La cúpula del mundo
La cúpula del mundo
El silencio de Dios
Granada, Anno Domini 1273
Ni los pozos más negros del infierno se le asemejaban en horror.
Los presos llamaban a aquellas lóbregas mazmorras «las Barrigas del Diablo», un laberinto de embudos excavados en la roca por donde apenas si se atisbaba un mísero halo de luz. Un hedor infecto y un miasma de podredumbre hacían el aire repulsivo y convertían a los que lo respiraban en criaturas repugnantes. Sus muecas retorcidas y las miradas torvas parecían las de los desesperados que aguardan la horca.
—¡Jesucristo! ¿De qué sirvió que nos redimieras? —gritaba frenético uno.
—¡Piedad, misericordia! —murmuraba un viejo cautivo.
—¡Agua, por caridad, agua! —retumbaban las voces de otros.
En aquellos agujeros excavados en los subterráneos del más idílico paraíso nazarí, la Alhambra de Granada, se pudrían centenares de cautivos, la mayoría cristianos, que esperaban un rescate salvador, o un trueque entre reyes que los alejara de aquellos inmundos antros. Bajo el suntuoso palacio se ocultaba un laberinto de pasajes secretos que conducían a un desconocido y aterrador mundo de nauseabundas celdas, en las que vivían hacinados los prisioneros. Las cárceles eran como un embudo al revés, unas vasijas colosales enterradas en un hoyo a ras de suelo, donde solo reinaba la oscuridad, el miedo y la desesperación.
Aunque los allí aherrojados tenían otras dos opciones: quitarse la vida o volverse locos.
Estremecían los lamentos, la tos compulsiva de afectados por la consunción, el sonido del agua que caía en las ergástulas con isócrona monotonía. Los cautivos dependían para su sustento de una repulsiva colonia de arañas, escarabajos, escorpiones o ratas, de las gotas que se filtraban por el tragaluz, de los corruscos de pan de cenceño que les arrojaban los carceleros y de un sopicaldo que ingerían los días de trabajos forzados en la atalaya de los Picos. Defecaban en un agujero que se abría en el centro del cubículo y los parásitos, la humedad, el frío, el sofocante calor, la severidad del látigo y la disentería iban minando su salud, si antes no morían de la terrible consunción escupiendo sangre por la boca. Sus días y sus noches se sucedían como un todo infinito, sin expectativas, sin futuro, sin ánimos.
Una fría mañana, uno de los presos, de nombre Beltrán Sina, sintió náuseas y se abocó al hediondo agujero repleto de heces, donde expulsó las bilis. Sus compañeros de cautividad lo observaron con rencor, pues aun siendo bautizado, lo repudiaban porque amparaba a un nórdico, de nombre Gudleik, al que reputaban como pagano que adoraba a dioses falsos. Y aprovechando su debilidad volcaron la inquina que llevaban dentro.
—Al renegado se le han rebelado las tripas. ¡A ver si revientas!
—Habrá soñado que se comía un puerco con malvasía —se carcajeó un recluso con una risotada desprovista de afabilidad.
—Pero ¿no dice el muy ladino que es cristiano? —ironizó otro con sorna.
—Pues cuando se levanta parecen que aletean las alas del diablo ante nuestras narices —lo punzó un fraile cautivo enseñando sus encías sanguinolentas—. A estos dos los habrá bautizado el cabrón de los abismos.
Beltrán no pudo contenerse y tiró con fuerza de sus grilletes amenazando al clérigo, con el rostro desencajado:
—¡Los dos somos tan creyentes como tú, fraile! Pero a veces al Creador le gusta juntar a sus criaturas para probarlas en la desgracia.
—Ahora el muy pecador nos suelta un sermón, ¡por las barbas de Noé! —replicó otro—. Eres un miserable que haces más asfixiante el aire que respiramos. ¡A ver si os ahorcan y nos libramos de vuestro olor a azufre!
—¡Cobardes y bellacos! —les replicó Sina lleno de ira—. Infieles o cristianos viejos o nuevos, todos nos pudrimos en la misma poza infecta.
