Los galeones del rey
Los galeones del rey
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Mucho antes de las seis de la tarde, que era la hora fijada en la convocatoria para el acto, numerosos hermanos de la cofradía de la Santa Caridad ya se habían congregado en la capilla donde tenía su sede la piadosa institución. Existía la expectación de las grandes solemnidades. Colaboraban a ello los comentarios que algunos miembros de la junta de gobierno de la cofradía —los únicos que habían tenido la posibilidad de conocer la obra durante su ejecución— habían difundido a los cuatro vientos: lo que estaba saliendo de las manos del maestro Jerónimo no tenía comparación con nada visto anteriormente.
Poco después de que diesen las seis en el reloj de la vecina iglesia del Salvador, llegaron a la irregular plazuela que se abría ante la fachada de la capilla el hermano mayor, don Juan de Manara y el consiliario de la cofradía, párroco de la mencionada iglesia, acompañados del ecónomo de la catedral. Cuando entraron, el templo estaba abarrotado por la masiva concurrencia de cofrades a la que se había sumado un número no despreciable de curiosos que no querían perderse el acontecimiento. En el presbiterio, en la parte de la epístola, había unas andas sobre las que estaba colocado una especie de tabernáculo tapado por sus cuatro lados con paño negro y rodeado de numerosas candelas. Allí les esperaba un hombre de estatura más que mediana, enjuto de carnes y de elegancia innata. En su rostro, enmarcado por media melena castaña, destacaban unos finos y atusados bigotes a juego con una perilla, apenas esbozada. Vestía calzas y jubón negro, medias también negras y brillantes zapatos del mismo color. La única concesión al adorno eran los encajes de su blanca camisa que asomaban por puños y cuello. Tendría treinta y cinco años. Jerónimo de Loaysa era maestro imaginero con taller abierto en la calle de la Muela, en la collación de la Magdalena, en la ciudad de Sevilla.
Después de un breve saludo, no exento de corteses manifestaciones, hubo un intercambio de palabras entre Manara y el escultor, momento que los dos clérigos aprovecharon para entrar en la sacristía y revestirse con los ornamentos litúrgicos adecuados para la ocasión.
Tras la misa y un breve sermón, don Juan de Manara y el oficiante procedieron a descolgar los lienzos que hasta aquel momento habían ocultado la imagen a las miradas de los presentes.
Cuando cayeron los faldones apareció, impresionante, la figura de un Cristo al que por acuerdo del cabildo de la hermandad se conocería con el nombre De la Buena Muerte. Por todas partes se elevaron exclamaciones de admiración. A la luz de las velas la imagen resultaba sobrecogedora. En medio de la creciente agitación de la concurrencia —con dificultad se mantenía en los lugares que ocupaba—, el párroco del Salvador procedió a su bendición. Apenas habían concluido las oraciones cuando se desbordó la contenida emoción que embargaba a los presentes.
Todo eran alabanzas. Pocas veces se había alcanzado el reconocimiento, la fama y la celebridad a tan temprana edad. Jerónimo de Loaysa era el maestro, por definición, en los ambientes artísticos sevillanos.
Al creciente murmullo siguió una atronadora ovación que surgió espontánea entre los hermanos de aquella congregación religiosa que se encargaba del entierro de los desgraciados que abandonaban este mundo sin tener a nadie que se preocupase de dar cristiana sepultura a sus restos mortales.
—¡Santo Dios, solo le falta hablar! —decía uno.
—¡Parece que está viva! —comentaba otro.
La visión que daba lugar a estas expresiones, en una ciudad donde las imágenes religiosas tenían una larga tradición, era un Cristo crucificado en el momento de expirar. No era fácil en Sevilla despertar tales alabanzas y mucho menos tanta unanimidad. Todos sabían de la habilidad y dotes artísticas del maestro Loaysa. El mismísimo cabildo catedralicio, tan exigente y escrupuloso en esta materia, había encargado al imaginero una talla de Nuestra Señora de las Angustias, que había obtenido un beneplácito generalizado. Todos se rindieron ante su famoso Cristo de la Clemencia, sin duda la más singular de las obras del artista hasta la fecha.
En las manos y en los pies lacerados de aquella figura latía la vida. Los huesos parecían romper la piel que los contenía y que estaba a punto de estallar por el esfuerzo de un cuerpo martirizado. Por las venas, hábilmente trazadas, se percibía la escasa vida que por ellas circulaba. La mortecina encarnadura de aquellas extremidades hablaba del sufrimiento y de la tortura; de la vida que se le escapaba en aquel momento. El rostro reflejaba la dureza del maltrato recibido, la expresión de su boca entreabierta, marcada por un rictus de amargura, era compatible con la fuerza de una mirada dramática. Aquel Cristo sería bautizado como De la Buena Muerte, pero era un Cristo terrible.
