El sueño de Hipatia
El sueño de Hipatia
1
Al sur del lago Mareotis, finales del año 570
La víspera había partido de su casa de campo, donde llevaba retirado varias semanas trabajando en el Almagesto de Ptolomeo. Lo acompañaban tres de sus criados y con ellos pasaría la noche cerca de los pantanos que se extendían al sur del lago Mareotis. Había reservado unas jornadas, antes de regresar a Alejandría, para dedicarse a uno de sus placeres favoritos: cazar en la zona donde se extendían los pantanos. Allí crecía una exuberante vegetación en la que anidaban ánades, gansos, grullas, cigüeñas y era imposible el cultivo. Un puñado de privilegiados, con licencia del prefecto imperial, encontraba allí un paraíso para dar rienda suelta a sus aficiones cinegéticas.
Teón y sus criados habían pasado la noche en un incómodo albergue, soportando las chinches de los mugrientos jergones proporcionados por los labriegos a precios abusivos. Antes de que el sol apuntase, el astrólogo ya estaba levantado y sus criados lo tenían todo dispuesto para que disfrutase la primera de sus jornadas de caza.
Era cerca del mediodía y los dioses no se habían mostrado propicios. Teón tenía en su zurrón una pieza menor, pero no habían avistado una sola manada de ánades o de gansos, que era donde se centraban sus preferencias.
Parecía que la suerte iba a tornarse al descubrir uno de sus criados una bandada de ánades que se solazaba entre los juncales, ajena al peligro que les acechaba. Se acercaron con sigilo. Teón la tenía ya al alcance de su arco y seleccionaba la mejor pieza cuando el ruido de dos individuos, que se aproximaban con poco cuidado, alertó a las aves de una extraña presencia. Levantaron el vuelo y frustraron las expectativas del cazador.
Al volverse, con la cólera reflejada en sus ojos y el arco tensado, Teón comprendió que algo importante había sucedido. Quienes se acercaban, como si fuesen elefantes, eran esclavos de su casa; uno de ellos era Cayo, su ayudante en el observatorio.
—¡Menos mal que te hemos encontrado, mi señor! —exclamó sin apenas resuello.
Teón destensó el arco.
—¿Qué ocurre? —preguntó inquieto.
—¡El ama Pulqueria ha dado a luz!
La noticia lo sorprendió. Tenía bien echadas las cuentas y aún faltaban ocho semanas para que se cumpliese el tiempo del embarazo.
—¡No es posible! ¡Estaba de siete meses!
—Poco después de que partieras, el ama Pulqueria se sintió descompuesta — explicó Cayo—. En la casa se formó mucho revuelo y el mayordomo ordenó avisar a la partera, quien, tras examinarla, diagnosticó que estaba de parto.
—¿Qué ha ocurrido? —Teón tenía fruncido el ceño.
—Todo ha ido bien. Simplemente, tu hija ha decidido adelantarse.
—¿Cómo has dicho?
—Eres padre. Has tenido una hija.
—¿Has dicho hija? —Lo miró incrédulo.
—Sí, mi amo, eres padre de una niña.
Fue como si lo hubieran golpeado con una maza. El más famoso astrólogo de Alejandría no se molestó en disimular su desilusión. ¡Una hija! No podía explicárselo. Todo estaba planificado para que los astros se mostrasen favorables. Cuando llegaban determinados días, Pulqueria y él tomaban ciertas precauciones y copulaban cuando la posición de los planetas era la más adecuada. Teón sabía que el momento clave era la concepción y no el nacimiento. Ése era el instante decisivo para confeccionar un horóscopo que ofreciese garantías.
Teón, cuyos conocimientos sobre la influencia de los astros y su posición en el firmamento para saber qué deparaba el futuro a las personas a lo largo de su vida lo habían convertido en uno de los astrólogos más reputados de la ciudad, estaba desconcertado. Ignoraba qué podía haber ocurrido y le preocupaba el uso que sus enemigos pudiesen hacer de aquel fracaso. La mayoría de la gente utilizaba el momento del nacimiento para trazar el horóscopo, él lo hacía para sus clientes, pero los iniciados sabían que el instante de la concepción era el más importante, aunque casi nadie lo conocía con exactitud.
Había cumplido treinta y cinco años y no tenía descendencia. Su primera esposa nunca se quedó embarazada y Pulqueria, su segunda mujer, había tardado siete años en hacerlo. Cuando lo supo, celebró una gran fiesta. Se engalanaron los jardines de la casa, hubo alumbrado extraordinario, se sacaron de la bodega los mejores vinos, los que se reservaban para las grandes ocasiones, se habían preparado los manjares más exquisitos y todos sus amigos acudieron a su llamada. Durante varios días los festejos se sucedieron en su mansión. Teón era el hombre más feliz de Alejandría. Iba a ser padre de un niño; sin embargo, siete meses después los dioses se habían mostrado poco misericordiosos. Su mayor deseo era tener un heredero, un hijo a quien confiar su fortuna familiar y con el que compartir sus anhelos. Un hijo que amase la ciencia como él la amaba, pero los dioses no estaban dispuestos a otorgarle el mayor de sus deseos.