Sina, que había franqueado el límite de lo humano, no comprendía aquella aversión. Ofendido por tantas vilezas, se arrebujó en sus harapos, mientras acechaba vigilante, pues en cada rincón se agitaba una amenaza contra ellos. Beltrán, por el hecho de ser hijo de un físico de ascendencia extranjera, era considerado como un tornadizo o renegado, baldón que llevaba a cuestas desde que su memoria podía recordar.
Desde pequeño había visto matar en nombre de la religión; pero ni los musulmanes, ni los judíos ni los cristianos vivían según los principios del Corán, de la Torá o del Evangelio. Su cuartillo de sangre siria había significado su desgracia, pues la intolerancia era un yunque donde se gastaban los martillos de la concordia. Se consideraba un proscrito en la tierra donde había nacido, pero pensaba que cuando la muerte despojara a unos y otros de la máscara que los hacía extraños, se reconocerían como semejantes. Pero las desgracias no las enviaba Dios a corazones débiles, y escapar indemne de aquella prueba sobrehumana sería su mejor arma para arrostrar el futuro, si es que salían vivos de allí. Sin embargo, más que a las penalidades físicas y el hambre, Beltrán temía la degradación moral y la humillación que padecía. Al despertar otro día más, olfateó con asco el hedor espantoso de las heces, los esputos, el sudor y los excrementos de las ratas y contempló entre las penumbras las figuras famélicas y agarrotadas de los otros presos, sus miradas huidizas y dementes. Se pasó una hora masticando la gredosa fetidez a cieno y putrefacción, y se paró a pensar en su pasado, el bálsamo contra la locura.
Beltrán había nacido hacía cuarenta años en Sevilla, la capital de la frontera, y era hijo del médico del rey Fernando III, micer Andrés Sina, médico experto en extraer flechas y curar fracturas. El oficio de su padre le había redimido de las penurias de la vida, mostrándole el perfil benévolo de una sociedad cruel. Su madre, Leonor Morante, le había inculcado los principios del Evangelio, aunque años después supo que su nodriza, una morisca del Ardabejo sevillano, Aziza, al regresar de la ceremonia bautismal les lavaba las cabecitas de los restos del santo crisma. Después, como una araña sigilosa, tejía hilos distintos en sus mentes inocentes, les hablaba de otros credos y los adormecía haciendo tintinear ante sus ojos los abalorios de sus manos, mientras les narraba fantásticas historias de Oriente.
Por decisión del soberano de Castilla, su hermano y él fueron educados con los hijos de otros cortesanos en la schola del palacio del Caracol del Alcázar, donde Beltrán comenzó a experimentar el doloroso rechazo por razón de su sangre, que lo acompañaría como una joroba toda su vida. Su padre, para evitarles más desprecios, envió a los dos hermanos a la Escuela de Anatomía de Amberes y luego a la siciliana de Salerno para que se cultivaran en la cosmología, la medicina y el arte griego de la memoria, antiquísima regla para servirse de las estrellas y aprender tratados.
Sina se formó también en criptonesia, un método para curar sentimientos que producen desánimo, y en mayéutica, el arte socrático de sanar los espíritus con el diálogo. Al concluir los estudios en el bimaristan hospital de Salerno, Beltrán se tituló en una rara disciplina de la que no existían más de una veintena de doctores en toda la cristiandad, la de los tibb al-nafs, o «médicos del alma». Salvo el rey de Francia, el dux de la Serenísima de Venecia, el duque de Borgoña o el Papa, muy pocos podían permitirse el lujo de costearse un curador del espíritu y experto en elaborar secretos elixires contra la melancolía negra.
Concluidos sus estudios, regresó a Sevilla en una flotilla de galeras genovesas. Don Fernando había muerto y reinaba ahora en Castilla su hijo el señor Alfonso X, a quien recordaba de su niñez como un príncipe afable y de grandes ojos castaños que invitaban a la concordia. Beltrán abrió consulta en la colación del Salvador, frente a la antigua mezquita de Abu Abbas; fue el primer médico que empleó en Sevilla el análisis de las emociones para diagnosticar las dolencias del cuerpo, según las enseñanzas del Kitab al-Malik, o líber Regius, de Ali Ibn Abbas, y las doctrinas de Ibn Chulchul de Córdoba.
Deseoso de aliviar los sufrimientos de sus semejantes sondeaba las angustias del alma, pues pensaba que el hombre es un ser paradójico que hace sufrir y sufre, que crea sus propios infiernos y que se ahoga en los tormentos que él mismo forja.
