Las lágrimas de Julio Cesar
Las lágrimas de Julio Cesar
I
El espejo de plata
Tingis, en la Mauretania Tingitana, África, año 77 a. C. Durante la guerra en Hispania de Sertorio contra Pompeyo.
La soledad dominaba el templo de Anteo, el legendario fundador de Tingis. El sol calcinaba sus piedras blancas, las columnas rojas del atrio y el friso de piedra caliza, con una persistencia implacable.
Solo turbaba la quietud de la tarde el zureo de unas palomas sumisas, el rumor de las caravanas, las extenuadas llamadas de los pastores que recogían sus rebaños y de los acemileros que se apresuraban a encerrar sus recuas tras las murallas de adobe de la ciudad, que se perfilaban en la lejanía como un espejismo.
Los caminantes llegados del desierto, de Septa y Zilis, los devotos y peregrinos, hacía tiempo que habían abandonado el lugar sagrado tras ofrendar codornices y alondras y consultar su porvenir a la Madre en la cueva de las predicciones. A media tarde las plegarias se habían acallado y todo era silencio en el santuario del rey fundador de la nación tingitana, y de Astarté, la diosa de la fecundidad.
El tabernáculo de Anteo, uno los centros más venerados de Mauretania, se erguía en el altozano como un bastión mágico. Presidía el cerro de los Olivos, también conocido de los Cráneos de los Viajeros, que amontonados en sus paredes, le transferían al lugar un macabro aspecto. Manaba en su jardín un manantial para abluciones, y con el silencio se oía el borboteo de los caños, mezclado con el zumbido de las últimas abejas libando en las flores.
Aseguraban que en sus aguas residían las milagrosas matres, las deidades protectoras de la tierra y la naturaleza. Los escalones de acceso estaban colmados de ofrendas: cestillos de frutos, néctar de sicomoro, granos de incienso, manzanas, panecillos con miel y algún cabritillo atado que berreaba temeroso, y que dos siervos se apresuraban a recoger.
Un bosquecillo de plataneros, los árboles contra el mal de ojo, se abrían a uno y otro lado del camino, embaldosado con lascas pintadas de añil. Granados, almendros, cedros y mirtos rodeaban como una muralla perfumada el recóndito santuario que tanto veneraban en la Tingitana y que se hallaba a una milla romana de la ciudad.
Soplaba un leve vientecillo y el cielo estaba exento de nubes, cuando un camellero, vigilante de la frontera por la keffiya grana para protegerse la cabeza del sol, y que lo identificaba como correo del rey Bogud de Mauretania, se detuvo en la fuente para saciar su sed. Se bajó de la montura y dejó a un lado el arco y el carcaj de flechas.
El mayordomo del templo, un viejo de movimientos torpes que rodeaba su cráneo
con una cinta, lo invitó a descansar dentro. Al visitante se le notaba fatigado, pero también inquieto.
—¡Escucha, anciano, vengo a avisaros! Debéis abandonar el templo y llevaros lo más valioso antes de que sea demasiado tarde. Particípaselo a la suma sacerdotisa — informó alarmado tras beber apresuradamente—. ¡Corréis peligro!
—¿Qué ocurre de tal gravedad que deba temer la divina Ishtar? —preguntó confundido el chambelán.
—Un grupo incontrolado de desertores de una legión romana está sembrando el terror en el valle. Ayer saquearon el santuario de los reyes de Siga, mataron a los sacerdotes y robaron los exvotos sagrados.
—Y el gobernador romano, ¿no hace nada para evitarlo?
—¡El malnacido de Catilina! Ese se llevará su parte, seguro —gritó.
El viejo meditó con gravedad y se llevó la mano a la boca por la sorpresa de lo inesperado. Las piernas le temblaron.
—No se atreverán aquí, en el oratorio más santo de la Tingitania. Además estamos bajo la protección de los reyes Bocco II y Bogud, aliados de Roma. Los espíritus de los reyes aquí enterrados serán implacables con quienes profanen su descanso eterno.
