El Gran Capitán
El Gran Capitán
Trujillo, reino de Extremadura, en las vísperas de la Natividad de Nuestro Señor del año de 1525
Estoy cansado. Mi vida hasta el presente ha sido un permanente batallar. Una brega continuada desde que abandoné Trujillo hace cerca de treinta años, después de dar honrosa sepultura al cuerpo de mi madre, doña Juana de Torres. Era viuda desde hacía una década, al morir mi padre, don Gancho Ximénez de Paredes, gloria de Dios haya, un noble caballero que había ganado mucha honra y fama, pero pocos dineros, luchando contra los moros.
Mi nombre, aunque eso carece de importancia, es Diego García de Paredes. Vine al mundo en las Extremaduras, en la ciudad de Trujillo, título que le había concedido el rey don Juan II, en el año de gracia de 1468 del nacimiento de Nuestro Salvador. Desde pequeño destaqué por mi corpulencia. Mi madre se empecinó en que recibiera una esmerada educación, algo que entonces me molestaba mucho, porque las horas que dedicaba a la lectura y la escritura, a las sumas y las restas, y a adquirir algunas nociones de gramática, me privaban las más de las veces de atrapar ranas en las charcas, cazar lagartijas para cortarles el rabo y apostar sobre cuál se retorcería más rato, cazar moscas al vuelo para arrancarles una de las alas y observarlas girando como peonzas, o buscar nidos para arrojarnos los huevos que encontrábamos en ellos. Con todo, lo que más me dolía eran los aguijones de mis amigos por perder el tiempo en aprender las cosas que el preceptor me enseñaba y que para ellos carecían de valor. Era poco usual educar en letras y cuentas a un niño que vivía en lugar tan apartado de la corte como era Trujillo y donde no resultaba fácil encontrar un maestro de letras. Como digo, fue mi madre quien se encargó de buscar un preceptor y lo hizo porque yo era el tercero de mis hermanos y me destinaban a la tonsura.
Diré, después de tantos años, que esto de saber leer y escribir no es una cuestión baladí. Si cuando era rapaz sólo me valió de escarnio por parte de los demás niños, luego resultó ser cosa harto llamativa entre mis compañeros de armas, ya que somos pocos quienes manejamos la pluma y blandimos la espada. No obstante, con el paso de los años he comprendido que el empeño de mi madre no era un capricho y, si bien lo que entonces aprendí a base de pescozones y cachetes no me fue necesario para mis trabajos, poco a poco me ha llenado de orgullo porque, en honor a la verdad, todo esto de la escritura y las letras ha cambiado mucho en nuestros reinos desde el tiempo en que yo era niño. Hoy, por influencia de los italianos, que son peritos en el ejercicio de la pluma con la que consiguen bellísimas composiciones, en España se reconoce mucho mérito a las letras. Hay ejemplos notables de soldados que a la par han sido poetas, incluso alguno ha alcanzado tanto renombre con la pluma como con la espada y sus composiciones circulan en letras de molde. Pero quienes, principalmente, dedicamos nuestra vida a rendir culto a Marte no solemos ser poetas y la gran mayoría ni siquiera sabría cómo mojar un cálamo en el cuerno de la tinta.
Ese aprendizaje de mi niñez cobró relevancia entre mis iletrados compañeros con los que compartí las penalidades que abruman al soldado en las campañas, en las que así mismo se paladea el sabor de la victoria. Placer que no es comparable a ningún otro.
Hoy, después de haber tomado, hace un par de días, la decisión de empuñar el cálamo, doy gracias a aquel empeño de mi madre y recuerdo con gratitud los mamporros de don Íñigo de Suances, que era el nombre de mi preceptor. Gracias a ellos me es posible dejar constancia en estos papeles de un hombre y de los hechos que marcaron su vida, que es obligado se conozcan por las generaciones venideras de la forma en que ocurrieron. Los hechos, aunque pueden ser considerados desde miradas diferentes, que vienen dadas por la posición que ocupan quienes dan cuenta de ellos, han de responder a la verdad. Cierto es que la verdad tiene matices, pero jamás debe deformarse y menos aún faltar a lo realmente acaecido. Admito la licitud de las valoraciones que hacen sus protagonistas, pero esas valoraciones han de serlo con ponderación y conocimiento de los hechos.
