El nombre de Dios

Fragmento

PRÓLOGO

Los cansados ojos de Sinderedo, obispo metropolitano de Toletum, recorrieron con avidez el texto de la misiva que acababan de entregarle. La había rubricado uno de sus informantes del sur, en la ciudad de Asidonia, apenas cinco días atrás. En solo cinco jornadas el mensajero, sin permitirse más descanso que el imprescindible para cambiar de montura en aquellos monasterios cercanos a la calzada, había cubierto una distancia tan grande como peligrosa.

Sinderedo había dispuesto que le ofrecieran agua fresca, comida caliente y un lugar donde reposar. El hombre, empapado en sudor y con unas prominentes bolsas oscuras bajo los ojos, apenas había agradecido su deferencia con un hosco cabeceo. El obispo contuvo su irritación por sus malos modales, achacándolos a su agotamiento; quizá, también, para un tipo como aquel resultara intimidante encontrarse frente al más importante ministro de la Iglesia que bendecía Hispania con su presencia, pensó. En cuanto lo hubo despedido, con ademán condescendiente, dejándolo a cargo de uno de sus sirvientes, alejó al hombre de sus pensamientos para concentrarse en la misiva.

Buscando la luz, se acercó a la única ventana que se abría en las paredes de su sobrio scriptorium. Los gruesos muros conservaban el frescor en la estancia incluso cuando los rayos de sol golpeaban, inclementes, la meseta; en días como aquel no era raro encontrar al obispo encerrado allí para huir del asfixiante calor. Aun así, cuando hubo terminado de leer las palabras, pulcramente consignadas, que le remitía su hombre de confianza, unas gruesas gotas de sudor le perlaban la frente. Se apoyó en el alféizar, pues sintió que las fuerzas lo abandonaban. El pliego le temblaba entre las manos.

Se obligó a releer el escueto mensaje. Sus líneas le informaban de que otro semejante a ese había sido enviado hacia el norte, hacia la tierra de los vascones, donde hacía algunas semanas que el rey Roderico había establecido su campamento, dispuesto a sofocar una nueva revuelta de aquellas gentes montañesas y levantiscas. Y su destinatario no era otro que el propio monarca.

Sinderedo se alejó de la ventana, respiró profundamente tratando de recobrar la calma y rebuscó entre sus pertenencias hasta dar con lo que precisaba: un pergamino en blanco, tinta y un cálamo. El momento tan largamente temido había llegado al fin. Extendió el lienzo sobre la madera, mojó el cálamo, escurrió el exceso de tinta con gesto mecánico en un trapo pintarrajeado que guardaba a tal efecto y sostuvo la pluma en alto mientras se esforzaba por encontrar las palabras adecuadas con las que expresar su angustia. Un millar de pensamientos se le agolpaban en la cabeza, entremezclándose hasta marearlo. Suspiró. Por un lado, se sentía preparado para afrontar sus responsabilidades; por otro, habría preferido no tener que ejercerlas durante el tiempo que le tocara vivir. Mas de nada servían tales elucubraciones ahora que el Altísimo había dispuesto ponerlos a prueba. Se forzó a comenzar, pues el tiempo corría en su contra. En contra de todos, puntualizó mentalmente. El susurro del cálamo al rasgar el pergamino lo ayudó a tranquilizarse.

A Bonifacio, hermano en estas horas de oscuridad.

Querido Bonifacio:

Hace largos años que nos conocemos. E incluso antes de conocernos, nuestra labor para la Santa Iglesia y el Señor Todopoderoso había unido ya nuestros caminos.

Parece que fue hace pocos meses cuando te aconsejaba continuar con tus investigaciones alejado de Toletum, por el bien de nuestra sagrada misión. Sin embargo, han pasado numerosos años hasta el día de hoy, en el que te reclamo nuevamente a mi lado, pues nuestro concurso se me antoja indispensable en las oscuras horas que temo que se avecinen. Solo espero que el tiempo del que hemos dispuesto con el fin de prepararnos para este momento y afrontar tan exigente prueba haya sido suficiente.

Hermano, el instante que tan largamente hemos temido parece haber llegado. Esta misma mañana he recibido noticias del desembarco de una tropa bereber en las orillas de la Betica. Desconozco tanto su tamaño como sus intenciones, pues el mensajero que me ha puesto sobre aviso partió a mi encuentro el mismo día en el que fue avistada en los alrededores de Carteia.

Aquella misma plaga que se abatió sobre las tierras sagradas de Nuestro Señor en Oriente se presenta hoy ante nuestras puertas. Y, a fuer de ser sincero, temo que Roderico, en su simpleza, no sea consciente del verdadero peligro que entraña. Somos un pueblo de pecadores y hemos permitido que la displicencia nos vuelva ignorantes, incluso a nuestros propios gobernantes. Hemos vivido de espaldas a lo que sucedía en otros lugares, hemos permitido que otros pueblos se engrandezcan, ensombreciendo con ello la gloria de Nuestro Señor. Y temo que hoy paguemos por nuestra falta.

