Tiempo de cenizas
Tiempo de cenizas
1
—¡El reo ha jurado decir verdad! —clamó el alguacil.
Y el eco de sus palabras rebotó en las paredes del enorme espacio del Tinell de Barcelona, la gran sala de ceremonias de los antiguos reyes de Aragón. Su grandiosidad estaba destinada a empequeñecer e intimidar a los visitantes, fueran embajadores o vasallos. Sin embargo, el rey ya no estaba allí.
El lugar desde donde antes el monarca impartía justicia se había convertido en la madriguera del dragón, la cueva de la fiera de múltiples cabezas que aterrorizaba a la ciudad: la Inquisición. El sitio del trono lo ocupaban ahora una silla y una robusta mesa situadas sobre una tarima elevada tres escalones por encima del suelo de piedra. Un dosel de tela negra colgaba por la espalda y los costados del entarimado protegiendo el sitial del frío y las corrientes de aire. Allí se encontraba el inquisidor.
El fraile dominico, con hábito blanco y capucha negra calada, parecía indiferente a lo que ocurría a su alrededor y movía los labios en un rezo silencioso leyendo su libro de oraciones. La luz mortecina de aquella tarde lluviosa, que penetraba por los grandes ventanales situados a su derecha, no le bastaba y se ayudaba con un candil apoyado en la mesa.
No fue hasta poco después de oír al alguacil que el monje levantó la vista para clavar sus ojos en el reo. El candil le iluminaba el rostro desde abajo y resaltaba una pronunciada barbilla, una nariz ganchuda y unas cejas de pelos largos.
—¿Quién eres? —interrogó con voz áspera.
El hombre que se erguía frente a él percibió un revuelo de plumas que rasgaban el papel: los funcionarios de la Inquisición se apresuraban a anotar el interrogatorio.
—Joan Serra. —Y al decir su nombre se irguió un poco más. Aquella sala le traía recuerdos trágicos de cuando apenas era un niño encogido de terror. Habían transcurrido muchos años y él había cambiado. Ahora miraba al juez a los ojos, casi desafiante.
—Joan Serra ¿qué? —preguntó el fraile.
—Joan Serra de Llafranc —repuso el hombre con voz firme.
El inquisidor contempló al reo con interés. Los acusados solían mirarle temerosos, pero aquel no parecía sentir miedo. Era alto y fornido, mostraba una poderosa nariz que debía de haber achatado ligeramente un golpe y que le confería un aspecto audaz, y lucía el pelo castaño cortado a media melena y unas pobladas cejas sobre unos ojos oscuros de aspecto felino que le miraban fijamente.
—¿A qué te dedicas?
—Soy librero.
—¡Ah, librero! —repitió el inquisidor. Su tono era amenazante, como si aquella afirmación le hubiera hecho ya culpable.
Joan miró a su derecha. Anna, su amada esposa, se encontraba de pie, flanqueada por dos oficiales de la Inquisición. Pensó en las argollas de hierro, que estarían hiriéndole las muñecas. Sus hermosos ojos verdes estaban húmedos y ambos se miraron unos instantes con ternura. ¡Qué intenso fue el intercambio! Como si quisieran recordarse sus largos años de amor. Después, el hombre volvió sus ojos al fraile, que le contemplaba desde detrás de su mesa, en lo alto de la tarima. Le observaba igual que un ave carroñera lo haría con su presa.
—Sí. Librero e impresor.
—¡Impresor! —El tono del inquisidor se hizo más duro.
—Sí. Librero e impresor —insistió Joan—. Y por cada libro que vos hicisteis quemar, yo imprimí e hice circular diez.
La barbilla del fraile pareció caer. Le miraba boquiabierto. Nadie se atrevía a hablarle así a él. Nadie desafiaba a un inquisidor. Aquel loco le decía a la cara lo que a otros les tenía que sacar con tortura.
Pero Joan no miraba al fraile, sino a Anna, que había soltado un quejido ahogado al oír sus palabras. Movía la cabeza con incredulidad y pesar; acababa de comprender lo que su esposo pretendía con aquella declaración suicida. Él trató de confortarla con una sonrisa que apenas se dibujó en su rostro, pues de inmediato su atención fue hacia uno de los individuos que la custodiaban. Era un pelirrojo enorme y panzudo que le miraba con sus oscuros ojos sanguinolentos y una sonrisa de triunfo en la boca. Era Felip Girgós, el fiscal de la Inquisición, su odiado enemigo, que contemplaba satisfecho la derrota final del librero. Sin embargo, aquel matón había dejado de tener importancia para Joan. Dirigiéndose de nuevo al fraile, que aún no había reaccionado, dijo:
—Y cuando yo muera, los de mi gremio seguirán haciendo lo mismo hasta que los libros y la cultura destruyan vuestra Inquisición.
El inquisidor cerró la boca y apretó los dientes. Le costaba creer lo que veía y oía. Le asombraba el desparpajo de aquel hombre, su coraje. Frunció el ceño mientras aquellas palabras resonaban en su interior. Contempló al que sería su próxima víctima, que le miraba erguido, en silencio y con la cabeza alta.
Por un momento pudo ver en sus ojos el futuro que le vaticinaba, un tiempo nefasto en el que los libros libres derrotarían a la Inquisición y acabarían con ella. De pronto, el fraile tuvo la certeza de que aquel tiempo llegaría, y sintió temor. Después, rabia.
—¡Arderás en la hoguera! —rugió.
Joan afirmó con la cabeza y al inquisidor le pareció que una sonrisa asomaba en los labios de aquel hombre que debería temblar de miedo en lugar de mirarle desafiante.
Se levantó de su asiento, encolerizado, y de un manotazo apartó los papeles y el
libro, que cayeron al suelo. La llama del candil osciló peligrosamente mientras este se balanceaba al borde de la mesa. Su luz proyectaba sombras lúgubres en la faz del fraile.
—¡Quemado! —insistió gritando—. ¿Te enteras? ¡Serás quemado vivo!
El reo hizo otro gesto de asentimiento. Lo entendía perfectamente y eso era lo que había estado buscando. Su actitud tranquila, casi complacida, enrabietó más al juez, que descargó un puñetazo sobre la mesa.
El candil cayó ocultando al fraile en las sombras que producían su capucha y el dosel. El aceite se desparramó sobre el libro y los papeles de la Inquisición caídos al suelo, que empezaron a arder. Los soldados corrieron a apagar el fuego mientras el inquisidor parecía gruñir dentro de su oscura madriguera, y Joan volvió su atención a su esposa, que le miraba con una tierna tristeza. La amaba desde el día en que la vio por primera vez, anheló con desesperación compartir con ella su vida, y ahora la acompañaría en la muerte. Sabía que la acusación que le había llevado frente al inquisidor le hubiera condenado a una muerte rápida, benévola; la que no tendría su esposa por culpa de aquel maldito fiscal pelirrojo.
Ella sería ejecutada en la hoguera sin la clemencia que aplicaban a los que reconocían sus culpas: morir antes al garrote. Estaba destinada a ser quemada viva. Ahora él, después de su desafío, también. Temía al fuego, aunque mucho más dejarla sola en sus últimos instantes. Anna le miraba llorosa negando con la cabeza mientras trataba de sonreírle con cariño. Sabía que él lo había hecho todo para acompañarla en la más horrible de las muertes. Para estar juntos hasta el final.
Joan se incorporó del lecho sobresaltado. Jadeaba y tenía el cuerpo cubierto de sudor. Aquella pesadilla era angustiosamente real y recordaba haber sentido algo semejante al despertarse unos días antes. ¿Serían premoniciones, avisos de un trágico futuro?
Se dijo que se encontraban a salvo en Roma, que la Inquisición y Felip, el matón pelirrojo, estaban muy lejos, en España, donde seguramente él jamás regresaría.
