Como fuego en el hielo
Como fuego en el hielo
Agosto de 1843
—Todavía estás a tiempo de solucionar este asunto de manera pacífica…
Attua ya no sabía qué más hacer para convencer a Matías de que aquello era una locura. Le había repetido la misma frase docenas de veces en los últimos minutos, intentando ganar tiempo para que se despejase de los efectos del alcohol y se diese cuenta de que había que deshacer el entuerto como fuera. Él mismo se sentía aturdido y nervioso. Hacía apenas un par de horas estaba riéndose en la taberna y ahora, en los tibios momentos antes del amanecer, era el padrino de un improvisado duelo en el que podía perder a su mejor amigo.
—¡No pienso echarme atrás! —repitió Matías con voz un tanto pastosa. Por mucho que intentara sonar firme, no podía disimular su miedo—. ¡Yo no soy ningún cobarde! ¿Qué se ha creído el muy insolente?
—Esto va en serio —dijo Attua exasperado—. No es un juego de niños. No estás reventando vejigas de cordero llenas de agua para enfadar al párroco…
Matías esbozó una breve sonrisa al recordar su trastada más repetida y famosa de la infancia, por la que su padre había agotado su repertorio de castigos. Le pareció escuchar el sonido bronco y seco de la pequeña explosión que transformaba el profundo silencio de la oscura iglesia en gritos de sorpresa y protesta. Luego llegaba la mirada de reproche —pero también divertida— de Attua y el arrepentimiento que lo hacía encogerse en su banco, con una actitud fingidamente serena, la mirada hacia el suelo, la blanda y amorfa vejiga escondida entre las manos, el labio superior temblándole ligeramente al ser consciente de que su audacia había sido más bien imprudencia. Entonces su padre, furioso, lo cogía por la oreja y lo sacaba de la iglesia. El último bando del alcalde dejaba bien claro que estaba prohibido reventar vejigas en el templo. Que fuera su propio hijo quien incumpliera sus órdenes era algo que el hombre no podía soportar.
Enseguida retornó su enfado.
—¡Tú estabas allí, Attua! ¡Cuando se ha enterado de que era del norte me ha llamado bandolero y carlista! ¿Cómo habrías reaccionado si te lo hubiera dicho a ti?
Attua no respondió de inmediato. Matías y él compartían recuerdos, aficiones, confidencias e ilusiones, pero eran diferentes. Aunque ambos eran jóvenes entusiastas, Matías era el indomable a quien el juicioso Attua conseguía serenar cuando consideraba que estaba próximo a traspasar ciertos límites. En esa ocasión, no obstante, ni la serenidad ni el temple parecían surtir efecto. Decidió, como último recurso, llevar su argumentación al extremo:
—¿Vale la pena morir por un arrebato, Matías? ¿No es más importante la vida que el honor, apenas mancillado por unas palabras pronunciadas bajo los efectos de la bebida?
Matías lo miró con expresión horrorizada.
—¿Y tú vas a ser militar? —soltó enfadado—. ¡Una ofensa es una ofensa, sea contra un país o contra una persona! —Entrecerró los ojos—. Te conozco bien. Mientes para convencerme, pero no lo lograrás. ¿Permanecerías impasible si alguien insultara a una mujer que yo me sé? —La turbación en el rostro del otro le indicó que había acertado de lleno.
—¡No es lo mismo! —replicó Attua un tanto molesto pero firme. No iba a caer en la trampa argumental que Matías, el único que conocía su secreto, quería emplear para desviar el tema—. Tú ni eres bandolero ni carlista. Tu desmedida reacción indica que te has sentido aludido… ¡por algo que ni siquiera eres!
Matías apretó los dientes.
—Te aseguro, amigo mío, que cuando me topo con hombres como Juan de Moles me entran ganas de echarme al monte y defender los intereses de mi tierra de estos lechuguinos de la capital…
—No digas absurdeces… —Attua sabía que su amigo era un liberal progresista cuyas ideas chocaban muchas veces con las de su propio padre, un hombre moderado en todos los ámbitos de su vida. Por ninguna razón abrazaría Matías la causa de aquellos a quienes consideraba unos reaccionarios trasnochados.
La llamada del juez de campo interrumpió la conversación. Los dos adversarios y los padrinos se acercaron a él. A Attua la situación le parecía ridícula. No entendía de duelos, pero aquello se asemejaba más a una farsa. Le dolía profundamente que Matías se hubiera dejado embaucar con tanta facilidad, y se reprochaba que él mismo no fuera capaz de arrastrarlo lejos de esos desangelados aledaños de la Venta del Espíritu Santo, adonde habían acudido ellos a caballo, los otros en su tílburi. El otro tipo había salido esa noche con intención de batirse a toda costa, por vanidad, por chulería, por costumbre, por lo que fuera, y Matías había sido una presa fácil. Juan de Moles los había aguijoneado con sus palabras ofensivas hasta que su amigo entró al trapo. Prueba de ello era que sobre un tocón de chopo había un estuche de madera.
