El manuscrito de aire
El manuscrito de aire
I
(Talavera de la Reina, unos meses después)
El día había amanecido frío y lluvioso en Talavera de la Reina, pero eso a Fernando de Rojas no le importaba demasiado, pues iba a pasarse una buena parte de la jornada encerrado en una de las casas del concejo, al lado de la iglesia de Santa María, impartiendo justicia, como alcalde mayor que era. Entre sus obligaciones estaban también las de presidir las sesiones municipales y ayudar al corregidor en todo lo que tenía que ver con el gobierno de la villa, lo que le había reportado cierto prestigio entre sus vecinos.
Esa mañana se habían acumulado los pleitos, y el alcalde mayor y sus colaboradores, un escribano y dos alguaciles, no daban abasto. Por suerte, la mayoría de los casos eran fáciles de resolver, si bien no todos los afectados se iban contentos con el dictamen. El más complicado había sido el de un labrador que protestaba porque los ganados de la Mesta que venían de Ávila pasaban por sus tierras, con el destrozo que ello suponía. Los pastores, por su parte, quisieron hacer valer sus privilegios, que en verdad eran muchos. Pero Rojas no dudó en darle la razón a su vecino, que se lo agradeció de corazón.
Tras una breve pausa para recuperar el aliento, el alcalde mayor mandó que hicieran pasar a los siguientes, que aguardaban en una sala contigua. Se trataba de dos hortelanos que disputaban por una cuestión de lindes. El alcalde mayor le pidió al denunciante que expusiera el caso con la mayor brevedad. Este empezó a decir que su huerta colindaba con la de su vecino y que, aunque hasta fecha reciente no había habido muro que las separara, los límites estaban muy claros, pues, desde antaño, venían marcados por un árbol y un pozo que había en la suya, y, justo más allá, comenzaba la del otro, cosa que todo el mundo sabía desde antiguo en Talavera.
—Pero hace unos días —prosiguió el hombre, cada vez más exaltado—, cuando fui a laborar, descubrí que por la noche este bribón —precisó, señalando hacia el otro— había levantado una cerca de piedras, quedando dentro de su propiedad el árbol y el pozo. Yo, como es natural, le pedí que me devolviera de inmediato lo que era mío, pues lo había heredado de mi padre y este del suyo y así hasta varias generaciones de mi familia. Pero el muy zorro, en lugar de mover la cerca, lo que hizo fue cegar el pozo y arrancar el árbol de cuajo, para luego dejarlo tirado en el centro de mi huerta, como si un vendaval lo hubiera derribado.
—¿Es eso cierto? —preguntó Rojas al denunciado.
Este levantó la cabeza, muy digno, y comenzó a argumentar:
—No voy a entrar a discutir sobre si yo hice esto o él me dijo lo otro. Lo que ahora importa es que la cerca está más allá del árbol, como él demandaba. En cuanto al pozo, si es que de verdad lo quiere, debería excavarlo en su huerta y no en la mía, ¿no os parece?
Al escuchar tales palabras, el denunciante se abalanzó sobre el denunciado con ánimo de golpearlo, al tiempo que lo llamaba ladrón y sinvergüenza. Y este, en lugar de acobardarse, trató de defenderse, a la vez que le lanzaba toda clase de improperios. Esto hizo que tuvieran que intervenir los dos alguaciles presentes en la sala, que a duras penas consiguieron separarlos y sosegarlos un poco, mientras Rojas aprovechaba para tomarse un respiro, pues a esas alturas estaba un poco harto de tanta disputa por un quítame allá esas lindes.
En esas estaban cuando apareció en la puerta un niño de unos ocho años que pidió hablar con el alcalde mayor.
—¿Vienes acaso a testificar? Me sería de gran ayuda —bromeó este, aliviado por la inesperada interrupción.
—Vengo de parte de madre, que os requiere en casa —contestó el hijo de Rojas muy serio.
—¿Puede saberse para qué?
—Acaban de llegar unos hombres preguntando con urgencia por vos —informó el niño con naturalidad. A Rojas le dio un vuelco el corazón, pues pensó que podría tratarse de unos familiares de la Inquisición que habrían acudido a detenerlo como sospechoso de judaizar. Aunque era persona muy querida y respetada en Talavera y procuraba no llamar mucho la atención, no podía evitar tener miedo cada vez que alguien llamaba a su puerta a deshora, ya que cabía la posibilidad de que algún descontento con una de sus muchas resoluciones o algún envidioso de su buena fortuna lo hubiera denunciado ante la Inquisición por cualquier motivo que se le ocurriera.
—¿Y no dijeron cómo se llamaban? —insistió el padre.
—Creo que son unos frailes domingos —apuntó el hijo.
—Dominicos, querrás decir —lo corrigió Rojas.
—Eso, dominicos —confirmó el muchacho.
El hecho de que fueran precisamente hermanos de esa orden tampoco le resultaba a Rojas demasiado tranquilizador, dada su estrecha vinculación con el Santo Oficio. Hacía ya tiempo, además, que no tenía relación con los frailes predicadores, con los que, por otra parte, nunca se había llevado demasiado bien, excepción hecha de fray Antonio de Zamora, del que no había vuelto a tener noticias desde que abandonara el convento de San Esteban, en Salamanca; así que era incapaz de imaginar qué podrían querer de él.