Amigo, ha llegado el momento de que abandones tu encierro y retornes a los caminos, como hicieron los primeros apóstoles. Es más, como un ángel del Señor que se apresta a cumplir con su Palabra. Mas no debes, como ellos, hacerte anunciar por tambores o acompañar por cortejos. Las circunstancias aconsejan, por el contario, mantener la discreción; ya hemos tenido sobradas muestras, en el discurrir de los años, de cuán necios pueden mostrarse incluso aquellos que comparten nuestra fe.

Toma al portador de esta misiva a tu servicio. Es un muchacho fiel y temeroso de Dios, no como la mayoría de quienes nos rodean. Junto a este escrito, te entregará un estuche de cuero que no debes abrir hasta que estés completamente solo. En su interior he depositado una poderosa reliquia que conoces bien, una de las que forman parte del tesoro sagrado arrancado por Alarico de la ciudad de Pedro. Ha llegado el momento de que vuelva a ver la luz y revele el poder que alberga para oponerlo a nuestros enemigos. Es hora de que brille en la batalla, pues nuestra propia supervivencia está amenazada. No podemos dar muestras de debilidad o seremos devorados como lo fueron los imperiales en Oriente, impíos y blasfemos. Las huestes de ángeles del Cielo lucharán a nuestro lado siempre que las llamemos al combate.

En tu camino, hazte acompañar de unos pocos guerreros.

No debes llamar la atención. Yo mismo redactaré una misiva para que el señor de las tierras en las que habitas te provea de una escolta con la que atravesar el reino hasta el lugar donde Roderico decida presentar batalla. No te demores. Es conveniente que llegues con tiempo suficiente para convencer a Roderico de que se encomiende a la protección divina que el sagrado objeto que portarás puede otorgarle. La trompa que el Señor envió a su pueblo durante su peregrinar resonará nuevamente, pero deberá hacerlo antes de que lo hagan las armas.

Debo confesarte que, en ocasiones, las dudas me asaltan y se me estremece el corazón. Temo que la piedad de nuestro gobernante no sea suficiente a ojos del Altísimo. Obramos bien al encumbrarlo, me digo; no obstante, cuando el sueño cierra mis párpados y mi conciencia vuela libre, oscuras pesadillas ensombrecen mi descanso, y tiñen de oscuridad en mi mente el momento de su coronación. Así, en este instante de angustia, dudo de todo en esta vida, salvo de ti y de Dios, Nuestro Señor. En ti confío para que entregues esta santa reliquia a Roderico y lo exhortes a que la exhiba en la batalla.

Yo quedaré aquí, en Toletum, aguardando tu regreso triunfal. Llegado ese momento, volveremos a ocultar la reliquia que te envío, de nuevo colocada junto a la mayor y más poderosa maravilla que hayan contemplado nuestros ojos, aquella a cuyo estudio y conocimiento has entregado toda tu vida. Espero, desde lo más profundo de mi alma, que nunca llegue a ser necesario liberar el poder que alberga.

Ve, amigo, y otorga la victoria a las huestes de Cristo.

Toletum, en el mes de julio del año de Nuestro Señor 711.

SINDEREDO, episcopus

 

LIBRO I

El rey maldito

I

El mes de julio había comenzado dejándose sentir con toda su crudeza en la campiña cercana a Astigi. Hacía varias noches que Matilda apenas lograba conciliar el sueño; el calor que acumulaba la estancia la agobiaba, y no podía más que dar vueltas y vueltas en su cómodo lecho hasta que los ojos se le cerraban de puro cansancio.

En la quietud de la noche, mientras observaba los contornos del rostro relajado de su esposo al dormir, los pensamientos se sucedían sin pausa. Los hechos cotidianos del día a día en la finca, la ternura con la que aquel hombre, Ademar, comes de Astigi, la trataba, y la preocupación que empañaba en parte su felicidad: tras seis años de matrimonio, aún no habían sido bendecidos con la dicha de un embarazo. Luna tras luna, el sangrado se presentaba puntual. Salvo en el último mes, pero todavía era demasiado pronto para hacerse ilusiones.

Ademar era bastante mayor que ella; hacía ya algunos años que había dejado atrás la treintena. Matilda, por su parte, apenas superaba los veinte. Había tiempo, se dijo, como tantas veces le había repetido él. «Tenemos todo el tiempo del mundo.» Ella sonreía con tristeza y se dejaba consolar, enterrando la nariz en su pecho y disfrutando del tacto cálido de sus brazos y el cosquilleo de su barba bien recortada. Habían disfrutado del privilegio de casarse por amor, y este, con el paso de los días, no había hecho más que engrandecerse.