Era finales de octubre, la luz del amanecer se filtraba ya por los ventanucos de la habitación y Joan contempló en la cálida penumbra a Anna, dormida con su melena azabache abierta cual abanico sobre las almohadas. Estaba bellísima. Quiso acariciarla con las manos, pero, temiendo despertarla, lo hizo solo con la mirada.
¡Había luchado tanto por ella! No se cansaba de contemplarla, se decía que era suya y le costaba creer su fortuna. Hacía solo unos meses que era su esposa y despertarse a su lado era una sorpresa dichosa. Al verla en la mañana, al sentir su calor, al comprender que estaban juntos, su corazón daba brincos de felicidad.
Al lado de Anna dormía, en su cuna, un niño de ocho meses de aspecto sano que sonreía en su sueño. El día anterior había abierto la boca, en la que se empezaban a
mostrar los primeros dientes, para balbucir algo parecido a «papá». Joan deseaba que el pequeño abriera los ojos, que le contemplara de aquella forma suya, tan particular, y que volviera a sonreírle. Aquella mirada que al principio le turbaba ahora le daba paz, le bendecía, le perdonaba.
Sin embargo, el recuerdo de la pesadilla regresó y con él la inquietud. ¿Le advertía de algo? Miró hacia la puerta de la habitación, que mantenía atrancada por la noche a pesar de estar en su casa, rodeado de gentes que le eran fieles. Y contempló la azcona que estaba sujeta en la pared de al lado. Era una lanza corta, semejante a un arpón de pescador. Había visto morir a su padre con ella en las manos mientras defendía a su familia de los piratas que asaltaban su aldea de Llafranc, en la costa norte catalana. Jamás olvidaría aquellos momentos, ni las últimas palabras de su padre, ni la promesa de ser libre que le hizo. Aquella arma era el símbolo de su familia y de la libertad.
Joan se levantó del lecho, se acercó a la azcona para acariciarla y percibió en ella aquella vibración especial que le hacía sentir más fuerte y seguro. Él lucharía por los suyos tal como había hecho su padre, los mantendría a salvo y aquella pesadilla jamás se haría realidad.
—¡Nunca! —musitó tratando de ahuyentar las trágicas imágenes—. ¡Jamás ocurrirá!
2
Un fuerte estampido hizo que Joan se despertara sobresaltado, de madrugada, dos días después. Conocía demasiado bien el sonido, era un disparo de arcabuz. Ramón empezó a llorar en su cuna.
—¿Qué ocurre? —inquirió Anna alarmada.
—Es un arma de fuego. Y ha sonado aquí mismo.
Después se oyeron gritos y más disparos. Joan se levantó con precaución para acercarse a la ventana y ver qué pasaba.
—Id con cuidado. ¡Os lo suplico! —dijo su esposa.
Cuando entreabrió los postigos vio que amanecía y que un grupo de hombres armados gritaba en la calle.
—¡Vivan los Orsini! ¡Mueran los catalani!
En aquel momento aparecieron un muchacho con un tambor y un niño con un pífano. Improvisaron una marcha militar y todos desfilaron entre disparos de arcabuces y gritos hacia el Campo de’ Fiori. Las ventanas de las casas de enfrente se abrían a su paso y algunos participaban en el jolgorio. De pronto sonó un golpe y luego otro más.
—¡Muerte a los catalani! —gritaron de nuevo desde el exterior.
—¿Qué está pasando? —quiso saber Anna.
—Parece que los Orsini se han alzado en armas, y unos niños nos apedrean. Pero no temáis, no se detienen, van hacia el Campo de’ Fiori.
—Allí tienen los Orsini uno de sus palacios —razonó ella mientras tomaba al bebé en brazos acunándolo para que dejara de llorar—. Será donde se reúnan y está a pocos pasos de aquí…
Joan entornó los postigos y se vistió a toda prisa.
—Volverán —concluyó Anna alarmada. Miró a su hijo con ternura y un presentimiento hizo que se le acelerase el corazón—. ¡Volverán a por nosotros!
—No os mováis de aquí, ni os asoméis a la ventana —le advirtió él mientras se colocaba encima de la camisa un coselete, una ligera coraza de cuero endurecido reforzada con chapas metálicas.
Se puso la espada y la daga al cinto, cogió una llave escondida debajo del colchón y después de besar a su esposa se apresuró a salir de la estancia. Pero antes lanzó una mirada fugaz a la azcona de su padre, que continuaba sujeta a la pared al lado de la puerta. Era un arma antigua, aunque, si se manejaba como sabía hacerlo Joan, resultaba muy efectiva tanto en la lucha cuerpo a cuerpo como arrojándola. Se dijo que ojalá no tuviera que usarla.
Recordaba bien las advertencias que con frecuencia le hacía el capitán de la guardia vaticana, su amigo Miquel Corella. «No importa lo que hagas o digas en Roma, ni lo bien que hables el italiano, aquí siempre serás un catalano.» «Cuando muera el papa vendrán a por nosotros y a por nuestras familias, no tendrán misericordia.» «Habrá que luchar o huir. Si es que te dejan huir, claro.»
Los papas habitualmente eran italianos y accedían al solio pontificio gracias a sus conexiones familiares y políticas, que en ocasiones se remontaban a muchas generaciones atrás. Esas familias, como era el caso de los Orsini, poseían castillos y ejércitos con los que imponían su ley. Rara vez un extranjero alcanzaba el papado y cuando lo lograba, solía ser gracias a los ejércitos de su país de origen. Durante el periodo de setenta años en el que los papas se establecieron en Aviñón, todos los pontífices habían sido franceses, y la cabeza de la Iglesia se convirtió en un títere en manos del rey de Francia.
No era esta la situación del papa Alejandro VI, valenciano de Játiva. No contaba con el apoyo de los reyes de España, y se enfrentaba a ellos con frecuencia. Solo sus extraordinarias dotes diplomáticas, su carisma personal y la fuerza de las armas de los catalani le permitían mantenerse en el papado, siempre en un precario equilibrio. Los italianos llamaban catalani a los fieles al papa, un grupo de aventureros y mercenarios mayoritariamente españoles, aunque también los había italianos —en especial sicilianos y napolitanos— y de otras nacionalidades.
La librería de los Serra se había convertido en lugar de reunión de los partidarios del papa. Era un símbolo del poder catalani y, por lo tanto, cualquier insurrección en Roma la exponía a un grave peligro. Si aquella celebración se debía a la muerte del papa, no solo se levantaría en armas la familia Orsini —en franca rebeldía contra Alejandro VI y los suyos—, sino que también lo haría el resto de las grandes familias romanas. Y azuzado por ellas, el populacho se iba a lanzar, cual manada de lobos, al pillaje de los hogares y las posesiones de los catalani. Los asaltantes robarían, violarían, asesinarían y las casas de los vencidos serían pasto de las llamas.
Esos pillajes eran costumbre en Roma cuando un papa fallecía, sin importar que fuese italiano, y con más motivo ocurriría con el papa Borgia, pues el odio acumulado contra los catalani, extranjeros que imponían su ley con dureza, era enorme. No habría piedad.
Los ruidos y voces en la casa indicaban que los estampidos habían despertado a todos. Joan fue hacia un armario situado en el comedor, al lado de la puerta de su habitación, y lo abrió con la llave. Allí guardaba una docena de arcabuces y otras tantas ballestas, espadas y dagas.
—Dadme un arcabuz —oyó a sus espaldas.
Era Anna, que le tendía la mano con una mirada intensa y gesto enérgico; no había atendido sus instrucciones de permanecer en la habitación. Allí aún lloraba Ramón.
Sin apenas vacilar, Joan le dio el arma, una bolsa con doce balas de plomo y un cinto de los que usaban los arcabuceros en el ejército, del que colgaban los «doce apóstoles». Los «apóstoles» eran unos saquitos de tela que contenían la carga de pólvora necesaria para un disparo. Joan sabía que si la librería era asaltada, Anna, desde su habitación o desde donde hiciese falta, no vacilaría en disparar. Ella también tenía derecho a defender su vida, su honra y a su familia.
