El mercader de libros
El mercader de libros
Prefacio
Esta novela se ambienta en los inicios del siglo XVI, cuando la imprenta ha cambiado para siempre el mundo y ha hecho, por fin, los libros accesibles para una gran parte de la población.
Los libros ya no se ocultan en oscuros monasterios, sino que se comercia con ellos en los centros de las ciudades. Los nobles y burgueses construyen sus propias bibliotecas. Se vuelven a publicar obras clásicas y se pone en marcha un mundo editorial mucho más parecido al actual de lo que podemos imaginar.
Hay auténticos best sellers, géneros de moda como los libros de caballerías, publicaciones por entregas; y aparece por primera vez el periodismo con las relaciones de sucesos.
El acceso a los libros y la difusión de su contenido cambian el mundo, y provocan unas nuevas mentalidades que llevarán al descubrimiento de América, al surgimiento de movimientos dentro de la Iglesia cristiana, a la aparición de algunos de los más célebres artistas de la historia y al logro de hazañas inigualables, como la vuelta al mundo.
Es una época tan maravillosa, tan plagada de personalidades y logros que algunos de ellos aún permanecen olvidados para el gran público. Como que en los primeros años del siglo XVI muchos de los viajes a América en realidad buscaban la mejor manera de llegar hasta las Islas de las Especias en Indonesia. O que las finanzas y los banqueros tenían tanta o más influencia política que hoy en día. O que surge el concepto de biblioteca moderna y que se construye la biblioteca más grande que el mundo hubiera visto jamás, en España, la cual pretendía almacenar todos los libros y panfletos que se imprimían en Europa.
En el siglo XVI, Sevilla era la ciudad más próspera de Occidente, a su puerto llegaban las riquezas de América y en sus calles se dirimía el futuro de Europa. Entre sus murallas se creó la primera biblioteca moderna, el primer centro de saber occidental, y lo hizo bajo el mando del hijo del descubridor de América, Hernando Colón, quien reunió durante su vida esta biblioteca de casi 20.000 títulos. Una cuarta parte de ellos se encuentran ahora depositados en la Biblioteca Colombina de Sevilla, a los pies de la Giralda, pero muchos otros se han perdido o se han dispersado por todo el mundo. Esta biblioteca fue el primer intento de reunir todo el saber universal, clasificarlo y hacerlo accesible para utilizarlo a la hora de gobernar un imperio.
La Edad Media no concluyó con el asedio de un castillo, ni con una carga de caballería, ni viajando a los confines del mundo. El Medievo terminó el día que un hombre humilde, un comerciante o un artesano, pudo ir a una librería de su ciudad y volver a su casa, sentarse junto al fuego y leer en su propia lengua un libro como la Ilíada de Homero.
Primera parte
El Imperio Sacro Romano
Capitulo 1
El laurel
Los libros tienen su orgullo,
cuando se prestan, no regresan nunca.
THEODOR FONTANE
Junio de 1516, Augsburgo
El mundo ha renacido de las cenizas. Estamos saliendo de una época oscura, de mil años de penumbra, ignorancia y sumisión. La nueva era recuperará la grandeza olvidada. Los hombres volverán a ser héroes, a decidir su propio destino.
Úrsula había oído estas palabras cuando era niña; le fascinaban, aunque tardaría en comprender su significado. Su madre había insistido en que debía aprender a leer; que, a pesar de que había quien creía que solo era cosa de hombres, una mujer debía estar instruida. Su madre le había explicado que cuando ella era pequeña no había libros, pues los libros impresos apenas tenían unas decenas de años. A Úrsula le costaba imaginar un mundo sin libros.
Antes se copiaban a mano en el interior de los monasterios. Antes los libros eran tan caros que solo los reyes y grandes nobles podían pagarlos. Por eso llamaban a aquellos tiempos antiguos la época oscura, porque no tenían como ahora la luz de los libros.
Su madre era una mujer hermosa, todavía joven, de cabellos lisos y rojizos y un cuello fino que estilizaba su figura. Se llamaba Eleonor y no era alemana sino francesa. Úrsula sabía que el reino de Francia era uno de los más grandes y poderosos de Europa; le agradaba ser medio francesa.
