien, por eso vamos a casarnos,
¿es que no me han escuchado? —El religioso no dice nada.
Deja que Carmen lleve las riendas de la delicada situación—. Tía,
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¡por Dios!, ¿cuál es el problema? —A la joven Carmen, intentando
reaccionar, le sale el carácter resuelto tan propio de los Icaza. En
eso sí se parecen.
En ese momento, la tía Carmen piensa que, si perdida le había
parecido que está su hermana Sonsoles ante los hechos, no será
nada comparado con el efecto que va a tener en su sobrina conocer
la verdad.
—Ramón… Rolo… y tú… no podéis casaros porque sois
hermanos.
¿Sigue siendo el mundo el mismo…? ¿Permanece en el mismo lugar?
De repente, las inocentes caricias y los tiernos besos de dos
adolescentes caen en el saco del pecado involuntario por desconocido.
Bajo los pies de la chica se abre una sima tan descomunal como
la desgracia que sobre ella se cierne.
Con un gran peso en su corazón, y siendo lo último que hubiera
pretendido jamás, la noticia que la tía Carmen ha comunicado
embarra la temprana vida de la joven, que hasta ese momento bullía
plena de proyectos, sueños y deseos. La idea de la boda con el amor
de su vida pasa del brillo y la luz a lo más opaco y tenebroso. A una
oscuridad que ensombrece sus ojos y la sonrisa que ha desaparecido.
—¡No, no, no! —Carmencita estalla incrédula, negando con
la cabeza. Al levantarse de golpe y en tal estado de agitación, tira la
silla al suelo sin querer—. Esto es una locura. No es posible. ¡Ramón
y yo nos amamos! ¡Cómo vamos a ser hermanos!
Se tapa la cara con las manos sin parar de llorar. «Rolo….
Rolo… mi Rolo, mi amor, no… no…», se lamenta sin que apenas
le salga ya la voz.
Se ahoga… imposible respirar, «¡Carmen se ahoga! —grita
su tía mientras la estrecha en su regazo—. Respira, hija, respira,
mi niña…».
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Carmencita, mi niña… y sus pulmones que se inundan de la
abrupta pérdida de la inocencia. Días antes, su padre le había dicho:
«Cuánto vas a sufrir, Carmencita». Irremediable. Cuánto vas a sufrir…
Su tía siente igualmente en el pecho el golpe de la desgracia.
El seco puñetazo de lo irreversible. Cortar las alas cuando se está
empezando a volar, cuando inician el despliegue… cuando se siente
cómo los pies van distanciándose del suelo y la tierra se convierte
en un territorio vedado a los que aman…
Cortar las alas en el momento en el que los sueños alzan ese
vuelo infinito que no permite ver el límite de la vida… Ese universo
habitado solo por ella y Rolo, el tercero de los hijos de Ramón
Serrano Suñer.
El tercero de los hijos de… papá.
De papá…
—¡Pero esto es una aberración! ¿Somos hermanos? ¿Cómo
es posible? ¡Es horrible! ¿Mamá con el tío Ramón…? ¿Y qué pasa
con mi padre? Es el único normal en esta familia, ¡el único! ¿Todos
lo sabíais y habéis callado? ¿Hasta cuándo ibais a hacerlo? ¿Tú
también lo sabías…? —La tía aguanta, aunque con el corazón destrozado—.
¿Es que nadie se ha dado cuenta en todos estos años de
que Rolo y yo éramos inseparables? ¡Inseparables! —Se apoya en
la mesa con los ojos cerrados por el horror, hasta que clava la mirada
en su tía—. Mi madre… ella es la culpable de todo.
—No digas eso, las cosas ocurren y…
—¿Que las cosas ocurren? —La sobrina le corta la frase con
rabia—. ¿Y qué ocurre conmigo? ¿Y con Rolo…? ¿Por qué nadie
ha pensado en nosotros? Jamás le perdonaré a mamá que me haya
ocultado esta terrible verdad, la verdad sobre quién soy. Ya no lo
sé… Ya no sé quién soy.
—No somos nosotros quienes tengamos que juzgar a tu
madre.
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—Yo no quiero juzgarla, tía. Pero su insensatez, la insensatez
de todos, me ha partido el alma. ¡No podéis entenderlo! Siento
que algo se me ha roto por dentro.
No podía ser sino Carmen, la mayor de los cinco hermanos,
quien se hiciera cargo, una vez más, de uno de los momentos
más duros de la familia, y, sobre todo, más duros para su sobrina.