—Id con cuidado —le dijo.
Anna afirmó con la cabeza y Joan se quedó mirándola mientras ella regresaba al dormitorio cargando trabajosamente con el arcabuz, el correaje y la munición. Amaba a aquella mujer con desesperación y hubiera deseado tener tiempo de besarla y abrazarla, pero había que organizar de inmediato la defensa. No le gustaba que su esposa manejase aquella arma y no se perdonaría si le pasaba algo en el combate, pero sabía lo obstinada que era y que no habría forma de disuadirla.
En los talleres, Joan se encontró con sus empleados —treinta entre maestros, oficiales y aprendices— y se reunieron en el patio. Podía ver el temor y el sobresalto de un brusco despertar en sus miradas. Alguno aún terminaba de vestirse, otros se cubrían con los coseletes y todos iban armados; con espadas al cinto los mayores y puñales y lanzas los más jóvenes. Esperaban sus instrucciones. La mayoría eran florentinos exiliados del régimen de Savonarola y el resto, romanos procatalani. Joan sabía que podía contar con ellos. Había tratado aquella eventualidad varias veces con Giorgio, el maestro encuadernador, con Antonio, el maestro impresor, y con su amigo Niccolò dei Machiavelli, al que a veces llamaban Maquiavelo, que atendía al público en la librería y gozaba de experiencia militar. Todos, hasta el más joven de los aprendices, habían sido instruidos sobre el uso de arcabuces, ballestas y espadas.
—Es posible que traten de asaltar la librería —los advirtió.
—Nosotros la defenderemos —repuso Niccolò en voz alta. Y después, dirigiéndose a sus compañeros, dijo—: Si alguno tiene miedo y quiere irse, que lo haga ahora.
Los aprendices y los oficiales se miraron entre ellos y hubo un silencio. Sabían que irse representaba abandonar a la familia y que no serían aceptados de vuelta. El florentino interpretó el silencio como muestra de fidelidad.
—Estamos todos con vos —le dijo a Joan.
—Subid al piso y repartid las armas —respondió este.
Eulalia y María, la madre y la hermana de Joan, habían bajado al taller. Joan las instruyó para que permanecieran en el primer piso junto a las criadas y los niños, alejadas de las ventanas. Ellas decidieron reunirse con Anna.
Joan ordenó disponer como primera línea de defensa una barricada en la calle;
utilizaron las mesas que usaban para exponer los libros reforzadas con sacos de tierra.
Detrás se situaron varios aprendices a cargo de Giorgio con ballestas, lanzas y espadas. Cuando terminaron, las ventanas de la casa y la barricada estaban erizadas de lanzas, arcabuces y ballestas.
Entonces Joan se plantó en el centro de la calle, bien asentado sobre sus piernas entreabiertas, y, ante la expectación de los vecinos, disparó un arcabuzazo al aire. Un aprendiz corrió a recoger su arma y le entregó otra cargada. Joan no había tenido tiempo de peinarse y su media melena revuelta, sus hirsutas cejas, su poderosa mandíbula y su mirada felina le daban un aspecto feroz. Esperó unos momentos para que todos los vecinos, incluso los más temerosos, se decidieran a curiosear desde las ventanas entreabiertas. Entonces disparó de nuevo. No dijo nada; no hacía falta. Todos sabían que cualquier intento de asalto a su establecimiento costaría muy caro.
Después se inició la espera y transcurrido un tiempo sin que nada ocurriera, Niccolò, aburrido, le pidió a Joan que le dejase ir a indagar. Al ser italiano y tener muchos amigos en Roma, no correría peligro.
A su regreso, se reunió con Joan y con los maestros, que le esperaban ansiosos.
—Los Orsini se han sublevado —les explicó—. El grupo que pasó frente a la librería iba a reunirse con otros en el palacio Orsini del Campo de’ Fiori para después marchar sobre el Vaticano y asaltarlo. Por el camino se les unirán más tropas.
—¿Qué hay con respecto al papa? —quiso saber Joan—. ¿Está aún vivo?
—No hay noticias del papa. Pregunté, nadie respondió y no quise significarme demasiado. Es bien sabido que pertenezco a esta casa.
—Habrá que esperar con las armas en la mano —dijo Giorgio.
—Así es —afirmó Joan—. Dios quiera que fracasen en su intento. De lo contrario, nuestra situación se haría desesperada.
—Aunque fracasen, continuaremos en peligro —advirtió Niccolò—. Estamos alejados del Vaticano y los Orsini, frustrados, buscarán venganza en enemigos más fáciles. Como nosotros.
—Pues se sorprenderán —dijo Joan alzando la barbilla—. No somos fáciles y menos si nos obligan a luchar por nuestras vidas.
Giorgio y Antonio dejaron oír un gruñido de aprobación y Niccolò afirmó con la cabeza al tiempo que sonreía.
Joan almorzó de forma precipitada, casi de pie y alerta, junto con Anna, su madre, su hermana y sus sobrinos, cuidando de dejar las armas fuera del alcance de estos. Los niños contaban ya con diez y doce años, y para ellos aquella inusual actividad bélica era como un juego de guerra en el que participaban con sombreros de papel y espadas de madera. Sus gritos divertidos le hicieron recordar a Joan que su hermano y él tenían las mismas edades cuando los piratas asaltaron su aldea y su padre murió defendiéndolos sin poder evitar que su madre y su hermana fueran secuestradas y convertidas en esclavas. Aquel hecho acabó de forma trágica con su infancia. La guerra no era un juego, sino el vientre que paría la desdicha y la miseria. Contempló a Anna, a su hermana y a su madre con amor y notó el corazón encogido de sentimiento. No quería transmitirles su inquietud, pero quizá aquella fuera su última comida y por la noche estuvieran todos muertos. ¿Era aquel el peligro del que le advertían los malos sueños que sufría últimamente? Joan no temía por su vida. Su miedo, el pensamiento que le angustiaba era la idea de presenciar cómo su esposa y su hermana eran violadas por los asaltantes, que rebanarían después sus gargantas. Y también la de su madre, la del pequeño Ramón y la de sus sobrinos, degollándolos, tal como acostumbraban a hacer los forajidos que asaltaban las casas de sus enemigos políticos. Tragó saliva y renovó la promesa hecha a su padre en el día de su muerte.
—Cuidaré de ellas —murmuró sin que le oyeran—. Y las mantendré libres.
3
Las horas transcurrían en una tensa espera, ningún cliente se dejó ver por la librería y muy pocos vecinos se aventuraron a salir de sus casas. Joan mantuvo a media docena de sus empleados de guardia y el resto regresó a sus ocupaciones en los talleres, con las armas al alcance de la mano. Fue a media tarde cuando varios hombres empezaron a agruparse en el extremo de la calle que daba al Campo de’ Fiori.
—¡Al arma! —gritó Joan.
Todos abandonaron sus tareas para acudir a los puestos que tenían asignados, y tras la barricada y en las ventanas aparecieron los cañones de los arcabuces y las ballestas.
—¡Mueran los catalani! —empezaron a gritar en la calle.
Un muchacho con una ballesta se separó del grupo para acercarse a la librería y disparó un dardo que fue a dar en la pared, cerca de la ventana del comedor desde donde Joan observaba.
—¡No tiréis hasta que yo lo ordene! —vociferó Joan—. Quiero evitar que haya muertos.
Y a continuación, apuntó delante de los pies del chico y disparó su arcabuz. Sonó el estruendo, en el aire se extendió el olor a pólvora y el muchacho, al ver el suelo levantarse a sus pies, dio un brinco y corrió cojeando de regreso al grupo. Hubo unos momentos de silencio y al poco los gritos contrarios al papa y a los suyos tomaron mayor fuerza.
—Se está juntando una multitud en el extremo de la calle —le comentó Joan, preocupado, a Niccolò.
—Deben de haber fracasado contra el Vaticano.