Eleonor insistía en que uno no es de donde nace, sino de allí donde le quieren. Y ella era feliz en Augsburgo, donde había conocido a su esposo, Federico Müller, un ricohombre con negocios en minas y ganado, y donde había formado una familia, un hogar, en una casa cerca de la catedral. Úrsula era su única hija y la quería moldear a su gusto. A los trece años le había regalado un anillo de oro, un regalo que emocionó a la pequeña Úrsula, tanto que no se lo quitaba jamás. Su madre le había explicado que una dama debía lucir sus joyas: ella ya era toda una mujer y merecía comenzar a tener sus propias alhajas.
Aquella tarde, ambas acudieron a ver a una tía del padre, que estaba enferma. Al volver de la visita encontraron un inesperado revuelo en la plaza, y eso que no era día de mercado.
—¡No puedo creerlo! —Su madre puso esa cara que tan bien conocía Úrsula y que no presagiaba nada bueno.
—¿Qué sucede, madre?
—Es otra vez ese condenado juego. —Y suspiró.
Desde hacía unos años se había vuelto popular un juego de pelota por equipos, sobre todo entre los más jóvenes, pero también en los hombres adultos, que lo aprovechaban para realizar apuestas de toda índole. Aun así, no era habitual ver tanta gente congregada para un partido. Había una buena razón: los contrincantes. Se enfrentaban los equipos de los hijos de las dos familias más ricas de Augsburgo: los Fugger y los Welser.
El equipo Welser lo capitaneaba Bartolomé, el hijo mayor, llamado como su padre y conocido por su ambición, y de quien todos esperaban que continuara y ampliara los negocios de su familia. Bartolomé era de los muchachos más altos y corpulentos de la ciudad. Junto a él estaban sus hermanos pequeños, Lucas y Uldarico.
Los Welser se decían descendientes del general bizantino Belisario, uno de los más afamados militares de la historia, que recuperó buena parte del Imperio Romano de Occidente de las garras de los invasores bárbaros.
Sus rivales, en todos los aspectos, eran los Fugger. Con ellos competían por ser la familia más rica no solo de Augsburgo, sino de todo el Sacro Imperio Romano Germánico.
En el último año, nadie había conseguido derrotar a los hermanos Welser. El juego gozaba de mucha popularidad, a pesar de que hacía una década que un príncipe, Felipe de Habsburgo, esposo de Juana de Castilla, había muerto tras participar en un partido.
Los contrincantes tomaron posiciones. Úrsula observó impresionada la corpulencia de Bartolomé Welser. Comenzaron sacando los Fugger; el primer punto fue muy disputado, como si fuera el final de partido en vez del inicio. Finalmente, Antón Fugger golpeó con todas sus fuerzas para adelantarse en el marcador, ante el asombro de los presentes.
Solo fue un espejismo, pues los siguientes puntos fueron para Bartolomé Welser, que imponía su físico y dotaba de una potencia imparable a sus tiradas. Los Welser obtenían un punto tras otro sin apenas competencia, pues los dos hermanos Fugger, aunque eran rápidos y lograban devolver muchas pelotas, no lanzaban buenos golpes.
Fue entonces cuando el tercero de los jugadores del equipo Fugger atizó la pelota con su mano izquierda, sorprendiendo a todos y marcando un tanto. Los siguientes tres puntos cayeron también del lado Fugger, todos ellos por lanzamientos del mismo joven, menos contundentes que los de Bartolomé Welser pero provistos de gran destreza.
—Madre, ¿quién es ese muchacho que juega tan bien?
—No lo sé, pero no es un Fugger, eso te lo puedo asegurar.
—¡Es el hijo del cocinero de los Fugger! —gritaron desde el público.
—¿Habéis oído, madre?
—Sí, hija, hoy en día permiten a cualquiera mezclarse con nosotros; ¡qué vergüenza!
Úrsula no quitaba ojo a los movimientos del muchacho.
Se llamaba Thomas Babel y era zurdo. Por mucho que sus padres le hubieran obligado a utilizar su mano derecha, él tenía el instinto de desenvolverse con la izquierda. Usaba la derecha para todo, escribir, comer y golpear la pelota, pero seguía conservando la destreza de su nacimiento y en aquel juego no podía evitar utilizarla. Quizá por eso era un jugador tan valioso, podía golpear con ambas manos aquel balón de cuero.
