Enrique IV el impotente y el final de una época
Enrique IV el impotente y el final de una época
Introducción
Enrique IV es uno de los reyes más controvertidos de nuestra historia. Una historia donde muchos de los monarcas que a lo largo de las diferentes dinastías que se han sucedido en el tiempo han sido figuras polémicas. Sobre este rey se han vertido probablemente las críticas más negativas, se le ha calificado con los adjetivos más negros y se le ha juzgado con la mayor dureza. Ni siquiera un individuo tan abyecto como Fernando VII ha sido tan maltratado en las páginas de los manuales de historia.
Existe una imagen de Enrique IV que produce rechazo, es como si en su persona se encarnaran todas las esencias de lo negativo, lo decadente y lo miserable. Es como si en su figura se personificase un arquetipo de la incapacidad, de las más bajas pasiones. Una mezcla terrible de todas las maldades sin que podamos encontrar un atisbo de algo positivo. Tan bajo cayó que las afirmaciones de los cronistas, interesadas desde luego, nos dicen que hasta su propia esposa le engañó con uno de los favoritos de la corte, don Beltrán de la Cueva, dando a luz una niña fruto de aquellos adúlteros amores, a la que se motejó con el infamante apodo de «la Beltraneja» como desvergonzada alusión al nombre del que se señalaba como su progenitor. Enrique IV no sólo había caído hasta las simas más profundas como rey, sino que como hombre su honra también quedaba en entredicho. La prueba más contundente de que la llamada «Beltraneja» no podía ser hija del rey se basaba en la impotencia sexual del monarca. De ahí el sobrenombre con que ha llegado a nosotros a través del tiempo haya sido el de «el Impotente».
Los tintes de su reinado se ensombrecen aún más cuando al pasar a la siguiente página de la historia nos encontramos con uno de los reinados considerados de forma casi unánime como uno de los más brillantes que nunca hubo en la vieja piel de toro. Se trata del de su hermanastra, Isabel la Católica, cuyo ascenso al trono de Castilla sólo fue posible tras una larga guerra civil (1474-1479) y la deslegitimación de los posibles derechos que al mismo tuviese «la Beltraneja».
El gran dilema histórico que se planteaba en estos tramos finales del siglo XV, que venían a coincidir con el ocaso de la Edad Media, era el de la sucesión de nuestro personaje. El impotente sexual que al no tener descendencia habría de ser sucedido por una rama familiar colateral si no se quería que el trono y el reino quedasen manchados de oprobio. De esta forma la proclamación de la realeza de Isabel se convertía en una necesidad inexcusable para salvar el honor mancillado de la monarquía castellana. Sin embargo, cuando nos acercamos con mayor detenimiento a la figura vilipendiada del rey Enrique empiezan a surgir dudas. Escudriñando en su vida nos encontramos con una personalidad compleja, cuyo rasgo más característico fue lo extraño de sus comportamientos para la sociedad y la época que le tocaron vivir. Su forma de ser no encajaba con lo que eran los parámetros habituales entre sus contemporáneos.
Muy pronto llama la atención del investigador y del estudioso la falta de documentación directa del reinado. La mayor parte de la misma ha desaparecido. Es como si una mano interesada hubiese eliminado aquellos papeles que no constituyen una interpretación de los hechos, sino que contuvieron entre sus líneas la esencia de los hechos mismos. Lo que ha llegado hasta nosotros es, en gran medida, una serie de crónicas que a través de la pluma de sus autores nos presentan a Enrique IV y su reinado. El más importante de estos cronistas y de mayor influencia entre los historiadores posteriores fue Alonso de Palencia. De él bebieron otros cronistas como Diego de Valera o Pérez del Pulgar, los cuales también se convirtieron con el paso de los años en las fuentes de referencia obligadas para acercarse al conocimiento del reinado en cuestión. No podemos perder de vista que Palencia en sus famosas Décadas Latinas tiene como objetivo fundamental ensalzar la figura de Isabel la Católica y que tal objetivo le llevó de forma inexorable a tratar con una dureza sin límites a Enrique IV. A partir de esta situación la figura de este monarca ha caído por inercia en el mayor de los descréditos. A ello vino a sumarse la brillantez del reinado de «la Católica» al culminarse en el mismo el largo proceso de lucha iniciado contra los musulmanes que ocupaban un territorio peninsular desde hacía casi ochocientos años; su matrimonio con don Fernando de Aragón llevaba a la unión nominal de dos de los más importantes reinos peninsulares gestados a lo largo del medioevo y por si todo ello no era suficiente, en 1492, fruto de una de las mayores casualidades históricas, naves castellanas cruzaban el océano Atlántico y se encontraban con todo un continente hasta entonces ignorado por los europeos. La magnitud de estos hechos, verdaderos acontecimientos históricos, no podía quedar empañada por unos dudosos derechos para acceder al trono de Castilla. El desarrollo del proceso histórico había desarbolado el origen del reinado. Se hacía necesario que la princesa doña Juana, su rival en la disputa por la corona a la muerte del rey Enrique, fuese «la Beltraneja» y que Enrique IV fuese «el Impotente».
Las páginas que vienen a continuación no pretenden, entre otras razones porque entendemos que a estas alturas ello no es posible, desvelar una de las interrogantes históricas de mayor fuerza en nuestro pasado histórico, sino acercar al lector a la vida de aquel rey y a la época que le tocó vivir. Nosotros creemos que la historia no ha sido justa con él.
Capítulo primero
LA CASA DE TRASTÁMARA
A comienzos de la primavera de 1350 fallecía, víctima de la terrible epidemia de peste negra que por entonces asolaba amplios espacios europeos, Alfonso XI de Castilla. La muerte le sobrevino cuando al frente de sus tropas asediaba la plaza fuerte de Gibraltar en un intento de controlar el estrecho de este nombre, paso natural de África a Europa y puerta por la que habían penetrado varias invasiones desde el Magreb a la península ibérica. Con su muerte se perdía para mucho tiempo al último de los monarcas castellanos que mantuvieron a raya las pretensiones de la nobleza de hacerse con el control del poder efectivo del reino. Además, desaparecía para casi siglo y medio la figura de los reyes luchadores contra los musulmanes que, desde su reino de Granada, controlaban una parte del territorio peninsular. Pero Alfonso XI no fue una figura señera sólo por sus virtudes políticas o militares, también lo fue por sus errores. En varias ocasiones estuvo a punto de fracasar en sus empresas de estado a causa del apasionado amor que le inspiró doña Leonor de Guzmán por quien el rey abandonó a su legítima esposa, que quedó relegada y sustituida en la corte por la favorita. De su matrimonio legítimo el monarca sólo tuvo un descendiente, don Pedro, quien a la muerte de su padre tenía dieciséis años. Por el contrario, la descendencia del monarca con doña Leonor fue numerosa y, aunque algunos de los hijos murieron niños, cuando el soberano falleció le sobrevivieron los gemelos don Fadrique y don Enrique, nacidos en Sevilla hacia 1333; don Tello, señor de Aguilar; don Sancho, conde de Alburquerque; don Juan, señor de Jerez y de Badajoz; don Pedro y doña Juana.
Había sonado la hora de la venganza para María de Portugal, la esposa postergada y olvidada, y para el hijo de ésta y del difunto que se convertía en rey con el nombre de Pedro I. Desde el mismo momento de los funerales la situación se volvió difícil para la favorita y los bastardos. Ya durante el traslado de los restos mortales del rey a Sevilla, doña Leonor pudo darse cuenta de que su poder, absoluto hasta hacía unos días, se había evaporado. Al pasar por Medina Sidonia se encontró con que don Alonso Fernández Coronel, que tenía la villa por ella, le pidió que le alzase el homenaje. Hasta los hijos y deudos más próximos la abandonaron en su camino a la capital andaluza. Nada más llegar a Sevilla, don Juan Alfonso de Alburquerque, ayo del nuevo rey, ordenó encarcelarla en una mazmorra del alcázar real. A pesar de la desgracia, desde la cárcel doña Leonor concertó y logró llevar a efecto la boda de su hijo Enrique, conde Trastámara con doña Juana Manuel, hija y heredera de don Juan Manuel de Villena. Fue una temeridad pues la reina viuda doña María pretendía casar a un sobrino suyo con la desposada, sin descartar incluso un posible enlace de la rica heredera con su propio hijo, el flamante monarca de Castilla. El agravio lo fue doble por venir, además, de donde venía y las consecuencias para la antigua amante del rey trágicas: tras peregrinar su prisión por numerosos castillos y fortalezas fue a parar al de Talavera de la Reina, donde fue muerta por orden de su rival en 1351.
A la levantisca nobleza castellana, mantenida a raya por la energía de Alfonso XI, le bastó una enfermedad del joven rey, que aún no tenía descendencia, para iniciar las banderías y las luchas que asolarían los campos de Castilla durante más de un siglo. Superada la enfermedad del monarca, los enfrentamientos no terminaron; en realidad, no habían hecho más que empezar y en el horizonte se perfilaba ya frente al poder real un bando a cuya cabeza se encontraban los hijos bastardos de Alfonso XI, dotados de forma generosa por su padre. Muy pronto destacó entre ellos don Enrique, el conde de Trastámara, quien durante largos años sostendrá un duro pugilato contra su hermanastro el rey.
Pedro I contrajo matrimonio con Blanca de Borbón, pero siguiendo lo que ya era una tradición entre sus mayores su pasión prendió en otra mujer, doña María de Padilla, que vino a ejercer el mismo papel que doña Leonor de Guzmán había desempeñado en la corte de su padre. Cuando la princesa francesa llegaba a Castilla para desposar con don Pedro, éste tenía su primera hija bastarda, doña Beatriz. Los reyes contrajeron matrimonio el 3 de junio de 1353, abandonando don Pedro a su esposa a los dos días para irse junto a su amante. El escándalo fue mayúsculo y el monarca presionado desde todas las direcciones regresó al lado de la reina. La nueva unión duró esta vez dos días, marchándose de nuevo el monarca junto a doña María de Padilla para no regresar nunca más al lado de su esposa. La indignación fue general y un amplio sector de la nobleza, además de algunas ciudades importantes como Toledo, se sublevaron en favor de la desvalida y humillada reina. La lucha fue enconada y Pedro I pasó por momentos de apuro, pero demostró coraje y energía suficientes como para controlar la situación, aunque no pudo acabar definitivamente con la sublevación. Los levantiscos nobles castellanos, que para asentar su poder habían tomado como bandera a Blanca de Navarra, seguían haciendo frente al rey. Éste estrechó la prisión de la reina y en 1361 ordenó que la asesinaran en la cárcel de Medina Sidonia, donde estaba encerrada. Sus partidarios hubieron de esconderse y los que no pudieron hacerlo encontraron la muerte. Enrique de Trastámara sólo salvó la vida mediante un salvoconducto que le permitía salir del reino, desterrado a Francia donde sobrevivió como soldado de fortuna. Durante su estancia en este país entró en contacto con la flor y nata de los soldados profesionales de Europa que, en grandes bandadas, pululaban por los campos de Francia ante el reclamo que para ellos suponía el largo contencioso que ingleses y franceses sostenían, conocido comúnmente como la Guerra de los Cien Años. Llegada la paz entre los contendientes, muchos de estos soldados quedaron sin trabajo y don Enrique vio en ellos la fuerza que le permitiría volver a enfrentarse con su hermanastro. Contrató las famosas «compañías blancas» y al frente de las mismas vino Bertrand du Guesclin quien era, según las crónicas de la época, el hombre más feo de Francia, lo que no suponía ningún obstáculo para ser considerado también como uno de los más eficaces capitanes de la época. El Trastámara al frente de sus tropas mercenarias cruzó los Pirineos y se proclamó rey de Castilla en Calahorra el 16 de marzo de 1366 Aquel acto significaba la guerra. Pedro I, sorprendido, se retiró hacia el Sur, abandonando Burgos, la ciudad donde se encontraba, a su rival quien en el monasterio de Las Huelgas se hizo coronar rey. En la capital castellana estableció una corte en la que se instalaron su esposa, doña Juana Manuel y sus hijos Juan y Leonor.
