El diamante de la Reina
El diamante de la Reina
I
Aranjuez, domingo 3 de octubre de 1568
El desgarro lanzado al aire por la voz rota de la joven los calla a todos. Es un grito doloroso, como si de repente un rayo fatal hubiera partido el tiempo en dos: un antes y un después. Hay seis hombres, médicos. Llevan la preocupación dibujada en cada gesto que realizan. Tres mujeres asisten a la muchacha de cuya vida tiran los espíritus del sueño eterno. Les sorprende esa reacción, tan acostumbrados los tiene a la prudencia y la mesura en sus comportamientos. Uno de los doctores, el más veterano, corre junto a la enferma en un vano intento de averiguar el origen de ese grito proveniente de lo que parece ser la antesala de la muerte. Ella, la muerte, es la presencia más temida en el inmenso espacio de la habitación inundada de penumbra desde hace horas.
Las damas se han arrinconado lejos, llorando. Ayudada por el médico que se mantiene a su lado, la joven se dirige a ellas con fuerzas que ya no le asisten como antaño:
—¡Dejad de llorar! No son plañideras lo que necesito ahora…
El esfuerzo la vence. Aparece un ahogo que la empuja hacia atrás, haciendo necesaria para acomodarla la ayuda de los otros doctores, quienes se percatan inmediatamente de que el color ha huido de su rostro dejándola sumida en una espantosa palidez. Y entonces arranca también ella a llorar; un llanto que no es de pena, porque ya no ha lugar.
Cuando ve el escalpelo en manos de Juan Fragoso no tiembla como meses atrás temiendo lo que entonces desconocía. Ahora ya sabe en qué consiste esa bárbara práctica de la sangría con la que le sacarán la que seguramente sea la última sangre que le quede en las venas. Ni fuerzas tiene para negarse. Esta vez se disponen a hacerlo en la sien izquierda. Si estuviera aquí el doctor Montguyon los echaría a todos sin dilaciones. Qué lástima que Dios lo tenga ya en su gloria, piensa antes de cerrar los ojos y dejarse hacer.
Pero con la sangría nada se consigue.
—Son los riñones, os lo vengo diciendo desde hace semanas —sentencia uno de los hombres.
—Yo no lo creo.
—Ni yo. ¿A qué, si no, la tos de días atrás…?
—Y la fiebre imparable.
Acaríciame, Juan, no dejes que ninguno de estos carniceros que se dicen médicos sigan poniendo sus rudas y torpes manos sobre mi cuerpo, que era tuyo enaltecido.
—Está preñada.
Un enorme silencio, tan repentino como el que se hizo tras el grito de la joven, se adueña del espacio. Todos miran a este hombre bajito, de barba blanca y grandes manos que se preocupa en ocultar mientras habla, debido a un tic nervioso que tiene en la diestra.
—¡Qué locura! —replican.
Luis de Lemos se ve obligado a proseguir:
—Cuando una mujer tiene varias faltas es que está encinta.
—Pero en este caso cualquiera de las dolencias que padece podría, por sí misma, causar dichas ausencias de sangre, no digamos ya si se dan al mismo tiempo y originan una complicación como ésta que la tiene aquí postrada —dice Segarra.
—Estoy de acuerdo —es Juan Bravo, venido de Salamanca como los otros colegas—. Sus riñones se encuentran al límite, apenas si funcionan de lo castigados que están.
—Unido a que los gases del intestino la están matando.
—¡No digáis eso, por Dios! —Luis del Toro se santigua—. Que nadie miente la muerte en esta estancia.
La conversación se interrumpe con la llegada de la duquesa de Alba, la camarera mayor. La acompaña Juan Maldonado, uno de los más prestigiosos galenos de la época, que está visitando a la enferma desde el pasado mes de junio. Pero su intervención poco viene a arreglar. Entre todos hablan ahora, como ya hicieran entonces, de que podría ser tuberculosis, dada la tos nocturna que ha tenido durante las últimas semanas y el cansancio que delata su cuerpo casi inerte.
—Y no olviden tampoco el mal de ijada que le dejó tan tocado el riñón derecho en septiembre. Es difícil que se haya recuperado. Más bien me inclino a creer que no ha hecho sino empeorar y pasársele también al izquierdo. No hay más que ver su aspecto.
—Pero tal vez tendríamos que considerar que…
Las palabras de la ciencia son cortadas de cuajo por estas otras, tal vez las más certeras de todas cuantas se llevan dichas en muchas horas:
—Me muero… —el rostro casi infantil de los trece ha sido usurpado por el envejecimiento prematuro que acarrea el sufrimiento acumulado durante nueve años.