El partido se igualó, en buena medida porque también los hermanos Fugger contribuyeron. Aunque menudos, eran tenaces y no daban un punto por perdido; salvaban bolas para que Thomas se encargara de marcar la mayoría de los puntos. En el otro bando, Bartolomé estaba secundado por sus hermanos, que golpeaban con una violencia inusitada, aunque eran menos hábiles y precisos que él, y maldecían una y otra vez cuando los Fugger devolvían sus proyectiles.
La partida llegó igualada a su desenlace; en el punto decisivo, el más joven de los Fugger, Antón, resbaló, y cuando la pelota iba a perderse, su hermano Raimundo llegó de forma milagrosa, rodó por el suelo y la devolvió en un alarde de destreza. Bartolomé Welser se vio sorprendido por esta reacción y, a duras penas, pudo golpear la bola. Thomas aprovechó la situación y asestó el golpe definitivo que hizo erigirse campeón al equipo de los Fugger.
El griterío fue ensordecedor, pues no solo presenciaban el partido los jóvenes de Augsburgo; gentes de toda condición y edad se habían ido reuniendo en el campo de pelota atraídos por la competición, por la emoción del juego, incluidos los ilustres padres de los contrincantes.
El equipo de los Fugger recibió como premio a su victoria una corona de laurel dorada, a modo del trofeo que se entregaba a los vencedores en la antigua Grecia. Los hermanos Fugger hablaron entre sí y decidieron obsequiársela a su compañero, Thomas, por haber sido el principal artífice de la victoria.
El público aplaudió el gesto; lo que nadie esperaba es que Thomas se dirigiera hacia el gentío, se abriera paso hasta llegar a una joven y le ofreciera la corona de laurel.
Úrsula la aceptó ruborizada ante el estupor de su madre, que la cogió del brazo y la sacó del público.
—¡Dame ahora mismo eso! ¿Qué se ha creído ese descarado?
—No, madre. Es un regalo… —Y la escondió tras su espalda.
—¡He dicho que me la des! No lo repetiré más.
La joven suspiró resignada, pero antes de entregársela, arrancó una hoja de laurel y se la guardó.
2
La cena
Thomas Babel perdió a su madre cuando solo tenía seis años, en un parto prematuro. Ni ella ni la niña que trajo al mundo sobrevivieron. El solo recuerdo que conservaba de su madre era una medalla de la virgen que ella siempre llevaba consigo. Sus abuelos y tíos habían muerto mucho antes de que él naciera, a consecuencia de una epidemia de peste que sufrió la zona, así que su padre era su única familia.
Desde muy niño, su padre le había leído cuentos todas las noches. En una liturgia íntima, sentado al borde de la cama, pasaba las páginas de ejemplares que pedía prestados. El tiempo parecía pasar más lento y las historias que le contaban lo hacían viajar a otros reinos, a otras épocas.
Marcus Babel era oriundo de Augsburgo y muy querido en la ciudad; trabajaba como cocinero para la influyente familia Fugger, acaudalados banqueros con negocios en toda la Cristiandad. Jacobo Fugger era el cabeza de la familia; se rumoreaba que prestaba dinero a príncipes y reyes y que tenía más que ver en la elección del papa que los propios cardenales de Roma.
La amistad de Marcus con Jacobo Fugger le proporcionó a Thomas un regalo inesperado. El cocinero hizo valer su buena relación para pedir al banquero que Thomas fuera educado con sus dos sobrinos, Raimundo y Antón Fugger. Jacobo no tenía hijos y sus hermanos habían fallecido, así que estaba a cargo de ellos, a la postre los únicos herederos de la familia. El primero era tres años mayor que Thomas, y el segundo, un año más pequeño. Siempre habían jugado los tres en los jardines de la enorme residencia que poseían los Fugger, así que para los jóvenes fue una alegría poder recibir clases también juntos.
Solo con el paso de los años, Thomas llegaría a comprender lo importante que serían esas lecciones diarias a las que su padre lo obligaba a asistir. Así descubrió el latín, idioma que pronto dominó; no era en cambio tan hábil con las matemáticas, y eso que se esforzaba todo lo posible.
