La catedral de la calavera
La catedral de la calavera
IN PRINCÍPIUM ERAT
Aquel extraño ruido le alertó. Parecía que alguien rondara por el patio de las Escuelas Mayores, mas no podía ser, no a medianoche, no aquel día en el que todos los demonios andaban sueltos por Salamanca. Pero ahí continuaba presa esa sensación en el estómago… Fray Bartolomé suspiró
—Tonterías, pobre viejo, que imaginas sombras donde nada alumbra —se recriminó a sí mismo—. Tanto mirar las estrellas que tropiezas con tus miedos.
Volvió a escuchar aquel merodeo cercano. Parecían pasos, aunque con aquel viento silbando entre las rendijas de las piedras y los truenos que anunciaban tormenta, solo la imaginación podía aventurar presencias. Incómodo, el anciano catedrático de Astronomía se enfrascó de nuevo en la tarea a medio terminar. Acurrucado en su propio hábito, observó el montón de papeles polvorientos que se alzaba frente a él, sobre la mesa en la que trabajaba en lugar de descansar.
Hacía tanto frío que los dedos arrugados de fray Bartolomé parecían garras, tan difícil le resultaba moverlos con destreza sobre los pergaminos y papeles que manejaba. Llevaba algo más de una semana dedicado a ellos. El rector Maldonado le había rogado discreción cuando ordenó que acudiera a su presencia diez días atrás.
—Fray Bartolomé —le dijo entonces—, el rey don Fernando me ruega que abramos de nuevo el arca de maese Cristóbal Colón. Desea que estudiemos los mapas que aportó ante el consejo poco antes de partir hacia las Indias Orientales, los mismos que garantizaban la certeza de sus expectativas de descubrimiento. Los asuntos de Indias le inquietan, especialmente desde la muerte de su esposa, la reina doña Isabel.
—No entiendo el porqué —gruñó el fraile—. Sabéis que Castilla y Portugal pactaron el reparto de las tierras al oeste, en el Mar Océano dos años después de que el almirante Colón arribara a La Española.
—Colón guardaba muchas más informaciones secretas en su haber. Desde 1492, el arca que los contiene permanece sellada por orden de los reyes. Estudiad en esos mapas la viabilidad de emprender nuevos viajes. Pero guardad prudente secreto, pues si los portugueses tienen noticia de que disponemos de tales ventajas…
—…podrían conducirnos a una guerra con Portugal —le interrumpió fray Bartolomé. «La verdad de maese Colón nunca saldrá a la luz, lo cual no quiere decir que no la conozcamos: era un ventajista», se dijo a sí mismo el catedrático de Astronomía.
Diez días más tarde de aquella conversación privada, secreta, fray Bartolomé refunfuñaba a la noche con las mismas palabras, como si en lugar de a la luz de las tímidas velas, hablara al rector Maldonado. Pero estaba solo, acompañado de papeles viejos, iluminado por oscilantes llamas de delgada presencia, que ahora bailaban por culpa de sus resoplidos.
Ojeó de nuevo el relato del viaje de Alfonso Sánchez de Huelva, el testimonio de Colón, sus anotaciones, aquella carta firmada con su extraño anagrama Christo Ferens, el cartulario. El escudo de Portugal le recordaba insistentemente que aquel pergamino pertenecía a los lusitanos, no a Castilla, que no debería encontrarse en sus manos, sino en Lisboa. Aunque ya era demasiado tarde para esos melindres, y él, un pobre fraile salmantino, no osaría inmiscuirse en tales asuntos de Estado, así que procedió a su estudio minucioso, hablando consigo mismo en voz alta, para hacerse compañía.
—Una inscripción en árabe, otra en latín, la rosa de los vientos impronta de
Cresques. Aquí están las Canarias, cabo Bojador, las rutas portuguesas, Catay…
¿Cola de Dragón? —se extrañó.
El catedrático de Astronomía se tomó su tiempo. La vista se resentía a su edad y las condiciones de estudio, lejos de favorecerle, pesaban sobre sus hombros. Sabía que faltaban tablas para componer en su totalidad el mapamundi, que solo le habían entregado las dos que se dibujaban en el pergamino que sostenía entre sus manos.
—Tanto secreto, tanto secreto… Maldito Rodrigo Maldonado, ¿por qué no me permites que acceda a todo el contenido para que lo estudie en su conjunto? Pero no, el todopoderoso amo de la Universidad de Salamanca desconfía de un viejo profesor, le ofrece miguita a miguita abriendo cada día este ataúd de madera —protestó mientras giraba aquí y allá el mapa, hasta descifrar los escritos.
Miró de reojo el arca, a su lado, cerrada con llave. La misma que custodiaba celoso el rector y jamás le había entregado.