No se sabe si es el prolongado letargo de la enfermedad, o la conciencia sabia de quien ya no siente su alma en esta tierra, pero el caso es que la joven se ve asomada al abismo de la verdad última. Los asistentes a la agonía se movilizan alrededor del vacío que ya se presiente, mientras la duquesa manda a una de las damas a llamar a la princesa de Éboli, Ana de Mendoza, y le dice a Maldonado que es inexcusable la presencia de un marido en semejante trance. «No es necesario, no hay que alarmarse», responde él contrariando, así, el curso de los acontecimientos.
Le colocan cojines en la espalda para incorporarla y paliar el implacable daño de la asfixia. La fiebre, lejos de remitir, va subiendo a una velocidad considerada extremadamente grave. Rechaza cualquier remedio que le quieran suministrar por la boca; al fin y al cabo lleva ya tantos brebajes en el cuerpo que no confía en que nada le pueda aliviar. Las náuseas se agudizan. Comienzan los espasmos.
Haciendo un esfuerzo verdaderamente sobrehumano, invoca los Santos Sacramentos. Todo ocurre con suma rapidez. Fray Diego de Chaves acude solícito a darle la extremaunción, dispensándole de la confesión, por más que ella se empeña, que ya tuvo lugar la tarde anterior. Evita cansarla más. En su joven cuerpo, la fuerza ha quedado reducida a un hilillo de exigua vida que sólo le permite una cada vez más difícil respiración. No obstante, fray Diego le da la comunión, pero sus carnes no están dispuestas a permitir la entrada a nada, ni siquiera a Dios. Se agita sudorosa sin hallar la paz necesaria y acaba por vomitar.
Solamente permanece en mí lo que tú quieras dejarme dentro. Sólo tú, Juan, me inundarás eternamente.
Los doctores no cejan en sus respectivas porfías, difieren de si es oportuno, o no, avisar, de una vez por todas, al marido, viendo lo grave que se ha tornado la situación. Pero la preocupación de un esposo es capaz de ganar la partida a cualquier discusión por muy de altos vuelos que ésta sea, y, así, irrumpen en la estancia el esposo, traído por la amiga íntima de la moribunda, Ana de Mendoza, quien, al comprobar su estado, se enfurece y reprende en voz alta a todos por no haberles avisado antes.
Sobre el lecho y apenas cubierta por las sudadas sábanas, la muchacha se revuelve de dolor. Apenas si puede hablar. Le hace un gesto a su marido para que le acerque el oído a los labios, resquebrajados por la sequedad de la boca. A él le entristece pensar en cuántos besos ha depositado en ellos cuando permanecía aún intacta la inocencia, y en los juegos en los que han participado esos labios haciendo de su cuerpo el mejor y más clamoroso campo de batalla. Hasta que apareció Juan, mi amado Juan, para revolucionar lo más íntimo de su ser. Unos juegos y una vida que en estos momentos parecen ya definitivamente olvidados.
—Siento… no haberte podido ser… vir —el habla se hace dificultosa— con un hijo… varón.
La tristeza, tan instalada como está en el corazón del hombre, sólo permite que, tras sellar sus labios con los dedos para que no siga hablando, le declare una vez más, aunque sea la última, el amor que siente por ella, como por ninguna otra mujer ni esposa que ha tenido.
—Y… nuestras hijas, tan pequeñas… Catalina, ni un año ha cumplido aún —es necesario que le permitan decir lo que, de quedarse dentro, se pudriría con ella— cubrid… mi ausencia… Me llevo con… migo la pena de dejarlas sin madre.
Arrastrado con sus últimas palabras, un rojo tan intenso como alarmante empieza a teñir las blancas sábanas de lino y algodón, que alguien retira bruscamente para descubrir el horror en parte anunciado por uno de los médicos. Irguiendo con dificultad la cabeza, ella se mira el lugar donde en otra época intentó adivinar la pureza. Esa zona de su cuerpo que acaba de entrar en erupción.
Juan… Juan, te siento aquí dentro, metido en las entrañas que me queman al abrirse.
De forma espontánea, las piernas de la joven se separan, en un gesto natural pero dramático, para dejar paso a un río de sangre.
Juan, querido, ¿dónde estás…? Acércate, ven, toma mi mano, que yo parto a tu encuentro. Ya es la hora, amado mío.