Tenían por maestro a Klopp, un monje de cabello escaso y blanquecino que contrastaba con una frondosa y alargada barba. Era un hombre esbelto, de notable estatura, aunque los años le pesaban tanto que andaba encorvado, como si llevara una roca sobre la espalda. Sin embargo, cuando se alzaba sobre su bastón sacaba a relucir un porte imponente.
—¡Thomas! Te he dicho mil veces que prestes más atención. La lectura exige concentración, no basta con repetir las palabras escritas en voz alta.
—Lo intento, pero las palabras se escapan de mi cabeza, no consigo que se queden dentro.
—¡Santo Dios! Qué paciencia me ha dado el Señor contigo. Tienes que comprender lo que lees, ¿es que no lo entiendes? —decía mientras los hermanos Fugger no paraban de reír.
—Leo perfectamente, maestro.
—Pero no captas el significado de las frases —le regañaba Klopp con toda la indulgencia de la que era capaz—. Corres demasiado, así no te puedes enterar de lo que lees.
—Sí que lo hago.
—Eso es imposible, nadie puede leer y entender lo que lee tan rápido. ¿De qué te sirve correr tanto?
—No puedo evitarlo —se defendió Thomas.
—En las bibliotecas de los monasterios tienen a monjes copiando manuscritos sin parar, muchas veces no saben ni leer, lo prefieren para no perder el tiempo intentando comprender lo que solo deben copiar. ¡Eso es justamente lo contrario a lo que tienes que hacer tú!
En el siguiente texto, Thomas hizo lo mismo; lo leyó tan rápido que le dio tiempo de mirar de reojo a los Fugger. Los hermanos eran casi iguales, solo se diferenciaban en los cuatro dedos más alto que era el mayor, Raimundo. Vestían de forma similar, con el cabello largo y peinado hacia los lados. Tenían los ojos oscuros y eran menudos, como su tío Jacobo Fugger. De los dos, Antón era el más espabilado, y destacaba en todo lo que Thomas fallaba, especialmente en los números y las cuentas. De todas las enseñanzas del hermano Klopp, a Thomas lo que más le fascinaba eran las anécdotas sobre la historia de Roma y Grecia que les contaba en las clases de latín y griego.
Para presentar el proyecto de creación de una serie de asilos en la ciudad, una noche de septiembre se organizó un espléndido banquete en el palacio de los Fugger, al cual asistió la flor y nata de Augsburgo: el gobernador, ricos comerciantes, nobles, artistas y parte del cabildo de la ciudad. Las influencias de los Fugger llegaban hasta el mismísimo emperador Maximiliano I. Además eran mecenas del arte y, actualmente, acogían en su casa a un conocido pintor, Alberto Durero, de cuyos cuadros hablaban maravillas.
Fue Jacobo Fugger el Viejo quien sentó las bases de los negocios de la familia. Su sucesor, Jacobo el Joven, había sabido impulsarlos y diversificarlos, convirtiéndose en pocos años en el banquero y comerciante más rico y conocido del Sacro Imperio, logrando el monopolio del mercado del cobre en Europa. Entre sus clientes bancarios se encontraban la alta nobleza, las casas reales europeas y la Iglesia católica. Jacobo Fugger sufragaba guerras y coronaciones de reyes, logrando así que sus negocios crecieran rápido y ejerciendo, mediante la financiación, una influencia política notable.
Thomas había estado ayudando a su padre con el menú de la celebración. La residencia Fugger estaba totalmente rodeada por una muralla con dos garitas, desde las que unas piezas de artillería apuntaban hacia el acceso principal. En cierta ocasión, Antón Fugger le había contado a Thomas que el edificio se construyó en tiempos de Carlomagno, cuando toda la Cristiandad era una sola. De las paredes del palacio colgaban tapices y obras de arte de gran formato que mostraban escenas de la antigüedad, con dioses, ninfas y héroes, que tenían cautivado a Thomas. Aquellas imágenes contrastaban con las que veía en la iglesia; eran más vivas y sugerentes. Los personajes representados dejaban la mayor parte de sus cuerpos al descubierto. Había sangrientas batallas, terribles animales, extraños seres… Era como si pertenecieran a otro mundo, más apasionante que el que él conocía.
