La casa de los siete pecados
La casa de los siete pecados
La muerte, en cualquier momento y lugar
Madrid, número 31 de la calle de las Infantas, finales de 1882
La vida se extraña ante la muerte. Pero la muerte carece de cualquier derecho y sólo puede soportar la insolente mirada de la vida.
Ser contemplada. Eso es lo único que permite la muerte, ya que ser vivida no puede.
Y eso es lo que hacen, contemplarla, quienes rodean el macabro hallazgo en esa fría mañana de un Madrid que todavía se despereza de un largo sueño. O de una pesadilla, quizá.
Falta poco para el breve descanso de la comida. La cuadrilla cava a destajo. Los siete obreros que la forman no disponen del tiempo suficiente para que la nueva sede del Banco de Castilla sea inaugurada a inicios del nuevo año, pero tienen que intentarlo. Con estas obras se amplía un ala de la Casa de las Siete chimeneas, cuya propiedad se adquirió a finales de septiembre a don Segundo Colmenares, conde de Polentinos. La casa había sido edificada en 1570 sobre el solar de unas huertas a espaldas del convento del Carmen, convertido hoy en la Plazuela del Rey, nombre no casual, dado que su impulsor fue el mismísimo Felipe II. O al menos eso dicen. Tampoco es que esté muy claro, la verdad, como ocurre con tantos otros hechos que se han sucedido en torno a este palacete.
Es un extraño día de invierno en el que los sueños revolotean por el tejado, entre los huecos de las siete chimeneas, en busca de alguien que les tienda una mano para descender al mundo de la realidad, cansados ya de esconderse tras la estela de los siglos. Y son esos sueños de desconocido dueño, que no contaban con materializarse removidos por una simple pala de cavar, los que estallan en un grito que parece nacer de la tierra. Quien lo lanza es uno de los trabajadores de la obra. Los otros seis forman corro alrededor del compañero que ha arrojado la pala sobre un pequeño montículo de tierra y se ha quedado inmóvil, con el semblante demudado. El miedo lo mantiene paralizado y con el susto estampado en el rostro, tal es su conmoción ante lo que acaba de descubrir. Su mirada no puede apartarse de lo que parece un hueso amarillento semienterrado.
También se acercan viandantes curiosos, alertados por el grito, para participar de la sorpresa, que no es precisamente grata. Al batir el terreno, entre los escombros de un muro que se estaba derribando esa mañana, ha aparecido un esqueleto perfectamente formado. Se diría que no le falta nada y parece de mujer. El más viejo del grupo repara en que los huesos de la mano derecha están agarrotados y que entre ellos se vislumbran varias monedas de oro. Las cuenta: son cuatro. Entonces, el trabajador responsable del siniestro descubrimiento se hinca de rodillas en el suelo y con sus propias manos sigue extrayendo tierra. Aparecen tres monedas más, que suman un total de siete, y un anillo. Son siete las piezas de oro encontradas, como siete son las chimeneas que coronan la casa. Y ellos, los de la cuadrilla, también son siete. Un miedo irracional parece invadirles, como si se hubieran puesto de acuerdo, aunque nadie ha pronunciado palabra ante el temor de que no se trate de otra cosa que de una maldición encubierta. La calavera es lo que más impresiona. Entre sus dientes corre un aire antiguo que Dios sabe de dónde podría proceder. Y en las cuencas de los ojos anidan interrogantes de incierta respuesta.
Un viento helado irrumpe en el silencio de los misterios de la Casa de las Siete Chimeneas que han quedado al descubierto. Unos misterios que parecen hablar de miserias inconfesadas, de desdichas a medio vivir que se resisten a morir del todo, de angustias que sobrevivieron al placer que pudo acogerse entre sus muros.
Tardará en saberse que las monedas datan del siglo XVI y que puede que se trate de las arras matrimoniales entregadas por Felipe II a una extraña dama. Espectro o realidad… Aunque sin prueba documental que lo demuestre, hay quien está convencido de que fue el monarca quien ordenó añadir las siete chimeneas en el tejado como símbolo de los siete pecados capitales. Unos pecados que nadie ha dicho que él expiara.
La lluvia, que comienza a caer, ahuyenta a los curiosos y funde la tierra con los restos del inquietante hallazgo hasta teñirlos de un oscuro que se acerca, temible y dolorosamente, al negro.
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Ficha histórica del libro
Edad: Moderna
Periodo: Austrias Mayores
Acontecimiento: Varios
Personaje: Ana de Austria
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