—¡Mira, anciano incauto!, se trata de una patrulla rebelde de romanos y de extranjeros. No se detendrán ante nada. Esas bestias solo buscan oro y joyas y obedecen a un decurión desertor del ejército de Sertorio, de nombre Macrón, conocido también por Méntula. Lo apodan así pues viola a las mujeres que apresa en sus bellaquerías.
El mayordomo era el vivo gesto de la alarma y el espanto.
—¿Avisaréis a las tropas del rey Bogud? —le suplicó.
—Lo haré, es mi deber. Otro mensajero ha ido a informar al rey Bocco, que se halla en Iol. Pero los soldados no podrán llegar aquí hasta antes del amanecer. Informa a la sacerdotisa. ¡Vamos! Coged lo más valioso y protegeos en Tingis. Que Tanit la Sabia os ilumine —lo previno tras montar en el camello y desaparecer camino de la ciudad.
El sirviente entró inquieto en el santuario, donde Arisat, la gran sacerdotisa, oraba prosternada a los pies la diosa Madre suplicando sus señales inequívocas. Las paredes estaban cubiertas de frescos que representaban las fundaciones fenicias de Cartago, Lixus y Gadir.
Abundaban el marfil, las pieles preciosas de leopardo, los óleos rituales, los vasos de oro, los perfumarios de serpentina, las maderas nobles, los amuletos protectores, la plata y el lapislázuli, entre el polvo sutil de los sahumerios donde ardían varillas de los sicómoros del País de los Aromas, el nardo y la mirra.
Cestas de mimbre con las cabelleras y las barbas primerizas, ofrendas votivas de los jóvenes de Tingis, se alineaban a los pies del sepulcro del rey Anteo, que presidía con su tonalidad amarfilada el oratorio, junto al fuego sagrado que ardía en una crátera de alabastro. En dos altares se encontraban las diosas Tanit y Astarté, ataviadas sus negras siluetas con el sagrado zaimph, el manto de las divinidades madre, translúcido y áureo. Cortinas de seda de color jacinto ocultaban las ventanas ovaladas del santuario.
Algo inmensamente sagrado sobrecogía a quien allí entraba. La qadishti Arisat, la hija terrenal de Astarté y santa de Ishtar, la guardiana del ancestral ceremonial de la nación mauri, poseía la facultad del discernimiento de los signos invisibles, del secreto de la muerte y del renacimiento de las almas. Y nadie ignoraba que auguraba la fortuna de los fieles con solo mirarlos con sus ojos verdísimos.
Arisat era también una sabia asawad, la que adivina a través de los sueños, y cada luna nueva recibía en trance sagrado la inspiración de Astarté, bajo los efectos del opio, la efedra, el coriandro, las adormideras y la mandrágora, con las que entraba en el dulce olvido del éxtasis. Caía en estados de posesión, con los que liberaba el corazón de los fieles de sus tenaces obsesiones, profetizando además el devenir de los tiempos.
La profetisa también se encargaba de mantener el Onfalos, el fuego consagrado el día de la resurrección del dios Melkart, ante el sepulcro del gigante, Anteo, el que luchara en singular combate contra Hércules, y también rendía culto a las diosas eternas Tanit y Astarté-Ishtar.
Guardaba en un altar subterráneo una imagen en oro del colérico Gurzil, el dios cornudo, muy respetado por los guerreros tingitanos y númidas. Arisat era honrada por las tribus del norte africano, ya fueran del Atlas, de Liksh o de Siga, pues solo ella había heredado las aptitudes adivinatorias a través de la leche materna, que igualmente había transmitido a su hija Hatsú, la futura sibila de los tingitanos.
Inclinada a la filantropía, Arisat, que había perdido a su marido, el general del rey Bocco, Lauso de Lixus, en la guerra contra los indómitos garamantas del sur, era extremadamente sensible al dolor humano y emanaba de su persona un respeto hacia sus semejantes, que al instante la adoraban por sus palabras apacibles y generosas acciones. La prodigiosa mujer, una hembra madura de piel cobriza, envolvía su delgadez etérea en una levísima clámide blanca, y oraba con los párpados cerrados.
