La reina sola
La reina sola
1
Mesina (Sicilia), junio de 1284
Alguien golpeaba violentamente la puerta. Súria se incorporó del lecho alarmada y vio que también lo hacía Roger.
— No debierais estar aquí, almirante —murmuró confundida y disgustada
—. No en mi cama.
Recordó lo ocurrido. Sentía que la habían engañado, que había caído en una trampa. Vio también como Beatriu, su amiga, cubierta con una bata, se asomaba a la ventana.
—Es vuestro segundo de a bordo, almirante —informó—. Con vuestro escudero. Parece grave.
Roger se vistió a toda prisa para bajar, tenía que ser muy serio para que
Giacomo se atreviera a molestarle.
—Una muchedumbre enardecida sitia el castillo —informó Giacomo, el muchacho sin sonrisa—. Arrojan piedras e irá a peor, porque van armados.
¡Es una revuelta, la reina está en peligro!
—Hay que actuar de inmediato —dijo Roger.
A pesar del sobresalto, el sueño aún le pesaba a Súria en los párpados y se sentía torpe. Pero se precipitó de inmediato fuera del lecho para vestir su zamarra y tomar sus armas. El almirante ya impartía instrucciones. Dijo que él iría al puerto a por los ballesteros de la flota y le ordenó a Súria que alertara a sus compañeros almogávares que acampaban extramuros de la ciudad.
—Beatriu avisará a los míos —repuso ella—. Yo voy directa al castillo.
—Ni se te ocurra —le advirtió Roger—. Es gente exaltada, llevan armas y te verán como enemiga. No puedes ir sola, espéranos.
Súria le miró airada, no le perdonaba lo ocurrido en la noche. No iba a obedecerle.
—Idos a la mierda, almirante. Voy al castillo. Roger gruñó.
—No puedo entretenerme discutiendo con esa cabezota —murmuró.
Y se fue hacia el puerto seguido de su escudero, mientras que Beatriu y
Giacomo salían de la ciudad en busca del clan almogávar.
El castillo de Mategrifon se encontraba en la parte alta de Mesina y cubría el punto más vulnerable de las murallas de la ciudad. Su principal misión era la defensa exterior, y era fácil de asaltar desde el interior, puesto que esa parte estaba construida con madera en casi su totalidad.
Súria trotó cuesta arriba y al llegar jadeante a la plaza frente al castillo se encontró con una multitud silenciosa, aunque inquieta. Muchos llevaban armas y, atentos a la reina que les hablaba, no repararon en su presencia.
Súria sentía un gran aprecio por la soberana. No la conocía personalmente, pero la había visto arengar a las tropas y se sentía identificada con ella. Ambas eran mujeres obligadas a luchar en un mundo de hombres.
La reina de Sicilia y Aragón se encontraba en unas almenas bajas sobre la puerta principal, flanqueada por dos caballeros con armadura y por ballesteros que apuntaban a la multitud. No iba protegida y estaba expuesta a cualquier proyectil. Vestía una gonela azul y lucía, como símbolos reales, capa púrpura y corona. Se erguía serena despreciando el peligro y hablaba a la gente en siciliano. Súria alcanzó a oír sus últimas palabras:
—Así que ordeno que regreséis a vuestros hogares con vuestras familias y os aprestéis a defenderlas, conmigo, de la gran invasión que viene del norte. Id con Dios, volved a vuestras casas, porque frente a estos muros solo encontraréis la muerte. La muerte como rebeldes traidores a la causa de Sicilia.
Por unos instantes el silencio imperó en la plaza. Súria vio que algunos, pocos, se iban, obedeciendo a la reina. Pero la mayor parte no se movió y empezaron a hablar y a discutir. El sonido de las trompetas los acalló y uno de los caballeros que flanqueaba a la reina gritó:
—¡La reina Constanza, vuestra soberana, ha hablado! ¡Cumplid sus órdenes y regresad a vuestros hogares!
Algunos empezaban a irse cuando, de pronto, se oyó el inconfundible sonido del resorte de una ballesta al dispararse. Y la reina se derrumbó.
Hubo chillidos de espanto.
—¡Han matado a la reina! —gritaba la multitud.