—Con vuestro permiso, debo ir a ver de qué se trata, pues parece que el asunto no puede esperar. Continuaremos mañana —comunicó Rojas a los allí presentes.
—Pero ¿qué hay de mi caso? —quiso saber el denunciante.
—El asunto está claro, a mi entender. Volved mañana, cuando estén más tranquilos los ánimos, y dictaré una resolución —apuntó el alcalde mayor, poniéndose de pie.
Rojas vivía en la calle de Gaspar Duque de Estrada, junto a una de las torres albarranas de la primitiva cerca de la ciudad, en la parroquia de San Miguel. Por el camino le preguntó a su hijo si habían dicho algo los dominicos, y este le respondió que no, que se habían quedado en la cocina, reponiéndose de las fatigas del viaje.
—Madre les ha dado vuestra comida —precisó el muchacho.
—¿La mía?
—Dijo que, como no habíais avisado, comeríais fuera.
—Pero si no he podido ni moverme del sitio en toda la mañana. Ya has visto que estaba muy ocupado —se justificó Rojas, un poco molesto con la decisión de su esposa.
Cuando entraron en la casa, los frailes ya habían terminado su refacción y se encontraban junto al fuego, sumidos en sus oraciones o más bien echando una cabezada. Se les veía muy cansados y sus hábitos estaban llenos de polvo del camino.
—¿Me buscabais? —les preguntó el alcalde mayor.
—¿Sois vos Fernando de Rojas? —inquirió uno de ellos.
—Así es.
—Yo soy fray Cristóbal de San Esteban y él es fray Cipriano de Béjar, de la orden de los dominicos —se presentaron.
—Parece que venís de muy lejos —aventuró Rojas.
—¡Si vos supierais! —confirmó fray Cristóbal—. Nos envía el vicario de la ciudad de Santo Domingo, en la isla de La Española.
—¡¿La Española, decís?! ¿Allá, en las Indias Occidentales?
—exclamó Rojas, sorprendido.
—Veo que sabéis bien dónde está.
—¿Y qué es lo que, por ventura, hacéis aquí?
—Hemos venido a buscaros.
—¡¿A buscarme desde Santo Domingo?! ¿Y a mí qué se me ha perdido por allí?
—Que nosotros sepamos, tenéis un buen amigo, al menos él así os considera —le recordó el fraile.
Rojas se quedó pensativo, con el ceño fruncido y la mano derecha en la barbilla.
—Supongo que os referís a fray Antonio de Zamora. Hace mucho que no sé de él. ¿Cómo se encuentra?
—Está ya muy anciano y lleno de achaques, pero tiene muchas ganas de veros —le informó el dominico.
—Entonces, ¿sigue en la orden? Pensé que habría colgado los hábitos.
—Hubo un tiempo en que los dejó, pero, al ver cómo los españoles se comportaban con los nativos de la isla, volvió a nosotros para que le ayudáramos a librarlos de la esclavitud a la que los tienen sometidos —explicó fray Cristóbal.
—¿Tan mal los tratan nuestros paisanos?
—¡No lo sabéis bien! —exclamó el fraile con cara de circunstancias.
—En todo caso, no comprendo qué pinto yo en todo esto —comentó Rojas, cada vez más intrigado.
—Hace cosa de dos meses —relató el fraile—, unos desalmados prendieron fuego a una aldea habitada por naturales de la isla, cerca de la ciudad de Santo Domingo; en el incendio murieron setenta y siete taínos, entre hombres, mujeres, ancianos y niños, así como nuestro hermano fray José de Cuenca, que acababa de bautizarlos y se encontraba con ellos.
Rojas se quedó sorprendido y horrorizado ante la noticia.
—¿Y se sabe ya quiénes lo hicieron? —inquirió con interés.
—Por eso estamos aquí —concluyó el fraile.
—¿Qué queréis decir? ¿Qué es lo que espera exactamente
el vicario de mí? —preguntó Rojas, con recelo.
—Que averigüéis quiénes fueron los que mataron a esos pobres indios y a nuestro hermano y por qué lo hicieron, y luego informéis al rey de vuestras pesquisas y de todo lo que allí pasa.
—Pero yo ya no me dedico a eso. Ahora soy alcalde mayor de Talavera —replicó Rojas, a la defensiva.
—Fray Antonio nos dijo que erais pesquisidor real y que nadie podría llevar a cabo mejor que vos esta tarea, dados vuestros antecedentes —le recordó fray Cristóbal.
—Lo era, en efecto, pero ya no lo soy —les informó Rojas.
—Os equivocáis —replicó el fraile—. A petición de nuestro vicario, el rey, en persona, ha vuelto a nombraros pesquisidor real con efectos inmediatos. Aquí tenéis la real provisión, a fin de que os concedan en la isla los medios necesarios para hacer justicia, y la correspondiente credencial, así como una carta de su puño y letra —añadió, alargándole los documentos con aire triunfal.
