El manuscrito de barro
El manuscrito de barro
I
Toledo, 1 de junio de 1525
Había Cortes Generales en Toledo y sus calles estaban a rebosar de procuradores y forasteros venidos de todos los lugares de Castilla y de otros reinos, ya que a ellas asistían también embajadores y representantes de las principales monarquías europeas y del papado. Hacía unos días, el emperador Carlos había hecho su entrada triunfal con un numeroso séquito por la puerta de Bisagra, donde fue reci- bido con gran júbilo. Durante varios años, el rey no había querido visitar la ciudad ni celebrar Cortes en ella debido al levantamiento de los comuneros. Pero, tras sus victorias en Francia, había decidido concederle el perdón. Es cierto que, en algunos de sus habitantes, estaban vivos todavía los ecos de la guerra, mas nadie en tal circunstancia se atrevía a manifestarlos en público.
Las Cortes estaban presididas por el arzobispo de Santiago de Compostela, su excelencia reverendísima Juan Pardo de Tavera, que se encontraba al frente del Consejo de Castilla desde hacía un año, y el lugar elegi- do para tan magno acontecimiento era el monasterio de San Juan de los Reyes, que había sido mandado construir cerca del río Tajo por la reina Isabel la Católica, para conmemorar la victoria en la batalla de Toro y el feliz nacimiento de su hijo, el malogrado príncipe don Juan. Se trataba, además, de un edificio muy notable y de una gran belleza, con un claustro muy adornado y una iglesia de una sola nave.
Esa mañana se había concentrado frente a la entrada principal un gran concurso de gente, que había acudido para ver al rey. Entre los presentes, estaba Fernando de Rojas, que acababa de llegar a la ciudad procedente de Talavera de la Reina, donde vivía y trabajaba como letrado del Concejo. Pero Rojas no estaba allí para contemplar al monarca ni asistir a las Cortes ni participar en los festejos organizados con ese motivo. Era tal la multitud que allí se agolpaba que tuvo que abrirse paso casi a codazos. Al llegar a la puerta, le mostró a uno de los guardias una especie de salvoconducto y este lo dejó pasar. Después de identificarse, uno de los porteros lo condujo hasta una pequeña sala, donde le pidió que aguardara.
Al poco rato, volvió el criado y lo acompañó hasta otra dependencia del monasterio. Allí fue recibido por un famulo, que le franqueó la puerta y lo mandó pasar. En el interior lo esperaba el arzobispo de Santiago. Tenía cincuenta y pocos años, más o menos la misma edad que Rojas. Era alto de cuerpo, delgado y derecho; de presencia muy autorizada y, a la vez, amable. El rostro proporcionado con el cuerpo, más largo que ancho; la frente amplia y despejada; los ojos grandes, rasgados, vivos y alegres, aunque hundidos en sus profundas cuencas; los pómulos salientes y sonrosados; la nariz curvada como el pico de un águila; los labios finos; y las manos largas, blancas y bien torneadas.
—No sabéis cuánto me alegra saludaros —exclamó su excelencia reverendísima, mientras ofrecía la derecha para que Rojas pudiera besarle el anillo.
El prelado tenía el mirar reposado, grave y honesto, y el habla sosegada y graciosa, lo que infundía respeto y tranquilidad.
El arzobispo lo contempló con una sonrisa amistosa y le indicó con un gesto que se sentara al otro lado de una mesa que había junto a la ventana; desde ella se veía una parte del jardín del convento.
—¿Aún no habéis averiguado quién soy? —le preguntó el prelado, mientras se acomodaba en su sillón.
Rojas parecía cada vez más desconcertado. Hacía mucho que no visitaba la corte ni tenía contacto con gente de poder, por lo que no era capaz de imaginar dónde podía haber coincidido con alguien así.
—¿No sois el arzobispo de Santiago?
—¡Pues claro que sí! Pero eso lo sabe cualquiera en Toledo —replicó el prelado.
—Perdonadme, pero no consigo… —reconoció Rojas.
—¿Tan envejecido estoy que no me reconocéis?
—¿Significa eso que nos conocimos hace tiempo?
—Por supuesto. Soy vuestro antiguo compañero de estudios, Juan Pardo de Tavera —proclamó sin poder esperar más.
—Sigo sin…
—Juanelo —probó el arzobispo, un tanto desconcertado.
—¡¿Juanelo?!
—Pero ¿tanto he cambiado?
Rojas lo miró de frente y de soslayo, hasta que, por fin, cayó en la cuenta.