Al abrir los ojos se encontró sola en el lecho. Habría jurado que casi acababa de cerrarlos, pero debía de haberse dejado vencer por el sueño cuando ya las primeras luces del día se filtraban por los ventanales. No se esforzó en atrapar los retazos de sueños que se le disolvían en la mente: aunque no los recordaba con exactitud, le parecía que no habían sido agradables. Se puso en pie, adecentó su aspecto, se cubrió con una estola ligera y salió de su alcoba. Sus pasos resonaron en los pasillos de piedra, que recorrió con premura. El aire, a esa hora temprana, conservaba cierto frescor; lo respiró con ansia, buscando despejarse. Al menos allí, en la campiña, el aire olía a limpio. Prefería pasar en la finca los meses del estío, pues en la ciudad la pestilencia propia de tantas personas hacinadas y de los desechos abandonados en cualquier lugar, sumada a los efluvios que emanaban de las curtidurías, lavanderías o tabernas, le resultaba insoportable.

Se apoyó en el murete que circundaba el patio central de la casa, donde se encontraba su esposo hablando con algunos de sus hombres. Rápidamente reconoció a Witerico, uno de los más fieles, un guerrero de risa fácil y tamaño descomunal al que hacía años que había aprendido a apreciar. Con aquella cabeza afeitada y reluciente, tan poco habitual entre los suyos, resultaba inconfundible. Le dedicó una sonrisa y él correspondió con un guiño antes de volver a adoptar el gesto grave con el que escuchaba a su señor. Reparó entonces en que los hombres portaban armaduras, además de sus espadas al cinto.

—Mi señor Ademar, ¿debéis partir ya? —preguntó, tratando de aparentar una tranquilidad que no sentía al advertir los avíos de guerra.

Él se giró, sonrió al verla, y palmeó a Witerico en el hombro antes de acercarse a la escalera por la que se accedía a sus aposentos.

Los caballos piafaban en el exterior. Los sirvientes, atareados, deambulaban de un lado a otro. Matilda sabía que Ademar tendría que partir en poco tiempo, pues había sido convocado por el rey Roderico con la orden de incorporarse a la hueste de señores de la Betica que se estaba reuniendo en el sur para hacer frente a una incursión mauri sobre la que llevaba algunas jornadas escuchando todo tipo de habladurías.

No obstante, no esperaba tener que despedirse tan pronto. No pudo evitar que la recorriese un escalofrío de preocupación. Sin perder de vista al hombre que acudía a su encuentro, apuró el paso para acercarse a él, trastabillando sin querer en uno de los escalones. Oyó a su marido llamarla, pero el cuerpo no le respondió: sus rodillas golpearon la dura piedra y se lastimaron, y se arañó las palmas de las manos al apoyarse en el siguiente escalón. La cabeza le daba vueltas, y una extraña congoja le atenazó la garganta.

Ademar llegó hasta ella de un ágil salto y la ayudó a incorporarse.

—¿Estás bien? ¿Has tropezado? —preguntó inquieto.

—Estoy bien. Es este maldito calor, que no me deja descansar de noche y me tiene la cabeza embotada —aseguró ella—. ¿Debéis partir ya? —repitió en un susurro.

—Es necesario. La leva de la ciudad se ha puesto en marcha, y yo debo ir al frente.

—¿No puede ocuparse Alberico esta vez? Muchos señores envían a sus subordinados —protestó ella. Le constaba cuál sería la respuesta de su esposo, y le avergonzaba comportarse como una niña caprichosa, pero sentía en el pecho una opresión intensa que no le permitía pensar con claridad.

Ademar se separó suavemente de ella, manteniendo asidas sus manos heridas.

—Sabes que yo nunca haría eso. Además, va contra el edicto real. —Se encogió de hombros.

—Las leyes del rey no te protegerán contra las armas enemigas. Algo extraño flota en el ambiente, ¿no lo percibes? Quizá este accidente sea un mal augurio —insistió ella, notando que una lágrima le corría por la mejilla.

Ademar la observó largamente. Tenía a su esposa por una mujer sensata, devota y poco dada a caer en supersticiones. No entendía a qué venía tanta desazón. Meneó la cabeza.

—Es todo por culpa de este calor insoportable. Los hombres no razonan y las bestias no trabajan. No debes preocuparte. Si lo deseas, puedes permanecer en la hacienda unos días. Eso sí, prométeme que regresarás a la ciudad si las cosas se complican. Allí estarás más segura.