¿De dónde habría salido sino del propio coche del injuriante?
El improvisado juez, un muchacho de ojillos redondos cuya forzada seriedad no podía ocultar que todavía estaba ligeramente borracho, abrió el estuche y mostró las armas para que los padrinos las revisaran. Había dos pistolas afrontadas en torno a las cuales aparecían dispuestos en diversos compartimentos todos los utensilios necesarios para la carga, manejo y limpieza de las mismas. El padrino de Juan, un joven flaco y de barba crecida, eligió una de las armas y se dispuso a montar el cañón de ánima rayada sobre la empuñadura de forma curvada y plana. Seguidamente encajó la llave de pistón, introdujo una bala de plomo que empujó con la baqueta yvertió pólvora del cebador sobre la cazoleta. Lo hizo todo con tanta rapidez que a Attua no le cupo ninguna duda de que conocía bien esa pistola en concreto, prueba de que esos tipos estaban más que acostumbrados a esos duelos premeditados.
Al ver que Attua no corría a imitar al otro padrino, Juan, estirado todo lo que su columna vertebral le permitía para disimular su baja estatura, dijo en tono irónico:
—¿Es necesario que le montemos el arma?
Attua no respondió a la provocación, aunque la fugaz punzada de rabia que sintió le hizo comprender cómo Matías había terminado envuelto en una acalorada discusión con ese hombre menudo de cara redonda y mirada desafiante. Se sintió tentado de repetir las acciones del padrino barbudo con deliberada parsimonia, pero no quiso darles el gusto de que dudaran de su habilidad, así que optó por montar el arma con rapidez. Nunca había tenido entre sus manos ese modelo exacto, una Ulrich de Stuttgart de 1828, pero el procedimiento no difería de otras que tan bien conocía por sus estudios.
—Duelo a primera sangre… —dijo entonces el juez con artificial profesionalidad
—. Hasta que uno de los contendientes haya recibido una herida que le ponga en condiciones de inferioridad respecto a su rival. Sitúense.
Attua se plantó por última vez frente a Matías y se inclinó sobre él para aminorar la diferencia de altura entre ambos. Matías era un joven de mediana estatura, complexión fuerte, cabello castaño claro y unos ojos verdes idénticos a los de su hermana Davina. Attua se estremeció al pensar que en pocos segundos esa expresiva mirada podría vaciarse de vida. ¿Cómo explicaría entonces esa situación tan absurda a su familia? ¿No sería también él culpable por haberla consentido?
—Detén este despropósito —le susurró mientras con gesto nervioso y protector levantaba el cuello del sobretodo de su amigo para ocultar el blanco de la camisa, pues sabía que ese era un excelente punto de mira para dirigir el disparo—. Haz lo que sea. Dispara al aire… Tal vez con eso se dé por satisfecho…
—¡Vaya recuerdo quedaría de mí, entonces! —dijo Matías con ironía. Inspiró profundamente antes de cambiar a un tono bromista—: Ya sé que eres mejor tirador que yo, pero tampoco lo hago tan mal. Creo que he abatido tantos rebecos en mi vida como tú. Imaginaré que es uno de ellos… —Apoyó la mano que no sujetaba la pistola en el antebrazo de Attua y lo miró directamente a los ojos—: Es mi decisión y, como mi buen amigo que eres, debes respetarla. Además, ya lo has oído: no es un duelo a muerte. Se terminará todo a la más leve herida de uno de los dos. Por lo poco que sé de este tipo, le gusta batirse en duelo, pero sin que haya muertos. Yo no pienso apuntarle al corazón. Confiaré en que él tampoco lo haga.
—Sitúense ya —repitió el director del combate—. Y retírense los padrinos.
Con aire de indiferencia al peligro, Juan de Moles esperaba a que Matías se colocara en la posición convenida, espalda contra espalda.
Los contendientes comenzaron a contar los veinte pasos que habían acordado. Veinte pasos. Veinte segundos que a Attua le parecieron un tormento. Quería que aquello terminase cuanto antes y, a la vez, que nunca comenzara.
Como si fuese él mismo quien se enfrentara a su propia muerte, por su memoria pasaron decenas de imágenes veloces sobre su vida: retazos de su infancia con sus padres, su hermana Belisa y sus amigos; recuerdos de las novedades de sus primeros viajes a la ciudad; y vívidas representaciones del cuerpo de Cristela pegado al suyo, desnudos ambos en su lugar secreto, en aquella misteriosa concavidad de agua caliente oculta en el gélido bosque donde había crecido, diseñando entre besos y caricias un futuro para ambos.