En celebraciones como aquella, a Thomas le agradaba observar la llegada de los asistentes desde una salita acristalada que había justo tras el vestíbulo y en la que nadie solía reparar. Los jóvenes Fugger se la habían enseñado hacía tiempo. Durante la recepción a los invitados aprovechaban para lanzarle miradas y hacer gestos burlones para que Thomas se echara a reír.
Y entonces la vio llegar.
Se llamaba Úrsula y él le había dedicado su victoria en el campo de juego. Pensó que solo una joven tan hermosa como ella merecía su corona de laurel dorado. Thomas la conocía de siempre, de cuando solo era una niña graciosa e inquieta que trepaba a los árboles, algo que horrorizaba a su madre. Ahora, a sus quince años, Úrsula se había convertido en toda una belleza. Ya no corría; ahora se movía con delicadeza y seguridad, como suspendida sobre sus pequeños pies.
Desde su escondite vio, para su sorpresa, que Antón Fugger caminaba hacia ella. A Thomas le hirvió la sangre. Lo consideraba su amigo, pero no pudo sentir sino unos incontrolables celos, y más aún porque él no podía salir de la salita para hablar con ella. Cuando se hallaba a punto de perder los nervios, vio que Antón Fugger la acompañaba hacia donde él estaba. De forma disimulada, su amigo le dijo algo al oído a la joven. Para total sorpresa de Thomas, Úrsula se encaminó sola hacia la salita acristalada.
La joven giró con suavidad la manecilla de la puerta, dejándola levemente abierta. Se dio la vuelta, mirando a la recepción de la fiesta, pero apoyada en el quicio, sin entrar, pues no podía desaparecer de la vista de sus padres.
—¿Estás ahí? —preguntó.
Thomas vio como Antón Fugger le hacía gestos a lo lejos mientras Úrsula aguardaba una respuesta.
—Antón me ha dicho que tenías algo importante que decirme —insistió Úrsula.
La situación era extraña, separados por una puerta entreabierta, hablando de espaldas.
—¿Por qué me diste la corona de laurel a mí?
—Porque el laurel solo merece llevarlo una mujer tan hermosa y especial como tú —dijo con decisión.
Úrsula se sonrojó.
—Una vez leí sobre los dioses griegos —continuó Thomas—. ¿Sabes que tenían un dios para el amor, el dios Eros?
—Eso no es muy cristiano.
—Aun así, deja que te lo cuente. Eros se molestó con otro dios, Apolo, por su arrogancia, e ideó vengarse de él. Para ello le disparó una flecha de oro, que causaba un amor inmediato a quien hiriere.
—Sigue, te escucho.
—Entonces hirió a la ninfa Dafne con una flecha de plomo, que causaba lo contrario, el rechazo amoroso. Así que, cuando Apolo vio a Dafne, se sintió enamorado. Pero Dafne, que sufría el efecto opuesto, huyó de él hasta que, agotada, pidió ayuda a su diosa protectora, Ártemis, que convirtió a Dafne en un árbol de laurel.
—Vaya, qué dramáticos esos dioses griegos. —Úrsula sonrió—. ¿Qué sucedió después?
—Apolo alcanzó a Dafne justo cuando comenzó su transformación cuerpo se cubrió de dura corteza, sus pies fueron raíces que se hincaban en el suelo y su cabello se llenó de hojas.
—Qué triste…
Ella nunca había oído a nadie hablar de esa forma. Se quedó prendada por aquella historia, por lo que estaba haciéndole sentir.
—De hecho —Thomas continuó—, Apolo se abrazó al árbol y se echó a llorar. Y dijo: «Puesto que no puedes ser mi mujer, serás mi árbol predilecto y tus hojas, siempre verdes, coronarán las cabezas de las gentes en señal de victoria…».
Los jóvenes quedaron unos segundos en silencio, pensando en la historia.