Aunque en su mirada rutilaba un halo de pena oscura y sufría una amargura silenciosa por no ser cristiano viejo, a Beltrán solo lo inspiraba el culto a la ciencia y el respeto a los que padecían del mal del espíritu. Era de apariencia espigada, frente amplia, cejas finas, la piel del color de las nueces, nariz pequeña, rostro afeitado y ojos castaños, algo miopes, coronados de largas pestañas. Lucía una melena corta de cabellos azabache que brillaban bajo el bonete de paño de Ypres, y sabía cómo insinuarse en el corazón de las mujeres.
Para olvidar sus penas recordó en aquella ingrata mañana de cautiverio la festividad de San Hermenegildo, de hacía veinte años. Fue el día en que conoció al rey Alfonso, quien desde el primer instante lo trató con condescendencia y con una amistad que aún perduraba. Sobre la raya del alba, la luz espejeaba blanquísima en Sevilla, invitando al placer de vivir. Como todos los amaneceres, su criado colocó en el zaguán las sillas para los enfermos, cuando por la calle Francos se oyó la fanfarria de las trompetas reales. Don Alfonso, con su cortejo de palaciegos, asistía a los oficios divinos. Al desmontar de la cabalgadura sintió curiosidad al advertir los asientos alineados en el portal. De inmediato se interesó por la singular práctica, preguntando a su confesor, don Raimundo, obispo de Segovia.
—¿Se va a celebrar alguna procesión, ilustrísima?
—No que yo sepa, alteza. Esos enfermos aguardan la consulta del hijo de Sina, el médico de vuestro padre, ¿recordáis? Ha regresado de Amberes y de Sicilia, y dicen que es doctor en nuevos métodos para curar los achaques del alma y los malos humores del corazón.
—¿Sanar el espíritu, decís? Pues parece enviado por la Providencia —se alegró el monarca—. El Creador acude en nuestra ayuda, don Raimundo, ¿o acaso la reina no precisa cuidados en su ánimo?
—Desconfío de esos curanderos. El alma solo sana con ayunos, penitencias y rezos, señor.
—Arzobispo, la parte inmortal de nuestro cuerpo precisa de médico tanto como la mortal. Nuestros corazones esconden más padecimientos de los que imaginamos. Llamadlo al Alcázar, he de conocerlo.
Desde aquel día, Beltrán, junto a Isaac Jordán, boticario del officium de destilados de Toledo, dos sangradores y el médico don Hernando, formó parte del claustro de terapeutas reales y de la junta de médicos de cámara, que dirigía el sabio alquimista toledano, Yehudá Ben Moshe. Pronto también fue cubierto con el manto del reconocimiento por doña Violante, la reina, que padecía un gran desorden en su alma, pues tras varios años de matrimonio, aún no le había dado descendencia varonil al rey, y se enroscaba en su mente el fantasma del repudio.
Vivió durante años en la corte de Castilla, y por su saber en cosmografía, el monarca lo nombró más tarde bibliotecario real, incluyéndolo en la esotérica inaccesibilidad de su scriptorium privado de Toledo, donde se entregaron en tiempos más dichosos al estudio del saber oculto y a la búsqueda de libros arcanos. Por eso, tras su prolongada cautividad, no comprendía por qué el rey, que lo había tenido por amigo, no había acudido aún en su ayuda. ¿Habría tenido dificultades por sus enfrentamientos con Muhammad I, el astuto rey de Granada? Él conocía que las relaciones entre Castilla y el reino nazarí eran un arco que se tensaba y destensaba según soplaban los vientos de la política, y que el viejo sultán mantenía en jaque a los castellanos a lo largo de la frontera.
Pero ahora Beltrán y su criado Gudleik, un extranjero contrahecho y de corta estatura al que el albur había atado a su vida, seguían sufriendo el tormento en aquel purulento estercolero, sin esperanzas de ser libertados. Juntos habían sido testigos de muertes espantosas, de cuerpos descoyuntados por el potro, de cautivos empalados o cegados por los mercenarios islamitas por robar un sorbo en las aguaderas o protestar por sus miserias, y habían visto horrorizados cómo otros eran arrojados al foso del palacio al no recibir el rescate convenido. Oliendo el acre olor del pánico día a día, Sina no podía contener su desesperación en una espera que se había convertido en un delirio de pesadillas.