Rojas rompió el lacre de la carta y comenzó a leerla con gran disgusto, imaginando lo peor. En ella, Fernando el Católico empezaba reconociendo sin empacho lo mucho que le debía; también recordaba la promesa que le había hecho de no volver a reclamar sus servicios. Pero a continuación añadía que, debido a la gravedad del asunto y a algunas circunstancias que lo rodeaban, no le quedaba más remedio que pedirle que se pusiera en manos de los dominicos, que ellos le dirían lo que tenía que hacer. El propio rey reconocía que era un caso difícil y espinoso; sin embargo, estaba convencido de que no había nadie más apropiado que Rojas para hacerse cargo del mismo y así evitar posibles males mayores. Por último, le rogaba discreción, pues eran muchos los intereses involucrados en ese asunto.
—¿Y bien? —le dijo uno de los dominicos, cuando terminó de leer la carta, sin darle tiempo a reflexionar.
—Eso mismo os pregunto yo —repuso Rojas, sin poder disimular su desconcierto. Fray Cristóbal miró a su compañero e hizo una pausa para tomar aliento antes de contestar:
—Me imagino cómo os sentís en este momento, pero creo que debéis venir con nosotros a La Española y ser testigo de vista de todo lo que allí está ocurriendo con el fin de contárselo al rey, para que tome las medidas oportunas. A vos os hará más caso. Cuando se lo contamos nosotros, el rey parece indignarse y preocuparse mucho, pero, tan pronto le llega el oro de las Indias, se olvida de todo.
—¿Y por qué conmigo va a ser distinto? —objetó Rojas.
—Porque, por lo visto, confía ciegamente en vos.
—Supongo que será porque siempre he cumplido con gran fidelidad sus órdenes y demandas. ¡Qué remedio me quedaba! Por eso mismo no debería exigirme más servicios —arguyó Rojas.
—Si no queréis hacerlo por el rey ni por nuestra orden, aceptad esta misión por vuestro amigo fray Antonio, al que ya no le queda mucho tiempo entre nosotros —dejó caer el fraile, como quien no quiere la cosa.
—¿Qué queréis decir?
—Que está muy enfermo —contestó el fraile con semblante serio.
—Lamento mucho oír eso. La noticia me produce una gran tristeza.
—Sin duda, vuestra presencia le haría mucho bien —señaló el dominico—. Ya os he dicho que fray Antonio fue quien os recomendó con insistencia a nuestro vicario. Según él, nadie más en Castilla posee vuestra inteligencia y vuestro sentido de la justicia —añadió, con tono halagador.
Rojas se echó las manos a la cabeza, pues era consciente de que todo se había confabulado de tal manera contra él que no iba a poder librarse fácilmente de semejante encargo. Se sentía, además, muy preocupado por la salud de su amigo, a quien imaginó agonizante en una pequeña celda, esperando su llegada. Por otra parte, le vendría bien distanciarse durante un tiempo de su trabajo, del que comenzaba a estar harto, para ocuparse de cosas más importantes, y también de su casa, en la que cada vez se sentía más enjaulado.
En ese momento entró Leonor, su esposa, en la cocina.
—¿Sucede algo? —preguntó, muy alarmada, al ver la cara descompuesta de su marido.
—Se trata de fray Antonio, del que alguna vez os he hablado —comenzó a explicar Rojas—. Parece ser que está muy enfermo.
—No sabéis cómo lo siento. Pero ¿qué podéis hacer vos por él?
—Veréis. A petición suya y de otros dominicos, el rey reclama mi presencia en Santo Domingo, en la isla de La Española, para llevar a cabo unas pesquisas —le explicó su marido.
—Pero ¡si eso está en el fin del mundo! —exclamó ella, con gran asombro—. Y vos ya no sois…
—Eso les he dicho —la interrumpió Rojas, agitando los brazos en señal de impotencia—. Pero parece ser que el asunto es grave y el rey también está muy empeñado en que sea yo el que se ocupe de ello.—¿Y qué va a ser de nosotros? ¿Quién nos va a proteger? Tenemos hijos pequeños —protestó la mujer, dirigiéndose a los frailes, que la miraban con aire compungido.
—Serán solo unos meses —explicó uno de ellos.
—¡¿Unos meses, decís?! Eso es mucho tiempo —replicó la mujer.
—El rey os recompensará como merecéis; de momento, aquí os manda esta bolsa llena de ducados —añadió el fraile, dejándola sobre una mesa—. Y también Nuestro Señor Jesucristo lo tendrá muy en cuenta y os lo premiará de alguna manera, tal vez con la Gloria Eterna. Pero, si vuestro marido no acepta de buen grado esta misión, tanto su amigo como su alteza podrían sentirse muy defraudados, y no digamos Nuestro Salvador…
—Al escucharos, cualquiera podría pensar que nos estáis amenazando —dejó caer la mujer.
—Creedme, no era esa mi intención, ni mucho menos —se apresuró a decir el fraile.
—Y vos ¿qué pensáis? —preguntó ella, dirigiéndose a Rojas, que se había quedado absorto.
—Me temo que no me va a quedar más remedio que aceptar —señaló Rojas.
—¿Tan grave es la cosa?