Le embargó una terrible sensación de celeridad y finitud y cerró los ojos. Una voz preguntó:
—¿Listos?
Dos hombres contestaron afirmativamente y el quejido del percutor al amartillar las pistolas se clavó en lo más hondo de Attua.
Escuchó una palmada y un grito:
—¡En guardia! Otra palmada:
—¡Apunten!
Abrió los ojos y admiró la serenidad con la que Matías sujetaba la pistola. Se había ladeado un poco para mantener una posición cómoda y no ofrecer un blanco tan fácil a su enemigo. No vislumbró en él ningún rastro de miedo. Apretó los puños y rogó a Dios para que nada le sucediera a su amigo.
Y, entonces, sonó la tercera palmada:
—¡Fuego!
Sonó un disparo y Attua intuyó horrorizado que Juan había sido más rápido. A continuación se escuchó otro y ambos contendientes cayeron al suelo. Attua corrió hacia Matías y enseguida comprobó con alivio que solo había resultado herido en el hombro izquierdo, aunque de la herida manaba abundante sangre. Se apresuró a rasgar el tejido de la camisa y presionar con su pañuelo.
—Ya está, ya ha pasado… —repetía Matías con voz nerviosa—. He notado un dolor horrible en el hombro y me he tambaleado un poco, pero le he dado, ¿verdad?
¿Has visto cómo caía?
Attua asintió con la cabeza.
—Voy a informarme de su estado. Con esta herida, desde luego, tú ya has terminado.
Se dirigió hacia el punto donde había caído Juan. Su padrino y el director de combate estaban arrodillados junto a él. Attua se extrañó al no verlo incorporado todavía. El joven de ojillos redondos se levantó y le dijo con voz seria:
—Está muerto.
Attua no pudo evitar su sorpresa. Se acercó para comprobarlo por sí mismo y la imagen que vio lo dejó helado. La bala le había reventado un ojo. La muerte había sido instantánea. Probablemente, y tal como le había explicado Matías hacía un instante, al recibir el balazo en el hombro se había desestabilizado, por lo cual la trayectoria de su bala se había desviado un tanto, con tan mala fortuna que le había dado en pleno rostro.
Aunque se alegraba de que Matías siguiera vivo, Attua tuvo un terrible presentimiento. Participar en un duelo era un delito. Si todo se quedaba en dos heridos, nadie se enteraba, pero si, como era el caso, había un muerto, la situación no podía ser peor.
Tuvo claro que debían largarse de allí cuanto antes.
Caminó hacia Matías y lo ayudó a ponerse en pie y a montar en su caballo sin darle muchas explicaciones. Ya habría tiempo de pensar en cómo solucionar ese asunto cuando se recuperase un poco del dolor y de la pérdida de sangre.
Clareaba cuando cruzaron la ciudad. Un carro de basura aún terminaba de limpiar una calle: el tablón arrastrado por dos mulas rascaba la mugre del día anterior que no tardaría en cubrir de nuevo el empedrado. En la quietud del comienzo del día empezaban a escucharse cacareos, graznidos y cantos, algún gruñido de cerdo, algún ladrido, algún relincho, algún roznido. Despertaba ese Madrid de calles estrechas, irregulares, sucias por el día y enlodazadas cuando llovía que tanto recordaba a Attua a su pueblo natal y que se reproducía junto a las calles principales, de magníficas construcciones de mármoles, maderas nobles, hierro, cristal y estucos, llenas de elegantes cafés y comercios que Cristela adoraría: confiterías, sombrererías, sastrerías, librerías, tiendas de telas y cintas, de encajes y de plumas…
Sí. Cristela adoraría subir y bajar en carruaje por el paseo del Prado.
Pronto la ciudad sería un hervidero de gente. Ahora solo se cruzaron con otros jóvenes como ellos que se retiraban a dormir tras una noche de juerga —los pañuelos del cuello desanudados, los sombreros ladeados— acompañados de mujeres enjoyadas y ensortijadas que con sus finas botitas a la inglesa hacían equilibrios sobre los guijarros de puntas afiladas de las calles.
Attua no dejó de maldecir por lo bajo todo el trayecto hasta la casa donde se alojaba.
El miedo ante la posible muerte de Matías le había hecho pasar por alto la alternativa, que ahora era una realidad. Su amigo se había convertido en un asesino. O mucho se equivocaba, o sus planes inmediatos de regresar a casa se acababan de trastocar.
Y el único que podía ayudarlos era su tío.
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Ficha histórica del libro
Edad: Contemporanea
Periodo: Primera Restauración
Acontecimiento: Varios
Personaje: Sin determinar
Comentario de "Como fuego en el hielo"
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