—¡Es verdad, sois Juanelo! —exclamó con gran contento—. Perdonadme; debe de ser por el mucho tiempo transcurrido desde la última vez que hablamos, hace más de… veinticinco años —calculó por encima—, o tal vez por este lugar o por la vestimenta, pero no os había reconocido. Lo lamento mucho. No tiene nada que ver con vos. Lo cierto es que todo lo relativo a mi estancia en Salamanca lo tengo un poco olvidado, en parte por decisión propia.
—Yo, sin embargo, os he reconocido de inmediato. La verdad es que estáis igual, un poco más talludito, si acaso.
También es cierto que jugaba con ventaja, pues he sido yo quien os ha mandado llamar, aunque lo haya hecho en nombre del Consejo de Castilla. Pero decidme, ¿qué tal estáis y a qué os dedicáis?
—Como ya sabéis, vivo en Talavera de la Reina, donde me gano la vida como abogado y poseo algunas tierras.
—¿Y qué ha sido de vuestro oficio de pesquisidor?
—Eso hace ya un tiempo que lo dejé, si bien, de cuando en cuando, me he visto obligado a hacerme cargo de algunos casos de forma excepcional —le informó Rojas.
—Mi tío, Diego de Deza, decía siempre maravillas de vos como pesquisidor, al igual que su alteza don Fernando el Católico. Yo aún me acuerdo de cómo resolvisteis la muerte del príncipe don Juan y de aquel dominico que era catedrático de la Universidad de Salamanca…, ¿cómo se llamaba?
—Fray Tomás de Santo Domingo —apuntó Rojas.
—Eso es. Nos dejasteis a todos suspensos. No sabéis cómo os envidiaba —confesó su excelencia reverendísima.
—Yo no considero que fuera para tanto y hace ya mucho tiempo de ello… —comentó Rojas—. Por cierto, ¿qué es de vuestro tío? La última vez que lo vi fue justo hace una década en Sevilla.
—Murió hará apenas dos años.
—Lo lamento mucho —se condolió Rojas—. Como bien sabéis, me ayudó cuando yo era estudiante, si bien luego tuvimos algunos conflictos y ciertas desavenencias. Realmente fue él el que me convirtió en pesquisidor.
—Sí, lo recuerdo bien, pues mi tío me había acogido por entonces en la sede episcopal y fui testigo privilegiado de ello.
—De repente me vienen a la cabeza un montón de imágenes de aquellos días, incluso algunas que creía olvidadas para siempre —confesó Rojas.
—A mí me pasa lo mismo. ¡Qué tiempos aquellos! —suspiró el arzobispo.
—Para mí fueron los mejores y los peores —comentó Rojas con un gesto ambiguo.
—¿Y cómo puede ser eso?
—Cosas mías, que ahora no vienen a cuento.
—No tenéis que explicarme nada —comentó el arzobispo—. Pero, volviendo a vuestro pasado oficio de pesquisidor, quiero que me contestéis a una pregunta. Si yo os lo pidiera, ¿estaríais dispuesto a hacer una nueva excepción?
—¿Qué queréis decir? —preguntó Rojas con cierta suspicacia.
—Como ya imaginaréis, si os he mandado venir, no ha sido solo para saludaros o rememorar los buenos tiempos en los que coincidimos en Salamanca. También tengo que pediros algo de una manera, digamos, oficiosa —dejó caer con un tono más grave.
—¡¿A mí?! —se extrañó Rojas.
—Sí, a vos —declaró el arzobispo.
—Está bien. Os ruego me digáis ya de qué se trata —lo apremió Rojas con cierta impaciencia.
—De que hagáis las pesquisas de un caso de gran importancia para la Iglesia y la Corona y, especialmente, para la archidiócesis de Santiago de Compostela, que me honro en dirigir. Veréis. Desde hace cosa de dos semanas, están produciéndose una serie de asesinatos a lo largo del Camino de Santiago. El primero del que tenemos noticia aconteció en Roncesvalles, pero es posible que antes de llegar a los Pirineos haya habido otros, de los que no tenemos constancia por haber sucedido fuera de nuestros reinos y, por lo tanto, de nuestra jurisdicción. Lo que sí está claro es que luego vinieron más, probablemente uno por cada jornada o etapa del recorrido. Esta misma mañana he recibido una carta en la que me comunican que hace tres días mataron a otro a una media legua de Burgos. Con este serían ya doce, pero, desde entonces, deben de haber muerto otros dos, siempre cerca o en el interior de algunas poblaciones importantes.