Su congoja y contrariedad eran tan patentes que a su alrededor todos habían enmudecido, ni siquiera lo felicitaron. Una bandada de patos pasó por encima de sus cabezas, pero nadie les prestó la menor atención.
Teón se sentó y pidió agua, se refrescó la cara y después bebió con moderación. Permaneció largo rato en silencio y con el rostro sombrío, mientras los demás aguardaban pendientes de él.
—¿Cuándo nació? —preguntó por fin.
—Ayer, justo en el instante que Venus surgió en el firmamento —respondió Cayo.
—¿Estás seguro?
—Completamente, mi amo. Me encontraba en la terraza, junto a la alcoba donde la comadrona atendía al ama, por si necesitaban de mis servicios. Caía la tarde y distraía mis pensamientos escrutando el firmamento cuando escuché un llanto infantil. En aquel momento el brillo de Venus surgió sobre el fondo azulado de la bóveda celeste.
Teón acarició su rasurado mentón.
—Te diré que fue un momento mágico —añadió Cayo.
Se levantó y, sin decir palabra, echó a andar. Sus criados lo miraban, sin saber qué hacer.
—¡Vamos! —les ordenó con voz desabrida.
Una hora más tarde, seis jinetes abandonaban las pantanosas tierras del delta del Nilo ante la entristecida mirada de los campesinos. Éstos veían esfumarse los denarios que les hubiese proporcionado una estancia más prolongada.
El astrólogo desfogaba la frustración espoleando su caballo. Apretaba en los ijares y el noble animal respondía esforzándose al límite. Cuando llegó a los arenales que bordeaban el lago Mareotis hacía mucho rato que el último de sus criados había quedado atrás. Era imposible seguir al extraordinario ejemplar que montaba el amo: un purasangre, veloz como el viento, traído de los desiertos del norte de Arabia.
Ante sus enfebrecidos ojos aparecieron las primeras villas que bordeaban la ribera del lago que cerraba el flanco sur de Alejandría. Allí, en los meses del estío, la aristocracia de la ciudad se recreaba lejos del sofocante calor que se soportaba en la ciudad. Eran lujosas residencias rodeadas de jardines y enclavadas en medio de los campos cultivados en los que se daban la mano el trigo y la vid. Poco después cruzó el canal de la Esquedia y rodeó la muralla para entrar por la Puerta del Sol; allí se alzaban algunos de los templos donde los alejandrinos rendían culto a los dioses de sus mayores y tenían lugar importantes celebraciones religiosas.
Teón dio un respiro a su caballo, que echaba espuma por los belfos. La tarde empezaba a declinar cuando avistó la puerta oriental de la muralla por la que se accedía a la gran Vía Canópica, diseñada por el arquitecto Dinócrates de Rodas cuando Alejandro el Grande le encargó levantar una ciudad sobre un pequeño poblado de pescadores conocido como Rakotis. Recorría la ciudad de este a oeste y era tan espaciosa que permitía la circulación fluida de dos carros en cada dirección.
Cruzó la adintelada puerta flanqueada por dos enormes esfinges de granito rojo y se abrió paso, con alguna dificultad, entre la muchedumbre de campesinos; regresaban de las huertas que se extendían junto al canal que conectaba las aguas del Nilo con las del lago y proporcionaba el agua necesaria para el riego. Los soldados encargados de la vigilancia de la puerta estaban ajenos a su cometido, enviciados en los dados.
La mayor arteria de Alejandría rebosaba de vida. Los soportales abiertos en sus amplias aceras daban cobijo a las mercancías de los establecimientos que jalonaban buena parte de sus más de dieciséis estadios de longitud. Los comerciantes, gentes de muy variadas procedencias según se deducía de sus vestimentas, ofrecían productos de los más apartados rincones del mundo. En cada uno de los tramos delimitados por las calles que, a derecha e izquierda, desembocaban en ella se agrupaban los mercaderes dedicados a la venta de determinada clase de productos, seg-un las normas establecidas por las autoridades; los compradores sabían dónde buscar y podían comparar precios y calidades.
Allí podía encontrarse cualquier cosa, desde perfumes costosísimos a baratijas, fina seda o burda arpillera, pieles y calzados, especias, incienso, pergaminos, papiros, tintas de diferentes colores a precios elevadísimos, cerámica de formas diversas y variados tamaños, piezas de orfebrería o toda clase de alimentos. Los mercaderes voceaban sus mercancías y trataban de atrapar a posibles clientes, invitándoles a comprobar la calidad de sus productos.