Pongo por escrito esta última reflexión porque hay en nuestro tiempo una especie muy abundante de hombres que hablan sin el rigor que las cosas requieren. Saben de todo y de todo opinan, y lo que resulta mucho más detestable: a su falta de conocimiento añaden la envidia como razón principal de sus palabras. Como digo, he conocido a muchos individuos de esta especie. Unos porque la ignorancia, que siempre es osada, les lleva a hablar y a opinar de lo que no entienden ni saben. Otros porque pretenden ganar crédito y riqueza a base de desacreditar a quienes tienen merecida fama por sus hechos. Abundan en las cortes de los príncipes, lugar muy a propósito para sus dislates y calumnias. Se cobijan allí porque las cortes son la fuente del poder y consiguen mucha ganancia sin gran esfuerzo ni el menor quebranto. Suelen estas gentecillas desatar sus lenguas con las palabras precisas que el príncipe quiere oír. Son aduladores perniciosos, envidiosos de la grandeza de otros porque su mediocridad les lleva a tachar con malas palabras y peores razones lo que han hecho y ellos son incapaces de hacer.
Pero no es de esos envidiosos de quienes quiero dejar constancia, sino, como ya va dicho, de la fama de alguien a quien ellos se encargaron de vituperar. Deseo que haya memoria fiable de las hazañas de don Gonzalo Fernández de Córdoba, duque de Terranova, de Santángelo y de Sessa, señor de Órgiva y para oprobio de Gu Alteza, don Fernando de Aragón, alcaide de Loja.
Quienes lo tratamos en vida lo llamábamos don Gonzalo de Córdoba y era comúnmente conocido como el Gran Capitán, título que, como más adelante comentaré, se lo dieron sus propios soldados. Los papeles que dejaré escritos recogerán verazmente los hechos que acontecieron al Gran Capitán, que en gloria de Dios esté, porque entregó su ánima al Creador hace ahora una década, al morir en el segundo día del postrero mes del año de 1515, pocos días antes de que falleciese el rey don Fernando, quien sólo le sobrevivió cincuenta y dos días.
Son muchos los que afirman que Su Alteza fue gran príncipe y gran político. Es posible que tengan un punto de razón quienes sostienen tal opinión. Ponen por escrito que es gracias a él que su nieto don Carlos, de quien me siento honrado de haber servido en el campo de batalla y estoy dispuesto a hacerlo presto si de mis servicios necesitase, gobierna como rey de España o emperador de Romanos, que ambos títulos coronan su testa, convirtiéndolo en el monarca más poderoso del orbe. No seré yo quien quite a su abuelo la parte que corresponde a sus merecimientos, pero no estoy tan convencido de que todo sea debido a él. Don Fernando jamás habría alumbrado la política que se diseñó sin el concurso de la reina doña Isabel. Fue ella quien impulsó la guerra contra los moros de Granada, quien dio alas al genovés Cristóbal Colón, aunque ahora oigo decir tonterías como que es catalán y que en lugar de partir de Palos, puerto de la Andalucía, salió de no sé qué sitio de la costa catalana, para que hiciera la travesía de la Mar Océana. Fue la reina quien dispuso los matrimonios de sus hijas para dejar a los franceses más solos que la una y fue por eso por lo que su nieto, nuestro rey y emperador, como ya va dicho, recibió la más fabulosa herencia que monarca alguno haya tenido jamás. Pero lo que me lleva a llamar fabulosa a esa herencia viene por las noticias que nos llegan allende los mares, de las Indias. En esas tierras anda mi paisano Pizarro, que también peleó en Nápoles bajo las órdenes de don Gonzalo, buscando Eldorado, según he oído decir. Está asociado con un cura cuyo nombre no recuerdo y un manchego de Almagro. Pero a lo que íbamos. Fue doña Isabel el alma de todo aquello y fuimos extremeños, andaluces, manchegos, gallegos y vizcaínos los que mayormente formamos las compañías que mandó don Gonzalo, un cordobés de Montilla, en las duras campañas que sostuvimos para arrojar a los franceses de Nápoles y para quitarle la corona a don Fadrique y que la ciñera don Fernando, a quien le faltó tiempo para buscarse otra reina cuando apenas se había guardado el luto por doña Isabel. Se casó con doña Germana de Foix, sobrina del monarca galo, y ese matrimonio a punto estuvo de desbaratar la mancomunidad que se había establecido entre las coronas de Castilla y Aragón, y echar por alto lo que tantas fatigas nos costó en Nápoles, al negociar con los franceses unos acuerdos que en nada nos beneficiaban.
