Templarios, griales, vírgenes negras y otros enigmas de la Historia
Templarios, griales, vírgenes negras y otros enigmas de la Historia
CAPÍTULO 1
Los enigmas templarios
En el siglo X, el mapa político del mundo alcanzó cierta estabilidad. Después de las conquistas islámicas, el Mediterráneo quedaba escindido en dos bloques: al sur, los musulmanes que ocupaban Oriente Medio, el norte de África y parte de la península Ibérica; al norte, los cristianos, que se extendían por el resto de la península Ibérica, Europa y Asia Menor.
La economía se recuperaba. Crecían las ciudades, aumentaba la población, se roturaban nuevas tierras para cultivo, se abrían mercados, había más dinero para adquirir bienes de consumo y mercancías de lujo…
Los ricos armadores y comerciantes de Venecia, Génova y Pisa fletaban sus naves para traer productos exóticos procedentes de Oriente. Las caravanas que cruzaban la antigua ruta de la seda, desde China, y las rutas de las especias, por mares y desiertos, eran cada vez más numerosas.
Con el dinero nació el turismo. En el siglo XI se pusieron de moda las peregrinaciones a lugares sagrados, especialmente a Roma, a Santiago de Compostela y a los Santos Lugares en los que transcurrió la vida, pasión y muerte de Jesucristo. Algunos peregrinos emprendían el camino como penitencia, para expiar grandes pecados; otros, por simple devoción, que a menudo disimulaba un anhelo de ver mundo. El viaje duraba meses, pero era relativamente cómodo puesto que discurría por itinerarios en los que el peregrino encontraba hospederías, hospitales y lugares de acogida.
Los Santos Lugares estaban en tierras musulmanas, pero los califas abasíes de Bagdad respetaban y protegían a los peregrinos cristianos, que les proporcionaban saneados ingresos, comparables a los que algunos Estados actuales obtienen de la explotación turística de un santuario famoso.
Las tornas cambiaron cuando, mediado el siglo, los intolerantes turcos selyúcidas se apoderaron del califato y dejaron de proteger a los peregrinos cristianos. Por toda la cristiandad se divulgaron noticias, a menudo exageradas, de los sufrimientos padecidos por pacíficos peregrinos cristianos a manos de aquellos bárbaros.
¿Por qué no rescatamos Tierra Santa de manos de los infieles y restablecemos la seguridad en las rutas de peregrinación? Ésa fue la excusa religiosa de las Cruzadas. Las causas verdaderas de las Cruzadas fueron económicas (abrir las rutas de comercio, especialmente a las grandes ciudades mercantiles italianas) y sociales (emplear lejos de sus países de origen la excesiva fuerza militar que la Europa feudal generaba).
Una muchedumbre de personas de toda condición social se sintió fascinada por la empresa de ganar para la fe de Cristo los Santos Lugares.
El 18 de noviembre de 1095 comenzaron las sesiones del concilio que el papa urbano II había convocado en Clermont (Francia). Asistieron tantos prelados y miembros de la alta nobleza que, como no cabían en la catedral, hubo que trasladar la asamblea al aire libre. El papa prometió remisión de los pecados a aquellos que se alistaran en una peregrinación armada para rescatar los Santos Lugares. Legados pontificios recorrieron los reinos cristianos informando a prelados y gobernantes. Los púlpitos divulgaron la noticia. El pueblo acogió el proyecto con entusiasmo. Al grito de Deus volt, Deus volt («Dios lo quiere, Dios lo quiere»), una muchedumbre de personas de toda condición se puso en camino. Los peregrinos cosían sobre el hombro derecho de sus mantos o túnicas el distintivo de una cruz de trapo rojo. Por este motivo se los llamó cruzados y a las expediciones que los condujeron a Oriente, Cruzadas.
El lugar del Templo de Jerusalén
El 15 de julio de 1099, tres años después de la partida, los cruzados conquistaban Jerusalén tras cruento asedio. «Entrados en la ciudad, nuestros peregrinos persiguieron y aniquilaron a los musulmanes hasta el Templo de Salomón, donde se habían congregado y donde se libró el combate más encarnizado de la jornada hasta el punto de que todo el lugar estaba encharcado de sangre», anota el cronista. Un testigo precisa: «La sangre les llegaba a los nuestros hasta los tobillos».
Con Jerusalén convertida en capital de un reino cristiano, el camino quedaba libre para los peregrinos que acudían al Santo Sepulcro y para los mercaderes que ambicionaban la ruta de Oriente por la que afluían a Europa especias, seda, lino, pieles, camelotes, tapices, orfebrería y otros productos.
El dominio cristiano sobre los Santos Lugares era bastante precario. Tras la conquista de Jerusalén, la mayoría de los cruzados habían regresado a sus lugares de origen. Solamente unos trescientos caballeros y algunos miles de peones decidieron establecerse en Tierra Santa para defender las conquistas cristianas o para medrar en nueva tierra. Aquella estrecha franja de terreno se fragmentó, como la Europa feudal de la que procedían sus nuevos ocupantes, en diminutos reinos y condados unidos por tenues relaciones de vasallaje y separados por ambiciones personales, rencillas étnicas y enfrentados intereses. Por otra parte, los pulanos, o cristianos nacidos en Tierra Santa, lejos de mantener el ímpetu combativo de sus antepasados europeos, prefirieron acomodarse a las relajadas costumbres de Oriente.