—Eso sería una gran noticia.
En aquel momento, la multitud se apartó para dar paso a un carro cargado de maderos y paja, que fue acercándose. Quienes lo empujaban se cubrían tras él para evitar que los alcanzaran los disparos.
—¡Quieren quemarnos! —exclamó Joan alarmado—. ¡Prenderán fuego a la leña del carro y lo empujarán contra la librería!
—Habrá que tirar a matar —murmuró Niccolò inquieto.
El carro se detuvo a medio camino y, tras él, los sublevados mostraron sus ballestas y arcabuces y dispararon contra la casa. Los defensores se resguardaron y, aprovechando la circunstancia, un hombre abandonó el grupo situado al inicio de la calle y corrió hacia el carro con una tea encendida.
—¡Disparad! —gritó Joan a los suyos.
Los asaltantes se cubrieron a excepción del individuo de la antorcha, que no había alcanzado aún el carro y que fue herido por una saeta en un hombro. Dejó caer la tea, que continuó ardiendo en el suelo, para refugiarse junto a sus compañeros tras los maderos del vehículo.
—¡Mirad, preparan otro carro! —dijo Niccolò señalando al extremo de la calle.
—Lo veo.
Joan se secó el sudor de la frente con un pañuelo, deseaba rezar. Desconocía el número de atacantes y su determinación, pero estaba seguro de que no sería fácil sobrevivir. Su intención de no matar a nadie para evitar rencores y venganzas era ya secundaria. La vida de los suyos había pasado a ser su primera y única responsabilidad.
El segundo carro emprendió lentamente su camino hacia la librería entre gritos de los asaltantes, redobles de tambor y cornetines. Los del extremo de la calle parecían estar de fiesta. Tras el vehículo cargado de maderas y materiales inflamables se elevaba el humo de las teas, y el olor a brea quemada llegó hasta Joan y Niccolò.
—Esta vez vienen mejor preparados —murmuró el florentino.
—Hay que detener a los carros en la barricada para que las llamas no alcancen el edificio —dijo Joan—. Si prenden fuego a la casa, moriremos abrasados en ella o nos masacrarán en la calle cuando tratemos de huir de las llamas.
—Pues ya podemos empezar a disparar —respondió Niccolò—. Y al cuerpo, no como hasta ahora.
—De acuerdo.
Cuando los del segundo carro llegaron a la altura del primero, a solo veinte pasos de la barricada, los asaltantes prendieron fuego a ambos vehículos y los empujaron a la vez hacia la librería mientras desde esta les disparaban a discreción. Los carros toparon con la barricada y allí se detuvieron. El fuego iba prendiendo en ellos y el calor se hizo insoportable para Giorgio y sus aprendices, que tuvieron que abandonar su posición tras el parapeto y entrar en la casa. El calor del fuego empezó a notarse dentro. Joan podía oír el rezo de las mujeres desde la habitación contigua mientras apuntaba entre las llamas a las siluetas que se movían tras ellas. Iba repitiendo, de forma inconsciente, las oraciones.
—¡Cerrad la puerta y atrancadla bien! —gritó desde el primer piso.
El calor y el humo que procedían de las hogueras en que se habían convertido los carros dificultaban la respiración. Joan se felicitó por la idea de levantar una barricada; esta había servido de tope a los carros, aunque estaban lo suficientemente cerca como para que las llamas lamieran el edificio. La librería podía incendiarse de un momento a otro. Sin embargo, el peligro más inmediato lo representaban los hombres que, parapetados tras unos grandes escudos del tamaño de puertas, disparaban a las ventanas de la casa desde más allá de los carros. Observó que el choque había tumbado una de las mesas que formaban la barricada, dejando el paso despejado.
—¡Tratarán de derribar la puerta! —murmuró inquieto.
Anna conocía bien el peligro de muerte que se cernía sobre ella y su familia. Joan no le había ocultado los riesgos que comportaría su vida en Roma. Aun así, nunca imaginó que solo gozarían de cinco meses de felicidad y esplendor antes de sufrir una agresión de tal calibre.
Había rezado con su suegra y su cuñada para que la librería no sufriera ningún ataque. Sin embargo, comprendió que este era inevitable cuando a media tarde Joan dio la alarma. De inmediato corrió a su habitación para dejar a Ramón en la cuna; enternecida, le vio sonreír después de besarle musitando una oración para que aquel no fuera su último beso. Eulalia, María y los niños también se refugiaron en la alcoba del matrimonio. Anna se puso a cargar el arcabuz. Antes de su peligroso viaje de Nápoles a Roma por unos caminos llenos de bandoleros y en guerra, le pidió a Joan que le enseñara el manejo del arcabuz y, a pesar del peso del arma y del resto de los utensilios, aprendió a usarla con cierta habilidad. Nunca había disparado contra una persona, la idea le repugnaba; pero defendería su vida y la de su familia como fuera. Observó que María y Eulalia, a falta de mejor arma, blandían cuchillos de cocina; ellas también estaban dispuestas a luchar y aquel sería su último recurso si las oraciones se mostraran inútiles.
Anna había visto alarmada cómo los carros en llamas chocaban contra la barricada, y desde la ventana de su dormitorio notaba el calor asfixiante del fuego. Hasta allí llegaban las pavesas. Detrás oía los rezos a media voz de Eulalia y María y el llanto de su hijo en la cuna, asustado por el griterío. Sabía que si aquellos hombres vociferantes entraban en su hogar, no habría misericordia para la familia. Ni siquiera tendrían piedad de las mujeres y los niños. Ellos no habían hecho mal a nadie, pero Anna era consciente de que su librería representaba el poder de los Borgia, y que los fieles al papa habían impuesto su ley en la ciudad a la fuerza, cometiendo a veces injusticias y todo tipo de tropelías. Los Orsini los odiaban y no habría compasión. Aquel no era tiempo de recogerse a rezar. Era tiempo de rezar y luchar. Por su hijo, por su marido y por su vida. Sentía miedo y leía también el miedo en los ojos de su suegra y de su cuñada, y sin embargo, al igual que ellas, estaba dispuesta a pelear, aunque fuera con un cuchillo de cocina, hasta su último aliento.
Apoyó el arcabuz en la ventana; a través del aire caliente y del humo del fuego, apuntó a un individuo que estaba medio descubierto tras uno de los parapetos y apretó el gatillo. Oyó el siseo de la mecha lenta al encender la pólvora de la cazoleta y a continuación un gran estampido. A pesar de que lo esperaba, el golpe del retroceso la hizo dar varios pasos atrás.
—Dejádmelo —le dijo su cuñada María, que se hizo con el arma y aplicó un paño mojado a la parte externa del cañón para enfriarlo.
Mientras Anna se asomaba para ver los efectos de su disparo, su cuñada abrió uno de los «apóstoles» e introdujo la pólvora en el cañón del arcabuz, después puso un poco de papel y con la baqueta lo presionó. A continuación metió una de las balas de plomo y un poco más de papel, que de nuevo presionó con la baqueta.
Anna no veía al hombre al que había disparado; quizá le había alcanzado o tal vez se hubiera parapetado detrás de la protección de madera. Pero observó que los atacantes preparaban un ariete.
—¡Van a derribar la puerta! —exclamó—. María, dadme el arcabuz, por favor. Apoyó el arma en el alféizar y buscó a los hombres del ariete; puso el dedo en el
gatillo y esperó el estampido tratando de mantener la puntería y contener el retroceso del arma. Al oír la detonación fue a asomarse para comprobar su puntería, pero un disparo, esta vez desde fuera, y un gran golpe en la piedra de la ventana hicieron que se encogiera atemorizada. A su espalda, Eulalia se desplomó con un quejido. Al volverse, Anna la vio tendida en el suelo con una herida en la cabeza de la que manaba sangre.
—¡Dios mío! —gritó María—. ¡Una bala rebotada ha matado a mi madre!