El arzobispo le mostró entonces un mapa de pergamino que había sobre la mesa, en el que alguien había trazado el itinerario del Camino Francés a partir de Roncesvalles. Algunos puntos se veían marcados por una cruz roja: el propio Roncesvalles, Zubiri, Pamplona, Puente la Reina, Estella, Torres del Río, Logroño, Nájera, Santo Domingo de la Calzada, Belorado, San Juan de Ortega y Burgos. Después había algunos signos de interrogación.
—Cada cruz es un muerto —le explicó el arzobispo—.
Como podéis ver, se trata de algunos de los principales hitos del iter francigenum o francorum o Camino Francés. Entre ellos hay, aproximadamente, una jornada de camino, entre cinco y seis leguas castellanas más o menos, según las dificultades, lo que indica que el asesino va a pie.
—Eso suponiendo que se trate del mismo —apuntó Rojas.
—¿Qué queréis decir?
—Que bien podrían ser varios —sugirió Rojas.
—Desde luego —convino su excelencia reverendísima—. Pero, por lo visto, todas las víctimas han muerto de la misma forma, con un golpe en la cabeza y una cuchillada en el pecho, a la altura del corazón, y a todos los han encontrado, después de ponerse el sol, tendidos sobre el suelo, con las palmas de las manos hacia arriba y los brazos estirados, como un crucificado. Y, lo más sorprendente, en todos los casos el criminal ha dejado su firma en el barro, debajo del lado izquierdo del cadáver; siempre el mismo signo que veis ahí —indicó, señalando un pequeño trazo en el mapa.
Se trataba de la letra Y.
—¿Y qué creéis vos que significa? —preguntó Rojas.
—Puede que sea la inicial de Yago (procedente de Iacobus y este de Jacob), una de las variantes en nuestra lengua del nombre del apóstol, de donde viene Santiago, que primero fue Sant Yago —sugirió el arzobispo.
—O tal vez se trate de la letra ípsilon del alfabeto griego —apuntó Rojas, tras una breve pausa.
—No lo había pensado, pero podríais estar en lo cierto.
En cuanto a su posible significado, esa es una de las cosas que vos tendréis que averiguar con vuestra habitual perspicacia —dejó caer el arzobispo—. Naturalmente, los alguaciles del camino han investigado ya los hechos, pero, por desgracia, no han conseguido nada. Son gente muy limitada, como bien sabréis, y estos crímenes son demasiado para ellos. Por eso os he mandado llamar. Dada vuestra experiencia, inteligencia y discreción, no me cabe duda de que vos sois la persona más adecuada para este caso.
—Os agradezco mucho los elogios. Pero antes de aceptar necesito conocer algunos detalles más.
—Por supuesto.
—¿Recordáis si ha ocurrido algo parecido en el pasado?—quiso saber Rojas.
—Todos los años perecen muchos romeros durante el viaje, cada vez más, la verdad, y algunos de ellos asesinados, lo que explica que la mayoría otorgue testamento antes de salir en peregrinación. Pero, en general, son víctimas de bandidos y salteadores o de alguna alimaña. Sin embargo, en este caso, se trata de algo distinto, ya que la finalidad no era robarles ni devorarlos, y, además, estas muertes forman una serie.
—¿Algún testigo de los hechos?
—Ninguno, de momento, del que se tenga noticia.
—¿Y qué podéis decirme de las víctimas?
—Poca cosa: que algunas eran de España, pero otras venían de Francia y algunas de más lejos, ya sabéis que son muchos los peregrinos extranjeros que atraviesan nuestros reinos camino de Compostela, siguiendo el iter Sancti Jacobi, la ruta sagrada que conduce al sepulcro del apóstol. Por otra parte, el asesino no parece seguir ningún patrón en esto; los hay jóvenes, adultos, ancianos… y hasta hay una mujer. Y es una pena, porque esto va a hacer que muchas peregrinas se retraigan. Ya sé que algunos teólogos critican su presencia en el Camino de Santiago, pues dicen que estas provocan más pecados que indulgencias.
Mas no todos opinamos de ese modo. Por lo general, van en grupo y acompañadas de hombres —informó el arzobispo.
—¿Sabéis si los asesinados tenían algo en común?
—No, que se sepa, salvo el hecho de hacer el Camino.
—Será entonces como buscar una aguja en un pajar, y más en esta época del año —señaló Rojas.