El mantenimiento de los Estados latinos en Tierra Santa, rodeados por un océano de musulmanes hostiles que se encontraban en su propia tierra y contaban con recursos humanos aparentemente inagotables, resultó problemático. Los cristianos nunca dejaron de ser ocupantes de territorio hostil. Si mantuvieron aquellos dominios durante ciento setenta y cinco años fue gracias a la desunión de los musulmanes, enzarzados siempre en rencillas internas, y al constante apoyo militar europeo. Cuando la situación era apurada, los papas predicaban nuevas Cruzadas (hasta ocho)
que reforzaban la presencia cristiana en Tierra Santa.
Podríamos establecer un cierto paralelismo entre la situación política que propició las Cruzadas y la creación del moderno Estado de Israel. En los dos casos resultaba vital para los intereses económicos de Occidente el dominio de aquella región geoestratégica. En la Edad Media estos intereses se cifraban, principalmente, en las rutas del comercio; hoy se trata de controlar el petróleo y sus dividendos que los países productores invierten en el mercado de armas de Occidente. En los dos casos, curiosamente, la solución ha consistido en implantar un país occidental (por su mentalidad, instituciones, costumbres y modo de vida) en el sensible flanco de un mundo musulmán hostil a Occidente.
Esta situación tampoco se daba por vez primera en tiempos de los cruzados, puesto que en aquella franja de tierra se han sucedido, desde el comienzo de la historia, judíos, romanos, bizantinos, árabes, turcos, cruzados y nuevamente turcos, hasta la conquista por los ingleses durante la primera guerra mundial. Por más que protesten los palestinos, aquel territorio jamás ha tenido entidad política propia, exceptuando los reinos y condados cristianos de las Cruzadas y el primitivo Estado de Israel.
Las órdenes militares
Los cristianos se mantuvieron en Tierra Santa solamente gracias al esfuerzo de las órdenes monásticas creadas expresamente para combatir: los hospitalarios, los templarios y los teutónicos.
Vayamos ahora a la historia de los templarios. El último tramo del itinerario de los peregrinos, entre el puerto de Jaffa y Jerusalén, discurría por una desolada comarca infestada de bandoleros. En 1115, dos caballeros, Hugo de Payens, francés, y Godofredo de Saint-Adhemar, flamenco, fundaron, con otros siete nobles franceses, una orden monástica, la «de los pobres soldados de Cristo», consagrada a la defensa y custodia de los peregrinos.
Los nuevos freires, o monjes guerreros, juraron los votos monásticos, castidad, pobreza y obediencia, ante el patriarca de la Ciudad Santa. El rey de Jerusalén, Balduino II, les concedió cuarteles en las antiguas mezquitas de Koubet al-Sakhara y Koubet al-Aksa, situadas sobre el solar del antiguo Templo de Salomón. Por este motivo la orden comenzó a denominarse «Orden del Temple» (en español debería ser
«del Templo») y sus miembros, «templarios».
La otra gran orden de Tierra Santa, rival de la templaria, fue la Hospitalaria En algún momento, las dos órdenes se definieron como «dos gemelos que se degüellan en el seno de su madre». Su rivalidad malogró algunas empresas militares en las que rehusaron unir sus fuerzas, pero en otras ocasiones colaboraron lealmente.
Uno de los eclesiásticos más prestigiosos de la cristiandad, san Bernardo de Claraval, el reformador del Císter, se había opuesto a la institución caballeresca convencional, a la que apostrofaba de «gran error» y de «locura intolerable» de unos hombres que luchan «a costa de grandes gastos y trabajos sin otra recompensa que la muerte».
La institución de una orden monástica que, al propio tiempo, fuera militar planteaba problemas de conciencia ya que el derecho canónico prohibía a los clérigos verter sangre humana, aunque fuera la de los infieles. Sin embargo, san Bernardo allanó el camino ante una asamblea de teólogos en Troyes: lo ideal sería no verter sangre de paganos, razonó, si hubiese un medio de defenderse de ellos sin recurrir a la violencia, pero como desgraciadamente no existe tal medio, el caballero cristiano se ve obligado a recurrir a la violencia. Las órdenes militares santificaban la violencia del caballero, ponían su valor y su capacidad de sacrificio al servicio de la religión, lo convertían en instrumento de salvación. Además, Tierra Santa es propiedad de Jesucristo; la cristiandad no puede tolerar que vuelva a manos paganas.
Con el apoyo de san Bernardo, la Orden del Temple se fortaleció y atrajo a muchos aspirantes a freires. Los nobles desheredados por las leyes del mayorazgo se sentían atraídos por el ideal del monje guerrero: «Ellos pueden librar los combates del Señor y pueden estar seguros de que son los soldados de Cristo… pues maten al enemigo o mueran, no tienen por qué sentir miedo. Aceptar la muerte por Cristo o dársela a sus enemigos no es delito, sino gloria. El soldado de Cristo tiene un motivo para ceñir la espada. La lleva para castigo de los malvados y para gloria de los justos. Si da muerte al malvado, el soldado no es homicida. Reconozcamos en él al vengador que está al servicio de Cristo y al liberador de los cristianos».