El marido la agarra fuerte y ella, a su vez, se coge a los brazos de él como si fueran dos potentes faros que habrán de sostenerla y mostrarle el ingrato camino que se le ofrece por delante. Él se pega literalmente a su pecho sin importarle que la sangría lo abarque casi por completo y le manche piel y ropas, porque, al fin y al cabo, es sangre de su sangre. Ante el estupor de todos, sin distinción, bien se trate de galenos o de damas, y entre gritos y lamentos difíciles de contener, un feto emerge sin consideración alguna para con la madre, cuya vida se va a escapar con él.
De nada valen los «ya lo dije», «qué podía ser si no un preñado», «las faltas nunca se equivocan». «Tal vez nosotros sí…», se oye en la voz muy quebrada de uno de los hombres, que apenas deja adivinar de quién proviene en mitad de tanto alboroto. De repente, la joven expirante se convierte en una suerte de bestia que brama y empuja poderosamente para soltar lo que le arde en las entrañas. La respiración se altera, le falta el aire y el cuerpo se le deshace en sudor y miedo.
Son las diez y media de una mañana precedida de la madrugada más oscura de cuantas puedan imaginarse. Llega la matrona. Junto a dos médicos corre a ocuparse de la criatura. Es una niña que, por el aspecto y tamaño, parece parida de cinco meses. Aunque eso es sólo aventurar. Hay quien resuella tranquilo con su venida al mundo, creyendo que ése era el origen del mal de la madre y convencido de que ésta se recuperará. Ignoran que la esperanza es algo absurdo cuando surge de la nada. Allí mismo, en el peor escenario donde vida y muerte se devoran mutuamente, en un macabro baño de sangre, fray Diego se ha hecho traer agua bendita y bautiza a la pequeña ante el absoluto desinterés por parte del padre que permanece agarrado a la madre mientras nadie puede impedir que se desangre.
—El averno —musita cabizbajo el esposo—, el averno que se quiere instalar entre nosotros…
—¡Callad, por Dios!, no habléis de infiernos ni invoquéis a los espíritus de los muertos.
Es la princesa de Éboli quien se atreve a hablarle así. No cura el espanto de la muerte eludir la posibilidad de que pueda presentarse, como si al bordear una orilla tuviéramos la oportunidad de evitar caer al agua y morir ahogados. La muerte no tiene orillas, ni admite otras posibilidades que no sean su existencia inequívoca y sin dobleces. No hay maneras de interpretar lo que quizás sea lo más rotundo e incontestable de la vida.
Hora y media más tarde el bebé deja de respirar. Y, aunque nadie lo menciona en voz alta a fin de no empeorar el estado de la madre, ésta, en brazos del marido y sin haber sido capaz de expulsar la placenta, exhala en ese preciso instante el último suspiro para intentar descansar por fin en paz. Él se aferra al cuerpo inerte como quien se aferra a la vida cuando está a punto de morir. Lo atrae hacia sí con todas sus fuerzas y se atreve con los labios a probar la sangre que los cubre a ambos. Hay un momento en que sus músculos se aflojan hasta permitirle resbalar, poco a poco y en silencio, hacia los muslos de la esposa muerta. Se abraza a ellos y apoya la cabeza en su vientre, negándose a apartarse de ese espanto, como le suplican los médicos y la amiga. En un acto de delirio, va lamiendo, de nuevo, la sangre que su lengua encuentra al paso y se restriega en ella, en una escena que obliga a muchos de los allí presentes a abandonar la estancia al no soportar la brutal sensación de repugnancia que les produce. Sólo Ana se compadece y avanza unos pasos hacia él, pero sin atreverse a tocarlo.
Las manos del marido impenitente navegan ahora a la deriva entre los pechos que tan bien conoce, mientras continúa revolcándose en sangre. Hasta que la muerte se le echa encima. La siente irreversible, se rinde a la evidencia y después cae exhausto y llorando a los pies de Isabel.
Entonces sí, Ana se arrodilla junto al hombre derrotado, y reza.
La muerte no sabe de edades ni de clases. Felipe se pregunta por qué muerte y sufrimiento atacan sin contemplaciones aunque se tengan veintidós años y se trate de una reina, Isabel de Valois, conocida como Isabel de la Paz, su esposa.
El monarca español hace gala de que en su imperio no se pone el sol. Sin embargo, a tan sólo unos pocos pasos de su cama, la oscuridad; tan contraria al brillo del sol imperial, cubre con un manto de negrura y de pena la poca vida que Isabel le ha dejado a partir de hoy.
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Ficha histórica del libro
Edad: Moderna
Periodo: Austrias Mayores
Acontecimiento: Varios
Personaje: Isabel de Valois
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