—¡Joan! —gritó Anna con desgarro—. ¡Vuestra madre! ¡Está muerta!
En aquel momento se oyó el estruendo del ariete de los asaltantes al chocar contra la puerta de la librería y el crujido de la madera al romperse.
—¡Están entrando! —susurró Anna sintiendo que se le encogía el corazón.
Eran muchos, demasiados. Murmuró una oración; sin un milagro, la vida de su hijo, la de Joan, la suya y la de todos los de la librería se extinguiría en unos instantes.
4
Desde la ventana del comedor, en la que se apostaba junto a un aprendiz armado con una ballesta, Joan vio, impotente, cómo un grupo de asaltantes que se protegían con un caparazón de madera cubierto con chapas de hierro se disponía a cargar contra la puerta con un ariete. Comprendió que no podrían evitar su entrada y la angustia le atenazó. ¿Qué sería de los suyos?
El calor que despedían las hogueras era asfixiante, olía a humo y pólvora, y a los gritos de los combatientes se unía el sonido de los tambores y cornetines que llegaba del extremo de la calle.
—Apártate de la ventana —le advirtió al aprendiz, que después de disparar una saeta montaba de nuevo su arma. Y tiró de él hacia un lado—. Te van a alcanzar.
Se puso a cargar su arcabuz diciéndose que notaría el impacto contra la puerta antes de tener su arma lista. El muchacho se asomó para disparar y en aquel momento Joan oyó el estruendo de maderas que se rompían en el piso de abajo.
«Ya están aquí», pensó. Y, acto seguido, la mano que sujetaba la baqueta con la que empujaba la bala al interior del cañón del arcabuz se detuvo. Justo antes del impacto le había parecido oír gritos de mujer en la habitación contigua, la suya. ¿Era Anna? ¿Qué ocurría con su madre? ¿Muerta? A pesar del calor agobiante sintió un escalofrío.
Sabía que en unos instantes la lucha sería cuerpo a cuerpo, que no habría clemencia y que él debía dar ejemplo bajando a pelear al frente de los suyos, pero el grito de su esposa hizo que dejara caer el arma a medio cargar y se precipitase hacia el dormitorio.
Vio a su madre tendida en el suelo, pálida y con los ojos cerrados. Una gran zozobra atenazó su corazón. Tenía el pelo recogido en un moño y su hermana trataba de contener con su toca la hemorragia de una herida en el lado derecho de la cabeza. Anna estaba arrodillada sujetándole una mano mientras los hijos de María lloraban asustados en un rincón y el bebé berreaba desesperado en su cuna, como si comprendiera lo que ocurría. La mirada de Joan se cruzó con los ojos arrasados en lágrimas de su hermana.
Por un instante, las imágenes y emociones de la muerte de su padre en el asalto a su aldea regresaron, aterradoras. Sentía una angustia espantosa, doce años antes había perdido a su padre con violencia y ahora, era a su madre. Se arrodilló junto a María para tomar la mano de Eulalia.
—¿Qué ha ocurrido? —inquirió—. ¿Está…?
—Aún está viva —repuso Anna.
Eulalia entreabrió los ojos, movió los labios tratando de hablar y con gesto cansado volvió a cerrarlos.
—Una bala hizo saltar un trozo de piedra del marco de la ventana y la ha golpeado —le explicó María.
Interrogó con la mirada a su hermana y ella le devolvió un gesto triste, ambiguo, desesperanzado. Su padre había muerto en sus brazos y quizá su madre se estuviera muriendo en aquellos momentos; su lugar estaba junto a ella, hablándole en sus últimos instantes mientras le acariciaba la mano.
Los Orsini habían entrado ya en la librería. Se luchaba en la planta baja y pronto los pasarían a todos a cuchillo. Anna se arrepentía de haber llamado a su marido. ¡No debería estar allí! Niccolò apenas tenía experiencia militar en comparación con Joan, que había tenido buenos maestros en la lucha cuerpo a cuerpo en galeras, donde participó en varios abordajes. Su lugar estaba combatiendo al frente de los suyos en el piso inferior. Vio a su hijo Ramón, que, incorporado, se agarraba llorando a los barrotes de la cuna, y notó un temblor de miedo. Su mirada se cruzó con la de su marido y sus pupilas se dilataron cuando le dijo lo que él ya debía de saber:
—Han entrado.
El temor que Joan vio en los ojos de su amada le hizo despertar de la pesadilla en la que veía morir a su madre y asumió una realidad aún peor: en unos momentos estarían todos muertos. Su obligación era proteger a los suyos o morir intentándolo.
El desconsuelo que sentía, el coraje, el miedo, los terribles recuerdos de su infancia, la mirada agónica de su madre, la súplica en los ojos de Anna; todo ello se transformó en un instante en un coraje, en una rabia infinita, contra aquellos que penetraban en su casa para destruir a los suyos. Su mirada buscó la azcona de su padre, que continuaba sujeta al lado de la puerta de su habitación, protegiendo simbólicamente el lecho donde se amaba con Anna, y recordó la actitud gallarda de su progenitor al defender a la familia. ¡Él no podía ser menos! Sentía que el odio hacia sus enemigos crecía en sus entrañas, y con un rugido se precipitó sobre el arma, que arrancó de su soporte de un tirón. Aullando como una fiera se lanzó escaleras abajo.
Un solo vistazo le permitió comprender que la situación era crítica: los atacantes entraban en tropel por la puerta reventada. Niccolò y Giorgio, junto a los oficiales de los talleres y los aprendices, habían establecido una segunda línea de defensa parapetándose tras unas mesas en el medio de la sala de ventas, antes de la entrada a los salones. Un par de asaltantes yacían en el suelo rodeados de montones de libros esparcidos, algunos manchados de sangre. El enemigo, con espadas y lanzas, estaba a punto de desbordar a los suyos, que se defendían tras sus improvisadas barricadas. Todo aquello le importó poco a Joan, que irrumpió en la escena bramando y maldiciendo con una furia suicida. Solo se frenó un corto instante para lanzar su azcona. Desde pequeño había practicado con el arma de su padre y la manejaba con destreza; la corta distancia que le separaba de los asaltantes hizo de ellos un blanco fácil. De nada le sirvió al individuo que parecía estar al mando la media armadura de acero con la que se protegía el torso. La lanza le penetró por un ojo y le traspasó el cráneo arrancándole el casco, que saltó por los aires. Cayó de espaldas, con los brazos abiertos, sin proferir siquiera un lamento. Su cuerpo aún no había tocado el suelo cuando Joan, rugiendo como un león rabioso, brincaba por encima del parapeto, espada y daga desenfundadas, y la emprendía a cuchilladas con el primero que encontró, sin importarle que le hirieran. El hombre, confundido y temeroso ante tanta agresividad, empezó a retroceder para evitar el filo de las armas de Joan, sin conseguirlo. Al poco caía con un gemido.
Ante aquella inesperada aparición, el enemigo pasó del valor al asombro y después al miedo. Por su parte, los libreros se sintieron contagiados por la loca audacia de su jefe y con un clamor triunfal apartaron los parapetos con los que se protegían y acometieron a sus enemigos. El primero en llegar al lado de Joan para cubrirle el flanco izquierdo fue Niccolò, seguido de Giorgio y de los oficiales y aprendices, que acudieron en manada imitando a sus maestros. Dos de los atacantes soltaron las armas para rendirse, otros cayeron heridos, y los que quedaban recularon hasta la entrada tratando de no darles la espalda. Si antes se empujaban para entrar, ahora lo hacían para salir.
Al poco, Joan, secundado por los suyos, perseguía a los partidarios de los Orsini fuera de la librería, entre los carros convertidos en hogueras y ante el asombro de los vecinos, que contemplaban el espectáculo desde sus ventanas entreabiertas. Entonces se oyó un cornetín que provenía del Campo de’ Fiori y un aprendiz gritó desde una de las ventanas del scriptorium situado en el segundo piso:
—¡La caballería vaticana! ¡Llega la caballería del papa!