El enfrentamiento entre los hermanastros fue poco a poco decantándose a favor de don Enrique, quien se atrajo con dadivosas donaciones a una buena parte de la nobleza y ciudades tan importantes como Toledo, Segovia, Ávila o Cuenca le aclamaron como rey. Hasta Sevilla, la ciudad más amada por don Pedro, se sublevó en favor de su hermanastro lo que le obligó a huir precipitadamente de ella. Ante tan difícil situación, si don Enrique había obtenido el apoyo de Francia, don Pedro se atrajo a su causa a los enemigos de ésta: los ingleses. Estos acudieron en su ayuda y contó con el apoyo decidido del príncipe Eduardo, más conocido por el sobrenombre de «el Príncipe Negro» a causa de la pavonada armadura que vestía. Su alineamiento al lado de Pedro I se produjo no sólo por enfrentarse a los franceses, sino porque su educación le impulsaba a evitar que un bastardo sustituyese a la línea legítima de la dinastía.
Pese a los consejos del rey de Francia que señalaban a don Enrique que, aunque tuviese un alto nivel de aceptación, no arriesgase lo obtenido a una batalla en campo abierto frente a tropas tan experimentadas como las que ahora tenía su hermanastro, el Trastámara se aventuró al combate en Nájera en la primavera de 1367. Pedro I y sus aliados aplastaron al ejército enriqueño y sus principales capitanes fueron hechos prisioneros. El propio Enrique sólo logró ponerse a salvo huyendo a uña de caballo; cruzó las tierras de Aragón y se refugió en el condado de Foix.
Muy pronto, sin embargo, la suerte de las armas cambió de signo. A ello colaboró la decidida ayuda económica que le prestó el rey de Francia, permitiéndole recomponer el ejército deshecho en Nájera y la llegada a su bando de un importante sector de la nobleza enfrentada al rey que, con su carácter violento, se había ganado numerosos enemigos. Cuatro meses habían bastado a don Enrique para rehacerse del descalabro sufrido y en el mes de septiembre se encontraba de nuevo en Calahorra dispuesto a continuar la lucha. Otra vez en Castilla las simpatías y las adhesiones se repartieron entre las dos facciones en litigio. Ante esta coyuntura el rey de Granada, Mohamed V, se aprovechó de la situación. En 1366 se apoderó de Priego y al año siguiente de Utrera, Jaén y Úbeda. Sus tropas incluso llegaron a amenazar Córdoba, la vieja capital del califato, que sólo ante la ardorosa defensa que realizaron sus habitantes pudo evitar que fuese ocupada por las tropas granadinas.
En torno a Toledo se estaba librando una importante batalla entre los ejércitos del rey y de don Enrique. La ciudad, que ahora estaba controlada por los partidarios de don Pedro, era asediada por las tropas de su hermanastro quien de nuevo contaba con el apoyo de Bertrand du Guesclin y sus compañías tras haber renovado el acuerdo de ayuda con el rey de Francia. Los ejércitos del monarca acudieron en ayuda de los toledanos que resistían un duro asedio desde hacía un año, pero don Enrique había sumado numerosas adhesiones entre las que destacaban las de los maestres de las órdenes militares de Calatrava y Santiago, con toda la potencialidad militar que este esfuerzo significaba.
Las tropas reales muy inferiores en número sufrieron un duro descalabro en los campos de Montiel, en cuya fortaleza hubo de refugiarse el soberano. Don Pedro, buscando una salida a su apurada situación, intentó una negociación con el caudillo galo para que éste le facilitase la huida, pero se encontró con una contundente negativa al alegar el francés la lealtad que debía al Trastámara. Sin embargo, poco después atrajo al rey hacia una trampa en su propia tienda de campaña, donde Pedro I fue asesinado por don Enrique con ayuda del mercenario quien, según la tradición, pronunció en aquellas circunstancias una frase célebre: «Yo ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor».
Con la muerte de Pedro I el 23 de marzo de 1369 Enrique de Trastámara subía al trono y con él la descendencia bastarda de Alfonso XI se hacía con el poder real en Castilla. El nombre del nuevo monarca era Enrique II y desde el primer momento hubo de conceder grandes prebendas a aquellos que durante los años de la guerra le habían ayudado a encumbrarse. Su actuación en esta parcela fue tan dadivosa que la historia acabó calificándole con el apelativo de «el de las mercedes».
Con estas donaciones la nobleza castellana adquirió un poderío y una fuerza que fue en detrimento de la autoridad real. Enrique II se vio obligado a ello, no sólo como fórmula de pago por los servicios recibidos, sino también como medio para acallar aquellas voces que susurraban su origen espúreo. Trató de vencer todos estos problemas que le acosaban mediante dicha fórmula. Fue precisamente en estos años en los que se constituyeron como grandes familias que disputarían el poder al rey los Álvarez de Toledo, los Pimentel, los Mendoza, los Suárez de Figueroa, los Ponce de León o los Guzmán. En la documentación de la época empieza a denominárseles grandes.
Enrique II murió en 1379, diez años después que su hermanastro dejando, además de una descendencia legítima, una larga serie de bastardos; en su testamento llegó a citar hasta trece de ellos, lo que no agotaba la lista, ya que encomendó algunos más al heredero legal y a su propia esposa doña Juana Manuel. Esta circunstancia nos revela algunas de las actitudes morales de la época y hasta donde podía llegarse en terrenos relacionados con los comportamientos matrimoniales y sexuales.
La fama de rey asesino persiguió a Enrique II hasta la tumba, así como su nacimiento ilegítimo, pero en medio de las dificultades que ello le produjo fue capaz de consolidar la nueva dinastía en el trono castellano, aunque hubo de pagarlo a precio de oro. Le sucedió su hijo primogénito con el nombre de Juan I que, nacido en Épila en 1358, en los años difíciles del destierro de su padre, contaba al subir al trono veintiún años de edad. Frente a la decisión y tenacidad de su padre y de su abuelo, el nuevo rey era un modelo de honradez y virtud, un ejemplo de caballero medieval. Estas cualidades no eran, sin embargo, las adecuadas para la época turbulenta que le había tocado vivir en la que uno de los mayores problemas a que tenían que enfrentarse los representantes del poder real era la osadía de una nobleza cada vez más poderosa, que discutía los derechos y prerrogativas regias a los soberanos. A ello se sumaba el enfrentamiento con los portugueses que ya se había iniciado en el reinado anterior al plantear el monarca lusitano —a la sazón Fernando I — sus pretensiones de convertirse en rey de Castilla alegando mayores derechos que los de Enrique II. El Trastámara reaccionó vigorosamente y una cruenta lucha se entabló a lo largo de la frontera de ambos reinos.
La pugna con los portugueses vino a complicarse con el matrimonio del monarca castellano, viudo ya de Leonor de Aragón, su primera esposa y de la que había tenido dos hijos, Enrique y Fernando, con la infanta portuguesa doña Beatriz, hija de Fernando I. Las capitulaciones matrimoniales se celebraron el 2 de abril de 1383 y pocos meses después, en octubre de aquel mismo año, fallecía el monarca portugués por lo que su esposa doña Leonor se encargó de la regencia del reino. Frente a ella se levantó un potente movimiento popular acaudillado por el maestre de Avis, que acabó proclamándose rey. Esta situación llevó de nuevo a las tropas castellanas a la guerra para defender los intereses de la mujer de su rey.
Juan I invadió Portugal, mientras que los lusitanos apiñados en torno a Juan de Avis forjaban un fuerte sentimiento nacionalista teñido de anticastellanismo. El monarca castellano, que contaba con una poderosa flota, logró llegar hasta los muros de Lisboa a la que puso sitio por tierra y por mar. Sin embargo, una epidemia de peste, que afectó tanto a sitiados como a sitiadores, le obligó a levantar el asedio a primeros de septiembre de 1384. Este fracaso no hizo mella en el ánimo de Juan I, sino que galvanizó su espíritu caballeresco impulsándole a limpiar el descalabro. Preparó un poderoso ejército con el que al año siguiente invadió Portugal. El rey, que nunca había gozado de buena salud y ahora se encontraba francamente enfermo, se puso al frente de sus tropas y presentó batalla contra la opinión de sus más expertos capitanes. El encuentro entre los dos ejércitos se produjo el 15 de agosto de 1385 en los campos de Aljubarrota, convirtiéndose en un clamoroso desastre para las tropas castellanas. Juan I sólo logró salvar la vida huyendo y gracias al sacrificio de numerosos caballeros que pagaron con su muerte la retirada del rey.
Los años siguientes fueron difíciles y el peligro que amenazaba ahora a Castilla sólo fue conjurado gracias a una alianza matrimonial con los ingleses, que habían venido a apoyar en Portugal la causa del maestre de Avis frente a los castellanos. En 1387 se concertaron las bodas entre el heredero de Castilla, don Enrique, con Catalina de Lancaster. A los consortes se les dio el título de príncipes de Asturias, que desde entonces ha estado vinculado a los primogénitos de los reyes. En Palencia, en septiembre de 1388 se celebró la ceremonia nupcial.
Juan I, cuyo espíritu era de una sensibilidad rayana en lo escrupuloso, vivió ya atormentado por el desastre de Aljubarrota. En las Cortes de Guadalajara (1390) anunció su propósito de abdicar en favor de su hijo Enrique los derechos sobre los reinos de Castilla y León, reservándose para sí Andalucía, Murcia y el señorío de Vizcaya. Fueron muchos los que se opusieron a este deseo, pero todo concluyó de una manera fulminante al sufrir el rey un grave accidente que le produjo la muerte a causa de una caída de caballo en Alcalá de Henares el 9 de octubre de 1390. El cronista don Pedro López de Ayala nos dejó de él la siguiente semblanza: «Era non grande de cuerpo, e blanco, e rubio, e manso e sosegado, e franco e de buena consciencia, e orne que se pagaba mucho de estar en consejo; e era de pequeña complisión e avia muchas dolencias».