La imagen del templario se hizo muy popular en la cristiandad: se les diseñó un
hábito que no entorpeciera sus deberes militares. La cruz bermeja sobre el hombro derecho fue una concesión del papa Eugenio III, en 1147, para que «este signo triunfante les sirva de broquel y haga que jamás vuelvan la espalda a ningún infiel». Como insignia de la orden y portador de la cruz, el manto templario era reverenciado hasta el punto de que se despojaban de él cuando tenían que cumplir una necesidad fisiológica. Esta cruz se marcaba también sobre el ganado, los carros y las otras posesiones de la orden. En combate, debajo del manto blanco, los freires llevaban una loriga tejida con mallas de hierro. No podían rehusar el combate aunque el enemigo fuese tres veces más numeroso. Si caían prisioneros no se les podía rescatar, lo que motivó que normalmente los ejecutaran. Cuando morían se les sepultaba boca abajo, sin ataúd, en una fosa anónima.
Tras la aprobación del Temple por el concilio de Troyes, Hugo de Payens recorrió Francia e Inglaterra, se entrevistó con reyes y magnates, visitó monasterios, se hospedó en castillos… Por todas partes su entusiasmo contagioso le permitió reclutar caballeros y jóvenes aspirantes a serlo. Antes de regresar a Tierra Santa encomendó a dos freires la organización del Temple europeo: Payen de Montdidier en Francia y Hugo Rigaud en Aragón y Languedoc. Es posible que enviase otro a Castilla.
La nueva orden monástico-militar concitó grandes simpatías entre los príncipes de la cristiandad. Donativos y limosnas afluyeron sobre los todavía escasos conventos regionales encargados del reclutamiento y de la colecta de fondos.
Los efectivos humanos del Temple crecieron. A los caballeros profesos, que constituían una minoría, se sumaban capellanes, hermanos de oficio, sargentos de armas, artesanos, visitadores e incluso asociados temporales. A la cabeza de todos ellos estaba la autoridad superior, el Gran Maestre, elegido por concilio general en la casa madre de Tierra Santa y asistido por una cohorte de administradores, contables y secretarios.
El Gran Maestre sólo se sometía al papa. La orden escapaba a las jurisdicciones civiles y eclesiásticas ordinarias. Acabó convirtiéndose, en cierto sentido, en un Estado dentro del Estado y una Iglesia dentro de la Iglesia, una multinacional que abarcaba Europa y Tierra Santa.
Atendiendo a sus funciones, el Temple era, en Oriente, una organización guerrera y en Occidente, una organización casi exclusivamente monacal (exceptuando la península Ibérica, donde también se combatía contra el islam).
La célula base de la organización templaria era la encomienda o priorato, una finca, castillo o villa, adquirida por la orden o donada a ella. Solía constar de capilla, sala capitular, alojamiento, sótanos, bodegas, caballerizas, almacenes y otras instalaciones, dependiendo del carácter de la explotación. Al frente de cada encomienda había un comendador que asignaba los cargos. Las encomiendas o prioratos se agrupaban en bailías, que a su vez se reunían en casas regionales y éstas, en provincias. En las bailías se reunían los capítulos regionales y se recibía a los nuevos hermanos.
Los territorios de las nueve provincias occidentales del Temple coincidían con divisiones geopolíticas importantes: Alemania, Hungría, Inglaterra, Irlanda, Francia, Auvernia, Italia, Portugal, Castilla, León, Aragón, Mallorca, Apulia y Sicilia. Al frente de cada provincia había un Maestre provincial sometido al general, residente en Tierra Santa.
En un principio, los templarios estuvieron sometidos a la autoridad del patriarca de Jerusalén, pero años después, bajo el maestrazgo de Roberto de Craon, el excelente diplomático y administrador que sucedió a Payens, el Temple consiguió del papa una autonomía casi completa (bula Omne datum optimum, 1139). En adelante, el Temple contaría con sus propios capellanes para el servicio religioso de las encomiendas y se independizaría de las jurisdicciones episcopales. Ello implicaba sustanciosas ventajas económicas: se les eximía de pagar diezmos a los obispos, y se les permitía cobrar impuestos a la población asentada en sus territorios. Por otra parte, quedaban facultados para construir sus propias capillas y cementerios. En muchos casos tal medida suponía la virtual desaparición del antiguo monopolio episcopal que regulaba la vida de la población: los fieles podrían recibir los auxilios espirituales e incluso sepultura en las capillas del Temple. De nada sirvió que los obispos protestaran airadamente contra este recorte de su autoridad y privilegios. La orden escapaba tanto a las jurisdicciones civiles como a las eclesiásticas.
Regla y costumbres del Temple
La primera regla templaria, inspirada en la cisterciense, constaba de sesenta y ocho artículos por los que se regía cada encomienda o convento. Se puede reconstruir con bastante fidelidad desde su versión más primitiva, dictada por el concilio de Troyes (1128), hasta la más evolucionada, compuesta hacia 1257, que incluye consideraciones sobre disciplina y faltas. En los estatutos jerárquicos (redactados en 1230) se contiene lo referente a ceremonias. La regla reprime la indisciplina y vanagloria del caballero y canaliza su agresividad para que sirva sólo a los intereses de la Iglesia. Cualquier hombre libre puede aspirar al hábito templario si está limpio de lepra, epilepsia o enfermedad contagiosa y no ha sido expulsado de otra orden monástica. Los candidatos renuncian a su nombre familiar (aunque los altos dignatarios y maestres fueron conocidos a veces por sus apellidos seculares) y juran los votos monásticos (pobreza, castidad y obediencia) tras someterse a un noviciado. En la ceremonia de admisión, se advierte al caballero de la dureza e incomodidad de aquella nueva vida que libremente acepta:
Pocas veces haréis lo que deseéis: si queréis estar en la tierra de allende los mares se os enviará a la de aquende; o, si queréis estar en Acre se os mandará a la tierra de Trípoli o de Antioquía o de Armenia, o se os enviará a Pouille o a Sicilia, o a Lombardía o a Francia o a Borgoña o a Inglaterra o a muchas otras tierras donde tenemos casas o posesiones. Y si queréis dormir se os hará velar y si alguna vez deseáis velar, se os mandará a reposar a vuestro lecho. Cuando estéis sentado a la mesa y deseéis comer, se os mandará ir donde se tenga a bien, y jamás sabréis adónde. Tendréis que soportar a menudo palabras malsonantes. Considerad, gentil y dulce hermano, si estáis dispuesto a sufrir de buen grado tales rigores.