—Eso creo —confirmó él.
—Está bien, haced lo que os parezca más apropiado —le dijo la mujer, resignada—. Ya nos arreglaremos por aquí como podamos.
—No sabéis cuánto os lo agradecemos —comentaron los frailes con alivio.
—Pero primero tendréis que ponerme en antecedentes —les pidió Rojas.
—Nos aguarda un largo camino; así que tiempo habrá luego de informaros de todo —le contestó fray Cristóbal—. Debemos partir enseguida para Sanlúcar de Barrameda, pasando por Sevilla, para tomar un barco que zarpará dentro de poco hacia La Española.
—¿Al menos podré comer?
—Algo rápido, mientras vuestra esposa os prepara las cosas para el viaje.
—¿Y qué pasa con mi trabajo?
—Escribidle una carta al corregidor diciéndole que el rey requiere de forma urgente vuestros servicios, por lo que debéis renunciar a vuestro cargo durante unos meses. Con eso será suficiente —aseguró el fraile.
—También necesito hablar a solas unos minutos con mi mujer y despedirme de mis hijos.
—Está bien, pero debéis hacerlo presto —concedió el fraile.
Después de comer, escribir la carta al corregidor y firmar y redactar algún que otro documento más, Rojas fue en busca de su esposa, que estaba en su cámara, terminando de guardarle la ropa. Cuando entró, la sorprendió llorando a lágrima viva.
—Por favor, no estéis tan afligida.
—¡Cómo no voy a estarlo! Si ni siquiera sé qué ropa escoger, pues desconozco qué tiempo suele a hacer allí —replicó
ella entre sollozos.
—Van a ser solo unos meses, y me pagarán bien por ello.
Así podremos cambiarnos de casa; siempre os andáis quejando de que esta es muy pequeña y húmeda.
—Me parece bien. Pero qué va a ser de los negocios que os traéis entre manos. ¿Quién se ocupará ahora de vender el vino y cobrar los arrendamientos?
—Vos vais a hacerlo muy bien, ya lo veréis. Y, si no, hablad con mi amigo Tomás Pérez, que él os ayudara en todo.
Sobre el escritorio os he dejado un poder para que se os permita actuar en mi nombre y un sobre con las debidas instrucciones —le informó Rojas.
—¿Y quién me arrullará y me dará calor por las noches?
—Para eso, os ruego que no contéis con Tomás —bromeó Rojas.
—Mirad que sois tonto. ¿Siempre tenéis que hacerme reír
en los momentos más graves? —replicó ella.
—Dadme un beso y no os volváis a poner triste —le pidió
él, al tiempo que la abrazaba.
—Andad con Dios y con vuestros frailes —le dijo ella.
Después les tocó el turno a sus hijos, que lo aguardaban en la puerta.
—Voy a estar fuera unos meses —les anunció—. Así que os pido que, durante mi ausencia, os portéis bien con vuestra madre y le hagáis caso en todo lo que os mande, ¿entendido?
—¿Y por qué no me lleváis con vos? —le preguntó el que había ido a buscarlo al trabajo.
—Porque aún tienes que crecer mucho —le contestó, revolviéndole el pelo.
Al poco rato, los dos frailes y el pesquisidor ya estaban rumbo a Sevilla. Iban en mula, acompañados de tres asnos de color pardo con las alforjas bien cargadas. Apenas habían recorrido un par de leguas y Rojas ya se había olvidado de lo que dejaba atrás, para empezar a pensar en lo que le aguardaba al otro lado del océano: un nuevo mundo para su deseo de conocer y un nuevo reto para su inteligencia. Por el camino, uno de los dominicos le fue contando lo sucedido en La Española y algunas de las circunstancias del caso. Según fray Cristóbal, la aldea había quedado totalmente arrasada y los cadáveres quemados. Días más tarde, se supo que había dos sobrevivientes; en realidad, se habían librado por encontrarse lejos del yucayeque en el momento del incendio. Tras contemplar lo que había ocurrido, habían huido y se habían refugiado en casa de una princesa taína llamada Ana de Guevara, muy respetada por su pueblo. Por lo visto, tenían miedo de que los culparan de lo sucedido; de hecho, unos alguaciles de campo habían intentado hablar con ellos, pero su protectora se había negado a entregarlos.
—Valiente mujer —comentó Rojas.
—Si hubierais conocido a su madre, no os extrañaría. Es hija de una célebre cacica de la isla llamada Anacaona —le informó el fraile.
—¿Y por qué estáis tan seguro de que fue provocado y no fortuito? Podría haber sido causado por la caída de un rayo, o por algún descuido en el interior de una de las chozas, o un accidente —sugirió Rojas.
—Ese día no hubo tormenta —objetó fray Cristóbal—. Y, según los dos sobrevivientes, con los que nosotros sí hemos tenido la oportunidad de hablar, todos los bohíos ardieron al mismo tiempo, por lo que debieron de quemarse a la vez. Si el incendio se hubiera iniciado en un punto determinado, habría tardado un tiempo en extenderse por el resto y una buena parte del poblado se habría podido librar. Seguramente, cuando se dieron cuenta, estaban ya todos rodeados por el fuego.