En su testamento había dejado constituido un consejo para que gobernase el reino durante la minoría de edad de su hijo integrado por el marqués de Villena, condestable de Castilla; los arzobispos de Toledo y Santiago; el maestre de Calatrava; el conde de Niebla y el alférez mayor, don Juan Hurtado de Mendoza. Estos seis regentes habían de asesorarse de una junta formada por los procuradores en cortes de las ciudades de Toledo, Burgos, León, Murcia, Sevilla y Córdoba. Esta regencia hubo de ser constituida porque el príncipe heredero, don Enrique, contaba sólo once años en el momento de producirse el óbito de su padre y ello suponía hacer frente a una minoría de edad, siempre peligrosa. Desde el primer momento surgieron los enfrentamientos en el seno del consejo, ya que el arzobispo de Toledo denunció ante las ciudades, a las que envió copias del testamento real, que no se estaba cumpliendo lo establecido en el mismo por el monarca difunto. Las ciudades se dividieron en dos bandos: las que exigían el cumplimiento estricto del testamento y las que aceptaban las modificaciones que se estaban introduciendo en el mismo. Los grandes señores también decidieron tomar postura por uno de los dos bandos. El reino estaba al borde de la guerra civil.
El conflicto no llegó a desencadenarse, pero las tensiones estuvieron siempre presentes y la amenaza de la guerra en el horizonte. El arzobispo de Toledo, don Pedro Tenorio, no conseguía la armonía necesaria en el consejo y algunos de sus opositores se apoderaron de varios castillos que le pertenecían. El Papa les excomulgó y lanzó un interdicto sobre varias diócesis. Devueltos los castillos y levantadas las censuras, la situación no mejoró y el joven rey decidió en agosto de 1393 asumir personalmente el papel de monarca, aunque sólo contaba con quince años. Exigió en el monasterio de Las Huelgas que el consejo de regencia le entregase los poderes.
El reinado de Enrique III, que resultó muy corto, está mal conocido pero lo poco que sabemos de los años que fue rey este tercer Trastámara nos ofrece una visión positiva del mismo. Ya el hecho de que con quince años tomase la decisión de asumir la realeza para hacer frente a los problemas planteados nos revelan un espíritu decidido y enérgico. Por el contrario, su salud corporal era mala y en algunas historias ha pasado con el sobrenombre de «el Doliente».
Hizo frente a la difícil situación que su minoría de edad había provocado y donde los intereses personales de los grandes señores prevalecían sobre los generales del reino. Para ello anunció que anulaba muchas de las donaciones realizadas por sus antecesores y que se moderarían los gastos de la corte. La primera medida atacaba directamente a los privilegios de muchos de sus parientes, descendientes de la numerosa prole ilegítima que había engendrado Enrique II. Muchos de los perjudicados, acostumbrados como estaban a hacer su voluntad sin ningún tipo de reparos, trataron de hacer frente al rey, pero el joven monarca no se amilanó y reunió un ejército considerable. Las mayores dificultades las provocó el conde de Gijón, uno de los bastardos de su abuelo, que se declaró en abierta rebeldía; el rey acudió con su ejército a Asturias y puso cerco a la ciudad que daba título al rebelde. El asedio se levantó cuando el conde rindió pleitesía y propuso someter las diferencias de ambos al arbitraje del rey de Francia. El monarca galo falló en favor de Enrique III.
Por estas fechas también se efectuó la consumación del matrimonio del rey con su esposa Catalina de Lancaster con la que había contraído matrimonio en 1387. Durante varios años no tuvieron sucesión, cuestión que algunos relacionaban con la endeblez física del monarca. La situación varió cuando en 1401 nació en Segovia la infanta doña María; un año después nació otra infanta, doña Catalina y cuando las esperanzas de tener sucesión masculina estaban casi perdidas pues, pese a su juventud, el rey estaba cada vez más enfermo, el 6 de marzo de 1405 nacía en Toro un varón a quien se le impuso por nombre Juan. A finales del año siguiente (25 de diciembre de 1406) fallecía Enrique III cuando sólo tenía 27 años de edad, truncando el que podía haber sido uno de los reinados más gloriosos de Castilla.
La prudencia de Enrique III quedó reflejada en su testamento, al disponer que la regencia, que inevitablemente había de producirse dada la edad del príncipe Juan, no fuese desempeñada en solitario por la reina viuda Catalina de Lancaster cuyas cualidades eran muy limitadas. Dejó dispuesto que dicho cargo lo compartiese la reina con su hermano don Fernando, persona en la que se reunían importantes cualidades.
El rey difunto dejaba una estela de gran popularidad, a pesar de lo corto de su reinado. La misma puede sintetizarse en una leyenda que nos cuenta cómo estando el rey en Burgos y su penuria económica tal que cierto día, al retorno de una cacería, se vio en la obligación de empeñar parte de sus vestiduras para poder comer. Estas estrecheces económicas contrastaban con el lujo y la fastuosidad de que continuamente hacían gala los señores más poderosos del reino. El monarca fingiéndose enfermo —cosa que no le resultaba difícil— los convocó a una reunión. Alguno de los asistentes pensaba que iba a asistir a los últimos momentos de vida del soberano. La sorpresa de los convocados fue grande cuando se veían detenidos conforme llegaban a la cita regia y eran introducidos en un amplio salón fuertemente custodiado, en cuyo centro se encontraba el verdugo real con el hacha dispuesta. El arzobispo de Toledo, en nombre de los presentes, solicitó el perdón real. El rey respetó la vida de los reunidos, pero les retuvo prisioneros hasta que restituyeron a la corona las rentas y los bienes que habían usurpado. La medida contó con el apoyo popular.
Con la muerte de Enrique III se abrían en Castilla, otra vez, los peligros de una minoría de edad a los que se añadían, como hemos dicho, las escasas cualidades de la reina regente con las que hubo de enfrentarse el otro regente nombrado en el testamento: el infante don Fernando, quien al acudir a Segovia, en cuyo alcázar vivía el pequeño príncipe Juan con su madre, se encontró con las puertas cerradas. Sólo tras hábiles negociaciones logró establecer un sistema que permitiese ejercer la tutoría sobre el príncipe y que éste fuese coronado rey, cosa que se llevó a efecto en la catedral segoviana el 15 de enero de 1407.
Uno de los principales objetivos de don Fernando fue el de revitalizar la lucha contra los musulmanes granadinos, que desde la época de Alfonso XI y tras la conquista de Algeciras se había limitado a acciones fronterizas de poca envergadura. Las mismas eran llevadas a cabo tanto por los musulmanes como por los cristianos asentados en los territorios fronterizos, teniendo como uno de sus principales objetivos el robo y saqueo de los bienes y propiedades del adversario. El regente encontró numerosas dificultades para sacar adelante su proyecto, que acabó dividiendo al reino en dos facciones: los partidarios y los enemigos de atacar a los nazaritas. Consiguió imponer su criterio y llevar a cabo varias campañas, la más importante de las cuales se efectuó en 1410 y culminó con la ocupación de Antequera, una de las plazas más importantes del reino granadino. Con su pérdida los musulmanes no sólo se quedaban sin aquella plaza y la rica vega que la rodeaba, sino que además se dislocaba el sistema de comunicaciones entre las dos capitales más significativas del reino: Granada y Málaga. La conquista de esta ciudad valió a don Fernando el calificativo de «el de Antequera» con que se le conoce en los manuales de historia.
Su papel como regente en Castilla finalizó muy pronto. En el vecino reino de Aragón el rey Martín I agonizaba sin descendencia en una celda del convento de Valdonsellas, donde murió el 31 de mayo de 1410. Con él se extinguía la Casa de Barcelona y se planteaba un grave problema sucesorio en una coyuntura crítica para aquella monarquía. Tras numerosas reuniones y negociaciones, donde se barajaron las distintas posibilidades de sucesión por diferentes líneas familiares, las cortes de los distintos territorios que integraban la corona aragonesa —Cataluña, Aragón y Valencia— nombraron nueve compromisarios para que fallasen sobre la sucesión al trono, comprometiéndose todos a acatar el veredicto que los mismos diesen, habiendo de contar éste con el voto afirmativo de seis de los representantes. El punto de encuentro elegido fue la plaza fuerte de Caspe, donde se reunieron los nombrados —entre ellos se encontraba Vicente Ferrer, que más tarde sería elevado a los altares— el 19 de abril de 1412. El resultado del acuerdo a que se llegó el 28 de junio nombraba como sucesor de Martín I al infante don Fernando de Antequera.
En Castilla, tras su marcha continuaba la minoría de edad de Juan II. Desde fecha muy temprana el futuro monarca castellano demostró muy poca inclinación a las tareas de gobierno, tanto que llegó a quejarse de la mala fortuna que le había instalado en el trono. Sin embargo, estaba dotado de indudables cualidades personales. El retrato que de él nos ha dejado Pérez de Guzmán nos lo presenta así: «Fue este ilustrísimo rey de grande y hermoso cuerpo blanco y colorado mesuradamente, de presencia muy real: tenía los cabellos de color de avellana mucho madura; la nariz un poco alta, los ojos entre verdes y azules, inclinaba un poco la cabeza, tenía piernas y manos y pies muy gentiles. Era un hombre muy atrayente, muy franco e muy gracioso muy devoto, muy esforzado, dábase mucho a leer libros de filósofos e de poetas, era buen eclesiástico, asaz docto en la lengua latina, mucho honrado de las personas de ciencia, tenía muchas gracias naturales, era gran músico, tañía e cantaba e trovaba e danzaba muy bien; dábase mucho a la caza…».
De acuerdo con esta descripción el padre de Enrique IV hubiese sido un magnífico cortesano o un erudito hombre de letras, pero carecía de las condiciones que había de reunir un monarca y más aún en la coyuntura histórica que le había tocado vivir. Durante su minoría de edad y sobre todo en los años que transcurrieron a partir de la marcha del infante don Fernando a Aragón, la nobleza volvió a las andadas, se apoderó de numerosos bienes y rentas de la corona, a la vez que la autoridad real sufría un grave deterioro. Cuando Juan II comenzó a gobernar en 1419, al menos en teoría porque sólo tenía catorce años, la situación era poco halagüeña. Muy pronto el rey dejó las riendas del gobierno, al que tan poco aficionado era, en manos de un favorito: don Álvaro de Luna, que cargó sobre sus espaldas con la dura tarea de hacer frente a una nobleza levantisca que cuestionaba hasta los mismísimos cimientos de la autoridad real. Una nobleza que había sido encumbrada por los propios Trastámara y entre ellos los más enconados enemigos del poder real eran los hijos de Fernando de Antequera, los llamados «infantes de Aragón» que, una vez muerto su padre, no tuvieron ningún reparo en intrigar contra la autoridad de su primo utilizando para ello tanto sus cualidades personales como los poderosos recursos de que los había dotado su padre antes de convertirse en rey de Aragón. Si su acoso al poder real no dio mayores resultados fue porque chocaron con la férrea voluntad de don Álvaro de Luna y porque las disputas entre ellos fueron constantes, sobre todo entre don Juan y don Enrique.