—¡Úrsula! —Su madre llegó de pronto, a hurtadillas, y la cogió del brazo, mientras le susurraba—: ¿Qué haces aquí sola? ¿Qué va a pensar la gente? Vamos, niña, esta fiesta es tu gran oportunidad. Todos los hijos casaderos de las familias ricas de Augsburgo están aquí esta noche, así que aprovecha esa cara tan bonita que te he dado, que lo de dentro de la cabeza es culpa de tu padre.
—Tenéis razón, madre, puede que mi futuro marido esté muy próximo —dijo en voz alta.
—¡Claro, hija! Ojalá pudieras interesarle a alguno.
—Creo que sí, y está más cerca de lo que podéis imaginar.
—¡Ojalá, por Dios santo! Que así sea. —Eleonor iba empujando a su hija hacia el centro de la sala, arreglándole el cabello y los lazos del vestido—. No sabes cuánto he rezado para que encuentres un buen partido, hija. Que te vean bien, que eres preciosa.
Thomas la observaba a través de la cristalera; entonces ella volvió la cabeza y lo miró, se llevó la mano al cuello y le enseñó con disimulo una cadena de oro. De ella colgaba una hoja, la hoja de laurel dorado que había arrancado de la corona que Thomas le regaló. El corazón de Thomas suspiró, herido de amor y de alegría por las flechas de Eros, mientras volvía a la cocina.
El ajetreo allí era extraordinario; la persona que más trabajó aquel día fue el padre de Thomas, que preparó un auténtico festín. Marcus Babel quería agasajar a los invitados con sus mejores platos, así que recurrió a varios ayudantes que se encargaron de postres y otros guisos; incluso Thomas echó una mano. De esta manera, el cocinero podría tener tiempo para preparar los platos principales, las carnes de caza, con su ingrediente secreto, una de las más caras y lejanas especias con la que los Fugger comerciaban, la nuez moscada.
La guardaba en un cofre de bronce, cerrado con llave. Desde niño, Thomas estaba fascinado con la exótica especia.
—Debes de ser precavido, hijo. La nuez moscada vale su peso en oro. Solo se produce en un paraje del mundo y está muy lejos de nuestra tierra.
Marcus utilizaba una pequeña balanza para medir con precisión cada onza de nuez moscada.
—¿Dónde, padre?
—En las Islas de las Especias, un remoto lugar donde también crece el clavo de olor y otras especias valiosas. Pero la nuez moscada solo la hallarás allí.
Cuando Thomas escuchaba aquellas historias dejaba volar su imaginación y soñaba con viajar hasta las islas y encontrar él mismo esos productos tan extraordinarios.
—Tiene una envoltura que se denomina «macis» y es también una especia como la propia semilla; una vez secada se separa del resto del fruto. Así que la nuez moscada es el único fruto que da dos especias diferentes. Incluso los aceites que se extraen de su tronco se usan en la cocina.
Thomas se quedaba ensimismado con todo aquel universo.
—¿Y dónde están esas Islas de las Especias?
—Demasiado lejos, Thomas, al otro lado del mundo. Hay que atravesar Francia y España y llegar al reino de Portugal. Embarcar hacia el sur, hasta Guinea, bordear África y seguir hasta la India; después continuar navegando hacia el este, siempre hacia el este, dejando atrás la gran China, hasta Cipango, desde donde hay que bajar y bajar hasta el último lugar del océano. Ahí están las Islas de las Especias. El lugar más fragante y delicioso del mundo.
—¿Y quiénes traen las especias desde tan lejos?
—Los portugueses, las especias son su tesoro. Los Fugger se las compran para comerciarlas y ganan mucho dinero con ellas. Hijo mío, las especias tienen el poder de transformar el simple hecho de comer en el mayor de los placeres, de transformar algo tan rutinario como la comida en un lujo al alcance de unos pocos.
—¿Habéis estado allí, padre?
—Ojalá…
—¿Y conocéis a alguien que haya viajado hasta las Islas de las Especias? —insistió Thomas.
—No creo que ningún alemán haya estado en esas tierras.
—¡Yo seré el primero!
—Seguro que sí. —Removió el espeso pelo del chico con los dedos de la mano—. También podrás viajar al Nuevo Mundo, Thomas, porque dentro de poco tendremos nuevas especias de allí.
—El Nuevo Mundo… ¿Y eso dónde está?
