Los templarios y la Mesa de Salomón
Los templarios y la Mesa de Salomón
Todo empezó el 6 de abril de 1993. Yo intentaba escapar de la depresión que me produjo el fallecimiento de mi esposa, la bióloga Elizabeth Wilcox, devorada por un tigre en la selva de Ranchipur. Me había refugiado a rumiar mi amargura entre los hayedos del país de Gales, en el viejo molino de Hay on Wye, que Elizabeth y yo habíamos rehabilitado con tanta ilusión, pero aquella casa antaño cálida se había convertido en un lugar desangelado y triste. Pasaba las horas frente a la chimenea apagada, contemplando las cenizas frías. «Te vendrá bien salir de aquí, trabajar, implicarte en algún empeño difícil», me había aconsejado, con su sempiterna copa de coñac Napoleón en la mano, mi viejo amigo lord Riggulsford, en la última reunión de la Royal Ornithological Society. Seguí su consejo. Acepté un ofrecimiento de la BBC para colaborar en un documental sobre las aves de la sierra de Cazorla, en España. Un cambio de aires me vendría bien. Llegué a Cazorla una semana antes que el resto del equipo de rodaje y me instalé, como otras veces, en la torre del Vinagre, entre los espesos pinares que pueblan el pantano del Tranco, rodeado de belleza y de paz. Madrugaba todos los días y salía a ver aves. Un miércoles al amanecer, en las últimas estribaciones del parque de Cazorla, observé un ave de presa que volaba defectuosamente a poca altura. La seguí con los prismáticos. Era un halcón. Renqueaba del ala derecha. Se posó en la copa de una añosa encina. Lo observé más de cerca. Ajeno a mi presencia, se despulgaba el pecho con su pico curvo. Quizá llevaba plomo en las alas. Plomo en las alas…, como yo. Un halcón con plomo en las alas no es probable que sobreviva. Llevaba un par de jaulas en la trasera del coche. Si se dejaba atrapar quizá podría salvarlo. Salvar el halcón, apostar por la vida, salvarme a mí, por esas simetrías que a veces urde el destino. Detuve a prudente distancia mi vehículo con tracción a las cuatro ruedas alquilado y me interné a pie por el pinar. Cuando el halcón descubrió mi presencia, emitió su grito «quec-quec-quec-quec» y remontó nuevamente el vuelo, esta vez hacia el crestón rocoso del cerro del Escribano, que separa el valle de la aldea de La Iruela. Lo seguí con los binoculares hasta que lo vi trasponer un muro arruinado de la vieja fortaleza templada, entre las inmensas rocas grises. En el patio del castillo, un hombre fuerte y alto, bien parecido, con una hermosa barba azafranada, en la que el sol naciente arrancaba destellos de cobre, consultaba una brújula. A lo largo del muro ruinoso había extendido una cinta métrica.-¿Ha visto un pájaro grande por aquí? -le pregunté.-¡Menudo susto me ha dado el cabrón! -respondió-. Me ha pasado volando a un palmo de la nariz. Me parece que ha aterrizado en las ruinas de la iglesia. El halcón estaba atrapado en unas retamas. Me acerqué a él, lo tomé con precaución y lo introduje en la jaula. Los de la Estación Forestal lo enviarían al Centro de Recuperación de Aves de El Tranco y con un poco de suerte volvería a volar sin dificultad dentro de unos meses
-¿Se come? -inquirió el de la barba, a mi espalda.
Me volví. ,
-No, no se come. ¿Cómo se va a comer un halcón? -repliqué,
-¿Es usted ornitólogo?
-Algo así.