Súria sintió como si se le detuviera el corazón. Y la invadió una mezcla de rabia y profundo pesar. Tanto que notó las lágrimas asomándose a sus ojos. Muchos se pusieron a correr temiendo los disparos de los ballesteros del castillo. Pero ella, ya completamente despierta y alerta, dio unos pasos hacia el lugar origen del sonido, apartando a la gente que huía, y vio a un hombre que trataba de ocultar la ballesta bajo una capa. Era un tipo de barba negra, mediana estatura y una cicatriz en la mejilla. Tenía aspecto de hampón y estaba rodeado de varios de semejante calaña que iban armados. Se fue hacia él sin evaluar siquiera el peligro.
—¡Aragón! —gritó al tiempo que lanzaba su azcona.
A pesar de los veinte pasos que los separaban, le traspasó el cuello y cayó fulminado. Los demás la miraron alarmados. No se habían percatado de su presencia. Pese a la furia que la invadía, Súria actuaba con la frialdad que la caracterizaba en batalla y blandía ya uno de los venablos que acostumbraba a llevar sujetos a la espalda.
—Desperta, ferro! —aulló yendo hacia aquellos individuos.
—¡La mujer almogávar! —exclamó uno.
Y se dispusieron a hacerle frente. Súria comprendió el peligro suicida al que se exponía, pero era demasiado tarde para volverse atrás. Si les daba la espalda la matarían como a un perro. Pero de pronto oyó el eco de su propio grito proferido por cientos de gargantas:
—Desperta, ferro!
Los almogávares y ballesteros llegaban junto al almirante. La gente que quedaba en la plaza escapó a todo correr, y lo mismo hicieron aquellos individuos. Uno cayó con la espalda traspasada por el venablo de Súria. Entonces, la mujer almogávar miró hacia donde había estado la reina Constanza. No había nadie.
Sintió un pesar, un desamparo, que le encogía el corazón. Si la reina estaba muerta, las consecuencias serían terribles.
2
Castillo de Mategrifon, Mesina, abril de 1283
Un año y dos meses antes
No acudáis al duelo, señor, es una trampa —le supliqué angustiada—. Os va la vida.
Pedro me miró con ternura para después sonreírme triste.
—Debo estar el uno de junio en Burdeos, Constanza —musitó repitiendo lo de siempre—. Me va la honra.
—¡Pero se trata de un engaño, una encerrona! —insistí—. No tendréis la más mínima oportunidad.
Sentía temor, inseguridad, tristeza. El día anterior, mi esposo, cumpliendo su promesa, me coronó reina de Sicilia. Y al día siguiente me abandonaba para iniciar un viaje hacia su propia destrucción, hacia la muerte.
Me dejaba sola, sin experiencia de gobierno, para reinar sobre un país en guerra. Una guerra contra unos enemigos de una superioridad aplastante. Los tres mayores poderes del siglo: Carlos de Anjou, el asesino de mi padre, convertido en el verdadero emperador mediterráneo; el rey de Francia, sobrino del anterior, y el papa. Los tres, franceses y aliados.
Pedro dejaba en mis manos el destino de nuestros hijos y el de mis compatriotas sicilianos, que se habían rebelado contra la tiranía de Carlos, el brazo armado del pontífice. Me abrumaba la responsabilidad. Tenía que disuadirle.
—Quedaos conmigo —le imploré—. No vayáis a Francia. No me dejéis sola, vuestras obligaciones están aquí, con los sicilianos que os hicieron su rey y con nuestros hijos. Es un viaje insensato, señor. Vais hacia una trampa mortal.
Él tomó mis manos, las besó y después se me quedó mirando. Observé su rostro tratando de retener sus facciones en mi memoria. Tenía una nariz recia, ojos gris claro, un poderoso mentón en un rostro afeitado, espesas cejas y media melena de un castaño casi rubio. Era alto, fuerte, y poseía una potente voz que se hacía oír en las batallas. Porque le gustaba luchar al frente de sus tropas y no dejó de hacerlo hasta hacía muy poco, cuando le arranqué la promesa.