—Lo han descubierto los españoles, hacia poniente, y don Jacobo Fugger me ha comentado que tiene interés en él y que ha conseguido un permiso para abrir un puesto comercial y así comerciar con nuevas especias.
Mientras hablaba con Thomas, Marcus iba controlando la cocina, y observó que uno de los ayudantes contratados para el banquete manoseaba una estupenda carne de vaca que él mismo había preparado.
—¿Qué haces? Ese plato está ya preparado, ¡vas a estropearlo!
—Perdonad —dijo cabizbajo el ayudante, un hombre menudo pero corpulento—. Me dijeron que repasara la carne…
—¿Quién te dio semejante orden? —Marcus seguía irritado—. En esta cocina solo yo doy las órdenes; lo que se prepara aquí, absolutamente todo, es responsabilidad mía, ¿entendido?
—Yo… Lo siento, no volverá a suceder… —se excusó el tipo.
—Vete de mi vista, limpia aquellas ollas y no vuelvas a tocar mi comida.
—Por supuesto, lo que ordenéis —asintió obediente.
—Esto es lo peor de preparar un banquete así, hay que traer muchos ayudantes y les falta experiencia… —se lamentó Marcus mientras revisaba el resto de las carnes.
Cuando empezaron con los postres, Thomas abandonó la cocina, aún ensimismado con la historia de las Islas de las Especias.
Él quería viajar allí, quería conocer el último rincón del mundo, aquel en el que crecían los más maravillosos productos que Dios había creado. Llevaría a Úrsula a las islas, y juntos vivirían de aquellas especias. Sería el paraíso.
En el banquete, las deliciosas viandas de Marcus se iban sucediendo con gran alborozo por parte de los comensales. Los Fugger aprovecharon para anunciar una nueva que cogió a todos por sorpresa. El papa León X les había encargado la venta de indulgencias para financiar la finalización de la basílica de San Pedro en Roma; en ella estaban trabajando los más grandes maestros, entre ellos el célebre Leonardo da Vinci.
La revelación provocó un prolongado murmullo. Úrsula entendió que era una buena noticia, aunque también se escuchaba algún comentario negativo, relativo a la monstruosidad de esa construcción y a cómo se había destruido el templo primitivo original sin ningún miramiento.
Hubo quien incluso criticó al papa por comercializar con indulgencias, asegurando que no traerían nada bueno, y, si no, al tiempo.
Otros comentaban que con ese negocio de las indulgencias, los Fugger obtendrían tantos fondos que podrían seguir comprando bienes y rentas en Augsburgo y que, más pronto que tarde, toda la ciudad sería suya.
Sirvieron los postres, de variedad y gusto sublimes, que deleitaron a los invitados. La música sonó con más fuerza y las risas también aumentaron de volumen, regadas con buen vino de Sajonia.
Para entonces, Thomas estaba paseando por el jardín; le habría gustado unirse a la comida, pero eso era imposible, pues solo era el hijo del cocinero. El joven lo aceptaba. Estaba orgulloso de su padre. Y convencido de que las especias convertían la comida en un placer.
En eso se hizo un silencio total en el banquete. Thomas agradeció la tranquilidad; a veces aquellas cenas se transformaban en fiestas demasiado ruidosas y a Thomas no le gustaba el bullicio. El estruendo de los mercados y las calles de la ciudad le producía dolor de cabeza. Sin embargo, tanto silencio no era normal, y Thomas se alarmó. Así que entró de nuevo en la cocina, y la halló vacía, lo cual era todavía más extraño.
Se dirigió hacia la salita de la cristalera y entonces presenció algo que cambiaría su vida para siempre.
La fiesta se había detenido. La mayoría de los invitados estaban de pie, había algunos llorando y otros mostraban un gesto de enfado e indignación. Unos señalaban a un extremo del salón. Comenzó a formarse un gran alboroto mientras que por la puerta principal llegaban con prisa varios hombres armados.
En el suelo, sujetado por varios hombres, ahí estaba su padre.
Los soldados agarraron a Marcus por los brazos y lo alzaron de malas maneras. Thomas no sabía qué hacer, mientras observaba con estupor y angustia cómo arrastraban a su padre hacia la salida.