Había mantenido previamente una fuerte discusión con
su hermana Sonsoles, madre de Carmencita, por entender que le
correspondía a ella la tarea de informar a su hija de quién era su
verdadero padre. El eterno «tío Ramón» ahora ya no es su tío.
Ni tampoco el amigo de sus padres. Y, menos aún, el padre de
Rolo. Ramón Serrano Suñer es su padre, y su tía Carmen, la elegida
para comunicarle una circunstancia que, de no haberse producido
el enamoramiento de los hermanos, se habría quedado en
un desliz clandestino en la alta sociedad. Un error que no tenía
por qué haber interferido en sus caminos formando una terrible
encrucijada.
—¿Qué pinto yo en esto? Si se trata de un asunto que forma parte
de tu intimidad —se quejó Carmen a su hermana cuando esta le
pidió que fuera ella quien le explicara a Carmencita por qué no podía
casarse con el joven del que se había enamorado.
—¿Me hablas de intimidad? ¡Si todo Madrid conoce la historia!
—replicó Sonsoles.
—¿Y cómo no va a conocerla si no fuiste capaz de romperla
en quince años? —El genio de Carmen emergía como un rayo en
plena tormenta. Le indignaba que cayera ahora sobre sus hombros
el peso de una historia que retornaba del pasado de la peor manera:
apuntando directa a un posible incesto que había que evitar como
fuera—. Pobre Paco… da gracias a cómo quiere ese hombre a tu
hija.
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—¡Nuestra…! ¡Nuestra hija! —corrigió Sonsoles, asiéndose
de soberbia para evitar derrumbarse—. Carmencita es hija mía
y de Paco.
—Sí, pues da gracias a que Paco es un santo varón, porque
todos sabemos, él el primero, que no es su hija. La ha reconocido
como suya, eso le honra.
—No soy capaz, no lo soy… no puedo afrontarlo. —Nerviosa,
Sonsoles agachó la mirada entre lágrimas.
La vio tan perdida… Estaba enfadada con su hermana pequeña,
pero sentía adoración por ella. Desde el primer instante de
vida de Sonsoles, Carmen supo que el instinto protector hacia ella
jamás se quebraría, como así era.
—Eres su madre. Tú tienes que contarle la verdad. Habéis
dejado pasar demasiados años.
—Lo hemos hecho todos.
—En eso te equivocas, Sonsoles. Quien tuvo una relación
extramatrimonial con un poderoso ministro fuiste tú. Quien tuvo
la poca cabeza de quedarse encinta de él fuiste tú. Quien no tuvo en
cuenta que se trataba nada menos que de un cuñado del general
Franco fuiste tú. ¿Quieres que siga? Así que deberías ser tú quien
se lo cuente a tu hija.
—¿Acaso se lo habrías dicho tú, de haber estado en mi lugar?
—Yo nunca habría tenido un hijo con nadie que no fuera mi
marido.
Estas últimas palabras le hicieron un daño insoportable a
Sonsoles. Pero lo que no podía imaginar era que el mismo daño le
había causado a su hermana decírselas.
Al ver a su sobrina salir corriendo hecha pedazos, perseguida por el
llanto y el dolor, piensa en lo caprichoso que es el destino. De todos
los chicos con los que Carmencita se relaciona ha tenido que
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Ficha histórica del libro
Edad: Contemporanea
Periodo: siglo XX
Acontecimiento: Posguerra
Personaje: Carmen de Icaza y Ramón Serrano Suñer
Comentario de "No habrá otra primavera"
Carmen de Icaza fue una de las escritoras más leídas de los años cuarenta. Su novela Cristina Guzmán, profesora de idiomas se tradujo a todos los idiomas europeos y hasta Dolores Ibárruri, la Pasionaria, la leyó y disfrutó mientras vivía en la URSS.
Pero Carmen no fue solo una novelista de renombre. De alta sociedad, a la muerte de su padre empezó a trabajar como periodista para sacar adelante a sus hermanos pequeños. Durante la guerra civil fue una de las fundadoras del Auxilio Social —suyo es el lema «Ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan»—, aunque nunca dejó de desafiar los postulados de la Sección Femenina. Y, ya mayor, se vio en la tesitura de tener que ser ella quien le contara a su sobrina, Carmen Díez de Rivera, hija de su hermana Sonsoles y de Ramón Serrano Suñer, quién era su verdadero padre.
Vivió una intensa y apasionada vida que Mari Pau Domínguez ha novelado con extraordinario pulso para sacar del olvido a una de aquellas mujeres que supieron alzar la mirada y sobrevolar posicionamientos políticos y rencillas ideológicas, buscando siempre lo que era justo.