—Decidme, señora —repuso—, ¿qué es un caballero sin honor? ¿Qué es un rey si no es un caballero? —Y él mismo se respondió—: ¡Nada! Lo siento, mi querida Constanza, pero debo acudir a esa cita.
Desalentada, me pregunté qué era lo que arrastraba sin remisión a algunos hombres a un destino fatal, por qué se comportaban como esas mariposas nocturnas que revolotean alrededor de una llama hasta que esta las alcanza y caen quemadas. No era capaz de entender qué era lo que empujaba a mi esposo hacia una trampa que le costaría la vida o cuando menos la libertad. Él alegaba que era su honor, pero ¿era el peligro lo que en realidad le atraía?
Conocía bien su pensamiento, lo repetía con frecuencia a nuestros hijos:
«Aparentar poder confiere poder —decía—, mostrar valor da valor y comportarte como un caballero te hace un caballero».
Y él quería probar al mundo que era poderoso, valiente y todo un caballero. Y de eso se aprovechaba el astuto zorro de Carlos de Anjou tendiéndole aquella trampa. Una celada evidente para todos, menos, al parecer, para mi esposo.
Sin embargo, Pedro había pasado su vida luchando contra nobles rebeldes, musulmanes y ahora franceses. Reconquistó Murcia a los sarracenos sublevados e hizo matar a su propio hermano bastardo en su presencia, por traidor, con lo que sometió a la nobleza aragonesa para después hacer lo mismo con la catalana. No era un bobo.
Había vencido no solo por fuerza y saber, sino también gracias a su inteligencia y dotes diplomáticas. Siempre había admirado su habilidad, en especial al lograr que unos nobles rebeldes y cortos de miras le siguieran, engañándolos, hasta Sicilia y participaran en una guerra tan lejana de sus feudos. Pero sentía que en esta ocasión era él el engañado. Que el francés le superaba y que había caído en su trampa.
Aunque no terminaba de creer que estuviera tan ciego. Confiaba en que se guardara algo en la manga y rezaba por ello. Porque mi querido esposo acostumbraba a ser hermético con respecto a sus planes, incluso conmigo. Decía con frecuencia: «Si mi mano derecha supiera lo que hace la izquierda, la cortaría». Y se quedaba mirando a su interlocutor sin añadir palabra, con una sonrisa que suavizaba una negativa a informar que sonaba a amenaza. Cuando elegía un camino, esperaba que le siguieran sin preguntar.
Así era Pedro.
Y yo acababa de sufrirlo. Había viajado a mi tierra natal con el corazón lleno de dicha. Iba ilusionada pensando en disfrutar junto a él de aquel reino que me pertenecía por herencia. Pero no iba a ser así.
Mi esposo cumplía una promesa que parecía imposible cuando me la hizo. La de vengar a mi padre y darme Sicilia. Cierto. Pero tan pronto como me puso la corona en la cabeza me sorprendió al decirme que se iba. Que me dejaba en un país que tuve que abandonar a los trece años y que apenas conocía, en el que muchos nos rechazaban y frente a unos poderosísimos enemigos que se preparaban para reconquistarla. En una isla que podía estallar en una insurrección que me costara la vida y la de mis hijos. No, la corona de Sicilia no era un regalo.
Estaba decepcionada. Tenía que convencer a Pedro. Hacer que se quedara. Le necesitaba a mi lado.
3
Castillo de Mategrifon, Mesina (Sicilia), abril de 1283
Contemplé melancólica el amanecer del día siguiente desde la ventana de nuestra estancia privada. Era un día claro, de azules intensos en cielo y mar y las nubes mostraban tonos rosáceos. A nuestros pies se extendía Mesina con las paredes blancas y tejados rojizos de sus casas; su amplio puerto, en el interior de una gran ensenada en forma de G, y las líneas costeras, de uno y otro lado del estrecho.
Había llegado la hora de las despedidas y quise repetirle a Pedro mis temores, en un último intento de disuadirle de su viaje suicida. No era justo que se fuera.
—Señor, me abruma la responsabilidad que cargáis sobre mis hombros — le repetí—. Acabo de llegar a la isla, lo desconozco casi todo, apenas he tenido experiencia de gobierno antes y estamos en guerra. Una guerra cruel frente a enemigos mucho más poderosos.