Aquello evitó que los huidos se reagruparan y escaparon como pudieron en todas direcciones. Joan hizo ademán de perseguirlos, pero Niccolò le sujetó del brazo.
—¡Ya basta! Ya ha habido suficiente sangre.
—Ojalá sea la última que se derrame —gruñó Joan al detenerse.
Notaba que la rabia que había sustituido al dolor desaparecía y era reemplazada por una angustiosa inquietud. Se preguntaba si su madre aún viviría y cuántos más de los suyos habrían caído en la lucha.
5
El interior de la librería recordaba a los restos de un naufragio: mesas destrozadas, libros deshojados, sangre, lanzas, espadas y dagas, cuerpos inertes y otros que aún se movían. Joan reconoció apenado el cadáver de uno de los aprendices de la imprenta. Su mirada fue al rincón donde se encontraban los rendidos. Levantaban las manos frente a las lanzas con las que los aprendices los apuntaban y suplicaban piedad. Eran dos chicos jóvenes, ni siquiera tenían barba.
—Mantenedlos ahí. Ahora regreso —les dijo.
Y se lanzó escaleras arriba hacia el dormitorio. Encontró a Eulalia acompañada por María y por Anna; la habían tendido en la cama y llevaba un aparatoso vendaje en la cabeza. María se levantó al verle y le susurró al oído:
—Creo que vivirá.
Joan cerró los ojos, llenó los pulmones de aire y dejó ir un suspiro de alivio.
—Gracias, Señor —musitó.
—¡Joan! —Su madre le llamaba con voz tenue. Tenía los ojos entreabiertos.
Él acudió a besarla y se sentó en el lecho. Le tomó la mano y acariciándola empezó a hablarle. Le decía que estaban ya a salvo y que pronto se recuperaría.
Anna aguardó comprensiva a que Eulalia cerrara los ojos para descansar. Entonces Joan se levantó y la abrazó, y a ella no le importó que su vestido se manchara con la sangre que le cubría a él.
—¿Os encontráis bien? —le preguntó.
—Sí.
—No. Pues no lo estáis. Tenéis varias heridas que hay que curar. Venid conmigo. Y sin esperar respuesta le cogió de la mano y, tirando de él, le condujo a la
cocina. Joan estaba asombrado, no recordaba haber sido alcanzado por sus contrarios y solo creía tener pequeños rasguños. Sin embargo, cuando Anna le quitó el coselete, el jubón y la camisa, vio sus prendas ensangrentadas y hechas jirones y, por primera vez, sintió el intenso dolor de sus heridas. La enorme tensión sufrida y la convicción de que luchaba por su supervivencia y la de los suyos le habían hecho ignorar el dolor, que ahora aparecía junto con el cansancio.
—La sangre se os escurría por los calzones y dejabais huellas al andar —le dijo ella mientras le lavaba con un paño mojado en agua y le aplicaba otro empapado en aguardiente.
Él gruñó al sentir el escozor. Tenía heridas en la espalda, en ambos brazos y una particularmente dolorosa y sangrante en el costado. Sin embargo, ninguna parecía grave y Anna supo contener las hemorragias con vendas.
—Miquel Corella quiere hablar con vos —los interrumpió un aprendiz enviado por Niccolò.
—Pídele al capitán que tenga la bondad de esperarme junto a su tropa —
respondió Joan.
Cuando el aprendiz salió se unieron de nuevo en un abrazo que Anna no estrechó demasiado por temor a reabrir las heridas. Notó un calor tenue y sintió un alivio infinito. Una pesadilla, se dijo. Todo había sido una horrible pesadilla.
—¡Qué afortunados hemos sido! —murmuró ella.
Joan se reunió con los maestros para analizar la situación. Además del aprendiz muerto había varios heridos, aunque solo uno de consideración. Se decidió dejar al herido grave bajo el cuidado de María y las criadas y que los demás permanecerían en los talleres una vez que se efectuaran las curas. Y se dispuso una capilla ardiente para el fallecido.
Después Joan se dirigió a los muchachos prisioneros, que permanecían de pie, custodiados por los aprendices, y sin mediar palabra agarró al primero del jubón con la mano izquierda retorciéndolo con rabia y con la derecha sacó su daga. El chico chilló tratando de protegerse del filo del arma con los brazos.
—¡Piedad! —sollozó tembloroso—. ¡Perdonadme, os lo ruego!
—¿No eras todo un hombre para matar a mi familia? —le gruñó Joan mostrándole los dientes—. ¡Pues aprende a ser un hombre para morir!
El chico temblaba y con un hilo de voz suplicó compasión de nuevo. Joan mantuvo la daga en alto y después lo soltó.
—Diles a tus amigos que nosotros también matamos, pero en defensa propia. — Hizo una pausa—. Os perdono la vida.
—Gracias, señor —murmuraron los chicos, cabizbajos.
—¿Qué hacemos con los enemigos heridos? —quiso saber Giorgio.
—Montad unas parihuelas y, con la protección de la caballería vaticana, dejadlos frente al palacio Orsini del Campo de’ Fiori. Haremos lo mismo con sus muertos. Y no solo con los de dentro de la librería, sino también con los que están esparcidos en la calle. Que esos chicos os ayuden como condición a su libertad.
—Por un momento pensé que ibais a matar a ese muchacho —comentó Niccolò
—. Me alegro de que solo le asustarais. —Y después de sonreír irónico añadió—: Aunque no creáis que vuestra misericordia va a evitar nuevos asaltos de los Orsini. Será todo lo contrario. Los hombres agreden antes a quienes aman que a quienes temen. No pudieron con nosotros, tienen ocho muertos y numerosos heridos, lo han pagado muy caro. La exposición de sus cadáveres en el Campo de’ Fiori, y no la misericordia, es el mejor mensaje que les podemos enviar. Que nos teman, porque nunca nos amarán.
Joan meneó la cabeza disgustado. ¿Le estaba insinuando Niccolò, con sus maneras diplomáticas, que debería haber matado a aquellos chicos a sangre fría?
Al salir a la calle, Joan se encontró con el escuadrón de jinetes vestidos con los colores amarillo y grana vaticanos. Sostenían bien alto el estandarte del toro de los Borgia. Varios habían desmontado y entre ellos estaban su amigo el valenciano Miquel Corella, que comandaba el grupo, y el gigantón extremeño Diego García de Paredes. El cuerpo más bien pequeño y delgado de Miquel contrastaba con el de su compañero, aunque todos sabían que, a pesar de su tamaño, el valenciano poseía una fuerza extraordinaria que provenía más de su nervio que de su músculo. En su cara bien afeitada destacaba una nariz mucho más aplastada que la de Joan, consecuencia de múltiples roturas. A Miquel Corella le llamaban don Michelotto y era temido en Roma. Cuando se mostraba enfadado o agresivo, su faz se asemejaba a la del toro de la enseña de sus amos a punto de embestir. Entonces producía verdadero terror.
Miquel fue a abrazarle, pero Joan le detuvo, dándole solo la mano.
—Tengo heridas en todo el cuerpo —dijo—. Lo siento.
—Me alegro de que estés vivo. —Y haciendo un gesto que abarcaba la calle entera, añadió—: Cuéntame.
Joan les relató lo ocurrido.
—Esos estúpidos creyeron poder asaltar el Vaticano —explicó Miquel—. Pretendieron forzar el puente de Sant’Angelo con su caballería y cruzar el Tíber con barcas.
—Y no consiguieron ni lo uno ni lo otro —continuó García de Paredes—. Después de rechazar su primer ataque salimos del Vaticano y los hemos ido desbaratando choque tras choque.
—Se han vuelto a atrincherar en sus reductos —dijo Miquel—. Y, aunque estamos recuperando el control del resto de la ciudad, sería imprudente entrar en sus feudos. Nos hemos acercado hasta aquí para asegurarnos de que los nuestros de esta zona estáis bien.