Estas disputas entre los propios «infantes de Aragón» alcanzaron su punto culminante cuando don Enrique, cuyo partido era de menor poder que el de don Juan, aprovechó en 1420 la ausencia de éste, que había acudido a casarse con Blanca de Navarra, para intentar secuestrar al rey que se encontraba en Tordesillas, cosa que consiguió, provocando una reunión urgente de las cortes. Don Álvaro de Luna aprovechando un descuido de don Enrique, que había logrado contraer matrimonio con la infanta doña Catalina, dotada con el marquesado de Villena, consiguió salvar al rey del confinamiento en el que se encontraba en Talavera. Los fugados se refugiaron en la fortaleza de Montalbán donde se encerraron con un numeroso grupo de campesinos de la zona a los que reclutaron a toda prisa. Allí fueron sitiados por don Enrique y sus tropas. Mal lo hubiesen pasado los asediados si, ante el escándalo que provocaron estos sucesos, no hubiesen acudido al lugar un importante número de procuradores, añadiéndose además la noticia de que el infante don Juan acudía, enemistado con su hermano, al frente de un verdadero ejército. Ante la marejada política que se avecinaba don Enrique se vio obligado a levantar el asedio y alejarse de la corte. La consecuencia más importante que se derivó de este asunto fue el fortalecimiento de la posición de don Álvaro de Luna, que aumentó de forma considerable su poder e influencia. Además, ponía de manifiesto hasta qué nivel de degradación se había llegado en la Castilla de aquellos años en la lucha que por el poder se había entablado.
En medio de este ambiente nacía en Valladolid el 5 de enero de 1425 el primer hijo del matrimonio del rey con María de Aragón, hija de Fernando de Antequera y por tanto prima hermana de su esposo. Al recién nacido se le puso de nombre Enrique y con el tiempo sucedería a su padre como rey de Castilla con el nombre de Enrique IV.
Capítulo II NACIMIENTO Y PERSONALIDAD DE ENRIQUE IV
En la víspera de la Epifanía del Señor del año 1425 nacía en Valladolid el primogénito de Juan II de Castilla y María de Aragón. El pequeño a quien en la pila bautismal pusieron el nombre de Enrique llegaba a un mundo donde las luchas intestinas dominaban el horizonte de la política castellana. Su infancia y primera juventud transcurrió en medio de la tensión que provocaba el enfrentamiento de una nobleza poderosa, defensora montaraz de sus privilegios y los partidarios de un poder real fuerte y autoritario, que veían en la institución monárquica el camino por donde había de conducirse la política europea. En la misma ciudad donde había nacido se reunieron las cortes que le juraron como príncipe de Asturias, a los pocos días de haber recibido las aguas del bautismo de manos del obispo de Cuenca, quien en su sermón se valió de la fecha de su nacimiento para augurar un reinado lleno de felicidad a aquel niño.
La madre del futuro Enrique IV estuvo a punto de morir al producírsele una fuerte hemorragia después del parto, logrando sobrevivir a pesar de las graves consecuencias que tales situaciones solían provocar en aquella época.
Sobre el nacimiento del que a la postre sería el último rey de la casa de Trastámara el cronista Alonso de Palencia llegó a insinuar que el recién nacido no era hijo del rey, sembrando la duda sobre la cuestión, sin que se atreviese, desde luego, a hacer una afirmación contundente: «Así hay confusa noticia de las muchas dudas de las gentes acerca de la legitimidad del príncipe y de susurrarse no ser hijo de don Juan. Claro es que este rumor no pudo divulgarse durante su reinado con mayor libertad que el natural temor comportaba; mas la duda ofrecía muchos fundamentos que el Rey cuidó de disimular, principalmente por tener más hijos de su mujer y prima doña María».
El obispo de Cuenca, famoso entre los contemporáneos por su erudición, era don Lope de Barrientos. A él y a Pero Fernández de Córdoba fue encomendada la educación del príncipe, la cual se vio alterada con frecuencia por el traslado permanente de la corte. Un traslado que, a veces, era consecuencia de la movilidad de la misma siguiendo una larga tradición existente en este sentido, pero que en otras ocasiones se veía obligada a mudar de lugar por la incertidumbre de los tiempos y los peligros y amenazas que sobre sus miembros se cernían. Ya hemos visto en el capítulo anterior cómo el padre de Enrique IV fue apresado en Tordesillas, conducido a Talavera y cómo, fugado de este último lugar, hubo de refugiarse en Montalbán de forma provisional.
En medio de aquellas circunstancias fue tomando cuerpo en Enrique un carácter solitario y taciturno, que llevará a alguno de sus cronistas a señalar que prefería la compañía de las fieras a la de las personas. La afirmación es exagerada, pero es cierto que nuestro personaje gustaba de internarse en los bosques en cuyo interior pasaba largos ratos, en completo aislamiento. En este terreno Enrique IV encarna de manera cabal el naturalismo que caracterizó algunas formas de vida de la segunda mitad del siglo XV.
Este gusto por lo selvático y montaraz se reflejó en numerosos aspectos de la época. Hasta en las fiestas cortesanas y en los torneos muchos caballeros se disfrazaban de salvajes. El historiador francés Lebretón ha llamado a Enrique IV «le roi sauvage» y en esa misma línea el cronista Enríquez del Castillo afirmaba que era su «aspecto feroz, casi a semejanza del león» para continuar diciéndonos: «Era gran cazador de todo linaje de animales y bestias fieras; su mayor deporte era andar por los montes, y en aquéllos hacer edificios y sitios cercados de diversas maneras de animales».
El viajero León de Rosmithal que recorrió las tierras peninsulares entre 1467 y 1469 y que mandó poner por escrito las impresiones que sacó de aquel viaje, nos dice que el rey Enrique, a quien conoció en Olmedo, parecía por su indumentaria y sus maneras un monarca musulmán. Estas predilecciones también se manifestaron en el estilo constructivo de las obras que se realizaron por iniciativa suya y en la manera de montar. No era el primer monarca castellano aficionado a las costumbres y formas de vida moriscas, pero no debe cabernos la menor duda de que tales actitudes no eran vistas con buenos ojos por aquellos que le rodeaban.
De los cronistas contemporáneos nos han quedado dos retratos del rey, describiéndonos su aspecto físico. Uno de ellos es de Enríquez del Castillo[3], que nos dice: «Era persona de larga estatura y espeso en el cuerpo y de fuertes miembros; tenía las manos grandes, y los dedos largos y recios; el aspecto, feroz, casi a semejanza de león, cuyo acatamiento ponía temor a los que le miraban; las narices romas, y muy llanas; no que así naciese, más porque en su niñez recibió lesión de ellas; los ojos, garzos y algo esparcidos; encarnizados los párpados; donde ponía la vista, mucho le duraba el mirar; la cabeza, grande y redonda; la frente, ancha; las cejas, altas; las sienes, sumidas; las quijadas, luengas y tendidas a la parte de ayuso; los dientes espesos y traspellados; los cabellos, rubios; la barba, luenga y pocas veces afeitada; la tez de la cara, entre rojo y moreno; las carnes muy blancas; las piernas, muy luengas y bien entalladas; los pies delicados».
Por su parte, Alonso de Palencia que, como veremos más adelante, dejó un testimonio no sólo negativo, sino extraordinariamente negro del monarca, nos lo describe con tintes sombríos: «Enamorado de lo tenebroso de las selvas, sólo en las más espesas buscó el descanso… Bien se pintaban en su rostro estas aficiones a la rusticidad. Sus ojos, feroces, de un color que ya de por sí demostraba crueldad, siempre inquietos en el mirar revelaban con su movilidad excesiva la suspicacia o la amenaza; la nariz deforme, aplastada, rota en su mitad a consecuencia de una caída que sufrió en la niñez, le daba gran semejanza con el mono; ninguna gracia prestaban a su boca los delgados labios; afeaban su rostro los anchos pómulos, y la barba, larga y saliente, hacía parecer cóncavo el perfil de la cara, cual si se hubiese arrancado algo de su centro». A pesar de esta descripción del monarca, en la que se cargan las tintas para resaltar lo negativo, Palencia tiene que admitir que el porte del rey era gallardo, su piel era blanca y los cabellos rubios, lo que le conferían un indudable atractivo.
De estos retratos podemos sacar algunas conclusiones que nos permiten hacernos una idea de cuál era su aspecto físico. Era de porte distinguido y estatura elevada. Su complexión física era la de un hombre corpulento con largas piernas. Los pies eran valgos, es decir, tenía los pies planos. Ambos cronistas coinciden en la blancura de su piel y el color rubio de sus cabellos. Los ojos eran claros y de mirar inquietante. El conjunto de su rostro estaba determinado por una nariz poco pronunciada —como consecuencia de un accidente sufrido cuando era niño— una frente amplia y despejada, y una poderosa mandíbula en la que debía haber signos de prognatismo que, según algunos historiadores, aparecería como una característica de los monarcas de la Casa de Austria heredada precisamente de los Trastámara.
Su tendencia a la soledad nos señala que era de carácter débil e influenciable. Sin embargo, tales rasgos no se desdicen de la gran humanidad de la que siempre hizo gala. Uno de sus primeros actos de gobierno, cuando fue proclamado rey, fue poner en libertad a los presos que había en las mazmorras del alcázar segoviano y en más de una ocasión rehusó el combate para evitar la pérdida de vidas humanas que ello suponía. Así, en una campaña organizada para combatir a los musulmanes del reino de Granada, casi todo se fue en ostentación y algaradas sin que Enrique se decidiese por entablar combate. Trataba de explicar su actitud señalando que «apreciaba más la vida de uno de sus soldados, que la de mil musulmanes».
Otro de los elementos que definen su personalidad fue el amor que siempre profesó a sus vasallos, reflejada en las actitudes que tuvo encaminadas a evitar los horrores de la guerra con su secuela de calamidades para los más menesterosos, y a procurar que no hubiese derramamiento de sangre. Prefería el contacto con las personas sencillas y humildes, a la relación con los cortesanos y la gente más encumbrada del reino. De ahí, que las referencias coincidan en señalar que prefería la soledad a la compañía humana o que le apenaban las relaciones sociales. Sin embargo, se añade a continuación que en sus huidas a los bosques y lugares solitarios buscaba la compañía de las gentes sencillas, de los lugareños y de los campesinos. Sus enemigos para referirse a esta actitud del monarca señalaban que gustaba de juntarse con rufianes o individuos de baja estofa; con hombres montaraces o lo que era peor: con moros. Esta realidad llevó a una consecuencia simple. Pese a las feroces críticas que la literatura de la época —eminentemente de carácter satírico— dedican al rey, a los demás cortesanos y a las situaciones que se vivían en la corte, Enrique IV fue un rey largos años amado por las clases populares. En varias ocasiones en que se vio en peligro por los ataques urdidos a través de alguna conjura nobiliaria, auténticas multitudes acudieron rápidamente en su auxilio.