—Seréis una gran reina —repuso él—, porque mostraréis una piedad de la que otros carecemos.
—¿De qué sirve la piedad cuando hay que hacer rodar cabezas para gobernar? —me lamenté—. ¿Cuando tenemos a nobles sicilianos tramando conjuras en el interior y ejércitos muy superiores acosándonos en el exterior?
—No os dejo sola —repuso acariciándome la mejilla—. Tenéis a Roger de almirante, como senescal a Juan de Prócida y a Alaimo de Lentini, el héroe de Mesina, de justicia del reino. Son excelentes y os ayudarán en todo.
Hizo una pausa y sonrió para tranquilizarme. No lo logró, un gran desasosiego me atenazaba. Por mucho que él insistiera yo me sentía sola, muy sola. Abandonada.
—Y os conozco bien —añadió—, y aunque lo detestéis, haréis rodar cabezas cuando sea preciso.
Mi angustia tornó en rabia. Que yo haría rodar cabezas, decía. Sí, para él sería fácil, pero yo había crecido, y me había criado, en un ambiente femenino, religioso y palaciego donde aquello era muy lejano. Matar era un pecado que cometían otros. Traté de contener la furia que crecía en mí.
—Señor —alegué—, Roger no tiene experiencia como almirante, le acabáis de nombrar. Y Juan es ya un anciano.
—Pero os son fieles.
—Sí, de eso estoy segura. Aunque, una vez que partáis, el verdadero poder en la isla lo ostentará Alaimo, y dudo mucho de su fidelidad.
Pedro se mantuvo en silencio.
—Os lo sabréis ganar —dijo al final.
¡Otra! Me decía que me ganara a aquel hombre. ¿Cómo se hacía eso?
—No acudáis al duelo, señor, es una trampa —le supliqué, de nuevo, ocultando mi frustración—. Quedaos aquí conmigo, os necesito.
—Iré con tiento, señora, no paséis cuidado. Pero debo ir.
Apreté los labios, sacudí la cabeza desalentada y me esforcé por contener el coraje para que no se convirtiera en llanto.
—La reina está en lo cierto —afirmó Roger de Lauria, nuestro almirante, cuando Pedro le hizo venir para despedirse—. Nuestros espías dicen que los franceses quieren apresaros o mataros. Sois un excomulgado, señor. El papa os maldijo. No hay deshonor en traicionaros. Cualquier promesa que os hicieran no es válida para la Iglesia, y cualquier cristiano puede mataros sin pecado ni castigo.
Estábamos los tres solos en la estancia y Pedro se quedó mirando a Roger en silencio. Aquellos eran los dos hombres vivos a quienes yo más quería, aparte de a mis hijos. Roger tenía treinta y tres años, uno menos que yo. Su madre, Bella d’Amichi, fue mi nodriza, y por lo tanto éramos hermanos de leche. Yo quedé huérfana de madre cuando tenía cinco años y ella nos crio juntos, hasta que, a los doce, después de mi boda, él se incorporó, como paje, a la corte militar de mi marido. Desde entonces le había servido por tierra y mar, luchando contra nobles rebeldes, sarracenos y franceses. Roger admiraba a Pedro. Y él le correspondía con un enorme cariño.
—Lo sé, Roger —murmuró al rato Pedro—. Sé bien lo que representa la excomunión.
—El camino a Burdeos está lleno de trampas —insistió Roger.
—Gracias por vuestras advertencias —dijo Pedro elevando la barbilla—. Pero mi honor está por encima de cualquier peligro. Si no me presento en la liza el día acordado, mis enemigos me tacharán de cobarde. Y lo proclamarán al mundo entero. No tengo más opción.
Pedro se había criado en la corte aventurera de su padre Jaime, el conquistador de reinos. Y en la nuestra brillaban la caballería en todo su esplendor y los trovadores. Tenía vocación de caballero andante. Quizá esa fuera la causa, o quizá la consecuencia, de su excesiva audacia.
—Pero ¿cómo pudisteis aceptar ese duelo tan insensato? —le reproché seria y elevando la voz.