—¿Está vivo el papa? —quiso saber Joan—. ¿Cómo se encuentra?
—Alejandro VI goza de buena salud —repuso Miquel Corella—. ¡Alabado sea el
Señor!
—Entonces, ¿cómo se han atrevido los Orsini a sublevarse? Miquel se encogió de hombros.
—Ya sabes que el clan es muy poderoso. Controlan barrios enteros en Roma y fuera de la ciudad poseen extensos territorios cuajados de fortalezas. Son aliados de Francia y por lo tanto enemigos de nuestro papa. Aunque la invasión francesa fracasó, los Orsini continúan recibiendo dinero y refuerzos franceses, se ven poderosos y se envalentonan. Pero esta vez calcularon mal.
—¿Sabéis qué otras casas han sido asaltadas? ¿Algún amigo ha sufrido daños?
—El palacio de uno de nuestros cardenales ha sido saqueado e incendiado — contestó Miquel—. Por suerte pudo huir. No tuvieron tanta fortuna un mercader valenciano y otro siciliano. Murieron junto a sus familias y solo pudieron escapar un par de sus criados. Y me temo que, conforme patrullemos la ciudad, nos encontraremos con algún saqueo más.
—Uno de mis chicos murió, pero no mostraremos temor —dijo Joan con firmeza
—. Haremos vida normal, aunque con las armas al alcance de la mano y a la vista de todo el mundo.
—Me alegro de que mantengáis los ánimos —contestó el capitán vaticano—. Estoy seguro de que no esperaban encontrar esa resistencia. —Y señalando los carros convertidos en hogueras añadió—: Iban en serio.
—No podemos entretenernos —les recordó Diego García de Paredes—. Habrá más compatriotas que precisen ayuda.
—No os molestarán por el momento —aseveró Miquel—. La revuelta ha fracasado y regresan a sus casas.
Y tras desearles buena suerte, los lanceros vaticanos se alejaron. Joan se quedó contemplando los restos de los carros, que aún ardían frente a la librería; le recordaban que la tragedia se podía repetir en cualquier momento.
Sin dejar que se descuidara la guardia, Joan reunió a todos los de su casa que no estaban cuidando de los heridos; había mucho que lamentar y rezaron frente al cadáver del chico muerto. Después ordenó subir un barril de vino de la bodega. También había mucho que celebrar. Ni más ni menos que la vida de los supervivientes.
«Tiene razón Niccolò cuando dice que la suerte de mi casa depende de las armas de los catalani —escribió Joan en su libro—. Y también está en lo cierto Miquel Corella. Soy uno de ellos, me guste o no.»
6
Al día siguiente, la librería abrió como de costumbre, aunque con crespones en señal de luto en las ventanas. El trabajo de limpieza y reconstrucción era enorme y todos se aplicaron con energía a recuperar el local. En aquel primer día ya se dejaron ver algunos de los fieles al papa, habituales, que vivían cerca. Acudían en grupos o acompañados por criados, y armados hasta los dientes, en busca de noticias. No les importaba el estado del local, sino que, al contrario, lo consideraban un motivo de orgullo, el escenario de una batalla ganada por los suyos. Y conforme los catalani dieron muestras de controlar la mayor parte de la ciudad, la concurrencia aumentó, primero tímidamente, para recuperar al cabo de una semana su aspecto cotidiano.
Eulalia fue curando, los demás heridos también sanaron, y en pocos días la vida parecía haber retornado a la normalidad, aunque para Joan la revuelta de los Orsini y el ataque a su librería representaban una demostración de su fragilidad y un claro aviso de lo que en cualquier momento podía desatarse. Estaba inquieto, no tanto por el peligro que suponían los enemigos del papa como por algo más oscuro y oculto. Los Orsini eran una amenaza, pero estaban a la vista y podía tomar medidas para protegerse de ellos. No ocurría lo mismo con aquel otro temor, relacionado con su esposa, que aún no se había concretado.
—¿Qué tal pasasteis la noche? —inquirió Anna con los párpados aún llenos de sueño una mañana, semanas después.
—Bien —mintió Joan mientras mojaba una rebanada de pan en un cuenco de leche.
Una pesadilla semejante a la de la Inquisición le había despertado, angustiado, en la noche.
Desayunaban en el comedor familiar situado en el primer piso, mientras que el personal de la librería, maestros, oficiales y aprendices, lo hacía en la planta baja. A través de la ventana que daba al patio interior le llegaba al matrimonio Serra el ruido de los cacharros que se mezclaba con las conversaciones, las bromas, risas y gritos de los aprendices, que los maestros acostumbraban a reprimir cuando se hacían excesivos. Aquellos sonidos que anunciaban un nuevo día de trabajo, lo cotidiano, la realidad presente aliviaban al librero del recuerdo de su pesadilla.
—Y ¿vos? —quiso saber él.
Anna afirmó con la cabeza al tiempo que cerraba los ojos, sonriendo. Bien, había dormido bien, se dijo Joan. Así debía ser, y ese era el motivo por el que él no compartía con ella la inquietud que le causaban aquellos sueños, demasiado recurrentes en los últimos días. Sin embargo, se dijo que quizá también ella sintiera que el peligro acechaba y disimulase para no preocuparle.
Cuando regresaron al dormitorio, Anna se puso a amamantar al bebé y Joan se vistió con camisa blanca y un jubón de terciopelo verde oscuro para bajar a la planta de calle. Todavía se le hacía extraño aquel lujo; hacía solo tres años se cubría con los harapos de un esclavo de galeras y apenas habían transcurrido dos desde que recuperó la libertad. Quizá fuera el cambio radical, la increíble bonanza experimentada en su existencia, lo que le producía aquel vértigo, aquella inquietud. Todo parecía demasiado hermoso para ser cierto. Tal vez porque su vida había sido una lucha continua contra el infortunio, no estaba acostumbrado a aquella felicidad y temía que algo la truncara.
No solo había logrado casarse con la mujer a la que tanto amaba, sino que, a punto de cumplir los veinticinco años, poseía, gracias al apoyo de Miquel Corella y sus amigos de Nápoles, una librería; su sueño desde que entró a trabajar de aprendiz con los libreros Corró en Barcelona cuando tenía solo doce.
Bajó a la trastienda y después de cruzar una habitación cuyas paredes estaban recubiertas con anaqueles en los que almacenaban papel, plumas, tinta y distintos materiales de escritura, llegó al taller, que estaba abierto al patio, para saludar a los operarios que encuadernaban los libros. Muchos eran refugiados florentinos y cantaban tonadas de su tierra al trabajar. Le recibieron los olores familiares de papel, cola y cuero, y tomó en sus manos un ejemplar terminado para observar su acabado mientras adivinaba los cosidos interiores y acariciaba la piel de la cubierta. Gruñó satisfecho y después de inspeccionar un par más le propinó al maestro una palmadita cariñosa.
—Muy bien, Giorgio. Excelente. ¿Quiénes hicieron este trabajo?
Le escuchó atentamente a la vez que contemplaba la actividad de oficiales y aprendices que cosían los pliegos de papel, los encolaban y trabajaban el cuero de las cubiertas. Recordaba el tiempo en el que él realizaba aquel mismo trabajo en Barcelona.
Después se acercó a la imprenta, que ocupaba la parte trasera de la casa que se unía a la primera por los patios. Allí se encontró con Antonio, el maestro impresor, que inspeccionaba con ojos críticos los pliegos recién impresos. El olor a tinta fresca, que los aprendices distribuían sobre las planchas, impregnaba el lugar.
—Los chicos se esfuerzan —le dijo Antonio—. Fijaos en lo uniforme de la tinta y lo claras que se distinguen las letras sobre el papel.
Joan observó el trabajo. Aquellos pliegos pertenecían a la Divina comedia, de Dante Alighieri. Era uno de los libros que el fraile Savonarola había condenado a la quema en sus «hogueras de las vanidades».