Unos gritos, procedentes de una de las calles que se abrían a su derecha, alertaron a Teón. Vio cómo la gente se arremolinaba y los vendedores, agitados, retiraban a toda prisa las mercancías expuestas. En pocos segundos, el abigarrado mundo de los tenderetes había desaparecido. Algunos comerciantes echaron el cierre a sus establecimientos, atrancando las puertas. También la mayor parte de los compradores se había alejado prudentemente del lugar. La estampa que se ofreció a los ojos del astrólogo era habitual en Alejandría desde hacía algunos años. Nicenos y arrianos dirimían sus diferencias a palos. La violencia desatada por aquellos dos grupos se había convertido en algo frecuente. Sus discusiones eran vehementes y, a veces, acababan en reyertas donde había incluso muertos.
Teón supo que se trataba de aquellos exaltados por su inconfundible aspecto: habían desterrado los colores de su indumentaria, no se rasuraban la cara y ofrecían un aspecto desgreñado porque se dejaban crecer el pelo, al modo de los germanos que habitaban las regiones al otro lado de los limes septentrionales del imperio; apenas se lavaban porque rechazaban los cuidados del cuerpo, así como la mayor parte de los placeres que ofrecía la vida.
No le interesaban las creencias de los cristianos, pero sabía que había mucha tensión entre dos de las sectas de aquella religión en la que se comían a su dios en uno de sus rituales y tenía un vago conocimiento de la raíz de sus enfrentamientos. Había oído decir que los nicenos habían aceptado los acuerdos establecidos en un concilio celebrado, hacía ya algunos años, en la ciudad de Nicea. Allí, sus obispos, reunidos a instancias del emperador Constantino, acordaron que el Padre y el Hijo, dos de los dioses de la tríada que formaba su panteón, eran iguales en dignidad, tenían la misma categoría y, en consecuencia, se les debía rendir el mismo culto. Los arrianos, por lo que él tenía entendido, establecían unas sutiles diferencias a favor del Padre.
Teón, como muchos de sus amigos, con quienes compartía largas y animadas veladas, opinaba que en el fondo de aquel conflicto latían otros intereses. El más importante era la rivalidad entre Alejandría y Constantinopla. Las dos ciudades habían estado enfrentadas desde que el emperador Constantino decidió convertir a la segunda en capital imperial. Los alejandrinos consideraban que su ciudad tenía más historia y sus centros culturales, los más prestigiosos del mundo pese a los problemas vividos, la situaban muy por encima de su rival, que esgrimía como principal argumento ser la cabecera del poder político del imperio.
Miraba la escena, sorprendido por la inusitada violencia de los contendientes. A pesar de la frecuencia de sus enfrentamientos, nunca había sido espectador de la fiereza con que se peleaban. Algunos de ellos blandían pesadas estacas, indicando que habían acudido al encuentro dispuestos para la pelea. Todo transcurrió tan deprisa que, sin apenas darse cuenta, se vio en medio de la trifulca. Ahora entendía por qué los avispados comerciantes se habían mostrado tan diligentes apartándose.
Tiró de la brida del caballo para que el animal retrocediese, ante la acometida de dos individuos que luchaban a brazo partido y se le echaban encima, sin reparar en otra cosa que no fuese agredir al adversario. Teón no se dio cuenta de que a su espalda peleaba otra pareja: una mujer, con los ojos desorbitados, arremetía, estilete en mano, contra un individuo que tenía la cabeza vendada y empuñaba una espada corta. La mujer falló el golpe y el estilete se hundió en el anca de la cabalgadura del astrólogo que, aguijoneada, se encabritó y se alzó de manos, lo que le puso en una situación apurada. Con mucha dificultad logró dominar su corcel y se desplazó hacia la zona porticada, buscando salir de aquel turbión en que se había visto envuelto.
El caballo hizo una extraña corveta y estuvo a punto de derribarlo. Algo había alertado el instinto del animal. Segundos después se escuchó un ruido que parecía emerger de las entrañas de la tierra. El astrólogo supo inmediatamente que aquello era mucho peor que la riña callejera.
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Ficha histórica del libro
Edad: Contemporanea
Periodo: Siglo XX
Acontecimiento: Segunda Guerra Mundial
Personaje: Varios
Comentario de "El sueño de Hipatia"
Hipatia vivió a caballo entre los siglos IV y V de nuestra era. Maestra en la Academia, se convirtió en un referente para la cultura clásica, amenazada por las nuevas formas de vida que impone un cristianismo cada vez más intolerante con quienes no comparten sus principios. Los enfrentamientos vividos en aquella Alejandría tendrán un triste episodio en su horrible muerte a manos de un grupo de fanáticos. Un texto de Hipatia, encontrado entre viejos manuscritos, provocará una tensa aventura en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, desencadenada por el fanatismo de los nazis.
Lectura de un fragmento de «El sueño de Hipatia»