—¿Y qué pasa con los dos que se salvaron?
—Al parecer, habían pasado el día fuera de la aldea y, cuando regresaron, no pudieron hacer nada por los que estaban dentro —explicó el fraile.
—¿Os han dicho si vieron a algún extraño por allí?
—Por más que les hemos preguntado, aseguran que no se encontraron con nadie ni percibieron nada raro —respondió el dominico.
—¿Y hay algún sospechoso? —inquirió Rojas.
—Lo que sobran en este caso son sospechosos, y ese es el principal problema, que hay demasiados y cualquiera de ellos podría ser el culpable. Para empezar, lo más seguro es que se trate de algún encomendero —propuso el fraile.
—Perdonad mi ignorancia, pero no sé a qué se dedica un encomendero —confesó Rojas.
—Me refiero a aquellos españoles que tienen encomendada una cierta cantidad de indios, supuestamente con el objeto de que se ocupen de evangelizarlos y de hacer que se vistan y comporten como es debido y se responsabilicen de ellos, dada su condición de súbditos de la Corona necesitados de tutela —le informó el fraile.
—¿Por qué necesitados de tutela?
—Debido a su atraso y a que, según sostienen algunos teólogos y letrados, no se saben gobernar por sí solos, cosas que, en este caso, no son ciertas —comentó el fraile.
—De todas formas, sigo sin entender —insistió Rojas.
—Bueno, veréis. Sobre el papel, las encomiendas son el derecho concedido por merced real a algunos de los españoles que residen en las Indias para recibir y cobrar para sí los tributos de los indios que se les cedan, durante su vida y la de un heredero, con la condición de que cuiden de ellos en lo espiritual y temporal, corran con los gastos de la predicación y defiendan las provincias donde fueren encomendados —comentó el fraile—. Se trata de algo así como el traspaso o la cesión por parte de la Corona de los tributos que los indios deben pagar en su condición de vasallos libres.
Pero, en la práctica —añadió con mayor firmeza—, lo que ha ocurrido es que los encomenderos se han servido de ellos para toda clase de trabajos forzados, sobre todo en las minas, reduciéndolos a la casi total esclavitud. Esta ha sido la causa de que muchos perecieran.
—¿Y el rey no hace nada para evitar todo este desmán?—inquirió Rojas.
—En un principio, fingía que no sabía nada, y luego empezó a promulgar leyes, para que, al final, todo quedara como estaba, como suele ocurrir con las cosas de palacio.
—¿Y el actual gobernador de las Indias?
—Conoce bien lo que pasa, pero le echa las culpas al rey, diciendo que no le deja actuar, como si él y su familia no hubieran tenido ninguna responsabilidad en el asunto. Sin embargo, y en honor a la verdad, hay que reconocer que fue su padre, el almirante Cristóbal Colón, el que inició la costumbre de repartir indios entre algunos de sus hombres como pago de servicios o de salarios atrasados, o para aplacar las rebeliones que algunos llevaron a cabo contra su persona y contentar así a los insatisfechos. Lo que hicieron después su hermano Bartolomé y, más tarde, Francisco de Bobadilla, cuando fueron nombrados gobernadores de las Indias, fue generalizar los repartimientos, que, en definitiva, son la base de las encomiendas. Por último, la Corona los legitimó, de alguna manera, por medio de frey Nicolás de Ovando, comendador mayor de la orden de Alcántara, al que lo único que parecía interesarle era que los indios cambiaran de manos, favoreciendo con ello a los suyos y a la gente enviada por el rey. Esto provocó el descontento de los partidarios de la familia del almirante, que se vieron privados de ellos, hasta que Ovando fue cesado y el hijo de Colón fue designado gobernador, por gracia real, pues todavía estaban en marcha los pleitos colombinos, con lo que de nuevo cambiaron las tornas, ya que, como era de esperar, lo primero que hizo fue un nuevo repartimiento para favorecer a sus partidarios. Esto es precisamente lo que lo ha llevado a perder buena parte de su poder y la confianza del rey, por lo que muy pronto deberá viajar a España para rendirle cuentas de su gobierno. La conclusión —añadió el fraile con pesadumbre— es que todos se muestran favorables a los repartimientos y a las encomiendas, aunque no siempre estén conformes con el resultado. Nuestra Orden es la única que se opone a estas prácticas, pues consideramos que son el origen de la mayor parte de los males que padecen los indios de La Española y de otras islas.
—¿Y habéis conseguido algo? —quiso saber Rojas.
—Cuatro años llevamos clamando contra las encomiendas desde el púlpito y a pie de tierra —explicó el fraile—. Pero, hace cosa de un año, harto de la manera de gobernar de Diego Colón, el rey envió a la isla al salmantino Rodrigo de Alburquerque para que, con el consejo del tesorero de las Indias Miguel de Pasamonte, que tenía y tiene gran poder en la isla, hiciera un nuevo y definitivo repartimiento de los pocos indios que aún quedaban.
—¿Tantos habían muerto? —preguntó el pesquisidor con asombro.