El capítulo más controvertido de la personalidad de nuestro personaje es el de su sexualidad. El apelativo que al principio de su reinado le fue puesto, «el Liberal», como respuesta a su generosidad, acabó arrinconado por otro que tuvo más fortuna en las páginas de los libros de historia: «el Impotente». A partir de aquí la figura de este monarca ha sido una de las más vilipendiadas y maltratadas de todos los tiempos. No vamos a entrar ahora en la envergadura de este asunto por las importantes consecuencias que del mismo se derivaron y de las explicaciones que sucesos de gran trascendencia tuvieron a partir de la supuesta impotencia del rey, pero sí vamos a acercarnos a algunos datos que nos permitan conocer aspectos de esta cuestión que hace ya medio siglo fue analizada por Gregorio Marañón en un libro singular.
Dos acusaciones graves se lanzaron reiteradamente sobre Enrique en este terreno: la de ser invertido y la de ser impotente. Sobre la primera existen afirmaciones de los cronistas en el sentido de que durante su juventud se entregó a «abusos y deleites de los que hizo hábito». Sin embargo, no se concretan estos abusos ni estos deleites. En otro lugar se señala que de tales abusos «le vino la flaqueza de su ánimo y la disminución de su persona». En referencia a esta cuestión Hernando del Pulgar señala que «estos deleites que la mocedad suele demandar y la honestidad debe negar». Tampoco aquí aparece una alusión clara a tales deleites, ni que se refiriesen a actos de homosexualidad. Sabemos, incluso, que este autor aplica también la denominación de deleites de mocedad a amores extraconyugales, pero de carácter heterosexual.
Una de las coplas de Mingo Revulgo —colección de composiciones satíricas y burlescas escritas durante el reinado de Enrique IV— recoge en una de sus estrofas: «Ha dejado las ovejas por holgar tras cada seto». En la misma algunos críticos han querido ver una alusión a la homosexualidad del rey. Por el contrario, Hernando del Pulgar afirma: «Esta copla quiere decir que la Iglesia y los predicadores también, como los comunes, andan perdidos y sin orden, porque el rey sigue sus deleites y olvida el cuidado que debe tener del regimiento». Nosotros creemos que no hay un argumento válido en la expresión «holgar detrás de cada seto» que permita afirmar que tal holganza tenía que ser con persona del mismo sexo.
En cualquier caso, la alusión más contundente en este sentido aparece en una de las coplas de un conjunto denominado Coplas del Provincial, donde se dice:
El de Albuquerque
jode a personas tres:
a su amo, a su ama
y a la hija del marqués.
Sin embargo, el valor histórico de estas coplas es más que dudoso. En realidad son un libelo difamatorio de carácter tabernario y muy personalísimo en sus ataques. La desvergüenza permanente de que hacen gala les impide cualquier valor artístico. Su autor utiliza el artificio literario de transformar la corte en un convento y hace que comparezcan ante el provincial de dicho convento los caballeros y damas de la corte para aplicarles un duro correctivo versificado de forma tosca. Su éxito —como por lo general suele ocurrir con los libelos difamatorios— fue extraordinario y corrieron de mano en mano copias manuscritas que llegaron hasta los más apartados rincones del reino sin distinción de lugares, ni de categorías sociales.
La acusación de impotencia es la que mayor carga histórica ha tenido, ya que de la misma se derivaban importantes consecuencias. Por lo que hemos visto en lo relacionado a una supuesta homosexualidad del monarca los datos hacen sólo referencia a su actividad sexual, sin que puedan hacerse afirmaciones categóricas que permitan sostener ni siquiera una posibilidad clara de que las mismas hayan de ser consideradas como realizadas con personas del mismo sexo. En el asunto de la impotencia real los planteamientos tienen como base las aseveraciones realizadas por el cronista Alonso de Palencia, cuyo objetivo era buscar todos los argumentos posibles que justificasen la subida al trono de Castilla de la hermanastra de Enrique IV. Siguiendo al mismo cronista tenemos otra referencia que dicho autor recoge en sus Décadas relativa a que el conde don Gonzalo de Guzmán, que no conoció en su época rival en las bromas, los chistes y las agudezas, decía burlándose de aquella vana celebración de bodas (se refiere al segundo matrimonio del rey) que había tres cosas que no se bajaría a coger si las viese arrojadas en la calle, a saber: la virilidad de don Enrique, la pronunciación del marqués y la gravedad del arzobispo de Sevilla.
Si analizamos todas estas afirmaciones al final no tenemos nada concreto. Coincidimos con Marañón al afirmar que tales especies sólo están recogidas en frases ingeniosas, en cancioneros tabernarios o comentarios de arroyo. Aunque también es cierto, como afirma el ilustre médico humanista, que difícilmente se puedan encontrar afirmaciones ortodoxas desde una perspectiva documental sobre asuntos como el que nos ocupa.
Otro de los argumentos utilizados para probar la impotencia de don Enrique se ha encontrado en la esterilidad de su primer matrimonio. Mientras para algunos la causa estaba en la impotencia del marido, para otros testimonios la esterilidad había que achacarla a la reina. Hay una declaración de dos «matronas casadas expertas in opere nuptiale» que declararon bajo juramento después de examinar a la soberana que Blanca de Navarra «estaba virgen incorrupta como había nacido». En este mismo sentido, pero con una perspectiva más amplia, se pronuncia Hernando del Pulgar[10] cuando afirma no sólo la incapacidad del rey para acceder carnalmente a su esposa, sino que añade: «ni menos se halló que hubiese en todas sus edades pasadas con ninguna otra mujer, puesto que amó estrechamente a muchas, así dueñas como doncellas de diversas edades y estados, con quienes había secretos ayuntamientos; y las tuvo de continuo en casa, y estuvo con ellas solo en lugares apartados, y muchas veces las hacía dormir con él en su cama, las cuales confesaron que jamás pudo hacer con ellas cópula carnal. Y de esta impotencia del rey no sólo daban testimonio la Reina Doña Blanca, su mujer, que por tantos años estuvo con él casada, sino todas las otras mujeres con quienes tuvo estrecha comunicación».
Por el contrario, hay afirmaciones en sentido contrapuesto, como la que señala que tenía relaciones con mujeres de Segovia. A fin de conseguir la nulidad de su primer matrimonio, se visitó a estas mujeres con el propósito de obtener su testimonio, cosa que se encomendó a un respetable clérigo. Este obtuvo su declaración bajo juramento y de acuerdo con la misma «había habido en cada una de ellas trato y conocimiento de hombre a mujer, así como cualquier otro hombre potente, y que tenía una verga viril firme y daba su débito y simiente viril como otro varón, y que creían que si el dicho señor príncipe no conocía a la dicha señora princesa, es que estaba hechizado o hecho otro mal, y que cada una le había visto y hallado varón potente como otros potentes».
De sobra es conocido que siempre ha sido fácil encontrar personas que testimonien en un determinado sentido. En la declaración de estas mujeres de Segovia que, al parecer, se dedicaban al ejercicio de la prostitución, hay una afirmación que sin duda está relacionada con todo el proceso de divorcio iniciado por Enrique para repudiar a su esposa Blanca de Navarra: señalan que el rey estaba hechizado o bajo la influencia de algún otro sortilegio o maleficio. Tal afirmación no debe extrañarnos que se aceptase como una verdad sin contestación posible en la mentalidad de las gentes y en el ambiente de la época que nos ocupa. Pero sí extraña su aparición en la declaración cuando era el argumento más importante que se estaba utilizando para llevar a cabo el trámite de separación.
A pesar de todas las dudas llama la atención el hecho de que el entonces príncipe, tan conciliador y enemigo de conflictos, promoviese un proceso cargado de tensiones para conseguir la separación de su primera esposa y poder contraer nuevas nupcias. Durante los años de matrimonio Enrique intentó engendrar descendencia y para ello utilizó ayudas suplementarias, según nos cuenta Zurita. Tales estimulantes los recibía de Italia, país donde las artes amatorias habían alcanzado entonces niveles muy sofisticados. Una pregunta surge ante estas situaciones: ¿si Enrique IV no estaba convencido de poder engendrar un heredero, por qué organizar todo el proceso de separación, con el consiguiente escándalo y acudir de nuevo al matrimonio? Como ya hemos señalado más arriba estos interrogantes no tendrán respuesta nunca, pero sin lugar a dudas permitirán al lector acercarse un poco más a la figura de nuestro personaje.
Algunos de los aspectos que conformaron la personalidad de Enrique IV hemos de considerar que tienen un origen genético. Ya conocemos la poca afición que su padre tenía a las tareas de gobierno, las cuales dejó caer casi siempre sobre los hombros de don Álvaro de Luna y cómo tras la muerte en el cadalso del valido, Juan II se sintió desvalido, siguiéndole a la tumba pocos meses después. Era más dado a la tranquilidad y el reposo que podían proporcionarle la poesía, la filosofía y la música. También encontramos en el hijo esos deseos de tranquilidad y de paz que, al menos en una ocasión, en el pacto de los Toros de Guisando, tuvieron repercusiones extraordinarias. Al igual que su padre, ese deseo de sosiego y tranquilidad que nuestro personaje trataba de encontrar internándose solitario en la espesura de los bosques, pudo en algunos momentos degenerar en una apatía y una abulia de graves consecuencias para el reino. Estas actitudes quedan recogidas así en palabras de un cronista: «Toda conversación de gentes le daba pena. A sus pueblos pocas veces se mostraba; huía de los negocios, despachábalos muy tarde… todo canto triste le daba deleite; preciábase de tener cantores y con ellos cantaba muchas veces… Estaba siempre retraído; tañía dulcemente el laúd; sentía bien la perfección de la música…».
Fue Enrique IV un carácter melancólico que compaginaba a la perfección con su estampa de ser solitario y huidizo, dicha condición debió venirle por vía materna. Su madre, María de Aragón, fue también una persona solitaria que, según Alonso de Palencia, «no halló en el matrimonio el menor goce». Participó hasta su muerte en la política del reino, a veces para poner paz entre sus hermanos, los pendencieros «infantes de Aragón» y su esposo, a veces para enfrentarse a su propio marido al lado de sus hermanos. Actitudes similares adoptó Enrique cuando era príncipe de Asturias, luchando en unas ocasiones al lado de su padre, mientras que en otras hizo causa común con la nobleza rebelde.
Nos hemos referido más arriba a que la abulia fue uno de los elementos que definieron la personalidad de este rey. Es seguro, afirma Marañón, que ya en los años de su juventud esta actitud afloró en su carácter, convirtiéndole en un dócil instrumento en manos de los que más cerca de él estaban. Tal vez ello ayude a explicarnos por qué peleó alternativamente al lado o frente a su padre en las luchas nobiliarias de aquel reinado.