Fiel al espíritu cisterciense de su fundador, la orden rechazaba lo superfluo: el pelo, cortado a cero; la barba, descuidada; sin adornos innecesarios. Estaban prohibidos el ocio y las distracciones, así como las apuestas y los juegos de ajedrez o dados, a los que tan aficionados eran los caballeros de aquel tiempo. No obstante, se toleraban la rayuela y las tabas, considerados juegos inocentes. También estaba prohibido mirar de frente a una mujer, aunque se la reverenciaba por influencia de la moda caballeresca del tiempo.
El templario no poseía nada. Le estaba prohibido hacer regalos o aceptarlos. Una descripción coetánea sugiere cierta rudeza monacal: «Llevan los hábitos que sus superiores les han dado y no ambicionan otros vestidos ni mejor alimento; viven juntos sin mujeres ni hijos, bajo el mismo techo y sin nada que les sea propio, ni siquiera la voluntad. Ninguno es inferior entre ellos. Honran al mejor, no al más noble. Cortan sus cabellos, no se les ve nunca peinados; apenas se lavan, llevan la barba hirsuta, apestando a polvo, sudados y manchados por el orín de sus armas». Esta última apreciación parece exagerada puesto que la regla insiste en que el caballero debe extremar su higiene y cuidados corporales.
La orden suministraba a cada freire un ajuar que debía cuidar esmeradamente: dos camisas, dos pares de calzas, dos calzones, un sayón, una pelliza (que solamente podía estar forrada de cordero o de oveja y en ningún caso de otra piel más lujosa), una capa, un manto de invierno y otro de verano, una túnica, un cinturón, un bonete de algodón y otro de fieltro, una servilleta para la mesa, dos copas, una cuchara, un cuchillo de mesa, una navaja, un caldero, un cuenco para cebada, tres pares de alforjas, una toalla, un jergón, una manta ligera y otra gruesa. Estas mantas solían ser rayadas, en blanco y negro, como la bandera de la orden.
El equipo militar no era menos completo: loriga, brafoneras (calzas de malla), yelmo con protección nasal, espada, puñal, lanza adornada de gallardete blanco, escudo largo y triangular, cota de armas blanca y gualdrapa para el caballo. La cruz paté de la orden figuraba en el gallardete de la lanza, en el extremo superior izquierdo del escudo y en la cota. En campaña eran también reglamentarios un caldero, una hacha para cortar leña, un rallador y un juego de escudillas y frascos.
La rutina diaria de un templario en un castillo de Tierra Santa o en su encomienda de Europa se ceñía a las severas costumbres monásticas del Císter. El freire no podía abandonar la encomienda sin permiso de su superior ni comer o beber fuera del refectorio comunal. Debía en todo momento conducirse con humildad y cortesía, sin grosería o envanecimiento. Estaban prohibidas las conversaciones fútiles y las risas. Se dormía tres o cuatro horas, sin despojarse de la camisa, calzones, calzas y cinturón. A la hora de maitines, sobre las cuatro de la madrugada en invierno, dos horas antes en verano, una campana convocaba a los hermanos a la capilla para rezar trece padrenuestros. «Cada cual debe vestirse y desvestirse, calzarse y descalzarse rápidamente», señala la regla. Terminados los rezos, bajaban a las cuadras para echar un pienso a los caballos, regresaban al dormitorio y, antes de acostarse, rezaban un padrenuestro. Al alba los despertaba nuevamente la campana de prima. Se vestían y regresaban a la capilla para oír misa. Después rezaban treinta padrenuestros por los vivos y otros treinta por los muertos. Cumplida esta devoción, cada cual comenzaba su jornada de trabajo, consistente, según su situación o empleo, en tareas administrativas o entrenamiento militar. Cada hora se hacía un alto para rezar otra tanda de padrenuestros.
Los hermanos consumían carne tres veces por semana (los enfermos diariamente, exceptuando los viernes): una dieta simple pero sustanciosa que los mantenía robustos para el servicio de las armas. En el refectorio, el capellán bendecía la mesa y dirigía el rezo. Los hermanos comían en silencio, aunque podían comunicarse por signos. En algunas ocasiones dos hermanos compartían la misma escudilla como signo de humildad. Nadie podía levantarse de la mesa sin permiso expreso del comendador, salvo en caso de hemorragia nasal. Terminada la comida se dirigían a la capilla por parejas para dar gracias a Dios.