De inmediato me arrepentí. Comprendía que no había solución ni remedio. Dada mi condición de mujer, reprenderle frente a otro hombre no haría más que reforzar su propósito. En unos momentos partiríamos hacia el otro extremo de la isla, desde donde Pedro zarparía hacia España. Y yo me quedaría en Sicilia, con mis hijos, gobernando lo desconocido. Quizá no le viera nunca más. Me producía una pena terrible. ¿Qué ganaba increpándole?
¿Qué ganaba expresando mi frustración? Nada. Debía aprovechar aquellos días de camino, tal vez los últimos, para ser feliz junto a él.
En lugar de responderme furioso, me miró triste y quedó pensativo.
—Carlos de Anjou era, y se creía, el rey más poderoso de Europa — recordó después de una pausa—. Más incluso que su sobrino el rey de Francia. Era rey de Sicilia, Albania y Jerusalén; príncipe de Acaya, en el sur de Grecia; señor supremo de Túnez, y senador de Roma, con lo que controlaba el centro y gran parte del norte de Italia. Por si esto fuera poco, poseía cuatro de los más ricos condados de Francia. Y, junto al papa, preparaba un ejército nunca visto para invadir Constantinopla y el Imperio bizantino. Y en apenas unas semanas le arrebatamos la isla de Sicilia, destrozamos su flota en Nicotera y tomamos el control del estrecho. Comprendo su frustración y su furia. Me envió una carta llena de insultos llamándome traidor y felón por atacarle sin antes declararle la guerra, según exigen las leyes de caballería.
—Eso no es cierto —intervino Roger—. Fue el pueblo de Sicilia, harto de su tiranía, quien se sublevó. Y le enviamos embajadores exigiéndole que abandonara el reino, que es, por derecho, de doña Constanza. Le declaramos formalmente la guerra antes de atacarle.
—Así es, pero no tengo otra opción que defender mi honor.
Y la conversación continuó repitiendo, inútilmente, una y otra vez, los mismos argumentos. Hasta agotarnos.
—Vuestro enemigo hace ya tres meses que partió hacia Francia para prepararlo todo —le recordó Roger—. Y a vos apenas os queda tiempo para llegar.
—Tenía que dejar la isla en orden y segura. Y coronar a mi esposa reina de Sicilia tal como prometí. Me miró dedicándome una sonrisa al tiempo que tomaba mi mano para estrecharla con cariño. Le correspondí, aunque seguía triste y enojada. Entonces se oyó un golpeteo en la puerta.
—Los caballos están preparados —informó un escudero.
Roger se arrodilló y besó la mano de Pedro, pero este le hizo levantarse para abrazarle. Era también fuerte, casi tan alto como mi esposo, tenía una nariz recta, rostro afeitado, pómulos altos, un hoyuelo en su mentón y unos intensos ojos oscuros.
—Cuidad de vuestra hermana Constanza —le dijo—. De nuestro heredero
Jaime y del resto de nuestros hijos.
—Así lo haré, señor —repuso él emocionado—. Con mi vida.
Pedro se despidió, a continuación, de Jaime. A causa de la guerra, el grueso del ejército y de la flota se encontraban en Mesina, en lugar de en Palermo, la capital, y nuestro heredero debía quedarse en la ciudad representándome. Padre e hijo habían pasado gran parte de la noche conversando. Mi esposo quería inculcarle el arte del gobierno dándole todo tipo de consejos y contándole viejas historias. Yo asistí triste sin apenas intervenir. Había algo en sus palabras, en el aire que respirábamos, que me decía que aquel sería su último encuentro. Que Pedro nunca regresaría a Sicilia. Sentía miedo. Mucho miedo.
Jaime era un muchacho de dieciséis años que empezaba a mostrar vello en su rostro alargado. Había heredado de su padre su fuerte mandíbula y posiblemente llegara a ser tan alto como él. Su cabello y ojos eran castaños y tenía una mirada inteligente. Seguía con gran atención las explicaciones de Pedro.
—Seré digno de vos, padre —le dijo mirándole a los ojos.
—Lo sé, hijo —respondió él emocionado.
—No me temblará el pulso ni en la guerra ni en el gobierno.
