Amalur
Amalur
INTRODUCCIÓN
Éste es un libro sobre la vida y fue concebido allí donde ésta muestra toda su grandeza: en un desierto. La palabra desierto evoca en nosotros el color amarillento de la arena de las dunas. Así, la Real Academia define desierto como «territorio arenoso o pedregoso que, por la falta casi total de lluvias, carece de vegetación o la tiene muy escasa». Pero desde el punto de vista de un biólogo sólo la ausencia o escasez de vegetación define realmente a un desierto. Porque allí donde las plantas no crecen los animales no medran. Y para un biólogo ésa es la esencia de un desierto: la ausencia o escasez de vida.
Desde esta perspectiva, hay más desiertos además de los desiertos amarillos. No sólo la falta de lluvias, o la naturaleza arenosa o pedregosa del suelo, pueden limitar el crecimiento de las plantas. El desierto más extenso de nuestro planeta es de color azul. Se trata del mar abierto. A pesar del tópico de que el mar es un auténtico vergel, la despensa futura de la humanidad, el propio color de los océanos delata su auténtica naturaleza. El color de la vida es el verde, no el azul.
La gran mayoría de los seres vivos de nuestro planeta depende para subsistir de la capacidad de determinados organismos (básicamente las plantas y un conjunto heterogéneo de microorganismos que incluye a algas unicelulares, bacterias y cianobacterias) de convertir el agua y el dióxido de carbono en materia orgánica. Para ello utilizan la energía de la luz solar en un proceso conocido como fotosíntesis, cuya clave está en una molécula llamada clorofila (en realidad, hay varios tipos de clorofilas), que es de color verde. Si los océanos de nuestro planeta bulleran de vida su color debería ser verde, el verde de los organismos fotosintetizadores, el verde de la clorofila.
El color azul del mar es el de la ausencia de la vida, es otro color del desierto. Un desierto que no es pedregoso ni arenoso, y en el que la vegetación no está ausente por la escasez de las lluvias. Aparentemente, el mar es un lugar idóneo para el crecimiento vegetal: hay una ilimitada cantidad de agua, de dióxido de carbono y de luz solar. ¿Qué impide, entonces, el crecimiento de las plantas en el océano? La respuesta está en las sales minerales. Todos los agricultores, jardineros y propietarios de macetas del mundo saben que para que las plantas crezcan no es suficiente con que tengan luz y agua. Para que la tierra y el agua sean fértiles es necesario que contengan nitrógeno, fósforo y azufre, entre otras sales minerales. El uso de fertilizantes se justifica, precisamente, por la necesidad de reponer estos nutrientes químicos en los campos de labranza o en los jardines. Sin ellos, los vegetales no pueden sintetizar la mayor parte de las sustancias que necesitan para vivir.
una tenue y dispersa película verde que no puede cubrir el color azul del océano, ni sustentar la vida animal. Por supuesto, hay lugares donde el mar es verde, donde los organismos fotosintetizadores proporcionan la base para una floreciente vida animal. En algunas regiones, existen corrientes submarinas ascendentes que arrastran hacia la superficie los nutrientes atrapados en el fondo. En otras partes, son los ríos los que inundan sus desembocaduras de sales minerales. En todos estos lugares el mar es verde y bulle de vida animal, pero estos oasis representan sólo una pequeña fracción del total de la superficie oceánica. Es precisamente en estos parajes donde se concentran las actividades pesqueras del ser humano. Fuera de ellos, en la mayor parte del mar, no es posible pescar por la sencilla razón de que no hay peces. Se trata del mayor desierto del planeta: el desierto azul.
Existen en nuestro mundo otras regiones que tampoco aparecen cubiertas por el manto verde de la vida, se trata de las regiones polares y las cimas de las altas montañas: los desiertos blancos. Aquí el factor que impide la vida vegetal es el frío extremo. Las plantas no pueden vivir allí donde el agua está congelada. En esas condiciones la savia no puede circular y, por si no fuera bastante, el suelo mineral se encuentra fuera de su alcance, cubierto de una espesa capa de impenetrable hielo, que en extensas zonas de Groenlandia o de la Antártida puede alcanzar varios kilómetros de espesor.
Amarillo, azul y blanco son los colores de los desiertos que pueden distinguirse en nuestro mundo desde el espacio exterior. Pero aún queda un cuarto tipo de desierto que no es visible desde el aire: los fondos oceánicos y el interior de las cuevas, los desiertos negros. La ausencia de luz es su denominador común y la causa de su esterilidad: sin luz no hay fotosíntesis. Las plantas no pueden crecer en la oscuridad absoluta y eterna de las grutas o de los abismos oceánicos. Podría pensarse que la falta de luz es el más fatal de los obstáculos para la vida, pero esto no es cierto. En determinadas regiones de los fondos marinos existen prósperos ecosistemas compuestos por bacterias e invertebrados que no encuentran su fuente de energía en la luz solar, sino en una especie de maná químico que surge de pequeños volcanes submarinos llamados fumarolas. De sus bocas ardientes surge un chorro de agua hirviente rica en compuestos minerales que determinadas bacterias utilizan como fuente de energía. Y éstas, a su vez, son el pasto de los invertebrados que habitan en las proximidades de las fumarolas.