—Está bien, no necesito que me abras la caja de Pandora para saber que tengo entre mis manos un auténtico tesoro. Quien realizó esta maravilla conocía los trabajos de Al Juarizmi, las aportaciones de Henricus Martellus y tenía ante sus mismas narices el atlas perdido de Cresques, la copia secreta que poseía la corona de Portugal. Colón, ¿a quién le robaste esta joya?
Fray Bartolomé, de tanta soledad, se había acostumbrado a largas disquisiciones consigo mismo. Exponía, se llevaba la contraria, replicaba y terminaba aceptando que siempre, de una u otra forma, tenía la razón. Pero aquellos nombres, aquel mapa no deberían existir. Al otro extremo del Mar de las Tinieblas, a la izquierda de la representación de Portugal y Castilla, aparecía el océano, también las islas descubiertas por Colón en sus viajes. Hacia el sur de las mismas y en su extremo, un perfil de tierras desconocidas con una leyenda en portugués: «Cola de Dragón».
—Qué minuciosidad en su trazado. A quien recorriera estas costas primero se debe la gloria, no a ti, genovés. Déjame conocer tu nombre, amigo. ¿Tal vez lo dejaste escrito en las cartas y papeles que todavía siguen ahí encerrados? —Señaló el arca con un gruñido.
Una bocanada de viento abrió la puerta de la estancia. La luz de las velas se apagó y, con su muerte, llegó la oscuridad total. Solo en medio de la sacristía de la capilla de las Escuelas Mayores, el viejo se levantó de su asiento. Prudente, tanteó los bordes de la mesa hasta encontrar su final y, apoyado en ella, trató de buscar en el cercano armario algún cirio y algo con lo que prender su mecha. Inesperadamente, los cielos respondieron a sus súplicas y una vela se encendió en su camino.
—Dígamelo vuesa paternidad, fray Bartolomé, que es catedrático de Astronomía y sabio en diversas artes —le respondió una voz de hombre—. ¿Tal vez no se atreve a aceptar que maese Colón y los hombres que le precedieron conocían bien esas tierras? ¿Acaso no ha advertido que Fernando de Aragón busca hincar sus dientes allí? Creo que el rector os debe muchas respuestas.
Se le erizaron los cabellos al reconocer a su compañero de estancia. Retrocedió unos pasos, atemorizado.
—¿Quién os ha dejado pasar? —exigió saber.
—El mismo que debería protegeros a vos —habló desde las sombras, avanzando hacia él—. Con una buena bolsa de monedas y el nombre adecuado, hasta los guardianes se entregan al sueño.
—¿Qué queréis? ¿Cuánto tiempo lleváis aquí?
En silencio, el hombre iluminó la mesa y su contenido, abarcándolo todo con un gesto. Luego, dejó que la luz alumbrase torva su rostro, de duras facciones.
—El suficiente para escuchar vuestras reflexiones, fray Bartolomé, y conocer gracias a vuesa paternidad la importancia de este mapa y del arca de la que procede. Francamente, pensé que Rodrigo Maldonado os tenía en más alta consideración y que habría puesto en vuestras manos ese tesoro secreto que con tanto celo custodia. Parece que me equivoqué. Este asunto requerirá mayor inversión de tiempo para descifrarlo.
—¿A qué os referís?
—¿Acaso no lo entendéis? ¿Y os llamáis catedrático? —se rió irónico.
El intruso dejó la vela junto al pergamino y procedió a recogerlo junto con los papeles de los que se servía el anciano mientras empujaba con el pie el arca.
—¡Alto! ¡No lo permitiré! —le gritó valiente el fraile, cortándole el paso hacia la puerta.
—Con ello ya contaba, padre.
Lo último que vieron los ojos del viejo catedrático fue el brillo de la hoja de la espada que le degolló. El ladrón limpió su arma en el hábito del fraile antes de envainarla de nuevo, luego procedió a doblar cuidadosamente el mapa y el resto de su botín y sopló la vela para apagarla. El arca no pesaba demasiado, así que la tomó en brazos. Conocía de sobra el camino hacia el patio de las Escuelas Mayores, llevaba años recorriéndolo a diario. La oscuridad le hizo tropezar con el cuerpo de su víctima y hubo de buscar apoyo en él para no caer al suelo por completo, ni destrozar el preciado tesoro que portaba. Maldijo su torpeza cuando su diestra se empapó de sangre. Sacudió varias veces la mano en el aire, incómodo con su contacto. Al hacerlo, una idea macabra cruzó por su mente y sonrió divertido. Volvió a inclinarse sobre el muerto, mojó los dedos en su garganta y, sobre la pared exterior de la sacristía, guiado por el pincel del Diablo, dibujó un víctor antes de desaparecer en la tormenta.
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Ficha histórica del libro
Edad: Media
Periodo: Reyes Católicos
Acontecimiento: Varios
Personaje: Varios
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