—Así y todo, tenemos que encontrarlo —replicó su excelencia reverendísima—. Lo más probable es que el asesino se haya propuesto seguir matando hasta llegar a Compostela, y eso es algo que no podemos consentir. Desde que comenzó este siglo, los peregrinos han comenzado a disminuir de forma notable. Si esto continúa así, pronto dejarán de venir de otras naciones, con todo lo que eso significa. El Camino de Santiago vivió una edad de oro en los pasados siglos, gracias, entre otras cosas, a la decadencia en la que se encontraban las peregrinaciones a Roma, por culpa de las guerras, la peste y otras calamidades. Ahora somos nosotros los que vivimos un mal momento, a causa de los nuevos conflictos que asolan a la cristiandad, como la contienda que libramos con Francia o las recientes revueltas de los campesinos alemanes en el Sacro Imperio Romano Germánico. Por no hablar de Lutero y sus ideas reformadoras, muy críticas con las indulgencias y, por tanto, también con las peregrinaciones.
—¿Qué queréis decir?
—Que para él no son solo una pérdida de tiempo, una superstición y un grave error, sino también una blasfemia y un acto de idolatría que conduce directamente al infierno; de ahí que las considere poco menos que obra del Diablo. ¡Habrase visto cosa igual! —explicó el arzobispo con cierta vehemencia—. Su oposición a la ruta jacobea y su aversión hacia España y los españoles es tan visceral que ha amenazado con promover una campaña militar contra la ciudad de Santiago de Compostela si fuera necesario.
Lo paradójico del caso es que el Camino Francés se está convirtiendo en una de las principales vías de penetración de tan perniciosas ideas.
—Entiendo.
—Pero eso no es todo. Como os he insinuado, el Camino se ha vuelto muy peligroso por culpa de los pícaros, maleantes, bandoleros, prostitutas, mendigos, vagamundos y toda clase de individuos de mal vivir, que ahora lo invaden dispuestos a aprovecharse de los verdaderos peregrinos y de la hospitalidad de los albergues y conventos.
Y para colmo de males —añadió su excelencia reverendísima, con gesto de impotencia—, han vuelto a circular rumores de que los huesos que se guardan en el sepulcro de la catedral no son en realidad del apóstol y que, por tanto, todo esto no es más que un engaño para embaucar a la gente y sacar dinero.
—¿Y es eso cierto? —le preguntó Rojas mirándole a los ojos.
—¿Habláis en serio? —replicó el arzobispo, sorprendido.
—Por lo que he oído, hay grandes estudiosos y humanistas, como Erasmo, que ponen en duda la autenticidad de las reliquias y critican y condenan, a veces con mordacidad, las peregrinaciones —le recordó Rojas.
—¡Qué sabrá Erasmo! —exclamó su excelencia reverendísima con tono despectivo—. Más le valiera volver a la buena senda y dejar que los demás hagan su camino.
—Pero Erasmo no es el único que piensa así —insistió Rojas.
—Os recuerdo que la tumba del apóstol fue descubierta en el siglo ix por el eremita Pelayo y el obispo Teodomiro, gracias a una lluvia de estrellas que, desde el Pico Sacro, empezó a caer sobre un lugar cercano al bosque de Libredón, donde ahora está la ciudad de Santiago de Compostela. En el archivo de la catedral tenemos infinidad de documentos que lo atestiguan, confirman y avalan. Por no hablar de la fe de cientos de miles de peregrinos que todos los años emprenden el Camino desde diferentes lugares. Nuestro Señor, además, no consentiría semejante engaño. Sabed que no es la primera vez que se pone en duda la autenticidad de los huesos del santo —reconoció el arzobispo—.
Y hay quien afirma que, en su día, sí que estuvieron en el sepulcro, pero que hace tiempo que desaparecieron o los robaron para llevárselos a Toulouse o a algún otro sitio.
O que los restos corresponden nada menos que a Prisciliano, condenado como hereje por la Iglesia. Pero solo son embustes y rumores, fruto de la envidia que nos tienen los franceses, sobre todo desde que estamos en guerra con ellos, y más ahora que acabamos de vencerlos en Pavía y de apresar a su rey Francisco I. De todas formas, lo que urge es acabar con estos asesinatos y para ello debemos descubrir y atrapar a los responsables. Os ruego, pues, aceptéis este caso en mi nombre, en el de la Iglesia y en el de la Corona.