—Se estima que, de los quinientos mil que debía de haber a la llegada de Colón, según algunos, pues otros hablan, incluso, de varios cuentos o millones, se había pasado en poco más de dos décadas a unos veintiséis mil —le informó el fraile—. Alburquerque se limitó a distribuirlos entre los cargos y oficiales reales enviados por la Corona y ciertos encomenderos de origen noble o afines a la causa del rey, muchos de ellos sin residencia en la isla. Con esta decisión, además de mantener las encomiendas, se ocasionó un gran descontento entre aquellos que fueron perjudicados por el nuevo reparto, la mayoría partidarios de Diego Colón, que ya apenas tenía poder. Por otra parte, muchos indios aprovecharon todo este trasiego para tratar de huir a las montañas o refugiarse en algún poblado. Y algunos fueron a pedir socorro a miembros de nuestra orden, pues sabían muy bien cuál era nuestra postura y disposición. Este fue el caso de los que mataron hace unos meses. Nada más enterarse de que andaban huidos, nuestro hermano fray José de Cuenca se ofreció a conducirlos a una aldea abandonada en medio del monte, rodeada de conucos o labranzas para cultivar la yuca, la batata y el maíz. Agradecidos por su ayuda, los taínos mostraron su voluntad de hacerse cristianos, pues sabían que ello haría feliz a su benefactor. El incendio tuvo lugar el mismo día en que fueron bautizados. De modo que lo más probable —concluyó— es que la matanza haya sido llevada a cabo por los encomenderos favorecidos con el nuevo reparto, como un castigo dirigido contra aquellos que habían intentado escapar de sus garras y un escarmiento para los demás.
—También podría tratarse de algún descontento con el reparto, tal vez de la facción del gobernador, como forma de protesta por haber sido despojado de lo que creía suyo —sugirió Rojas.
—O de una venganza contra nuestra orden por haber denunciado la situación de los indios en la isla y haber intentado protegerlos de la codicia de los encomenderos —apuntó, por su parte, fray Cipriano, que hasta ese momento había permanecido callado.
—Pudiera ser, no digo yo que no —reconoció fray Cristóbal—. En cualquier caso, el asunto se presenta complicado. De momento, ni el gobernador ni los jueces han querido hacer nada al respecto. Pero estaréis de acuerdo con nosotros en que se trata de un crimen que no puede quedar sin castigo. Es más, debemos aprovechar la ocasión para que el rey vuelva a tomar cartas en el asunto y adopte medidas verdaderamente eficaces para proteger a los indios y librarlos de los abusos de los españoles. Y, para ello, necesitamos a alguien como vos —añadió—, alguien que le haga ver que las cosas ya no pueden seguir así, que hay que acabar, de una vez por todas, con las encomiendas, antes de que estas acaben con todos los indios de La Española y de las demás islas y de Tierra Firme.
Rojas se sentía un poco abrumado por la gran responsabilidad que se le venía encima. A buen seguro, se trataba del caso más delicado e importante de todos los que hasta ese momento se le habían presentado, pues afectaba nada menos que a todo un pueblo y, en general, a todos los indios que habitaban en el Nuevo Mundo.
—¿Y por qué no se ha encargado vuestra orden de averiguar qué pasó? —se atrevió a preguntar Rojas.
—Porque a los dominicos de La Española se nos mira allí con mucho recelo, ya que hemos sido los primeros y casi los únicos que hemos levantado la voz para defender a los indios y pedir que los liberen de las encomiendas, con gran riesgo, por cierto, de nuestras propias vidas —le explicó el fraile—. Por mucho que indagáramos, nadie nos haría caso, pues somos parte interesada en este asunto. Queremos, además, aprovechar la ocasión para que alguien que vaya de fuera compruebe qué es lo que está pasando en La Española con los taínos, un pesquisidor que sea íntegro y honesto y, a la vez, goce de la confianza del rey; alguien, en definitiva, como vos.
—Os agradezco mucho el cumplido, pero me parece muy exagerado.
—No es eso lo que dice fray Antonio —replicó el fraile.
—En todo caso, lo que todavía me pregunto es cómo es posible que se haya llegado a esto —comentó Rojas—; me refiero no solo a la matanza de la aldea, sino a los abusos de las encomiendas. Yo creía que los españoles éramos cristianos y estábamos obligados a amar al prójimo, y no a aprovecharnos de él.
—Al parecer, hubo un tiempo de feliz convivencia con ellos; por lo menos, eso es lo que cuentan algunos. Y lo cierto es que, al principio, Colón y sus hombres fueron recibidos de forma pacífica y generosa por los naturales de la isla. Así que los recién llegados se dedicaron a explorarla y al trueque de oro por baratijas con los taínos. Tras el naufragio de la Santa María, el almirante mandó construir un fuerte con su madera, llamado La Navidad, y dejó en él a treinta y nueve hombres, antes de volver a Castilla. Cuando más tarde regresó, en su segundo viaje, vio que los indios los habían matado a todos como castigo por las muchas vejaciones que habían cometido contra ellos y sus mujeres. A partir de ahí, las cosas cambiaron y los españoles comenzaron a someter y a maltratar a los taínos sin ningún tipo de escrúpulo de conciencia.