Pero en las cavernas no hay fumarolas que reemplacen el papel vital de la luz del sol. ¿Puede también aquí prosperar la vida? Por increíble que parezca, la respuesta es que sí. Cuando, cada verano, removemos la arcilla que envuelve los huesos humanos enterrados, hace más de 350.000 años, en la Sima de los Huesos de la Cueva Mayor de la Sierra de Atapuerca, a veces nos topamos con unos diminutos artrópodos ciegos de color blanco que viven en la oscuridad de la cueva. Su alimento lo encuentran en cualquier partícula de materia orgánica que, por el medio que sea, llegue hasta su profundo hogar. Y si al finalizar una campaña de excavación olvidamos un pequeño fragmento de madera en la cueva, al volver al siguiente año lo encontramos cubierto por un blanco sudario: hongos que medran en la madera abandonada.
La visión de estos tenaces habitantes de la oscuridad siempre nos ha impresionado hondamente, son el testimonio de la extraordinaria capacidad de los seres vivos para adaptarse y cubrir cualquier fisura y recoveco de nuestro planeta. En la famosa película de Steven Spielberg Parque Jurásico se establece un duelo de personalidades entre un paleontólogo, el doctor Alan Grant, y un matemático, el doctor Ian Malcolm. Por descontado que nuestras simpatías están del lado del paleontólogo, pero hay en la película una frase del matemático que resume nuestros sentimientos al contemplar a esos moradores de las tinieblas: «La vida se abre camino».
Esta fascinación por el fenómeno de la vida guía nuestras investigaciones. Nuestro interés va más allá del conocimiento de nuestros antepasados más o menos directos. Como paleontólogos, lo que nos interesa es el propio fenómeno de la vida: su origen, evolución y diversificación.
Las tres maravillas
Además de tener la suerte de poder acercarnos al estudio de la vida desde nuestras investigaciones en el campo de la evolución humana, tenemos otro privilegio, quizá aún mayor. Ambos somos profesores. Durante muchos años hemos tenido la ocasión de intercambiar ideas y experiencias sobre la docencia de la biología y de la paleontología, desde la enseñanza secundaria hasta la universitaria. Y nuestros alumnos nos han prestado, y nos prestan, ojos siempre nuevos ante los viejos problemas.
Estamos tan acostumbrados a vivir rodeados de los prodigios de nuestra civilización tecnológica, que nuestra capacidad de asombro está entumecida. Sin embargo, para los ojos de un niño de cuatro años, nuestro mundo está repleto de cosas extraordinarias e increíbles (tales como las escaleras mecánicas, los mandos a distancia, o los coches teledirigidos). Y si permanecemos impasibles ante los milagros de la tecnología, mucho más desapercibidas aún nos pasan las maravillas del mundo natural. Sin embargo, cada día de clase nosotros asistimos a la manifestación de un triple prodigio.
En primer lugar, no deja de maravillarnos el hecho asombroso de que la naturaleza se rija por leyes. Esto, que parece tan obvio, no tendría por qué ser así. Nuestro Universo podría ser caótico y sus fenómenos responder a causas diferentes en cada ocasión. Aunque, si ésa fuera su naturaleza, nosotros no estaríamos aquí para darnos cuenta de ello. Pero aún más sorprendente resulta el hecho de que muchas de esas leyes sean extraordinariamente simples. Por ejemplo, la atracción recíproca que sufren los cuerpos debido a sus masas (la conocida acción de la gravedad), que determina sucesos tan dispares como las mareas o los movimientos y trayectorias de los astros, se describe mediante una simple ecuación matemática que no ofrece complicación alguna. Piensen por un momento que las cosas podrían ser de otro modo, en un Universo diferente del nuestro, y que la órbita de cada planeta podría responder a causas distintas de las que determinaran las de los otros cuerpos celestes. O imagine que la gravitación fuera un fenómeno tan intrincado que precisase de complejísimas ecuaciones para ser descrito. Si es capaz de vislumbrar esas alternativas, compartirá con nosotros la maravilla de la propia existencia y la simplicidad de las leyes naturales.