Los templarios observaban tres cuaresmas, comulgaban y daban limosna tres veces por semana. En todo momento debían hacer honor a la divisa de la orden: Non nobis, Domine, non nobis sed Nomini tuo da gloriam («Nada para nosotros, Señor, sino para dar gloria a tu nombre»).
Los miembros de una encomienda o convento se reunían en capítulo periódicamente, en sesiones secretas. Era preceptivo llevar la cabeza descubierta, aunque en lo crudo del invierno se hacía una excepción con los calvos. Después de rezar un padrenuestro, el presidente del capítulo pronunciaba un sermón exhortando a perseverar en la virtud. A continuación, los hermanos se alzaban por orden de antigüedad y cada uno relataba las faltas que había cometido desde la última reunión. Cuando un hermano observaba que otro incurría en alguna falta, era su obligación amonestarlo «con severidad no exenta de dulzura», pero si el amonestado persistía en su error tenía que denunciarlo al capítulo. Este tipo de delación no se consideraba reprobable puesto que su fin era la salvación del alma del pecador.
La disciplina era rigurosa. Se consideraban faltas graves la simonía, la violación del secreto, la muerte de un cristiano, la sodomía («pecado hediondo y brutal»), el motín, la cobardía, la herejía, la traición y el hurto. Por hurto hemos de entender cualquier imprudencia o temeridad. Si las faltas confesadas requerían deliberación de la asamblea, el inculpado abandonaba la sala mientras sus hermanos discutían sobre el castigo que merecía y votaban democráticamente. Todas las penas eran ejecutorias y sin apelación. Podían entrañar expulsión de la orden, pérdida temporal o definitiva del hábito, penitencia o castigo corporal público. En este caso, el culpable comparecía ante la asamblea con el torso desnudo y llevando en torno al cuello una correa con la que otro hermano le propinaba la tanda de azotes convenida. Si el castigo implicaba una penitencia especial, durante ese periodo el hermano trabajaba como mozo de cuerda, pinche, barrendero, arriero o cualquier otro menester considerado vil. Si la falta entrañaba pérdida temporal de hábito, el hermano quedaba excluido de los actos comunitarios. Cuando le devolvían el hábito, ya cumplida la penitencia, en su primera comida en el refectorio consumía sus alimentos en el suelo, sobre un pliegue del manto.
El capítulo terminaba con una absolución dada por el capellán de la encomienda. El Jueves Santo, el limosnero de la encomienda escogía a trece pobres para que los hermanos les lavaran los pies. Después de la ceremonia, el comendador entregaba a cada pobre dos panes, dos monedas y un par de zapatos. El Viernes Santo se consagraba a la adoración de la cruz y los hermanos que no estuvieran enfermos andaban descalzos y ayunaban a pan y agua. También eran de ayuno obligatorio todos los viernes desde la fiesta de Todos los Santos hasta Pascua, con la sola excepción del día de Navidad. La orden profesó especial devoción a la Virgen María, a san Jorge y a san Juan. Su reliquia más preciada fue una Santa Espina que cada Viernes Santo florecía al ser elevada por el capellán.
Cruzada en Oriente
Como dijimos al principio, el mantenimiento de las conquistas cristianas de Tierra Santa sólo resultó posible gracias al esfuerzo económico y militar de las órdenes militares (hospitalarios y templarios).
El rey de Jerusalén, atribulado por su crónica escasez de tropas, tuvo que delegar en las órdenes militares la defensa de sus inseguras fronteras. A lo largo del siglo XII los hospitalarios y los templarios acrecentaron sin cesar sus fuerzas y se involucraron progresivamente en la defensa del reino latino. Las dos órdenes llegaron a constituir pequeños ejércitos de élite. El Temple mantenía unos seiscientos caballeros y doble número de sargentos. Además existían forzados y condenados a muerte, que expiaban su pena guerreando contra los sarracenos. A éstos habría que sumar algunos miles de mercenarios turcos, distribuidos en unidades de infantería y de caballería ligera. Pero todo este esfuerzo era insuficiente para contener la presión constante de los ejércitos musulmanes. Hubo que recurrir a la guerra defensiva, ya ensayada por los bizantinos con algún éxito, es decir, a la construcción de fortalezas. Los templarios poseían dieciocho plazas fuertes, cada una de ellas rodeada y protegida por sus correspondientes castillos. El mantenimiento de esta línea fronteriza comportaba un considerable esfuerzo económico y humano. ¿De dónde salía aquel dinero?
De las encomiendas de la orden en Europa, naturalmente.
Las riquezas del Temple
Una cuestión debatida, y que ha hecho correr mucha tinta, es la de las riquezas reales o imaginarias amasadas por los templarios, a las que, según muchas opiniones, debe atribuirse la caída y ruina de la orden.
Está fuera de duda que la orden del Temple se enriqueció rápidamente gracias a la protección que recibía de papas y reyes y a las cuantiosas donaciones de los devotos. Existía incluso el acto de donarse al Temple, similar al moderno leasing que practican ciertas entidades financieras. El donado disfrutaba en vida de una serie de beneficios fiscales y espirituales así como de la protección de la orden. A cambio, la orden heredaba sus propiedades cuando fallecía.
Buenos administradores, los templarios medraron con sabias actividades mercantiles. Cada encomienda constituía una unidad de gestión autosuficiente y generadora de excedentes. Estos excedentes iban a parar a la casa provincial, que a su vez los reexpedía a la central para el sostenimiento de tropas y castillos en Tierra Santa.