—Aprended de vuestra madre —continuó mi esposo—. Ella os enseñará a ser rey.
—Así lo haré, padre.
Al igual que Roger antes, quiso arrodillarse para besarle la mano. No se lo permitió y le obligó a levantarse para abrazarle.
Y después de despedirnos de nuestros hijos menores, partimos a caballo, seguidos de un solemne cortejo, hacia Trapani, en el extremo occidental de la isla donde Pedro iba a embarcar. Quizá hacia la muerte, como yo temía.
4
Orvieto, unas semanas antes, 9 de marzo de 1283
—¿Cómo se nos ha ocurrido aceptar semejante duelo?! —exclamó el papa irritado
Martín IV tenía ya sesenta y ocho años. Era un hombre vivaz, bajo de estatura, regordete, con mejillas enrojecidas y unos ojos oscuros especialmente saltones cuando, como ahora, mostraban su cólera.
—¿Cómo no lo iba a aceptar si fui yo quien le reté a él? —repuso Carlos de Anjou mirándole tranquilo, sin parpadear.
El aspecto de Carlos contrastaba con el del papa. Era grande, de piel cetrina y larga nariz, con ojos de un azulón desvaído, hundidos en cuencas oscuras. Lucía una melena corta color paja y su rostro afeitado mostraba unos labios finos.
La entrevista tenía lugar sin testigos, en las estancias privadas del papa, en su palacio de Orvieto, anexo a la catedral. A pesar del fuego que ardía en la chimenea y los tapices, llenos de ángeles y arcángeles, Martín IV sentía frío y cubría su calva con un gorro de piel, al tiempo que se envolvía en una capa púrpura.
La ciudad de Orvieto se alzaba sobre una gran roca de toba volcánica, una fortaleza natural, un nido de águilas. El subsuelo estaba excavado con múltiples túneles que permitían ocultarse o huir y el papa se sentía seguro allí. Prefería aquel enclave a Roma, a pesar de que Carlos, al que el propio Martín IV había nombrado senador, su más alta autoridad, la dominaba. A los romanos no les gustaba aquel papa francés.
Porque Martín no solo era francés, sino que su fidelidad a la familia real gala era absoluta. Después de ostentar altos cargos en la corte de Francia, fue nombrado cardenal por otro papa francés y fue el responsable de la proclamación de Carlos como rey de Sicilia.
Carlos le pagó unos años más tarde haciendo encarcelar, en un violento asalto al cónclave, a los cardenales italianos que se le oponían, e intimidando al resto para que le eligieran papa. Desde entonces, Martín apoyaba al de Anjou con todos los medios posibles. Excomulgaba a sus enemigos, usaba el poder de la Iglesia en su favor y vaciaba las arcas pontificias para financiar sus guerras.
Carlos era, a los ojos de Martín, su brazo armado, el destinado a imponer por la fuerza la voluntad de la Iglesia. Aunque el de Anjou, consciente de su poder, opinaba, aún sin evidenciarlo, que era el papa quien estaba a su servicio.
—Pero ¿cómo osasteis proponer un juicio de Dios por las armas? —clamó
Martín—. ¡Es un insulto! ¡Un desafío a mi autoridad!
Carlos se encogió de hombros y le mantuvo la mirada sin parpadear.
—¡Yo soy el representante de Dios en la tierra! —continuó el pontífice—.
¡Yo soy quien decide en su nombre! No debe haber combate. He excomulgado a Pedro de Aragón y os he bendecido a vos. Es cosa juzgada. Dios está de vuestro lado.
—¿Entonces por qué no frena su avance? —Era ahora Carlos quien mostraba su irritación—. Aún espero que la cólera divina le fulmine con un rayo.
—Los designios del Señor son inescrutables a veces —se defendió
Martín.
—Pedro nos echó de la isla de Sicilia, nos ha derrotado en el mar, controla el estrecho, lo ha cruzado y se aposenta ya al otro lado —continuó Carlos—. Asola nuestras costas y quizá nos obligue a abandonar Calabria.
—¡No lo puedo entender! —exclamó Martín—. Vuestra flota y vuestro ejército son mucho mayores. ¡Y nos cuestan una fortuna!