Empeñado en conseguir oro como fuera para enviar a los reyes y poder continuar su proyecto, Colón fue incapaz de gobernar a sus hombres y de poner orden en La Española. Y es que hay que reconocer que fue un gran navegante, pero un pésimo administrador y gobernador.
—¿Y qué sucedió después?
—Para los taínos, la vida se convirtió en poco tiempo en un infierno, y conste que no exagero. No es que antes fuera regalada o estuviera exenta de peligros, ya que periódicamente sufrían las incursiones de sus vecinos, los indios caribes, que los trataban con extrema crueldad. Pero al menos los taínos eran libres y llevaban, por lo general, una existencia tranquila y sosegada, sin grandes lujos ni grandes sufrimientos. Desde que llegaron los españoles, sin embargo, tuvieron que pagar tributos o rescates en oro, algodón o casabe o, en su lugar, realizar trabajos extenuantes, con el único objeto de satisfacer la codicia de quienes a sí mismos se llaman cristianos, pero en realidad no lo son. Para ello los indios fueron repartidos una y otra vez, primero entre los hombres de Colón y luego entre los protegidos y los oficiales del rey. Pero, además de ser utilizados en las minas y haciendas, los taínos han sido objeto de maltratos y humillaciones sin cuento y víctimas de numerosas enfermedades para las que no estaban preparados, especialmente las viruelas pestilenciales. Todo ello agravado por el hecho de tener que perder sus costumbres y formas de gobierno, cambiar de sitio con frecuencia y vivir sin arraigo, dispersos y lejos de sus familias y sus aldeas, que muy pronto quedaron destruidas o abandonadas. Por no hablar de que, para los taínos, el oro es considerado algo sagrado, y que, por tanto, que exige un complicado ritual para poder ser extraído, como abstenerse durante un tiempo de comer y beber y de tener acceso carnal. La situación, en fin, es tan grave —concluyó fray Cristóbal— que muchos prefieren dejarse morir o quitarse la vida con sus propias manos y hasta arrebatársela a sus hijos antes que seguir sobreviviendo de esa forma, algo que a nuestros compatriotas no parece preocupar les mucho. Incluso hay muchas mujeres que ahogan a sus niños o dejan de concebir o que, estando preñadas, abortan por medio de ciertas hierbas, para que el fruto de sus entrañas no vaya a parar en esclavo de los cristianos. Y es que, cuanto más oro fluye hacia España, más se desangra La Española.
Rojas escuchaba las palabras del fraile cada vez más horrorizado, pues siempre había oído hablar de las Indias Occidentales como un lugar maravilloso en el que las calles estaban empedradas de oro y del comportamiento heroico de los españoles que allí recalaban, guiados por un ideal.
—¿Y cómo es que vuestra orden llegó a enterarse de lo que, en realidad, ocurría en la isla? —comentó Rojas.
—Fue precisamente vuestro amigo fray Antonio de Zamora el que nos puso sobre aviso. Como sabréis, él fue a La Española en el tercer viaje de Colón, movido por su gran curiosidad y un poco harto de algunas reglas de nuestra orden, todo hay que decirlo. Por entonces, los dominicos no habían enviado todavía a ningún fraile, pues no se sabía cuáles eran las verdaderas intenciones de Colón. En un principio, fray Antonio se dedicó a sus cultivos y a conocer las plantas y las hierbas del lugar —continuó el fraile—, pero enseguida se dio cuenta de lo que sucedía. Alarmado por la situación, escribió algunas cartas a sus antiguos hermanos de Salamanca, para darles noticia de las condiciones en las que vivían los taínos e intentar ponerles remedio cuanto antes. También trató de hablar con algunos frailes de otras órdenes que vivían en La Española, pero estos no solo no lo apoyaron, sino que negaron algunos hechos de los que nuestro hermano había sido testigo de vista; no en vano los franciscanos defienden que la predicación ha de tener lugar dentro de las encomiendas. Por suerte, las misivas de fray Antonio no cayeron en saco roto y varios de nuestros hermanos se interesaron por el asunto y decidieron viajar a La Española. Tuvieron que pasar, eso sí, varios años de gestiones y preparativos para que se autorizara la misión evangelizadora.
»Los primeros hermanos llegaron a Santo Domingo hace cosa de cinco años y, pese a ser muy pocos, no tardaron en alzar la voz en defensa de los indios, enfrentándose a los encomenderos. De modo que, a la postre, el nombre de la ciudad resultaría providencial, ya que fueron los frailes de la Orden de Santo Domingo de Guzmán los únicos que acudieron en auxilio de los taínos. Al principio, las autoridades de la isla trataron de que se retractaran, pero, al ver que no se doblegaban, los obligaron a vivir apartados, con la intención de que desistieran y abandonaran la isla. Nuestros hermanos, sin embargo, no se rindieron y siguieron con sus prédicas.