Sobre la base de estas actividades económicas, los freires emprendieron además remuneradoras actividades bancarias. Su riqueza material constituía una garantía de formalidad y solvencia. Muchos particulares les confiaron la custodia de grandes sumas de dinero. Además, consiguieron que el papa les encargara las colectas de la cruzada, una especie de impuesto religioso. En una época en que la moneda acuñada escaseaba y estaba sujeta a frecuentes oscilaciones y mermas, la orden estaba en condiciones de prestar dinero a reyes o señores en apuros a cuenta de la cobranza de impuestos.
El tesorero del Temple se convirtió en consejero financiero del rey de Francia y miembro de la comisión de cuentas que controlaba la hacienda real. La casa del Temple en París, convertida en casa madre tras la caída de Tierra Santa, fiscalizaba las operaciones de la orden en Francia y mantenía estrechas relaciones con las otras provincias europeas. Su imponente aspecto exterior le confería sin duda esa sensación de solidez y seguridad que también transmiten los bancos actuales. Estaba enclavada en el centro de un barrio amurallado, en el corazón de París, «el recinto del Temple», en cuyo castillo radicaba el banco de reserva de la orden. En esta casa estaban depositados no sólo el tesoro real de Francia, sino las piezas de oro y plata de los grandes magnates. Como vemos, las cajas de seguridad de los bancos actuales no son invento reciente. Naturalmente, los templarios no se limitaron a atesorar el dinero en cofres sino que lo hicieron circular para que produjera beneficios, si bien, a diferencia de la banca moderna, prestaban al rey sin interés ni recargo alguno.
La prosperidad del Temple no se debió solamente a sus actividades bancarias. Los frailes eran excelentes administradores de sus encomiendas y competentes agricultores y ganaderos que mejoraban sus explotaciones recurriendo a técnicas modernas como el drenaje de charcas o la construcción de pantanos. También aprovecharon su privilegiada situación en Tierra Santa para comerciar con productos orientales. Actuando con el criterio de una multinacional, crearon industrias y servicios para diversificar sus actividades y evitar ajenas dependencias. No vacilaron en construir y armar su propia flota, imprescindible para sostener su activo comercio con Tierra Santa y para el transporte de tropas y pasajeros. Puertos templarios muy activos fueron La Rochelle, en el Atlántico, y Colliure y Marsella, en el Mediterráneo.
De las cuentas de las encomiendas templarias se deduce que los freires fueron excelentes gestores. Cuando les era posible explotaban directamente sus recursos, pero no vacilaban en arrendarlos si les resultaba más ventajoso. Consiguieron dominar los secretos de la banca tan profesionalmente como los banqueros genoveses y pisanos; con la diferencia de que su red de establecimientos, en los que una letra de cambio podía canjearse por su valor en cualquier moneda, era mucho más extensa y fiable que la de aquéllos. Además, debido a su condición de religiosos, inspiraban mayor confianza que los banqueros seglares.
Sobre estas sólidas bases, los templarios amasaron un poder económico que muchos creían sin parangón en toda la cristiandad.
Se ha especulado mucho con el fabuloso tesoro que los templarios debieron acumular a lo largo de dos siglos de prósperas actividades financieras pues, por otra parte, a pesar de su holgada posición económica, nunca se apartaron del voto de pobreza que les imponía la regla. Del examen de los detallados inventarios redactados por los agentes reales que los arrestaron, se deduce que vivían austeramente. No se encontraron depósitos de oro amonedado ni objetos de gran valor. Al parecer no conocían más lujo que el de algunos cálices y relicarios de sus capillas. ¿Dónde estaba entonces el tesoro de los templarios? La explicación es relativamente simple: gastaban sus ganancias en Tierra Santa, en construir y mantener castillos y hospitales, y en pagar las soldadas de los mercenarios turcópolos con los que suplían su escasez de efectivos. Los gastos militares de la orden no cesaban de aumentar a medida que el reino de Jerusalén se debilitaba y la amenaza islámica crecía.
La pesadilla de los arqueros turcos
La disciplina de los templarios en Tierra Santa se refleja minuciosamente en su regla. Los cruzados tuvieron que modificar profundamente las tácticas de combate al uso en Europa para adaptarlas al modo de combatir de sus enemigos. Los arqueros musulmanes, provistos de un arco potente y de rapidísimo ritmo de tiro, podían desencadenar, literalmente, una lluvia de flechas. Además, eran capaces de disparar desde el caballo a galope. Su terrible eficacia era el resultado de la combinación de armamento ligero y movilidad. Desprovistos de las pesadas lorigas y montados en caballos veloces, esquivaban fácilmente las cargas de la caballería pesada de los cristianos. La capacidad de maniobra que implicaban sus tácticas les permitía también hostigar eficazmente al enemigo en marcha y presentar batalla en terreno quebrado y desigual, desfavorable a las líneas cristianas.
Estas tácticas exasperaban a los caballeros cristianos, acostumbrados al enfrentamiento expeditivo y directo, y minaban su moral. No obstante, después de las primeras derrotas, los cristianos adoptaron las contramedidas oportunas. El ejército debía contar con una protección natural que cubriese su retaguardia y sus flancos, preferentemente en arroyos o montañas. Además, lo más selecto de la tropa se destacaba como cuerpo de reserva destinado a estorbar las maniobras envolventes del enemigo. En cada línea de la caballería cristiana se formaban los escuadrones en perfecto orden, como de costumbre, pero contando con la protección de infantería y arqueros capaces de devolver el fuego a las tropas ligeras enemigas evitando que éstas hostigasen directamente a la caballería pesada. Éste era el principal cometido de los mercenarios turcópolos contratados masivamente por los templarios.