Rojas volvió a mirar el mapa con atención, para hacerse cargo de lo que se le venía encima, y lo que vio fue una especie de viacrucis lleno de incógnitas en el que cada estación era una etapa del Camino de Santiago, que, de seguir así, pronto se convertiría en un reguero de sangre. Sin duda se trataba de un gran reto y, como siempre, eso le pareció estimulante y tentador. Desde luego no podía negar que estaba intrigado con esos asesinatos y que, además, sentía cierta curiosidad por la ruta jacobea y la afanosa vida del peregrino e, incluso, por todo lo relativo a las controvertidas reliquias del apóstol. Por otra parte, estaba harto de su trabajo y de su oscura vida en Talavera de la Reina. Necesitaba cambiar de aires por un tiempo y un viaje como ese le podría sentar muy bien.
—¿Y qué es exactamente lo que me proponéis? —quiso saber el pesquisidor.
—Como veis —prosiguió el arzobispo—, aún queda mucho trayecto por andar hasta llegar a Compostela, y, a juzgar por las muertes pasadas, lo más probable es que el asesino o los asesinos sigan matando a lo largo de todo el recorrido. Por eso tenéis que partir ya y tratar de atajarlos cuanto antes, para que no continúen derramando sangre inocente ni generando miedo entre los demás peregrinos.
Si os dais prisa, tal vez logréis llegar antes que ellos a la ciudad de León; recordad que probablemente van a pie.
—Lo veo un poco difícil —objetó Rojas.
—No si salís ahora y vais por las postas del rey, donde dispondréis siempre de caballos de refresco y servidores preparados para ayudaros. Hay una cada cuatro o cinco leguas castellanas —le explicó su excelencia reverendísima—. En ellas podréis cambiar de montura, comer, descansar y guareceros cuando sea necesario. En cada trecho os acompañará un postillón, que luego regresará a la posta de procedencia con los caballos utilizados. Para poder hacer uso de todo eso, os entregaré un salvoconducto oficial firmado por el propio emperador. Entre Toledo y León hay unas setenta leguas. Con un poco de suerte, en una jornada podréis hacer veinticinco. Así que en algo menos de tres días podríais estar en vuestro destino, justo a tiempo para tratar de evitar un nuevo crimen.
—Ya veo que lo tenéis todo pensado. Pero ¿por qué estáis tan seguro de que el asesino matará en León? —quiso saber Rojas.
—Porque entre Burgos y León hay unas seis jornadas a pie y esta ciudad es una de las más importantes de la ruta jacobea —le informó el arzobispo—. A partir de ahí, tendréis que hacer el Camino como un peregrino más, bien a caballo, bien a pie, hasta que descubráis a los responsables de los asesinatos. Para nosotros, es muy importante que dejen de matar cuanto antes y, desde luego, hay que impedir a toda costa que lo hagan en Santiago. Bajo ningún concepto pueden asesinar allí. Eso sería un tremendo golpe moral contra la ruta jacobea y la ruina para todos aquellos lugares de nuestros reinos por los que pasa, especialmente para Galicia. Como os he dicho, estamos en una época de grandes cambios y se avecinan malos tiempos para las peregrinaciones. Debemos evitar, por tanto, que la sangre inocente se derrame en Compostela. Por supuesto, os recompensaré como es debido por vuestros servicios y seguro que el apóstol también lo hará; y no hace falta que os diga que en mí tendréis siempre a un amigo y a un protector. Ah, una cosa más: no debéis revelarle a nadie que he sido yo el que os ha enviado a hacer las pesquisas de estos crímenes, pues hay que ser muy cautos y discretos.
—¿Y no sería mejor mandar a la Santa Hermandad o a una compañía de soldados para que protejan de manera adecuada lo que resta del Camino? —replicó Rojas, pues no acababa de ver claro el asunto.
—De esa forma llamaríamos mucho la atención y todos los peregrinos se asustarían, no solo el asesino, y ya sabéis lo vulnerable que se vuelve una persona cuando es presa del miedo; pronto cundiría el pánico en todo el Camino y muchos dejarían de peregrinar o lo harían a otros lugares menos peligrosos. Por otra parte, debo deciros que no confío del todo en sus capacidades. Son gente mal recompensada y, por lo tanto, muy poco preparada y nada escrupulosa.
En ese momento llamaron a la puerta. Sin preguntar quién era, el arzobispo lo mandó pasar. Se trataba de un clérigo. Rojas lo contempló con curiosidad. Tendría cerca de cincuenta años. Era delgado y de estatura mediana, con la frente amplia y grandes entradas, el pelo oscuro, el rostro huesudo, los ojos negros y la mirada despierta y algo arrogante, la nariz recta, los labios bien dibujados y el mentón afilado.