Capítulo III
JUVENTUD Y PRIMER MATRIMONIO
La juventud del futuro Enrique IV transcurrió en una corte que además de errante era inestable a causa de las graves tensiones que provocaban los conflictos, bien declarados bien latentes, promovidos por las ambiciones de unos nobles poco respetuosos con la figura del rey. Una de las batallas más encarnizadas que se libraban en este terreno giraba en torno a la figura de don Álvaro de Luna, uno de los preceptores del joven príncipe y valido del rey Juan II, cuya actitud enérgica frente a la nobleza era el punto de apoyo más importante con que contaba el monarca.
Cuando Enrique apenas tenía dos años de edad una grave conjura urdida por los poderosos «infantes de Aragón», sólo pudo ser dominada gracias a la acción decidida del valido. Pero Juan II, pusilánime por naturaleza, creyó que llegando a un acuerdo con los conjurados obtendría la paz y el sosiego para el reino. Estos, conocedores de donde radicaba el mayor freno a sus ambiciones, impusieron al soberano el destierro de don Álvaro. El rey no vaciló en sacrificar al más leal de sus servidores y al puntal más firme con que contaba la defensa de la autoridad real. El condestable, que era el título que tenía don Álvaro de Luna, se vio obligado a abandonar la corte y retirarse a sus tierras del señorío de Ayllón. Se iniciaba así una larga serie de «traiciones» del monarca a su valido que culminarían de forma trágica.
Muy pronto comprendió Juan II cuál era la verdadera intención de los rebeldes por lo que, al verse solo y sin posibilidades de hacerles frente, llamó apresuradamente a don Álvaro para que retomase a su lado y tomase las riendas de un gobierno que él no era capaz de ejercer. El regreso del condestable a la corte supuso el avivamiento de las tensiones y el desencadenamiento de un conflicto armado que tuvo por escenarios principales las tierras de Extremadura y las zonas fronterizas entre las coronas de Castilla y Aragón.
En este ambiente de intrigas, conjuras, dobleces y rebeliones fue creciendo el príncipe Enrique, en cuya personalidad se fueron grabando algunas de las características que luego definirían su actuación como rey. Si su padre era aficionado a pactar con los rebeldes a costa de sacrificar a aquellos que más fielmente le servían, el joven príncipe debió asumir esta actitud como algo habitual. A los nueve años tenemos constancia de la que, tal vez, sea su primera actividad pública, cuando en 1434 realiza un viaje acompañando a su padre al monasterio de Guadalupe, convertido ya en uno de los centros de devoción popular más importantes de Castilla, para implorar a la Virgen el remedio a las calamidades que aquel año estaban azotando el reino a causa de las lluvias torrenciales y cuyo efecto era demoledor sobre las cosechas.
Hubo algunos años de quietud, que no significaban el final de la agitación nobiliaria, sino sólo un paréntesis en la larga lucha que venía produciéndose. Durante este período don Álvaro de Luna afianzó su posición en la corte obteniendo nuevas prebendas del rey, que descargaba cada vez más las tareas de gobierno en manos del valido. Mientras, él se dedicaba a la música, la poesía y otras bellas artes para las que estaba mejor dotado y tenía mayor afición que al gobierno de sus estados.
En 1436 se produjo un acontecimiento que marcará de forma decisiva la vida de Enrique. Este año su padre llegaba a un acuerdo con uno de los «infantes de Aragón» y a la sazón rey de Navarra con el nombre de Juan I (más tarde será también rey de Aragón con el nombre de Juan II al suceder en este reino a su hermano Alfonso V cuando fallezca sin tener descendencia) para formalizar el casamiento del príncipe de Asturias con una hija del monarca navarro llamada Blanca. Los dos novios tenían la misma edad: once años y por acuerdo de sus padres iban a convertirse en marido y mujer, aunque la consumación del matrimonio, dada la edad de los consortes, se pospusiese para una fecha más adecuada.
Con este enlace el monarca castellano pensaba atraer a uno de sus más encarnizados enemigos y deshacer una de las facciones nobiliarias que mayores problemas creaban en el reino, la del intrigante infante don Enrique, hermano del rey de Navarra y tío de la novia. También creía que el enlace favorecería las relaciones con el vecino reino de Aragón ya que, ante la falta de herederos directos del monarca reinante, la sucesión recaería en el padre de la contrayente.
Se trataba, pues, de un matrimonio netamente político con el que se buscaba la aproximación de tres de los cinco grandes reinos peninsulares. Para nada se contó con la opinión de los novios, siendo la fecha elegida para el enlace el 27 de diciembre de 1436. El tratado entre ambos reyes, pues el matrimonio era eso y no otra cosa, llevaba consigo el compromiso de entrega de importantes sumas de dinero que anualmente el padre del novio se comprometía a entregar al de la novia.
A la boda se le dio el realce que requería un casamiento principesco. Enrique salió en dirección a Alfaro acompañado por sus padres y una lúcida comitiva. Allí esperaron la llegada del cortejo de la novia, aunque el príncipe, siguiendo el consejo de los reyes, continuó camino para salir al encuentro de su prometida.
En la mencionada ciudad riojana se celebraron los esponsales que bendijo el obispo de Osma conmemorándose la celebración con numerosos festejos en los que el novio hizo gala de una gran liberalidad llenando de regalos a la pequeña Blanca y a sus acompañantes. Una vez desposados, los consortes volvieron cada uno sobre sus pasos sin que, dada su edad, el matrimonio se consumase. Sólo se había realizado la primera parte del mismo y por muy solemnes que fuesen los desposorios, la unión carecía de validez legal hasta que no fuese consumada. Sin esta culminación, los matrimonios eran fácilmente anulables.
En los años que siguieron a la ceremonia de Alfaro, fue el padre de la novia el más interesado en que se diesen todos los pasos para darle validez definitiva. Estos años coincidieron con un recrudecimiento de las luchas internas de las distintas facciones: por un lado, don Álvaro de Luna y, por otro, los «infantes de Aragón» y el almirante Enríquez. El origen de los nuevos enfrentamientos se encontraba en el rechazo que el adelantado don Pedro Manrique formuló contra el poder creciente del condestable. Su protesta le costó el encarcelamiento por orden del rey, con lo que los familiares del detenido y los enemigos tradicionales de don Álvaro se agitaron.
El preso logró fugarse de forma novelesca del castillo de Fuentidueña, fortaleza que le servía de prisión, descolgándose por una de las ventanas junto con su mujer y sus dos hijas que le acompañaban en el encierro. El fugado se reunió en Medina de Rioseco con sus parientes entre los que se encontraba el poderoso almirante Enríquez y hacia este punto se dirigió el rey al frente de un ejército con el propósito de apresarle de nuevo. Por el camino Juan II recibió una respetuosa carta de los congregados en Medina, en la que manifestaban su lealtad al rey y su rechazo a la figura de don Álvaro. Solicitaban su alejamiento de la corte y que el reino fuese gobernado directamente por el monarca y por el príncipe Enrique.
El rey rechazó su propuesta y les conminó a que depusiesen su actitud. Sin embargo, la causa de los desafectos sumaba cada vez mayor número de voluntades e incluso una ciudad tan importante como Valladolid se puso a su lado, rebelándose abiertamente contra la autoridad real. A complicar aún más la situación vino a añadirse la llegada a Castilla del «infante de Aragón» don Enrique que se unió al partido de los sublevados y la llegada del rey de Navarra que se dirigió a Cuéllar, lugar donde se encontraba Juan II con sus tropas, acompañado del condestable y del príncipe, lo que no significaba que el monarca navarro tomase posición a su lado, ya que mantenía contacto permanente con los jefes del bando rebelde. Después de numerosas disputas se acordó una entrevista en Castronuño a la que asistirían por parte de los rebeldes el infante don Enrique y el almirante Enríquez y por los monárquicos el propio rey y el condestable.
Hemos de pensar cómo hubo de influir en el ánimo del príncipe el hecho de que su padre se aviniese a pactar con los rebeldes, cosa que probablemente en aquel momento rechazaría pero que más tarde, convertido ya en soberano, practicaría de forma continua. El resultado del encuentro fue que el monarca castellano se plegaba a la principal exigencia de los sublevados y disponía el destierro de don Álvaro de Luna de la corte por un período de seis meses.
Lo acordado en Castronuño fue una verdadera imposición al rey que, dada su debilidad de carácter, castigó de nuevo a quien mejor le estaba sirviendo. La salida del condestable de la corte, retirándose a Sepúlveda, no supuso el final de las tensiones. Juan II, perdido el apoyo más importante con que contaba, se encontró acosado por los rebeldes, viéndose obligado, para esquivar la presión que sobre él ejercían, a trasladar continuamente su residencia de un lugar a otro en medio de una situación bochornosa. Pocas veces la corte de Castilla fue tan errante como en estos días. A pesar de la gravedad de estos sucesos se llegó a un principio de acuerdo por el que el rey y sus adversarios se sometían al arbitraje de los condes de Haro y Benavente. Tal decisión suponía de nuevo una merma para el prestigio de la autoridad real que ayudará a explicarnos algunas de las realidades que se materializaron luego en el reinado de Enrique IV.
Reunidos en Valladolid, a los pocos días de comenzar las negociaciones, se produjo un hecho escandaloso. El príncipe Enrique, sin autorización paterna, se fue a vivir a la casa de uno de los más encarnizados enemigos de su padre, el almirante Enríquez. Su actitud sólo podía ser interpretada como una clara defección a la causa real. El escándalo aumentó cuando el príncipe de Asturias señaló que sólo volvería a la obediencia paterna cuando el rey alejase de su lado a las personas que ocupaban los cargos más importantes de la corte, todas ellas hechura de don Álvaro de Luna quien antes de partir hacia su destierro de Sepúlveda había dejado atados todos los cabos para seguir manejando desde la lejanía los hilos del poder y continuar ejerciendo su influencia en la corte.
Todo apunta a que la grave decisión que el futuro Enrique IV acababa de tomar había estado inspirada por un joven amigo suyo, quien gozaba de toda su confianza. Su nombre era Juan Pacheco y con el paso del tiempo se convertiría en uno de los personajes más famosos de su tiempo, desempeñando un papel de suma importancia bajo el reinado de Enrique IV.
La reacción de Juan II ante los derroteros que se derivaban de la actuación de su hijo fue acceder a las demandas que desde hacía algún tiempo venía formulando el padre de Blanca de Navarra en el sentido de que se efectuase la consumación del matrimonio de dicha princesa con su esposo. El monarca castellano creyó que con esta decisión podría apartar a su hijo de las que se habían revelado como peligrosas amistades. En septiembre de 1440, cuando ambos esposos contaban quince años, se decidió culminar el proceso matrimonial.