Para dar ejemplo a las otras órdenes, aprendieron la lengua de los taínos y comenzaron a cristianizar a algunos de ellos, al tiempo que advertían a los españoles de la isla del castigo que Dios les tenía reservado si seguían tratando a los indios como si fueran esclavos. Desde entonces, han sido muchos los taínos que han sido víctimas de la extrema codicia de nuestros compatriotas; y también numerosos los ataques y humillaciones que los dominicos hemos recibido por tratar de defenderlos. Pero la matanza que tuvo lugar el día de la Epifanía de Nuestro Señor ha sido la gota que ha colmado el vaso de nuestra paciencia. Si el rey no detiene esta sangría, pronto no quedará ni un solo indio en La Española, para vergüenza de todos nuestros compatriotas.
—Ojalá pudiera seros de alguna ayuda en esto —le hizo saber Rojas—, pero mucho me temo…
—Ya sé lo que pensáis —lo interrumpió fray Cristóbal—; de todas formas, creo que debemos intentarlo. Vedlo como una oportunidad que os envía Dios para hacer el bien y gana ros el cielo.
—En ese caso, espero que no tenga que sacrificar la vida para lograrlo; a diferencia de vos y de vuestros hermanos, yo no pretendo ser un mártir —comentó Rojas con ironía.
—Ni yo tampoco, os lo aseguro. Eso es algo que no se elige —le replicó el fraile.
El resto de la jornada transcurrió en silencio. Mientras los frailes se entregaban a sus oraciones y meditaciones, Rojas no paraba de pensar en los muchos peligros y dificultades que lo aguardaban en el Nuevo Mundo, de donde no iba a ser nada fácil salir con bien, y ya no digamos victorioso. Tratar de investigar un crimen como aquel en una isla como La Española, en la que los indios morían todos los días por decenas y a veces por centenares, iba a ser tan complicado como intentar hacer las pesquisas de un homicidio en medio de una guerra sin prisioneros.
Tras días de duro bregar, debido sobre todo al mal estado de algunos caminos, los tres compañeros de fatigas recalaron en Sevilla, puerta y llave del Nuevo Mundo. Allí Rojas se quedó maravillado ante la gran agitación que había en la ciudad. Las calles y posadas estaban repletas de gentes llegadas de todas partes con la intención de viajar a las Indias para hacer fortuna o tratar de comerciar con los que de allí volvían. Y luego estaban los pícaros y rufianes dispuestos a aprovecharse de unos y de otros o a quedarse con las migajas.
Después de dejar las cabalgaduras y reparar fuerzas en el convento dominico de San Pablo, junto a la puerta de Triana, cerca del río Guadalquivir, se dirigieron a la Casa de Contratación de Indias, cuya misión era fomentar y regular la navegación y el comercio en el Nuevo Mundo. Allí presentaron la licencia para viajar a Santo Domingo que, en este caso, les había otorgado el rey; sin ella no se podía emprender la travesía, y, para obtenerla por la vía ordinaria, era necesario informar sobre la limpieza de sangre. Por otra parte, concertaron la autorización para transportar algunas mercancías destinadas al convento; entre ellas, algunas herramientas y diversos libros, pues los dominicos tenían intención de fundar una especie de Estudio, una vez terminaran de construir el convento. Para sorpresa de Rojas, los ejemplares en cuestión fueron sometidos a un riguroso escrutinio por parte de un oficial, ya que estaba prohibido llevar a las Indias obras que fueran inmorales o atentaran contra la verdad, y, en especial, libros de caballerías y romances de historias vanas, debido a que podrían confundir a los indios con sus mentiras e invenciones, si es que algún día llegaban a leerlos, cosa, por lo demás, harto improbable para la mayoría. Tras aparejar el matalotaje o provisiones para la travesía, se fueron a curiosear un poco por los alrededores de la catedral y las orillas del río, muy frecuentadas por todo tipo de gente, especialmente la de mal vivir.
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Ficha histórica del libro
Edad: Moderna
Periodo: Austrias Mayores
Acontecimiento: Evangelización de América
Personaje: Fernando de Rojas
Comentario de "El manuscrito de aire"
Con esta obra literaria, el autor nos completa toda una tetralogía sobre el pesquisidor Francisco de Rojas. En las tres primeras nuestro personaje se mueve por la España peninsular, pero en esta cuarta entrega vemos a Francisco de Rojas investigando las causas por las que una aldea de indios taínos es arrasada por el fuego en La Española allá por 1515.
Y para ello nuestro pesquisidor se debe desplazar hasta La Española, en la que, como no, se encuentras unos dominicos procedentes del convento de San Esteban y formados en la Universidad de Salamanca defendiendo lo que la reina Isabel había marcado en su testamento unos años antes, que los nativos no eran esclavos ya que tenían los mismos derechos que los españoles nacidos en la península, cosa que los responsables de las encomiendas, no entendían.
Y a esto le añadimos una nueva etapa en la vida de Francisco de Rojas, que encuentra en La Española el amor, que le sirve como vía de acceso a lo desconocido que junto con un nuevo mundo y una nueva cultura hacen que en la novela se desarrollen pasiones, envidias, triunfos, fracasos, odios, rencores que hacen una trama en la que se describe un intenso viaje a una vida desconocida para Rojas.
Toda una novela negra de época digna de ser leída y que nunca nos dejará indiferente
Presentación del libro en «Informe Salamanca»