No estaba escrito en latín, sino en lengua vulgar; el toscano antico, muy semejante al florentino del momento y que las gentes cultas de Italia entendían a pesar de que su italiano fuera otro. Joan reservaba la mayor parte de los ejemplares impresos para su propia librería; destinaba una partida a sus amigos libreros de Nápoles, Génova y Barcelona con los que mantenía intercambios, y el resto lo haría llegar clandestinamente a Florencia a través de sus empleados florentinos, para paliar la quema de libros en las hogueras de Savonarola.
Joan estaba satisfecho con el progreso de aquella edición, tanto en su impresión como en su encuadernado, y cruzó de nuevo la trastienda para dirigirse a la librería. Le gustaba conversar con los clientes y atenderlos, aunque de esta labor se ocuparan de forma habitual Niccolò y Anna, asistidos por un aprendiz. Observó la estancia con atención y apenas pudo distinguir señal alguna de la tragedia ocurrida allí mismo semanas antes.
—Buenos días, Joan —le saludó Niccolò con una sonrisa y una observadora mirada de ojos oscuros en la que bailaba una eterna chispa de ironía.
Joan le devolvió el saludo con cariño. Niccolò era un refugiado florentino contrario a la dictadura represiva impuesta en su tierra por el fraile Savonarola. Pertenecía a la pequeña nobleza rural toscana, había sido educado para la diplomacia y la milicia y tenía una sólida formación en gramática, retórica y latín. Sin embargo, cuando aún no se cumplía un año de su ingreso en la administración de Florencia, la revolución de Savonarola le hizo perder su trabajo, y se unió a los opositores al fraile. Fue Miquel Corella, interesado en derrocar a Savonarola, quien le presentó a Niccolò y a su primo Giorgio, el maestro encuadernador.
Cuando le relataron las atrocidades, entre las que figuraba la quema de libros, que los seguidores del fraile, llamados llorones, cometían en Florencia, Joan, indignado, les había prometido: «Por cada libro que queme Savonarola, nosotros imprimiremos diez». Aquella afirmación les llegó al corazón a los florentinos, que se unieron entusiastas al proyecto de Joan y le ayudaron a establecer aquella magnífica librería, imprenta y taller de encuadernación. De esta forma, Niccolò, que apenas era tres años mayor que Joan, se convirtió a la vez en su mano derecha y en su mejor amigo en Roma.
Aquella no era una librería cualquiera, sino que se trataba de la mayor y más hermosa de la Roma del papa Alejandro VI. Ocupaba la parte delantera de la planta baja de dos casas situadas en la esquina del Largo dei Librai con la Via dei Giubbonari; esta conducía al bullicioso Campo de’ Fiori, que, con sus mercados, posadas y permanente ajetreo, era uno de los centros neurálgicos de la ciudad. Por su parte, el Largo dei Librai era una plazoleta que gozaba a la vez del intenso tráfico de la Via dei Giubbonari en uno de sus extremos y de la paz de quedar cerrada en el otro por la iglesia de Santa Barbara dei Librai, lugar de reunión de la cofradía de los libreros. Había tenido razón su amigo Miquel Corella al recomendarle que se instalara allí; era un lugar prestigioso y céntrico.
La librería contaba con mesas donde se vendía material de escritura y algunos libros, que se sacaban cada mañana a la calle y se recogían por la noche. En el interior, detrás de la amplia zona destinada a la venta, se abría un gran salón iluminado con luz natural gracias a dos ventanales, protegidos por gruesas rejas. Allí sus clientes podían consultar los libros con calma e incluso mantener una conversación relajada alrededor de una mesa. Disponía además de un segundo salón, más discreto, por si la charla se hacía privada. Aquella disposición era el resultado de la insistencia tanto de Miquel Corella como de Niccolò. Ambos tenían un sentido de la política mucho más desarrollado que Joan y le convencieron de la necesidad de un ambiente íntimo para atraer a los poderosos de Roma. No en vano, la librería estaba auspiciada por los partidarios del papa Alejandro VI y el local era un lugar ideal para mantener contactos políticos informales.
Joan se codeaba en su establecimiento con cardenales, nobles y embajadores. Se manejaba con soltura, aunque a veces aquellas alturas le producían, a él, el hijo de un pobre pescador, un cierto vértigo.
En aquellas ocasiones, Joan se repetía sus méritos, en muchos aspectos mayores que los de la nobleza, que heredaba poder y gloria. Su azarosa vida le había llevado a convertirse en un excelente artillero y un buen espadachín. No había acudido a ninguna universidad y sin embargo, gracias a su facilidad con los idiomas, a su pasión por la lectura y a Abdalá, su sabio maestro en Barcelona, aparte de su lengua materna, el catalán, tenía un excelente dominio del latín y del toscano. También podía presumir de un castellano y un francés fluidos. Además, no solo conocía los secretos de la encuadernación y de la imprenta, sino que era un lector insaciable que gustaba de las conversaciones literarias. Era mucho para alguien de su edad, y lo tenía todo para desempeñar su trabajo de forma brillante.
Aun así, a veces, aquellos individuos cargados de títulos, honores y poder que le miraban por encima del hombro y que incluso le trataban de forma displicente le recordaban sus humildes orígenes y le hacían sentir inferior. Entonces él disimulaba, se erguía y trataba a su oponente con la misma arrogancia.
Aquel mediodía se levantó antes de la mesa aduciendo fatiga, y mientras Anna daba de comer a Ramón se refugió en su dormitorio. Seguía sin identificar qué le producía aquella inquietud. Había una amenaza en el aire de la que en ocasiones detectaba indicios y que sin embargo no sabía concretar.
Buscó su libro de notas. Era pequeño y tenía tapas de cuero. Lo acarició mientras pensaba; amaba aquel objeto, era su confidente. El primero que tuvo lo fabricó en la librería de los Corró cuando era aprendiz, usando material sobrante, y el maestro dejó que se lo quedase, pues no alcanzaba la calidad requerida por el gremio para su venta. Aprendió a escribir con él, llenándolo de anotaciones con la hermosa caligrafía que su maestro Abdalá le enseñaba. Ya había perdido la cuenta de cuántos como aquel primero había completado. Escribir en su libro le obligaba a reflexionar y tenía un efecto tranquilizador, casi mágico.
Aquella tarde anotó: «¿De dónde viene mi inquietud? ¿Habré llegado demasiado alto con demasiada rapidez?». Y después de pensar en ello, añadió: «No, no es solo eso. Es algo que tiene que ver con Anna».
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Ficha histórica del libro
Edad: Moderna
Periodo: Renacimiento
Acontecimiento: Papado de Alejandro VI
Personaje: Varios
Comentario de "Tiempo de cenizas"
En pleno Renacimiento, Joan y Anna, alejados de su tierra de origen, consiguen regentar una librería que se convierte en el centro de las intrigas de Roma. El establecimiento es un símbolo del clan español de los Borgia, que gobierna la ciudad con mano de hierro, y, por lo tanto, un objetivo a destruir por las grandes familias romanas que urden la caída del papa Alejandro VI y de sus ambiciosos hijos Juan, César y Lucrecia.
Joan y Anna son felices a pesar de las traiciones, complots, adulterios, guerras y asesinatos que los rodean. Sin embargo, Juan Borgia, un joven que no acepta negativas y en el que su padre, el papa, ha delegado todo su poder, se encapricha de Anna.
A partir de este momento el matrimonio deberá enfrentarse también al poder de sus protectores, los Borgia, para salvar su amor, su familia y su dignidad.
Este es el inicio de una gesta que llevará al librero a luchar junto al Gran Capitán por la conquista de Nápoles, a convertirse en fraile para derrocar a Savonarola en Florencia, a enfrentarse a la Inquisición y a la peste en España, a luchar contra naves corsarias en el Mediterráneo y a participar en las miserias, la gloria y la caída de unos personajes fascinantes y únicos: los Borgia.