El rey de Castilla envió para recibir a la novia a algunos de los personajes más importantes de la corte: al conde de Haro; a don Íñigo López de Mendoza, el futuro marqués de Santillana; y al obispo de Burgos, don Alonso de Cartagena. Por su parte doña Blanca venía acompañada de la reina de Navarra, su hermano, el príncipe Carlos de Viana y algunos de los más importantes nobles y prelados de aquella corte. Las dos comitivas se encontraron en Logroño y desde aquí hicieron viaje juntos hasta Valladolid en un recorrido por Briviesca y Burgos donde los agasajos, las fiestas y los banquetes fueron espectaculares. A ello se añadieron torneos y fiestas de toros, dando tiempo a que el novio, que había partido de Valladolid, saliese al encuentro de su esposa. La entrada en la capital castellana se efectuó de forma triunfal y la celebración religiosa fue uq alarde de ostentación, actuando de padrinos de los contrayentes la hija del rey de Portugal, doña Beatriz y el almirante Enríquez.
Todos aquellos regocijos quedaron ensombrecidos por el fiasco que constituyó la noche nupcial. La Crónica de Juan II dice: «sólo faltó el verdadero gozo del matrimonio, porque después la princesa, quedó tal cual naciera», lo que provocó gran enojo y los consiguientes comentarios entre las camarillas cortesanas. Este suceso, en el cual va a cimentarse gran parte de la carga de impotente que el futuro Enrique IV habrá de soportar, nos ha sido presentado por los cronistas con diferentes variantes, aunque todas coincidentes con lo fundamental del asunto. Así, por ejemplo, Diego de Valera dice que: «El rey y la reina durmieron en una cama y la reina quedó tan entera como venía, de que no pequeño enojo se recibió de todos».
Este «fracaso nupcial» es aceptado sin grandes discusiones entre otras razones porque según la costumbre, la primera noche de un matrimonio real transcurría en presencia de un grupo de cortesanos que certificaban, a modo de notarios, la consumación del matrimonio. Dicha consumación no se produjo aquella noche. Algunos defensores de la virilidad del monarca han sostenido que tal hecho se debió a la propia situación creada por la presencia de testigos para ver a una pareja de jóvenes de quince años que compartían por vez primera el tálamo nupcial. Si a ello añadimos la timidez de carácter del novio, aquella noche debía sentirse impotente.
La estrategia de Juan II encaminada a apartar a su hijo de algunas de las amistades que se estaban forjando en estos años de su juventud y que le habían inducido a rebelarse contra su padre, utilizando como señuelo la boda, fracasó. Aún no se habían acallado los clamores de las fiestas con que se celebró el matrimonio cuando el príncipe Enrique, que debía estar pasando un mal trance por su frustrada noche nupcial, se declaró en abierta rebelión contra su padre. Se sumó al partido aragonés de los infantes de este título, en el que ahora también entraba la mismísima reina María de Aragón que, abandonando a su esposo, se unía a la facción de sus hermanos. La ciudad de Toledo también se sublevó contra el rey y en ella establecieron su cuartel general los rebeldes. Ante la gravedad de la situación Juan II llamó otra vez al condestable a su lado.
Los meses que marcaron el paso del año 1440 a 1441 se fueron entre los desafíos de los sublevados a la autoridad real y a don Álvaro de Luna, y las exhortaciones del monarca a los rebeldes para que depusiesen las armas y volviesen a la obediencia que le debían. Fueron inútiles las cartas escritas por Juan II en este sentido y en el segundo de los mencionados años una terrible contienda civil ya asolaba los campos de Castilla. El príncipe Enrique mostraba una extraordinaria actividad. En Medina del Campo el rey y el condestable se vieron cercados y en difícil situación; mientras don Álvaro al frente de algunos hombres lograba romper el cerco, Juan II quedó en poder de sus enemigos. El monarca castellano, tan propicio siempre a pactar, llegó a un acuerdo con sus captores. En virtud del mismo entregaba amplios poderes a su esposa y a su hijo; al almirante Enríquez y al conde de Alba para que fallasen en el pleito que se venía sosteniendo.
Este singular tribunal formado por una de las partes en litigio, falló sentencia por la cual se condenaba a don Álvaro de Luna a permanecer seis años alejado de la corte. El rey la aceptó sin resistencia, pese a que no sólo significaba «traicionar» una vez más al principal defensor de sus prerrogativas, sino que la imposición de la sentencia en sí misma era ya un grave quebranto para su soberanía.
Don Álvaro de Luna se retiró a su villa de Escalona y sus partidarios en la corte se vieron obligados a abandonarla, quedando Juan II en manos de sus más encarnizados enemigos. En estas circunstancias las angustias del monarca eran grandes y las mismas se veían aumentadas por la separación de su principal apoyo. La situación en la corte llegó a ser tan difícil para su persona, que la realidad era que se encontraba literalmente preso en el castillo de Tordesillas, donde una guardia, que se relevaba de día y de noche, le tenía sometido a permanente vigilancia. Así las cosas, los rebeldes, dueños ahora de la situación, cometieron un grave error: permitieron el retorno a la corte del obispo de Cuenca, don Lope de Barrientos, antiguo preceptor del príncipe Enrique y vinculado desde el principio de las luchas al bando del condestable.
El astuto prelado conquense entró en relaciones con don Juan Pacheco, la persona en quien el príncipe de Asturias tenía depositada toda su confianza y entre ambos convencieron al príncipe, que ya empezaba a dar muestras de ser un muñeco en manos de la fuerte personalidad del futuro marqués de Villena, de la necesidad de poner fin a aquella vergonzosa situación.
Don Lope ató todos los cabos y urdió la trama que condujese a la libertad del rey. Puso en contacto al padre y al hijo, eliminando las sospechas de los rebeldes que creían tener al príncipe de su parte. Puso al condestable en antecedentes de lo que se estaba tramando y sumó importantes voluntades a su proyecto, tales como la del arzobispo de Toledo, el conde de Haro y don Íñigo López de Mendoza. Llegado el momento que consideró oportuno indicó al heredero de la corona que se levantase y proclamase la libertad de su padre. Rápidamente don Enrique se encontró al frente de un ejército de tres mil jinetes y cuatro mil infantes que se concentró en Burgos. Allí acudieron los rebeldes del partido aragonés y, por mediación de algunos clérigos, se evitó el enfrentamiento y se entró en negociaciones. El astuto rey de Navarra, que era el máximo cabecilla de los rebeldes aragoneses, se dio cuenta de la inferioridad de condiciones en que se encontraba y transigió en iniciar conversaciones.
El cambio más importante vino cuando Juan II, aprovechando una cacería, logró burlar la vigilancia de los que le controlaban y pudo reunirse con su hijo y el condestable. El suegro de Enrique comprendió que había perdido la única baza importante que tenía en sus manos y con la habilidad que siempre le caracterizó abandonó las tierras de Castilla y se retiró a Navarra, perdiendo las plazas fuertes y villas de que se había adueñado durante el tiempo que tuvo bajo su control al monarca castellano. También hubo de retirarse apresuradamente el otro infante de Aragón, don Enrique.
A finales de 1444 el rey y su hijo se habían reconciliado y el condestable volvía a desempeñar un papel de primera importancia en la corte. Parecía que la paz volvía a tierras de Castilla. Sin embargo, la bonanza duró poco y el rey de Navarra, su hermano don Enrique y aquella facción de la nobleza castellana que por sistema venía enfrentándose al poder de don Álvaro de Luna y por añadidura al del rey, volvieron a organizarse y prepararon un ejército que se enfrentó en Olmedo a las tropas reales, dirigidas por el condestable y el príncipe de Asturias que en esta ocasión permaneció al lado de su padre (1445). La batalla tuvo lugar el 29 de mayo después de una serie de movimientos tácticos y los inevitables intentos de diálogo que fracasaron. En realidad, esto último era fruto de una treta de don Lope de Barrientos que intentaba, y lo consiguió, ganar tiempo para que llegasen al lugar del combate importantes contingentes de tropas reales que estaban en camino.
La lucha fue dura y tenaz, pero a la caída de la tarde los gritos de ¡Castilla! ¡Castilla! con los que entraron en combate las tropas reales eran los que resonaban en el campo de batalla. El éxito fue total y absoluto. A la grave derrota de lo que venimos denominando «partido aragonés» se añadía la prisión del almirante Enríquez, mientras que el enredador infante don Enrique, que había sido herido en la batalla, fallecía pocos días después en Calatayud a consecuencia de las heridas recibidas. El condestable también resultó herido en una pierna de la cual no se derivaron mayores consecuencias. Don Iñigo López de Mendoza fue recompensado con el título, que luego haría célebre en la historia de nuestra literatura, de marqués de Santillana. Parecía que tras la batalla de Olmedo don Álvaro de Luna afirmaba definitivamente su posición en la corte, las relaciones entre el príncipe Enrique y el rey quedaban en armonía y el poder real frente a la nobleza rebelde fuertemente asentado. Sin embargo, el transcurso del tiempo pondría de relieve cuán inestables eran estas consecuencias que parecían definitivas tras el clamoroso éxito militar obtenido.
Para oponerse a la influencia aragonesa en la corte, de donde habían venido la mayor parte de los problemas internos que había sufrido Castilla, don Álvaro de Luna abrió vías de negociación que estrechasen lazos de unión con la monarquía vecina en la frontera Oeste, con Portugal. El elemento fundamental sobre el que iba a girar este estrechamiento de relaciones era un nuevo matrimonio de Juan II, que había enviudado hacía unos meses de su primera mujer. La novia era una sobrina de don Pedro, regente de Portugal, de nombre Isabel. Parece ser que al ya maduro novio no agradó mucho que se concertase aquel matrimonio sin que él tuviera conocimiento, pero a la postre se inclinó ante la poderosa voluntad de su favorito, que ejercía sobre él un verdadero magnetismo.
El desigual matrimonio, dada la edad de los contrayentes, se celebró de forma solemne en Madrigal en el mes de agosto de 1447 y la belleza de la novia despertó la pasión del rey. El cronista Palencia nos dice que «ya próximo a la vejez se apasionó por la tierna doncella». Esta maniobra matrimonial de don Álvaro acabó por convertirse en una trampa mortal para su promotor. Isabel se dio cuenta de que su marido era una marioneta en manos del valido y utilizando el ascendiente que con sus encantos físicos logró sobre su esposo, fue desplazando poco a poco el papel que don Álvaro desempeñaba en la corte. En palabras de Bermejo de la Rica: «Ya tenía el rey persona que le hiciera dulce compañía, pusiera muletas a su voluntad y le aconsejara ayudándole a tomar decisiones. El favorito no era tan imprescindible como antes». La nueva reina irá poco a poco tejiendo la red que acabará fatalmente con la muerte de don Álvaro de Luna.