—Os presento a Elías do Cebreiro —indicó el arzobispo—. Él os acompañará en este viaje, como un amigo fiel. Es el archivero de la catedral de Santiago y persona de mi entera confianza; de hecho, es uno de mis colaboradores en el arzobispado. Aparte de ser un hombre muy instruido, conoce la ruta jacobea como si fuera la palma de su mano, pues la ha mamado desde niño y la ha hecho a pie o a caballo varias veces; no en vano es natural de O Cebreiro, uno de los principales lugares por los que pasa el Camino Francés a su llegada a Galicia. De modo que os será de gran ayuda.
El pesquisidor y el clérigo se saludaron de manera cordial, pero en el fondo de sus ojos había un leve destello de recelo mutuo. En el caso de Rojas, este se debía a que pensaba que la verdadera misión de su acompañante era fiscalizar su trabajo; en el de Elías, a que, seguramente, no le agradaba que tan importante tarea se pusiera en manos de un extraño.
—Os agradezco mucho la fe que habéis depositado en mí —comentó Rojas, dirigiéndose al arzobispo.
—Sabía que podría contar con vos —exclamó este, exultante—. No imagináis cómo os lo agradezco.
—Pero hay una cosa que quiero pediros —añadió el pesquisidor—. Antes de salir, necesito escribirle una carta a mi esposa con las debidas explicaciones, no se vaya a pensar que me he ido de casa para siempre.
—Por supuesto —concedió el arzobispo—. Yo mismo me encargaré de hacérsela llegar, junto con un presente. Mientras tanto, Elías se ocupará de todo lo relativo a la intendencia y a algunos detalles del viaje.
—Supongo, por lo demás, que sois consciente de que hacer las pesquisas en tales circunstancias no va a ser nada fácil, ya que, si hemos de avanzar en pos del asesino, no podremos detenernos mucho en cada sitio para buscar testigos o conocidos de la víctima a quienes interrogar. De modo que habrá que hacerlo todo sobre la marcha, y eso complicará mucho las cosas.
—Me hago cargo de todo ello, pero confío en vuestros recursos y habilidades —insistió su excelencia reverendísima.
—En ese caso, pongámonos ya en camino, que el tiempo apremia —ordenó el pesquisidor.
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Ficha histórica del libro
Edad: Moderna
Periodo: Austrias Mayores
Acontecimiento: Varios
Personaje: Fernando de Rojas
Comentario de "El manuscrito de barro"
Hace ya trece años, que Jambrina nos deleitó con su primera novela sobre el pesquisidor Fernando de Rojas.
Fue con “El manuscrito de piedra”. Como protagonista de aquel relato detectivesco eligió a Fernando de Rojas, el autor de ‘La Celestina’, que vivió en una época turbulenta con grandes cambios y agitaciones políticas, tiempo en el que se formo , con la ayuda de los Reyes Católicos, lo que se conoce como España
A aquella novela le han seguido tres más, “El manuscrito de nieve” en 2010, “El manuscrito de fuego” en 2018 y “El manuscrito de aire” en 2019
En cada una de ellas, el autor ha sido capaz de descubrirnos un personaje que ha cautivado a miles de lectores de todas las edades
Ahora tenemos delante la quinta entrega de esta saga, “El manuscrito de barro” ambientada en 1525 y que nos sumerge en el mundo de los peregrinos del Camino de Santiago, en concreto la novela está situada, en lo que conocemos como el Camino Frances, en cuyas etapas se van jalonando muertes en extrañas circunstancias
Es en este contexto en el que el propio Obispo de Santiago, Don Juan Pardo de Tavera, le pide a Fernando de Rojas que se haga cargo de la investigación de tales acontecimientos
Fernando de Rojas se ve envuelto en un Camino de Santiago, afectado por las guerras religiosas que discurren por Europa, los primeros brotes del protestantismo y un conjunto de mendigos, pícaros, putas que pululan a la sombra del camino buscando sus intereses
Pero las andanzas de Fernando de Rojas no se quedarán aquí, Jambrina está preparando ya la sexta entrega de título “El manuscrito de niebla”, ambientada en la peste que asoló Castilla allá por 1507, con ciertas similitudes con la pandemia actual, que obligó a mucha gente a encerrarse en la Universidad para combatir sus efectos.