-Pues yo soy castellólogo -informó tendiéndome una mane cordial-. Me dedico a estudiar castillos y murallas. Qué gusto da sei algo que acabe en -ólogo, ¿verdad, usted? Nos sentamos en un murete derruido. Se llamaba Juan y era profesor de inglés, pero le gustaba más la historia. Estaba preparando su tesis doctoral sobre castillos. Aquél fue el comienzo de una buena amistad. Hoy, además de amigo, es mi traductor al castellano. Estábamos en las ruinas de una iglesia de tres naves, sin más teche que el purísimo cielo azul. Las higueras, la jara, el tomillo y los rosales silvestres crecían entre las piedras bellamente labradas. El conjunto le hubiera encantado a un viajero romántico.-¡Hermosa iglesia para un castillo! -comenté.-No la hicieron para el castillo -replicó el barbudo-. El castillo es medieval, del tiempo en que moros y cristianos se disputaban estos territorios, pero la iglesia data del siglo XVI, cuando ya no había moros y Castilla era rica, o, al menos, el señor que la construyó era rico.-He leído en el cartel, ahí fuera, que el castillo es templario.-Eso creen y hasta hay una calle de los templarios, pero me parece que se equivocan. Desde hace cien años se viene diciendo que es templario, pero este castillo pertenecía al arzobispo de Toledo. Nunca fue templario.-Entonces, ¿por qué lo llaman templario?-Porque a principios del siglo XX existió una logia neotemplaria que celebró algunas ceremonias secretas en las ruinas de esta iglesia. Sus motivos tendrían, supongo, porque cuando la iglesia se construyó hacía ya doscientos años quehabían desaparecido los templarios. No obstante, si los secretos del Temple se transmitieron a otras organizaciones, hay razones para creer que don Francisco de los Cobos, el constructor de esta iglesia, perteneciera a una de ellas. No sé si ha oído hablar del todopoderoso secretario del emperador Carlos V. Él edificó este templo siendo señor de La Iruela. El de los Cobos era muy aficionado a la arquitectura y admiraba a Vandelvira.
¿Vandelvira? -pregunté.-Andrés de Vandelvira, un arquitecto iniciado en los secretos de los antiguos constructores. Trazó la catedral de Jaén con el número de oro, la áurea proporción transmitida desde Egipto a Grecia, pasando por el Templo de Salomón. A la muerte de don Francisco de los Cobos, su biblioteca se perdió, y es lástima, porque seguramente contenía las claves para desvelar muchos misterios. También perdieron La Iruela sus descendientes porque en 1606,el arzobispo de Toledo, después de mucho pleitear, consiguió recuperarla para su diócesis. Conversamos un rato más y nos despedimos. Juan estaba atareado con la medición y estudio de los castillos de la comarca, pero cuando lo invité a almorzar, al día siguiente, en la torre del Vinagre, aceptó de inmediato. Unos días después fui a Jaén para arreglar los permisos de filmación en el parque de Cazorla. Telefoneé a Juan, me recogió en el hotel del Pósito, donde me alojaba, y paseamos hasta la cercana catedral.
La catedral de Jaén! Era la primera vez que penetraba en aquel monumento singular. Me cautivó inmediatamente por su contenida belleza. ¡Aquellas altas y silenciosas naves en penumbra, como una armónica caverna tan sólo iluminada por la difusa claridad que se filtraba desde las altas vidrieras coloreada
-¡Qué hermoso edificio! -murmuré.-La armonía de las proporciones, número y geometría, ése es el misterio -me dijo Juan-. ¡El cofre repleto de secretos! No lo entendí bien, porque mi amigo tiene cierta tendencia a la metáfora. Le dije:-¿Un cofre? ¿Qué cofre?
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Ficha histórica del libro
Edad: Media
Periodo: Varios
Acontecimiento: Sin determinar
Personaje: Sin determinar
Comentario de "Los templarios y la Mesa de Salomón"
Fue en el siglo XV cuando un obispo de nombre Alonso de la Fuente del Sauce encargó a un holandés unos relieves para el coro de la catedral de Jaén. Dicen que en los mismos, y en forma de jeroglíficos se esconden los secretos de la Mesa de Salomón
Atrapado por este misterio, nuestro autor realiza una trama en la que incluye , templarios, santuarios matriarcales, vírgenes negras barcas de piedra y un largo etc. de incógnitas respecto a diversas sociedades secretas habidas en la historia
Para su desarrollo nos relata las vivencias de su viaje a España tras la muerte de su esposa, en el que trama amistad con un profesor de inglés versado en temas templarios