Mantener la formación compacta y la disciplina de un ejército feudal, compuesto por decenas de combatientes deseosos de destacar individualmente, era una empresa difícil. Pero cuando estos mismos caballeros eran hermanos de las órdenes militares voluntariamente sometidos a una rigurosa disciplina, el conjunto funcionaba con precisión asombrosa. En el campo de batalla, los templarios se agrupaban por escuadrones al mando de sus respectivos comendadores, detrás del beauseant (Beau Seant), la bandera blanca y negra de la orden que señalaría el punto de concentración del combate a lo largo de la batalla. El beauseant era un objeto santo, depositario del honor de la orden, y por lo tanto especialmente protegido en la pelea por una élite de expertos caballeros. Si a pesar de ello caía en manos del enemigo, el alférez llevaba enrollado en una lanza un gonfalón de repuesto. Los escuadrones seguían ciegamente el estandarte, se desplazaban con él, se detenían cuando se detenía y avanzaban si avanzaba. En medio de la espesa polvareda de las cargas y del griterío y el estruendo de la batalla, el estandarte actuaba como un poderoso imán capaz de mantener el empuje de las filas templarias. Mientras el beauseant flameara, el combate no debía detenerse; si desaparecía, el templario debía obedecer a la bandera de los hospitalarios, sus colegas y rivales, y en caso de que también ésta sucumbiera, a la de cualquier otro príncipe cristiano. En cualquier caso, el templario no podía rendirse ni dar cuartel al enemigo. Como teóricamente no podía caer prisionero, tampoco debía esperar ser rescatado por la orden. Los sarracenos solían decapitar a los prisioneros templarios, a menudo después de torturarlos.
En la historia de la orden en Tierra Santa se dan algunos casos de cobardías y traiciones individuales; también de errores tan mayúsculos como la elección del Maestre Gerardo de Ridfort, un intrigante aventurero escasamente capacitado para el mando que había ascendido valiéndose de muñidores sin escrúpulos. Durante su mandato ocurrió el desastre de los Cuernos de Hattin (1187), una batalla adversa tras la cual los doscientos treinta templarios prisioneros fueron decapitados. Si exceptuamos estas sombras, la ejecutoria de la orden fue limpia y honorable y sus episodios heroicos aventajan con gran diferencia a los deshonrosos. Cuando los musulmanes conquistaron Safeto, los ochenta templarios capturados rechazaron unánimemente la libertad que se les ofrecía si apostataban y prefirieron morir.
Los templarios observaban una rígida disciplina en campaña, que incluía eficaces contramedidas contra las tácticas sarracenas. Patrullas de reconocimiento se adelantaban a la vanguardia y flanqueaban al ejército para prevenir celadas. Las tropas en marcha se ordenaban de manera que, en caso de peligro, pudieran adoptar rápidamente la formación de combate. Cuidaban hasta el más mínimo detalle. Por ejemplo, cuando un emisario volvía en sentido inverso al de la marcha, para transmitir un aviso a los de la zaga, era preceptivo que cabalgara a sotavento para que la polvareda levantada por su caballo no cayera sobre la columna.
Al declinar el sol, el aposentador buscaba un lugar fortificado o fácilmente defendible para pernoctar. Allí se levantaban las tiendas en su orden preciso, la del vocero, o pregonero, junto a la del alférez. Cuando la tropa se encontraba acampada, ningún templario podía alejarse más allá del alcance de una voz. En las plazas fuertes el límite se ampliaba hasta el perímetro de una legua. Antes de anochecer se pregonaban las entregas de víveres y los caballeros concurrían al reparto. El comendador de la carne distribuía los víveres equitativamente, según las minuciosas ordenanzas, cuidando de que «no caigan dos jamones o dos paletillas juntos». Después del reparto, cada cual regresaba a su tienda y los escuderos se afanaban con trébedes y espetones preparando la comida.
Los templarios estuvieron activamente presentes en las principales empresas militares del siglo. En 1147, durante la segunda cruzada, se distinguieron en la expedición de Luis VII por Asia Menor. En esta ocasión, la autoridad del Maestre del Temple se igualó a la del propio rey. Bien puede decirse que la afortunada intervención de los templarios salvó del desastre a todo el ejército cristiano en la jornada llamada de «la Montaña Execrable». Seis años más tarde, los freires volvían a llevar la iniciativa en el asedio de Ascalón.
Fue por entonces, en 1171, cuando se proclamó sultán Saladino, un excelente estratega y un inteligente estadista que derrotaría repetidamente a los cristianos. Consciente de que la supervivencia del enclave cristiano en Tierra Santa dependía del esfuerzo de templarios y hospitalarios había prometido: «Purificaré la tierra de esas órdenes inmundas». Pero los templarios demostraron ser un cumplido enemigo para Saladino. En 1177 ayudaron decisivamente a Balduino IV a derrotarlo en Monte Gisard.
Aunque las órdenes militares alcanzaron merecida fama como estrategas, hay que consignar, también, algunos sonados fracasos de sus generales. Al deficiente planeamiento de los Maestres del Temple se achacaron las derrotas cristianas de Marj Ayyun (1179) y Ain Gozeh (1187). Esta inculpación prueba la importancia que los estrategas templarios habían adquirido después de un siglo de milicia.