—Los aragoneses han sido afortunados y Pedro es un buen líder. Por eso quiero alejarlo de Sicilia.
—En todo caso, ¡ese juicio de Dios es un insulto para la Iglesia! ¡Y os prohíbo que os presentéis en Burdeos!
El papa era pequeño de tamaño, pero contaba con una potente voz que hizo tronar de nuevo, airado.
—No os obedeceré, su santidad. —Carlos le observaba tranquilo—. Y os diré por qué.
Martín, sorprendido, se quedó mirándole con la boca entreabierta.
—Pedro envía cartas a toda Europa alardeando de sus victorias — continuó el rey—. Y también a las ciudades costeras de mi reino incitándolas a que se subleven contra mí, como hicieron los isleños. Les dice que domina el mar y les promete protección. Sí, le habéis excomulgado, pero…
—¡Y le volveré a excomulgar! —le cortó el pontífice colérico—. ¡Y le quitaré sus reinos de España para entregárselos a vuestro sobrino el rey de Francia!
—Me alegro —dijo Carlos impávido—. El caso es que Pedro no os obedece. Calmaos, santidad, y dejad que os cuente. Os lo suplico.
El papa se le quedó mirando y el de Anjou supo que le iba a escuchar.
—Cuando Pedro nos echó de la isla, venció a nuestra escuadra y cruzó el estrecho, me vi desbordado. Parecía que pronto iba a llegar a Nápoles y busqué la forma de detenerle con un ardid, ya que no podía con las armas.
Martín gruñó; atendía.
—Le tengo estudiado —siguió Carlos—. Al igual que ocurría con su padre, tiene una idea trasnochada de la caballería y del honor. Y presume de trovador. Ese es su punto débil, así que le envié una carta llena de insultos diciéndole que se había deshonrado comportándose como un traidor. La respuesta me llegó con sorprendente rapidez; había dado en el blanco. Así que mi siguiente paso fue retarle a un duelo a muerte y que Dios decidiera de quién era Sicilia.
El pontífice volvió a gruñir, ahora como un mastín. Pensaba que Sicilia era suya y que podía cederla a quien quisiera. Aunque se mantuvo callado.
—Él aceptó, pero entonces le dije que era un cobarde ventajista, puesto que yo tengo cincuenta y seis años y él solo cuarenta y tres —siguió Carlos—.
¡Y accedió a cambiar el duelo personal por una batalla campal con cien caballeros de cada bando! ¡Gran error! Nuestra caballería es mucho mejor que la española, y solo Francia, mucho más poblada y rica, tendrá veinte veces más caballeros que toda la corona de Aragón. Y a eso sumad los de mis propios reinos. Tengo donde escoger. Mis caballeros serán mucho mejores.
—¿Y por qué aceptó Burdeos? —inquirió el pontífice, ahora interesado—. Está en Francia, territorio enemigo para él.
—Porque él confía en Enrique I de Inglaterra —explicó Carlos—. Su hijo mayor está comprometido con una hija del inglés. Y conocéis bien la curiosa situación del ducado de Aquitania, donde se ubica Burdeos.
—Sí —dijo el papa—. Enrique es duque de Aquitania, que pertenece a Francia. Así que es rey independiente en Inglaterra, pero en Aquitania es vasallo del rey francés y le debe obediencia.
—¡Exacto! —Sonrió Carlos mostrando sus caninos—. Pedro aceptó Burdeos como territorio neutral y que Enrique de Inglaterra arbitrara el duelo, garantizando imparcialidad y protección. Así que nos cruzamos cartas de desafío a finales del año pasado. Y las hicimos públicas. No solo Europa sabe del duelo. También el Imperio bizantino, el rey de Túnez y Tierra Santa. Si os obedezco y no acudo, no me valdrá excusarme en vuestras órdenes. Pedro me tachará de cobarde y lo hará saber a todo el mundo. Con todo mi respeto, santidad, no os puedo obedecer.
—¡Ni yo consentir ese duelo! —Martín elevó la voz, de nuevo irritado—. Es un insulto a mi autoridad.
Carlos sonrió satisfecho y el pontífice le miró sorprendido.