Don Juan de Manara asistía impávido a los exaltados comentarios de la concurrencia. Todo era ya una pura reiteración. No se encontraban nuevos epítetos que calificasen la obra del más afamado de los imagineros sevillanos quien, sin duda, había encontrado ayuda del Todopoderoso a la hora de dar forma a aquel prodigio que, con toda seguridad, en muy poco tiempo habría de concentrar la devoción de los sevillanos. Esperó largos minutos hasta que consideró llegada la hora de dirigir la palabra a los allí congregados. Carraspeó dos veces, más como fórmula para llamar la atención que por necesidad, y comenzó a hablar con una voz tan potente y profunda que no guardaba relación ni con lo diminuto de su cuerpo ni con lo avanzado de su edad.
—Hermanos de la Ganta Caridad… hermanos de la Santa Caridad, me llena de alborozo y satisfacción percibir el general beneplácito con que habéis acogido la imagen de Cristo Nuestro Señor que acabamos de exponer ante vosotros. Es deseo de la Junta de Gobierno de nuestra piadosa cofradía hacer merced y reconocimiento público de nuestra gratitud al maestro Loaysa, de cuyas manos ha salido tan grandiosa maravilla. Sin duda alguna, Dios Nuestro Señor ha dirigido su talento y su habilidad para lograr que su santo nombre sea ensalzado y reverenciado a través de esta obra. Por acuerdo de nuestra Junta de Gobierno se entregará al maestro Jerónimo un estipendio adicional de ochenta ducados como reconocimiento a su labor y muestra de agradecimiento. —La decisión fue acogida con murmullos de asentimiento entre los presentes—. Sin embargo, para no gravar los recursos de nuestra santa congregación, el hermano Pedro Corzo y quien en estos momentos os dirige la palabra hemos aportado por partes iguales la mencionada suma. —Los murmullos de asentimiento, que apenas habían cesado, se reprodujeron nuevamente con mayor intensidad.
En ese momento don Juan de Manara sacó de su jubón una taleguilla de cuero y se la dio a Loaysa, quien tomó el dinero con una cortés inclinación de cabeza.
—Para concluir este sencillo acto de piedad —continuó Manara—, he de manifestar nuestro reconocimiento al reverendo consiliario de nuestra cofradía y al señor ecónomo de nuestra Santa Iglesia Catedral por habernos acompañado en tan importante y solemne acontecimiento. Asimismo, convoco a todos los hermanos a concurrir al quinario que a partir de mañana se celebrará en esta, nuestra capilla, en honor del santísimo Cristo de la Buena Muerte y a la procesión general que, con asistencia del señor arzobispo, tendrá lugar el día de la conclusión de dicho quinario, la cual seguirá el itinerario que es costumbre en las estaciones que las sagradas imágenes recorren por nuestra ciudad cuando son sacadas a la calle para recibir pública veneración. Que Dios Nuestro Señor y su Santísima Madre tengan piedad de nosotros.
Una atronadora ovación cerró sus palabras. A la vez que sonaban los cerrados aplausos, la contenida agitación que había en el sagrado recinto desde el momento en que fueron descorridos los paños que cubrían la imagen de aquel imponente Crucificado se convirtió en un bullicio porque todos los presentes deseaban ver más de cerca la maravillosa escultura. La pequeña cancela que cerraba la reja que aislaba el presbiterio fue abierta y, casi en tropel, los presentes se agolparon sobre ella. Algunos acudieron a saludar a Manara, pero la mayoría se aproximó a contemplar la imagen que tanto revuelo había levantado y hasta hubo quien cayó de hinojos ante aquel Cristo de mirada terrible y comenzó a sollozar. Otros se acercaron, con devota expresión, a rendir pleitesía a los representantes del clero, quienes se habían situado en el presbiterio junto al altar mayor, adoptando una posición de distante autoridad.
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Ficha histórica del libro
Edad: Moderna
Periodo: Austrias menores
Acontecimiento: Sevilla Siglo XVII
Personaje: Sin determinar
Comentario de "Los galeones del rey"
Sevilla a mediados del siglo XVII. Un rumor, que se extiende por la ciudad en vísperas de la llegada de la Flota de Indias, con su rico cargamento, provoca la alarma entre las autoridades que dudan si descargar las riquezas de las bodegas de los galeones. Ese rumor apunta a que con el oro y la plata los barcos vendría también la peste.