Tras el aviso del vigilante de la frontera, el lugar se había convertido en un mentidero de habladurías y miedos y los siervos corrían por los pasillos sin saber qué hacer. Cuando el criado penetró en la penumbra del templo, Arisat lo miró sin inmutarse. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y abrió los ojos. De su mirada dimanaba la potestad indudable sobre el porvenir y los deseos de los dioses.
—Lo he oído todo, Maharbal, y lo presagiaba —indicó al intendente—. Lo temía desde que esos romanos pusieron el pie en estas tierras. Su avaricia no tiene límites, y el nuevo gobernador, esa alimaña de Sergio Catilina, es cruel e insaciable. Nadie escapa a su despotismo. Es nuestra fatalidad.
—¿Qué precauciones tomaremos, señora? —preguntó—. No hay tiempo.
Rodeada de un halo de misterio y grácil como la palmera de un oasis, Arisat amplió su sonrisa de bondad y delicadeza.
—Carga dos jumentos con los ornamentos sagrados, los zaimph bordados de oro de la diosa, lo más valioso del tesoro y los exvotos de la cueva de las predicciones. Forma dos grupos armados con criados y vigilantes y marchad inmediatamente, unos hacia Tingis y otros hacia Zilis. Nada más llegar guardadlo todo a buen recaudo en el Banco de Tiro. El lugar más santo de la Tingitana va a ser deshonrado.
En la mirada de Maharbal, seguía aflorando el pánico.
—¿Y tú, mi señora? ¿Y tu hija? —se interesó suplicante. Como si tuviera la certeza de que obedecía a la diosa, dijo:
—Mi obligación es quedarme aquí como su guardiana. No se atreverán conmigo. Sobre mi hija ya lo tengo previsto hace tiempo. Vamos, Maharbal, organízalo todo con prontitud y salid sin dilación. Os mandaré un aviso cuando todo pase.
De repente la puerta interior del tabernáculo se abrió con brusquedad y una niña de unos diez u once años, arrebatada por la angustia, compareció en el umbral. Era su hija Hatsú. La sacerdotisa la asió del brazo con afabilidad, pues un ansia espantosa la dominaba. La calmó. La piel de la pequeña parecía transparente. Iba vestida con una túnica azul recamada de lirios, y unas sandalias de cuero. En uno de sus brazos lucía una ajorca con la efigie del dios Gurzil. Era la encargada de tocar en las ceremonias sacras el nebel de doce cuerdas, que tañía con un dulce sentido de la melodía.
Nada impuro parecía rozar su gracia natural.
—¿Qué ocurre, madre? Los guardianes están temerosos.
Arisat trató de no exteriorizar su angustia e inquietud, y la consoló con una ternura inefable.
—Es la sentencia de nuestro destino, hija. Hienas extranjeras sin escrúpulos morales y llevadas por la codicia quieren arrebatarnos lo más sagrado. Habrás de esconderte durante unos días y después regresarás cuando el peligro haya pasado. No te preocupes, mi cielo.
—¿No me acompañas, madre? —preguntó suplicante.
—¿Y tú que serás una servidora de Ishtar e hija predilecta de la luna de Tanit la abandonarías a merced de los perversos, Hatsú? Hemos de cuidar de su morada terrenal y superar la adversidad. Esa es nuestra misión, mi hijita querida.
—Nunca la desatendería, madre. Servirla es nuestro sagrado deber.
—No es una cuestión de orgullo y comodidad, sino de deber. Quizá sea una falsa alarma, pero hemos de ser cautelosos. Salvemos lo que más amamos, y apresurémonos en hacerlo. El rey Bogud y el gobernador de Tingis ya han sido avisados.