—Precisamente, eso es lo que debéis hacer, santidad. La sorpresa de Martín aumentó. No entendía.
—No lo consintáis —siguió Carlos—. Prohibidle al rey de Inglaterra mediar. Él no se atreverá a desobedeceros. Y yo no os puedo obedecer porque está en juego mi honor de caballero. Todo el mundo entenderá y excusará mi desobediencia. Y ¿qué pasará cuando el rey inglés renuncie a su arbitraje y protección?
Martín se encogió de hombros.
—Que mi sobrino el rey de Francia, su señor, reclamará el control directo de aquellas tierras durante el duelo. Y el inglés tampoco se negará porque no quiere enfrentarse a su poderoso señor. Y entonces tenderemos a Pedro una emboscada. Y le obligaremos a devolver la isla de Sicilia.
—¿Y si muere?
—Mucho mejor. El ejército aragonés se desmoronará y será vencido. El pontífice quedó pensativo.
—Ayudemos a Dios a ayudarnos —añadió Carlos ante su silencio.
—¡No blasfeméis! —se indignó el papa—. ¡Ese cinismo sacrílego es impropio de un servidor de la Iglesia como vos!
—No quería ofenderos, santo padre —murmuró Carlos ahora sumiso—. Pero ya sabéis lo que dice el populacho: «A Dios rogando y con el mazo dando».
Martín gruñó observando la expresión de su interlocutor. Le pareció que sus finos labios se contraían esforzándose en disimular una desvergonzada sonrisa. Y a punto estuvo de gritarle de nuevo. Pero se contuvo. Al fin y al cabo, Martín era un hombre de Estado. Había que acabar con Pedro y aquel era un buen plan. La desobediencia de Carlos menoscababa la autoridad de la Iglesia, pero las victorias de un excomulgado sobre el brazo armado de esta la desprestigiaban mucho más.
—Si el rey de Inglaterra no garantiza su seguridad, Pedro no acudirá —
dijo Martín pensativo—. Tendrá la excusa perfecta.
—Si no se presenta en Burdeos, proclamaré su cobardía. Y lo sabrá todo el mundo. Por mucho que quiera justificarse, su prestigio de caballero quedará mancillado.
—Poco beneficio es ese.
—No, al contrario, el honor de un rey es algo importante. Y conozco a
Pedro. A pesar de la falta de garantías, acudirá. Su orgullo le ha de perder.
—Ese combate es un desprestigio para la Iglesia —insistió Martín—. No debe ocurrir.
—No os preocupéis, su santidad. —La sonrisa del de Anjou era ahora más amplia—. No habrá combate. Interceptaremos a Pedro, y a los suyos, antes de que lleguen a Burdeos. Y si llegan, los capturaremos. Él es un excomulgado y será encarcelado por orden vuestra. Si se resiste, morirá.
Carlos se quedó mirando al pontífice sin disimular ahora una sonrisa de triunfo. Sentía que le había convencido.
—Pedro de Aragón caerá en nuestras manos, su santidad —afirmó ante el silencio del papa—. Le esperaré en Burdeos, y si no acude, haré saber de su cobardía a toda la cristiandad.
Martín IV le observó callado, pensativo. Afirmaba, de forma imperceptible, con la cabeza.
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Ficha histórica del libro
Edad: Media
Periodo: Siglo XIII
Acontecimiento: Reino de Aragón
Personaje: Constanza II de Sicilia
Comentario de "La reina sola"
Una joven reina recién coronada y sin experiencia de gobierno es abandonada por su marido en los peores momentos de su pequeño reino.
Unos nobles hostiles, ansiosos de poder, provocan sangrientas revueltas que amenazan su vida y la de sus hijos. Además, deberá enfrentarse, con la ayuda de unos pocos fieles, a los tres mayores poderes del siglo XIII: Carlos, el gran emperador mediterráneo, Francia y un papa despiadado.
Mientras, a su esposo Pedro le espera el engaño y una devastadora cruzada de un poder diez veces mayor al suyo, que invadirá la corona de Aragón, arrasándolo todo.
Amor, odio y venganza. Una apasionante historia que cambió el destino de España y el poder en el Mediterráneo.