En los años siguientes a la batalla de Olmedo las intrigas y los enfrentamientos volvieron de nuevo al primer plano de la actualidad castellana. El príncipe, cuya voluntad estaba en manos de don Juan Pacheco, volvía a confabularse con el almirante Enríquez y el conde de Benavente para conspirar contra su padre. Otra vez enfrentado a la política del condestable, el futuro Enrique IV se rebelaba abiertamente contra su progenitor en Almagro. Entró en una fase de su vida caracterizada por los continuos arreglos y rebeliones, en medio de un mundo de intrigas donde la autoridad real en Castilla se derrumbaba lenta, pero inexorablemente. Hubo incluso una confabulación entre don Juan Pacheco y don Álvaro de Luna para repartirse entre ambos, dueños respectivos de las voluntades del príncipe de Asturias y del rey, el poder del reino. Pero en aquel mundo de traiciones, promesas incumplidas y pactos rotos eran pocos, por no decir ninguno, los compromisos aceptados que se mantenían. Desde Aragón, desde Navarra y desde Granada se producían también incursiones y algaras que ensangrentaban los bordes del reino.
El futuro rey de Castilla vivió estos años turbulentos en los que iba afianzándose su carácter y temperamento, dominado por la voluntad dé otros, debilitando su propia personalidad y llevándole a serpear sinuosamente en el camino de la vida, sin seguir una conducta clara. Colaboró al debilitamiento del poder real tanto como los más contumaces enemigos del mismo; un poder que por ser él el príncipe heredero acabaría en sus manos, lo que hace muy difícil de explicar su actitud.
Por otra parte, su vida matrimonial había sido un fracaso. Durante tres años cohabitó con su esposa Blanca para luego olvidarse de ella. Las voces que corrían por todas partes apuntaban a que la princesa permanecía virginal porque, pese a los años en que hicieron vida conjunta, fue incapaz de accedería carnalmente. El matrimonio carecía de descendencia y el futuro rey empezó a plantearse la posibilidad de repudiar a su esposa y obtener el divorcio. La razón que esgrimiría para ello sería la que corría de boca en boca: el matrimonio no se había consumado, lo cual era un argumento de peso muy fuerte para conseguir con facilidad una sentencia de anulación. Ahora bien, tal planteamiento, que era formulado por el propio marido, se convertía en un arma arrojadiza que en cualquier momento podría volverse contra él: el matrimonio con la princesa de Navarra no se había consumado porque Enrique era impotente.
Por los mismos años en que se estaba fraguando esta posibilidad de anulación de su matrimonio, otros acontecimientos de singular trascendencia estaban teniendo lugar. Pese a la avanzada edad en que Juan II contrajo sus segundas nupcias —tenía cuarenta y dos años y esa era una edad que hemos de considerar elevada para la época a que nos referimos— tuvo dos hijos de Isabel de Portugal, primero una niña a la que se impuso el mismo nombre de la madre y posteriormente un hijo al que se bautizó con el nombre de Alfonso. Ambos hermanos, sobre todo la primera, se cruzarán en la vida del futuro rey, condicionando de forma absoluta los últimos años de la misma.
La nueva reina había continuado su labor encaminada a arruinar al condestable Luna, el hombre que lleno de una ambición sin límites —hemos de reconocerlo— había ejercido el mayor poder en la Castilla de aquellos años. También había sido el máximo baluarte y el mayor defensor de las prerrogativas del poder real, continuamente amenazadas por la levantisca nobleza. Como ocurriera en otras ocasiones anteriores en que Juan II sacrificó a su favorito en los pactos que firmaba con sus más mortales enemigos, ahora, instigado por la reina, ordenó su prisión y juicio, acusándolo de traición, la única acusación que con un mínimo de seriedad no podía imputársele al condestable. El 3 de abril de 1453 don Álvaro se entregó a don Álvaro de Zúñiga, bajo la promesa de que su vida sería respetada.
El favorito solicitó ser recibido por el monarca, cosa a la que éste se negó, ordenando que fuese trasladado desde Burgos, lugar donde había sido apresado, a la fortaleza de Portillo en las proximidades de Valladolid. Se formó un tribunal integrado por doce jueces elegidos al efecto que emitió la siguiente sentencia: «… los caballeros y doctores de vuestro Consejo que aquí son presentes, e aún creo que en esto serían todos los ausentes: visto e conoscido por ellos los hechos, e cosas cometidas en vuestro deservicio y en daño de la cosa pública de vuestros reinos por el maestre de Santiago don Álvaro de Luna, é como ha seydo usurpador de la Corona Real, é ha tiranizado é rrobado vuestras rentas, hallan que por derecho debe ser degollado, y después que le sea cortada la cabeza é puesta en un clavo alto sobre un cadalso ciertos días, porque sea ejemplo a todos los Grandes de vuestro reino».
El rey ordenó el traslado inmediato del reo a Valladolid y que sin pérdida de tiempo se ejecutase la sentencia. La misma se cumplió el 2 de junio. El bachiller de Cibdarreal, testigo de la misma, cuenta que en el camino hacia el cadalso unos pregoneros iban diciendo en altas voces: «Esta es la justicia que manda hacer el Rey Nuestro Señor a este cruel tirano é usurpador de la Corona Real, en pena de sus maldades é deservicio mandándole degollar por ello». Uno de ellos en lugar de decir por los deservicios, dijo servicios, lo que hizo exclamar a don Álvaro: «Bien dices, hijo, por los servicios me pagan así». El condestable arrostró su triste final con serenidad y valentía, actitud que impresionó a la muchedumbre que se había congregado para ver la ejecución e hizo que muchos de los asistentes rompiesen a llorar cuando la cabeza rodó por el suelo.
El comportamiento de Juan II con quien había sido su máximo defensor durante treinta años no tiene ninguna justificación y sólo es explicable por la debilidad de su voluntad. Algunos contemporáneos señalan que el atribulado monarca tuvo redactadas hasta dos cartas de perdón, pero que no llegó a darles curso por imposición de la reina Isabel, principal instigadora de la muerte del favorito. Con su cabeza rodaba un concepto de la monarquía que más adelante acabaría por imponerse y que él había tratado de sostener contra una nobleza decidida a imponer su voluntad por encima de la del rey.
Juan II le sobrevivió sólo un año, atormentado por el «pago» que había dado a su principal defensor. Sin voluntad para regir por sí mismo los destinos del reino, dejó estas tareas en manos del obispo de Cuenca y del prior del convento de Guadalupe, fray Gonzalo de Illescas. Este último año del reinado del padre de Enrique IV coincidió con el desarrollo del proceso de anulación del matrimonio de éste con Blanca de Navarra al que ya nos hemos referido.
A propósito del proceso entablado Alonso de Palencia señala que Enrique «durante algún tiempo no despreció abiertamente a su esposa», pero que después rehuía todo contacto con ella, haciéndoselo ver con sus «repentinas ausencias, la conversación a cada paso interrumpida, su adusto ceño y su afán por los sitios retirados». Aunque ya sabemos que la pluma de este cronista atacó con ensañamiento la figura del rey, en esta ocasión no andaba descaminado en sus apreciaciones. Por la sentencia de nulidad del matrimonio sabemos que de los trece años que duró, los consortes sólo hicieron vida en común durante tres de ellos sin que se lograse llevar a cabo la consumación del mismo, pese a que el príncipe se había esforzado en conseguirlo y para lo cual se valió de todos los medios que la época podía proporcionarle; desde las inevitables rogativas a Dios hasta los más avanzados estimulantes que podía proporcionarle la ciencia erótica del momento y cuyos mayores adelantos estaban en Italia, de donde se trajeron.
En la sentencia de nulidad se señalaba que el príncipe había demostrado su virilidad con otras mujeres cuyos testimonios se incluían en el documento. Ante esta situación se concluía que existía una especie de sortilegio o hechizo
—en la documentación se dice legamento— que le impedía llevar a buen fin los intentos de acceder carnalmente a su esposa. En un informe elaborado por el médico de Juan II, el doctor Fernández de Soria, se dice que no existía en el príncipe desde su nacimiento ningún defecto y que la fuerza sólo la perdió en una ocasión, cuando tenía doce años y que de dicha ocasión vino el hechizo o maleficio que tenía para las relaciones con doña Blanca de Navarra.
En relación al proceso de anulación matrimonial también hemos de señalar que en mayo de 1453, por las mismas fechas en que se estaba preparando la sentencia de muerte contra don Álvaro de Luna, el obispo de Segovia, don Luis de Acuña, fue requerido tanto por parte de don Enrique como de doña Blanca para que dictase sentencia de anulación porque ante un «legamento» el matrimonio no se había consumado. Ambas partes coincidían en afirmar la no consumación y cómo de diferentes maneras habían intentado hacer desaparecer el hechizo que les impedía unas relaciones normales. El obispo de Segovia ordenó la apertura de diferentes investigaciones, de las que resultó que la esposa era virgen y que Enrique había tenido trato carnal con mujeres de Segovia. Con estos datos parecía que el problema de la falta de descendencia del príncipe estaba relacionada con alguna situación particular existente en su matrimonio y no con la impotencia, por lo que dio la sentencia de anulación. El asunto, como era preceptivo, se elevó, por vía de apelación, a Roma y el arzobispo de Toledo por delegación del Papa Nicolás V confirmó dicha sentencia en noviembre de 1453.
De esta forma doña Blanca era descasada y devuelta a su Navarra natal. El hecho hubo de constituir un amargo trance para esta desgraciada princesa. El príncipe Enrique, a punto de convertirse en rey de Castilla, era legalmente soltero. Sin embargo, los rumores que corrían sobre su persona eran poco halagüeños.
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Ficha histórica del libro
Edad: Media
Periodo: Siglo XV
Acontecimiento: Corona de Castilla
Personaje: Enrique IV
Comentario de "Enrique IV el impotente y el final de una época"
En el centro de la tormenta social y política de uno de los reinados más turbulentos vividos en la vieja corona de Castilla está la figura de un monarca cuya imagen ha sido maltratada en los manuales de Historia: el último Trastámara. Enrique IV, conocido con el infamante apodo de «el Impotente».
Uno de los propósitos de este libro es acercar al lector la personalidad de este rey amante de la naturaleza y respetuoso con la vida humana en una sociedad donde imperaba la barbarie, y el desprecio por la vida era norma de conducta. Melancólico, solitario, débil de carácter y humanitario, hubo de gobernar entre una nobleza que sólo perseguía asentar su poder político y económico o su influencia social, y el influyente clero, algunos de cuyos más significados representantes antepusieron sus ambiciones temporales a las obligaciones de su ministerio.
Personajes tan llamativos como el poderoso dos Juan Pacheco, marqués de Villena; don Íñigo López de Mendoza, el famoso marqués de Santillana; don Alonso Carrillo, el violento arzobispo de Toledo, o el exquisito don Diego Hurtado de Mendoza, el gran cardenal de España, desfilan por estas páginas constituyendo piezas claves para entender cómo se desarrolló aquel reinado donde se alumbró un nuevo tiempo marcado por la figura de una hermanastra de Enrique IV: la infanta Isabel, que acabará convirtiéndose en «la reina Católica».
Su reinado estuvo lleno de dificultades: rebeliones nobiliarias, la farsa de Ávila, el pacto de los Toros de Guisando, traiciones, intrigas. A todo ello hubo de hacer frente Enrique IV, quien no tenía temperamento ni personalidad para ser rey en tiempos de bonanza; menos aún en una época tan agitada como la que le tocó vivir.