Pese a su candorosa edad, Hatsú comprendió de golpe el mal camino que emprendía su vida y un sordo sollozo le cortó la palabra. Sintió un vago estremecimiento en su pecho, premonición de un mal agüero, y palideció cuando su madre la atrajo hacia sí y le reveló su mayor secreto:
—Toma, cielo mío. Eres el reflejo fiel de mi alma y estoy orgullosa de ti. Has de llevarlo contigo y preservarlo de la barbarie. Es lo más preciado de nuestra familia — le descubrió, y le mostró un singular espejo del tamaño de una mano abierta. Era más claro y menos opaco de lo habitual y parecía forjado de piedra de volcán. Poseía un aura que seducía. Al pertenecer a su madre, la niña pensó que podría poseer poderes mánticos.
Se trataba de un óvalo de obsidiana pulida, ajustada en un mango de ébano que representaba el cuerpo, el vientre y los senos fecundos de la deidad femenina, Astarté-Tanit, quien con los brazos alzados lo sujetaba. Arisat le reveló que estaba vinculado al don profético de las mujeres de la familia desde hacía quinientos años. Hatsú lo contempló cautivada. Parecía estar dotado de vida y estaba exornado con los signos de la luna y flores de loto, las preferidas de la deidad femenina.
—Es el ojo de la diosa creadora, cuyo secreto ocular te he enseñado —le explicó
—. En su cara puedes percibir determinados acontecimientos del devenir tuyo o de quienes te rodean. Tú, y solo tú, podrás sentirlo en ocasiones cruciales de tu vida. Ese es nuestro poder que aprendí de nuestras madres profetisas de Berenice y Querquenna, los pueblos de nuestros antepasados. Eran descendientes directas de Dido, la princesa de Tiro y fundadora de Cartago, la legendaria hermana del soberano Pigmalión. Solo debes enfrentarte a él con sencillez de corazón y honestidad de sentimientos, y él te hablará.
Hatsú lo balanceó en su mano y solo distinguió su propio rostro difuso. Sin embargo, al sostenerlo comprobó que poseía una atracción insondable, que infundía un leve vértigo en la cabeza y un tenue arrebato en sus sentidos. Pero no vio nada.
—¿Y podré, madre, conocer en el hechizo de este talismán y en su fulgor mi propio destino cuando lo desee? —se interesó.
—En eso consiste su verdadero prodigio. Pero la diosa se nos manifiesta solo cuando lo estima necesario. En tres ocasiones cruciales para mi vida sentí en mi espíritu un rumor indescriptible e impetuoso que retumbó en mis entrañas. Esa vibración reportó importantes nuevas para mi futuro.
—¿Y alguna vez se te encarnó el rostro de la diosa, madre?
—Contadas veces. Pero cuando se refleja oscuro el búho sabio de la diosa, o los pájaros negros de la desgracia, los miembros se nos paralizan pues algo desdichado va a ocurrir. No lo olvides.
La niña miró a su madre de hito en hito. Se sentía valiosa.
—Anda, hija, ve a buscar a Tamar. Debéis partir sin dilación a Septa.
Tamar, la doméstica del santuario, entró al poco de la mano de Hatsú. Era su más leal amiga, una niña de su misma edad, de pelo castaño claro y ojos intensamente azules, a la que había recogido siendo muy niña, perdida en un arrabal de Kartenna, comida por lo piojos, las bubas y la sarna. Posiblemente era la hija abandonada de unos esclavos dálmatas o lidios, por el color de su piel y de su clara cabellera. La había convertido en compañera de juegos de su hija y su respeto a la pitonisa era proverbial y daría su vida por ella. Arisat y Hatsú significaban lo que más amaba.
Silax, su primogénito, que pronto cumpliría los siete años, no se hallaba en el santuario. Por su rango y su sangre aristocrática, servía desde hacía dos años en la corte del rey Bocco de la Tingitana Oriental. Asistía a las clases de retórica de un pedagogo griego junto a la camada real, aprendiendo cuanto precisaba para en el futuro convertirse en magistrado regio. Allí estaba siendo instruido en la escritura púnica, tartesia, latina y griega, y también en diplomacia y álgebra.
Tamar bajó la mirada para dirigirse a Arisat, su madre adoptiva:
—Los servidores del templo hablan de un tal Macrón, un desertor romano que se dirige hacia aquí con perversas intenciones. ¿Es verdad, madre? —le preguntó con voz firme.