La segunda circunstancia asombrosa que suele pasar desapercibida es la extraordinaria capacidad del cerebro humano para conocer y comprender la naturaleza. Desde lo infinitamente pequeño, hasta lo inimaginablemente grande, las personas hemos sido capaces de penetrar en los secretos más recónditos de nuestro Universo. Somos capaces de conocer, con un confortable nivel de certeza, acontecimientos que tuvieron lugar hace miles de millones de años, o que se producen a miles de millones de kilómetros de distancia. Hemos domesticado el fuego, la electricidad y, hasta cierto punto, la energía del átomo. Nuestro conocimiento sobre algunos de los secretos fundamentales de la vida es tan profundo que sentimos vértigo e inquietud ante nuestra capacidad para manipularlos. ¿No les resulta sorprendente? Y todos esos descubrimientos los han llevado a cabo personas, no máquinas, ni ordenadores potentísimos. El progreso en el conocimiento científico es, quizá, la aventura intelectual (y, a veces, también aventura a secas) más apasionante y deslumbrante del ser humano.
Y por si esto fuera poco, la práctica de la docencia constituye, en sí misma, un milagro, la tercera de las maravillas. Si resulta sorprendente que la naturaleza esté constreñida por leyes, si es impresionante que seamos capaces de aprehenderlas, ¿qué decir del hecho de que podamos transmitírnoslas los unos a los otros, sin más ayuda (en la mayoría de las ocasiones) que una pizarra y una tiza? La mente humana está dotada de un instrumento extraordinario, el lenguaje, que nos faculta para comunicarnos cualquier tipo de información. Este instrumento no sólo incluye las distintas lenguas, sino también el idioma de la naturaleza, que hemos sido igualmente capaces de aprender: las matemáticas. Y junto con este instrumento tan valioso, los seres humanos contamos con una enorme capacidad de aprendizaje, que nos permite comprender y asimilar aquello que nuestros mayores descubrieron antes que nosotros.
Nuestra intención en este libro es la de trasladar este triple prodigio fuera de las aulas. Para ello hemos seleccionado aquellos aspectos del conocimiento sobre la vida que a nosotros nos parecen más fascinantes. Sin duda, ha quedado fuera de las páginas de este libro un buen número de otros temas, también apasionantes. Pero hemos preferido profundizar sólo en algunos de ellos antes que extendernos superficialmente en muchos. También hemos incluido, en todos los capítulos, una pequeña parte de la historia de algunos descubrimientos junto con nuestra visión sobre ciertos aspectos de la personalidad de sus protagonistas. Y hemos realizado el mayor esfuerzo para explicar todas las cuestiones de la manera más clara posible, intentando evitar la excesiva simplificación. Quizá éste no resulte un libro fácil, pero esperamos que sí sea asequible.
En el primer capítulo hemos recogido una breve historia del desarrollo de la ciencia moderna, desde el Barroco hasta nuestros días. En el segundo capítulo se sigue exponiendo la historia de las ideas y tiene un protagonista por derecho propio. Se trata, como no podía ser menos, de Darwin, el padre de la moderna biología. A nuestro juicio, la capital aportación que hizo Darwin a nuestro mejor conocimiento de la materia viva lo hace acreedor a esta distinción. Los capítulos del cuarto al séptimo los hemos dedicado a aquellos aspectos de los seres vivos que más llaman nuestra atención: el origen de la vida, el proceso de la fotosíntesis, las relaciones de los hongos con otros organismos, y la aparición y diversificación de los animales hasta los primeros vertebrados. No nos hemos olvidado del tercer capítulo, pero éste, que se refiere a cuestiones del ámbito de la física y de la química, se merece un comentario aparte.
Para poder entender la sutileza de los procesos biológicos fundamentales de la vida, es imprescindible conocer algunas propiedades físicas y químicas de la materia que constituye a los seres vivos. Quizá deberíamos incluir la recomendación de que si usted no es amante de la física y la química se salte este capítulo. Pero más bien le aconsejamos lo contrario. El fenómeno de la vida no puede ser comprendido y valorado sin conocer su base físico-química. La propia existencia de los seres vivos supone un (aparente) desafío a algunas de las leyes básicas de la física y muchos de los procesos biológicos representan soluciones asombrosas a intrincados problemas químicos. Pero, además, el conocimiento de las propiedades físicas y químicas de la materia es, por sí mismo, apasionante.
En los siguientes capítulos, del séptimo en adelante, nos hemos ocupado de la naturaleza y el origen de algo muy difícil de definir pero que todos los humanos tenemos: la mente. La nuestra es una visión biológica del problema y, por ello, partimos de la descripción del sistema nervioso central y del análisis del comportamiento de los animales para abordar el espinosísimo tema de las bases biológicas de nuestro propio comportamiento.
No deje de visitar, al final del libro, el apartado de bibliografía. Una parte sustancial de lo tratado en este libro la hemos aprendido en otros libros, con los que estamos en deuda. Allí puede encontrar el monto de esa deuda. Y si alguno de los temas le ha interesado especialmente, también hallará espléndidas lecturas para profundizar más.
Por último, no busque muchos fósiles humanos en las páginas de este libro. Por una vez, les hemos retirado el protagonismo a esos viejos amigos nuestros.
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Ficha histórica del libro
Edad: Prehistoria
Periodo: Paleolítico
Acontecimiento: Sin determinar
Personaje: Sin determinar
Comentario de "Amalur"