El joven volvió a la cocina y salió de nuevo al jardín para dar la vuelta al edificio y apostarse tras una esquina desde donde ver la entrada principal. Justo entonces arrojaron a su padre al suelo de tierra, ante la mirada de los Fugger, los Welser, el gobernador de la ciudad y media docena más de ricoshombres.
Jacobo Fugger intentaba aplacar a Bartolomé Welser hijo, y a sus hermanos Lucas y Uldarico, que proferían insultos y amenazas hacia él y hacia su cocinero.
Thomas intentó imaginar qué había podido ocurrir desde que dejó la cocina y a su padre, tan ocupado con los platos del banquete y lidiando con los torpes ayudantes, hasta este instante, pero no lograba concebirlo.
Justo entonces comenzó a llover.
Escuchó un crujido tras él y apretó los puños mientras se volvía.
—Thomas —dijo una voz conocida—, gracias a Dios que eres tú.
—¡Úrsula!
—Ssshhh, que no nos descubran…
—¿Qué está sucediendo? ¿Por qué está ahí mi padre? ¿Qué ha…?
—Ssshhh. —Le tapó la boca con ambas manos—. Cállate y escucha, ¿de acuerdo?
Thomas asintió con la cabeza.
—Estás en peligro, tu padre ha sido acusado de intentar asesinar a los Welser.
Thomas no daba crédito a lo que estaba escuchando.
—El patriarca de los Welser ha caído indispuesto al final del banquete, y un médico que se encontraba entre los invitados ha dictaminado que por los síntomas había tenido que ser envenenado —dijo Úrsula antes de apartar sus manos.
—Pero eso no es posible… ¿Acusan a mi padre?
—Le han dado la carne del plato de Welser a un perro y nada más probarla ha tenido los mismos síntomas. Han ido directos a la cocina y un ayudante les ha dicho que tu padre tenía un cofre con veneno, y que solo él condimentaba las carnes.
—¡No! Son especias, no son venenos. ¿Por qué va a envenenar mi padre al señor Welser? ¿Con qué motivo? ¡Mi padre es inocente!
—Ya lo sé, seguro que es una trampa. Pero una vez que lo han acusado, poco puedes hacer. No tienes ni idea del poder que tienen los Welser al igual que los Fugger, podrían elegir al próximo emperador, o al papa de Roma, así que imagina lo que le harán a un simple cocinero…
En ese momento se oyó un grito, y ambos miraron al tumulto. Uno de los invitados llevaba una larga cuerda en la mano, tomó a Marcus del pelo y alzó la soga para que todos la vieran. Dos de los hombres armados cogieron entonces a su padre de los brazos, mientras el primer tipo hacía pasar la cuerda por la rama de un árbol de la entrada al palacio.
Iban a ahorcar a su padre. Lo alzaron entre los dos soldados. Lo sostuvieron unos instantes.
Bartolomé Welser hijo dio la orden.
—¡Soltadle, que cuelgue! ¡Que muera!
—Nooo… —Thomas no pudo decir nada más; Úrsula le tapó de nuevo la boca y juntos cayeron rodando al suelo.
Por más que el chico intentó zafarse, Úrsula se lo impidió.
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Ficha histórica del libro
Edad: Moderna
Periodo: Siglo XVI
Acontecimiento: Varios
Personaje: Varios
Comentario de "El mercader de libros"
Luis Zueco en este libro nos llevará de la mano en un viaje por gran parte de Europa y de América, llevándoos hasta la Especiería, siendo el centro de la novela la ciudad de Sevilla, donde Zueco desarrolla un thriller histórico medieval que va a se convertirá en un clásico de la novela histórica española.
Thomas Babel, protagonista de este thriller huye de su tierra en unas condiciones bastante penosas. A lo largo del mismo se forma en varios oficios, impresor buhonero, vendedor entre otros aprendiendo principalmente a defenderse en la vida
Tras recalar en Sevilla, es contratado por Hernando de Colón para encontrar un libro robado en su biblioteca de título “Amores imposibles” de Jaime Moncín, En su investigación Babel se convierte en un inteligente investigador encontrando aliados para conseguir su propósito, en una ciudad desconocida bulliciosa, cosmopolita y con personaje tan dispares como nobles y menesterosos