Vientos de intriga

1

El puente sobre el Bidasoa temblaba bajo los cascos de los caballos. Apenas había despuntado el alba cuando los primeros escuadrones de la división Delaborde cruzaban la frontera. Eran tropas del llamado ejército de Observación de la Gironda, a las órdenes del general Junot, que llevaban varias semanas acampadas entre Bayona y la raya fronteriza. Aquel 18 de octubre de 18O7 entraban en España camino de Portugal.
A pesar de la lluvia que, desde la víspera, caía de forma intermitente, eran muchos los lugareños que acudían desde sus caseríos para contemplar el paso de los soldados. A todos llamaba la atención la presencia de los dragones, con sus empenachados plumeros, formados en apretadas filas de seis en fondo, ocupando todo el camino. Los vistosos uniformes de las tropas imperiales ponían un contrapunto al verdor que se enseñoreaba de un paisaje tan hermoso que parecía pintado por la mano de Dios.
Un anciano, que cubría su cabeza con una negra boina, escupió el bolo de tabaco que mascaba con parsimonia.
—¡Esto no me gusta ni poco, ni mucho! ¡Esto no me gusta! —exclamó al paso de unos pesados carros tirados por mulas—. ¡A los gabachos hay que frenarlos en Fuenterrabía, como siempre hemos hecho!
—Son nuestros aliados —protestó un joven que alzaba la mano saludando a unos artilleros sentados en el pescante de un carro, con los barbuquejos ajustados al mentón.
—¡Qué aliados ni qué niño muerto! ¡Son gabachos!
El corregidor de Irún, acompañado de los miembros del cabildo municipal, el arcipreste del lugar y los prohombres de la localidad, aguardaban a la entrada del pueblo para presentar sus respetos al general. Con aquel gesto manifestaban su bienvenida, aunque no resultaba fácil dejar atrás los ancestrales recelos que, desde siempre, habían presidido las relaciones entre las gentes asentadas a ambos lados de la frontera.
Delaborde, montado en un semental tordo de alzada poco común, apenas se detuvo lo imprescindible para darse por cumplimentado; no había entrado en España para recibir parabienes. Su actitud causó mala impresión, más aún cuando las autoridades se mostraban obsequiosas.
Antes del mediodía habían pasado, camino de Burgos, cinco batallones de infantería, otros tantos escuadrones de caballería y una veintena de tiros que arrastraban cerca de cuarenta piezas de artillería de diferentes calibres.
Durante los tres días siguientes el paso de tropas fue continuo. Por la frontera, desde el amanecer hasta la caída de la tarde, cruzaban regimientos de infantería de línea, compañías de zapadores, batallones de granaderos y nutridos contingentes de artilleros, que tenían como objetivo, según se decía, llegar hasta Lisboa. Era el castigo impuesto a Portugal por negarse a secundar planes de bloqueo a los barcos británicos decretado por el emperador.
La hospitalidad de las gentes, sin embargo, no era compartida en la Capitanía General de San Sebastián, donde había no poco desconcierto.
—¡En Madrid están en Babia! —gritaba el duque de Mahón, dando un manotazo en la mesa—. ¡No me explico por qué no nos han alertado!
—Mi general, supondrán que estamos al tanto y que la carta de hace veinte días era suficiente para tenernos sobre aviso —señaló uno de los oficiales que rodeaban la mesa.
—¡No es suficiente! ¡Esa carta indicaba simplemente que en París había conversaciones! ¡En ella no se aludía a la entrada de los franceses! ¡Los estamos viendo pasar por delante de nuestras narices con los brazos cruzados!
—Se dirigen a Portugal, señor —insistió el oficial.
—¡Ésa no es razón! Según los informes recibidos ya han cruzado el Bidasoa cerca de doce mil hombres. ¡Linares —el duque se encaró al joven oficial—, doce mil hombres! ¿Sabe usted lo que se puede hacer con eso?
—Conquistar un reino, mi general —replicó sin pestañear.
—Efectivamente, Linares, efectivamente. —El duque de Mahón golpeó, esta vez con el puño, la ceniza de su cigarro se deshizo en fino polvo sobre la mesa—.
¡Esperemos, por el bien de todos, que ese reino no sea España!
—¡Qué cosas dice usted, mi general! El duque miró a Linares.
—Las que me dicta la experiencia. ¡No me fío de los gabachos! Unas gentes que le han cortado la cabeza a su rey no son de fiar.
—Son nuestros aliados, señor.
—Y de qué nos ha servido, ¿eh? ¡Dígame usted de qué nos ha servido! Yo se lo voy a decir: en la paz de Basilea tuvimos que entregarles la mitad de la isla de Santo Domingo, para que se replegasen al otro lado de la frontera aquí y en Cataluña. Entonces me las tuve tiesas en aquella guerra infausta que ellos llaman de la Convención. Después, usted lo sabe igual que yo, en Trafalgar nos hemos quedado sin barcos. Ése era un envite donde no nos jugábamos nada y acabó en desastre por culpa de la imbecilidad de Villeneuve y de la vehemencia de Churruca, que todo hay que decirlo. ¡Va veremos cómo defendemos las Indias de la voracidad de los ingleses, sin una flota con la que enfrentarnos a ellos! Si piensa que Bonaparte nos mandará sus navíos para echarnos una mano, es usted un iluso.
—Hemos cumplido con nuestra obligación de aliados —farfulló el capitán.
—¡Déjese de pamplinas! Retírense y que alguien diga a Zárate que venga, tengo que dictarle un despacho. ¡Si Madrid no da instrucciones, nosotros les enviaremos noticias!
El secretario apareció poco después.
—Me han dicho que su excelencia desea verme.
—Tome asiento, Zárate, tiene que escribir una carta.
El secretario se acomodó en un bufete que había junto a una de las ventanas por donde entraba la tamizada luz del atardecer, alisó un pliego, preparó un cálamo y mojó en el tintero.
—Cuando su excelencia guste.
«Excelentísimo señor presidente del Consejo y tal, tal, tal… ya sabe usted. —El capitán general se detuvo ante el balcón principal con la mirada perdida en la plaza y aguardó, dando las últimas caladas a su habano, a que el secretario redactase el encabezamiento—. En el día de hoy, que se cuenta veintiuno de octubre del año de gracia de mil ochocientos siete, me veo en la necesidad de comunicar a vuestra excelencia que, desde las primeras horas del pasado dieciocho, asistimos, sin saber qué determinación tomar, a la entrada por el paso de Fuenterrabía de nutridos contingentes de tropas francesas.
»Se trata —prosiguió el capitán general—, según noticias que han llegado a esta Capitanía, de unidades de la división Delaborde. En tales circunstancias, nos encontramos sin instrucciones y ajenos a una novedad que permite la entrada en el suelo patrio de tropas extranjeras, sin que sepamos a qué atenernos ni qué disposiciones tomar.
»Solicito que, a la mayor urgencia, se nos den instrucciones precisas para actuar según requiera el mejor servicio del rey nuestro señor. Quedo a la espera de bla, bla, bla. Prepárelo para la firma y dispóngalo todo para que un correo parta esta misma tarde hacia Madrid.
—¿Esta tarde, excelencia?
—Sí.
Zárate miró hacia la ventana.
—Es casi de noche, excelencia.
—Es preciso ganar las horas, Zárate. Aunque se nos dice que esas tropas van camino de la frontera portuguesa, no me gusta un pelo este asunto. ¡Aquí hay gato encerrado!
—Muy bien, excelencia, en unos minutos lo tendré dispuesto para la firma.