Dejo constancia de estas puntualizaciones sólo por dar testimonio y, en modo
alguno, van puestas en desdoro de su papel como príncipe. Por lo que toca a ciertas decisiones que tomó don Fernando, discrepo de quienes sostienen, para justificarlas, que el príncipe no puede tener sentimientos. Pienso que los príncipes, por muy encumbrados que estén, son personas y aunque de sus hechos sólo han de responder ante Dios, sus acciones deben estar sometidas a ciertos principios. Don Fernando era suspicaz y desconfiado, quizá por eso nunca fue persona agradecida, más bien al contrario. Se mostró ingrato con quienes mejor le sirvieron y de forma muy particular con quien fue su mejor soldado, a quien debía la conquista de un reino y a quien algunos de sus leguleyos tuvieron la osadía de pedirle cuentas por haberlo conquistado. Fue ingrato cuando dio crédito a los maledicentes, calumniadores y envidiosos que, como dicho queda, tanto pululan alrededor de tronos, y susurraban a su oído que el Gran Capitán pretendía proclamarse rey de Nápoles. Si ése hubiera sido su deseo, don Gonzalo de Córdoba no habría tenido problema alguno para conseguirlo. Digo esto con mucho fundamento… pero no adelantemos acontecimientos, que a todo me referiré a su debido tiempo.
Tuve el honor de servir a don Gonzalo como soldado y eso me concedió el privilegio de estar a su lado en muchos de los grandes hechos que protagonizó y que permitieron que se izara el pendón de nuestro rey en Nápoles, pese a los franceses, quienes pusieron toda la carne en el asador para que no fuera así. Deseo, pues, por lo que más adelante diré, poner en limpio la vida de quien sus propios soldados aclamaron en el mismo campo de batalla con el nombre de Gran Capitán. Dejar constancia de sus méritos y de las muchas vicisitudes por las que pasó para hacer realidad la proeza de conquistar un reino para un monarca que le pagó con la peor de las monedas: la ingratitud.
La mayoría de las veces don Gonzalo de Córdoba hubo de enfrentarse a los franceses y a sus aliados con medios muy inferiores a los que ellos tenían, pero sus capacidades para diseñar estrategias, hasta entonces no puestas en práctica, desconcertaban al enemigo. Renovó el arte de la guerra al darse cuenta de que, con la importancia que cobraban las armas de fuego, el tiempo de la caballería había pasado y que una infantería convenientemente organizada y una adecuada potencia de fuego eran más eficaces que los jinetes en el campo de batalla. Con esos planteamientos alcanzó victorias comparables a las de los grandes capitanes de la Antigüedad.
Conocí a don Gonzalo de Córdoba a comienzos del año de 14P7 cuando el papa Alejandro Borgia, a cuyas órdenes estaba yo por aquel entonces, le encomendó recuperar el puerto de Ostia que estaba en manos de los franceses. Su defensa la habían confiado a un vizcaíno llamado Menaldo Guerri. En pocas semanas el Gran Capitán consiguió lo que no habíamos logrado en muchos meses de asedio.
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Ficha histórica del libro
Edad: Moderna
Periodo: Reyes Católicos
Acontecimiento: Varios
Personaje: Gonzalo Fernández de Córdoba
Comentario de "El Gran Capitán"
Los años finales de la vida de Gonzalo Fernández de Córdoba, aclamado por sus propios soldados como Gran Capitán en el campo de batalla, son el eje central de una novela donde se repasa su vida. En su encubierto destierro de Loja tiene noticia de la derrota del ejército español en Rávena que desencadenará una serie de acontecimientos que pondrán de relieve, una vez más, la lealtad de Gonzalo y la actitud cicatera que el rey Fernando tuvo hacia uno de su más leales súbditos.
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