Finalmente Saladino aplastó a las fuerzas cristianas en la decisiva batalla de los Cuernos de Hattin. A continuación, el 2 de octubre de 1187, ocupó Jerusalén. Dos años más tarde casi todo el reino latino estaba en su poder.
La caída de Jerusalén conmocionó a la cristiandad. Inmediatamente se predicó una nueva cruzada, la tercera, para reconquistar la Ciudad Santa. Esta expedición falló en su principal objetivo, pero logró otros secundarios como la conquista de Chipre, que fue cedida a Guido de Lusignan para compensarlo por la pérdida de su reino. Chipre, réplica del malogrado reino de Jerusalén, sería el único territorio que se mantendría en manos de los cruzados en 1291, cuando la pérdida de San Juan de Acre liquidase las últimas posesiones cristianas en Tierra Santa.
El siglo XIII marcó el declive de las órdenes militares, que se vieron obligadas a contribuir con aproximadamente la mitad de los combatientes al esfuerzo cristiano en Tierra Santa. De los desvelos del Temple por contener lo incontenible hablan elocuentemente sus bajas. Trece de los veintitrés Maestres de la orden perecieron en combate. Los templarios tan sólo se mantuvieron al margen de la cuarta cruzada, predicada por el papa Inocencio III y dirigida contra Egipto. La mayor parte de la fuerza implicada en esta expedición era francesa pero los comerciantes venecianos condicionaron la cesión de sus barcos de transporte al compromiso, por parte de los cruzados, de entregar Constantinopla a Venecia. Los cruzados saquearon despiadadamente la antigua capital bizantina y fundaron sobre ella el Imperio latino.
En 1212, el mismo año en que una cruzada casi exclusivamente española derrotó a los almohades en la batalla de las Navas de Tolosa (Jaén), la llamada «cruzada de los niños» partió de Francia. Un grupo de desaprensivos armadores embaucaron a miles de adolescentes de uno y otro sexo con la promesa de trasladarlos a Tierra Santa, pero una vez embarcados pusieron rumbo a Alejandría, donde los subastaron en los mercados de esclavos.
La reconquista de Jerusalén, durante la quinta cruzada (1228-1229), capitaneada por el emperador Federico II, fue fugaz. Quince años más tarde volvería a manos musulmanas. A partir de entonces, la historia de los cristianos en Tierra Santa es una sucesión casi ininterrumpida de desastres. A principios de 1265, cayeron Cesarea y Arsuf; al año siguiente, Safeto (donde toda la guarnición templaria fue decapitada), y poco después, un rosario de posiciones templarias, entre ellas Jaffa, Beaufort, Bangas y Antioquía.
El Temple en España
Aragón fue, junto con Portugal, el primer reino peninsular en el que hay constancia del establecimiento de los templarios, hacia 1130. En este año, Raimundo Rogelio, de Barcelona, donó a la Orden del Temple la plaza de Granera. Dos años más tarde, el conde de Urgel les cedió el castillo de Barberá «porque han venido y se han mantenido con la fuerza de las armas en Grayana, para la defensa de los cristianos». Los templarios llegaron a poseer hasta treinta y seis castillos en el reino de Aragón.
En 1134, Alfonso el Batallador, rey que, haciendo honor a su título, murió combatiendo al moro, dispuso en su testamento que las órdenes de Tierra Santa heredaran sus reinos de Aragón y Navarra. Esta disparatada voluntad real no se cumplió, probablemente porque ni siquiera a sus sorprendidos herederos les interesaba hacerse cargo de estos reinos. No obstante, los templarios negociaron sus derechos con el nuevo rey, Ramón Berenguer IV, y obtuvieron de él, como compensación, un conjunto de villas y castillos: Monzón, Mongay, Chalamera, Barberá, Belchite, Remolins y Corbins.
A partir de entonces, la orden desarrolló una actividad militar más intensa. Durante el reinado de Alfonso II el Casto los templarios participaron activamente en la expedición contra Mertín, Alhambra y Caspe. En recompensa por estos servicios obtuvieron la tercera parte de Tortosa, la quinta de Lérida y algunas villas menores. Paralelamente a estas actividades guerreras, la orden desarrolló otras mercantiles, como el monopolio del entonces importantísimo comercio de la sal.
El prestigio de la orden aumentaba. En 1198 medió en el pleito entre Pedro II y su madre doña Sancha por la posesión de Ariza. Doce años más tarde, los templarios apoyaron a Pedro II contra los musulmanes de Valencia en la toma de los castillos de Adamuz, Castelfabib y Sertella. Guillén de Montredón, Maestre de los templarios de la provincia de Aragón, custodió al rey Jaime I durante su minoría. Jaime I contaría después con los templarios en la conquista de Valencia y Mallorca.
El Temple de Castilla y León se interesó al principio por el establecimiento de encomiendas al norte del Tajo, donde las posibilidades mercantiles eran mayores, principalmente en Montalbán. La preferencia por estos lugares, lejos de la frontera musulmana, pudiera deberse a que la orden, escasa de efectivos humanos, no se sentía en condiciones de emprender acciones bélicas.
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Ficha histórica del libro
Edad: Varios
Periodo: Varios
Acontecimiento: Varios
Personaje: Varios
Comentario de "Templarios, griales, vírgenes negras y otros enigmas de la Historia"