Matilda asintió, esforzándose por enjugar las lágrimas que le corrían por las mejillas. Tenía que calmarse. Su esposo era un buen guerrero y ella, una mujer fuerte. Se encargaría de todo durante su ausencia, como siempre. Y quizá, cuando él regresara, podría recibirlo con una buena noticia, pensó, llevándose instintivamente la mano al vientre. Al hablar de nuevo, su voz había recuperado firmeza.

—Todo estará en orden cuando regreses. En unos días partiremos hacia la ciudad, y allí te esperaré. —Frunció levemente el ceño, recordando las palabras de su marido—. ¿Crees que llegaremos a correr peligro? —inquirió.

—Creo que esta maniobra no es más que una demostración de fuerza, y que estamos preparados para recibirlos. La sola presencia del rey y las levas del sur serán suficientes para que los extranjeros se den cuenta de que nada tienen que hacer aquí. Se conformarán con lo poco que hayan logrado rapiñar en este tiempo, embarcarán de nuevo en sus naves y se marcharán —afirmó Ademar con seguridad.

Tomó las manos de su mujer, acariciando las marcas que el suelo de piedra había impreso en ellas. Como siempre, dejaría a algunos de sus hombres en la villa con órdenes de trasladarla a la ciudad llegado el momento. Besó con delicadeza los arañazos de su piel.

—Estaré de vuelta antes de que finalice el mes de julio. Te lo prometo.

Hermigio había salido de su hogar cuando aún no había roto el alba. Con el calor que azotaba los campos cercanos a Toletum, era necesario sacar a los animales a pastar antes de que el día avanzara y las ovejas se negaran a caminar bajo aquellos rayos inclementes.

El muchacho cumpliría pronto los quince años, y llevaba ya algunos veranos ocupándose de pastorear los rebaños. Y si bien recordaba que el día en que su padre delegó en él esta responsabilidad se había sentido orgulloso de su confianza y se había esmerado en no defraudarla, a esas alturas cualquier ilusión se había desvanecido. Estaba, simplemente, harto. Gustoso dejaría que fueran los siervos los que se ocuparan solos de la labor; pero su padre insistía en que solo confiaba en él.

Así pues, Hermigio debía partir un amanecer tras otro con las ovejas para guiarlas cada vez un poquito más lejos, donde quedaran pastos frescos. Y el verano acababa de comenzar, quedaban los meses más duros. Aquel pensamiento no sirvió, precisamente, para alegrarle el día. Refunfuñando por lo bajo, apoyó la espalda en un árbol y contempló las ovejas triscando a su alrededor. Suspirando, cerró los ojos y se abandonó a su pasatiempo favorito: imaginar que era un gran guerrero, vencedor de muchas batallas. Casi podía oír como los balidos de los animales se convertían en los gritos de los hombres al luchar.

—¡Hermigio!

El muchacho dio un respingo, sobresaltado. Uno de los siervos, que debía de estar trabajando en los alrededores, se había acercado hasta él sin hacerse notar hasta llegar a su lado.

—¿Qué ocurre?

—Me temo que se acercan problemas. Deberíamos avisar a tu padre.

Hermigio tomó el pellejo de agua que el hombre le ofrecía y exprimió, agradecido, las pocas gotas que quedaban. Luego miró hacia donde su compañero señalaba. Por el camino que bajaba desde el cerro avanzaba una pequeña comitiva: seis hombres a caballo y otra media docena a pie. Era una partida pequeña, pero no era habitual ver desconocidos por la zona.

El muchacho se puso en pie, sacudió las briznas de hierba que se habían adherido a su calzón y corrió tras su compañero. Llegarían a la aldea adelantándose a aquellos hombres para avisar de su presencia en las cercanías. Al menos aquel no sería un día como todos los demás, se dijo.

La pequeña columna de jinetes descendía desde la tierra de los vascones en un viaje que todos preveían que los pondría al límite de sus fuerzas. El rey Roderico pretendía encontrarse en los alrededores de Corduba antes de que se hubiera cumplido la primera semana de julio, y para alcanzar esa fecha faltaban apenas seis jornadas. En ese tiempo debían, por tanto, atravesar la península, prácticamente de mar a mar.

Argimiro, muy a su pesar, formaba parte del apresurado grupo. Sus tierras se encontraban cercanas a las de los vascones; convocado por Roderico junto con otros nobles del norte, había acudido sin mucho entusiasmo para apuntarse a la tropa del soberano cuando este había decidido lanzarse a castigar la enésima incursión de aquellos montaraces, espoleados probablemente por el dux franco Eudes. Una vez enrolado en su hueste, apenas había tenido ocasión de participar en la campaña antes de que esta fuera suspendida: habían recibido intrigantes noticias del sur, que hablaban de la llegada de hombres desde el otro lado del mar, que amenazaban la Betica.