La pitonisa explicó con brevedad a su hija y a Tamar, que abrió sus hondísimos ojos color del mar, la comprometida situación y las conminó a obedecerla. Debían recoger sus cosas más necesarias y salir en dos mulas hacia Septa, donde se hallaba un templo de sacerdotisas de la Madre, con un siervo anciano y dos esclavos, para más tarde retornar una vez pasado el riesgo. Después hizo un aparte con el viejo y le facilitó unas instrucciones precisas, una bolsa con cien siclos de plata y dos escritos. Y arrodillándose, besó y abrazó a Hatsú y a la asustada Tamar, confortándolas.
—Se trata de una preocupación que no me resta responsabilidad sobre vosotras —
las calmó afable.
Sin demora le colocó a Hatsú en la muñeca una pulsera, en la que había insertado un anillo para sellar documentos, de los que se utilizaban en los santuarios de la Madre, que representaba a Tanit con un caballo bajo una palmera. En el anverso, los dos símbolos: una estrella y la media luna.
—Este anillo te protegerá —le expresó a Hatsú tomándola de la mano—. Tus sueños siempre han sido admirables y mi deseo es que se realicen, querida mía. Y cuando la diosa hable un día a tu oído, entonces te convertirás en su gran sacerdotisa.
—Ella nos mantendrá unidas, madre —le respondió llorosa.
—En nuestras venas corre sangre real de Egipto y de Cartago, hija, no lo olvidéis nunca. Pero tanto los mauretanos de Tingis como los romanos odian a los púnicos. Seamos sensatas y pongamos tierra de por medio durante unos días en tanto veamos qué hacen esos bárbaros abominables. Nos reuniremos de nuevo cuando esta amenaza solo sea un vago recuerdo —las alentó—. No creo que se atrevan a profanar este santo lugar, que hasta el general Sertorio veneró y honró.
—Que el furor de Baal los confunda —se expresó Tamar—. Pero si como dicen ese desertor romano pertenecía a las legiones de Quinto Sertorio, conoce bien nuestras abundancias, y lo temo.
La melancolía y unos indecibles temores se apoderaron de los tres corazones femeninos. Un lazo estrechísimo las ligaba, y hoy se desharía por vez primera debido a la codicia de unos bárbaros. Un terror supersticioso se agudizó en sus almas entristecidas. La sacerdotisa era su sostén imprescindible, y temían perderlo.
—Muy pronto estaremos juntas —las animó—. ¡Anda, partid ya!
Al rato, y entre llantos y lamentos, la sibila vio abatida cómo desaparecían las tres partidas en dirección a los distintos puntos que había previsto. En la que se perdía hacia el oeste iba su vida y a quienes más apreciaba su corazón: Hatsú y Tamar. Por eso una lágrima resbaló por su pómulo color ámbar.
Y se preparó para lo peor. Conocía el desmedido afán por el oro de los romanos y entendía que el templo de Anteo, un semidiós venerado por el pueblo, un héroe cargado de prudencia, valor y sabiduría, era un panal de miel para el paladar ávido de aquellos embrutecidos salteadores. En su mente se abrían negros abismos. Tarde o temprano comparecerían. Lo sabía. Había visto la mancha borrosa del búho negro en el espejo.
Y ella era el cordero destinado al sacrificio.
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Ficha histórica del libro
Edad: Antigua
Periodo: Imperio Romano
Acontecimiento: Varios
Personaje: Julio Cesar
Comentario de "Las lágrimas de Julio Cesar"
En ella se narra la intensa relación de Julio César con Hispania, donde le fue interpretado su sueño de poder futuro, y varios personajes, unos reales como Lucio Cornelio Balbo, Catón, Cleopatra, Octavio, Marco Antonio, Casca, o Calpurnia, y otros imaginados como la sibila del templo de Melkart. El lector recorrerá todo el Mare Nostrum, Egipto, Grecia y el Norte de África en pos de estos personajes en los últimos años de la decadente República y el inicio del Imperio, así como la conspiración contra César y la venganza terrible de sus leales.
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