—¿Qué demonio espolea a estos verdugos sin alma? —le decía en voz baja al nórdico, el cual manoseaba un trozo de hueso con una runa vikinga que le colgaba del cuello.
—Yo confío en Wyrd, la runa blanca de Odín, la Desconocida, la que tutela mi vida, como antes lo hizo con mi ama y señora. Su poder es dirigirnos hacia lo inesperado. Confiad en ella.
—¿Y lo desconocido es necesariamente la libertad, o es la soga?
—¡Sed fuerte! No debéis caer en la desesperanza —lo animó.
Sina respetaba las predicciones de la religión de Gudleik y sabía que aquel signo pagano también significaba el retorno de los miedos ocultos de su alma y a un recuerdo nostálgico y deseado. Entró en un profundo mutismo y se ensimismó en sus pensamientos. Se había acostumbrado a compartir los grilletes con el escandinavo, un amasijo de pelo enmarañado y pellejos, y a penar en aquel lúgubre reducto donde si acaso llegaba el murmullo del Darro, los rezos de los almuecines, o los zéjeles de los poetas que entretenían a las favoritas del sultán.
Apenas cubiertos con un jubón pegajoso, las heridas de los pies les producían un dolor lacerante. A Beltrán le costaba soportar la agonía del encierro y el escozor de las pústulas que supuraban un líquido sanguinolento que Gudleik le curaba con la escasa agua que escamoteaba de los jarrillos. Padecían un sufrimiento más poderoso que su valor y ni las torturas infernales podían comparársele.
Su situación se abocaba cada día que pasaba a la sentencia de una muerte más que segura, pues el tiempo transcurrido había apagado cualquier esperanza de ser rescatados. Con la boca crispada gimoteaba a veces, pensando una y otra vez quién habría sido el vil ser, el hijo de mala madre que los había traicionado. Pensaba muchas veces que la causante de su dolor era la reina de Castilla, doña Violante.
¿Acaso como hija del rey Jaime I de Aragón no eran conocidas sus buenas relaciones con el sultán de Granada? Otras veces pensaba que su ruina la había procurado su rival en la cámara de médicos reales, don Hernando. También señalaba a Brianda, la nodriza de la reina, que lo detestaba, y a Villamayor, el miserable mayordomo del rey, que lo despreciaba. Eran muy notorias sus amistades con los «jueces» de la frontera con Granada, con los que solía emborracharse en los mesones del Arenal. Pero podía haber sido cualquiera de la corte, y su mente se embotaba con la sed de venganza.
Harto de cavilar, se acurrucó como un gusano herido en un rincón, mientras pasaba revista a sus angustias, que ni el sueño consolaba. Su estómago padecía los mordiscos del hambre y si no se había quitado la vida antes era debido a la amigable compañía del hiperbóreo. Nada poseía sentido y ya había renunciado a las dos únicas luces que habían iluminado su desgracia: la esperanza de la libertad y Dios.
Un día se sucedía a otro en la barriga del diablo y, para mitigar el tormento, en las noches de insomnio, Beltrán se abandonaba al único bálsamo que lo mantenía vivo y que impedía que acabara sumergiéndose en la locura: cerraba los ojos y dejaba volar su imaginación hacia el recuerdo de una dama de la lejana Noruega, una criatura de ensueño que representaba para él la dulzura y la inocencia, y sin la cual ya habría entrado en el callejón de la demencia. Había sido tan abarcador su afecto que durante su cautividad había meditado hasta la saciedad sobre el dolor que provocan las heridas del corazón.
Invocaba su nombre entre espejismos y soñaba que la vaporosa doncella venía a consolarlo besando sus mejillas. Imaginaba que los rescataba de los demonios que los agostaban, y solo entonces un fresco deleite le acariciaba el alma. Desde el apresamiento en aguas nazaríes por causas que aún ignoraba, Sina había sido degradado y sometido a las más humillantes vilezas, pero la imagen diáfana de la princesa seguía dueña de su corazón. Beltrán pensaba que si no llegaba pronto la redención, moriría como un perro en las mazmorras de la Alhambra, mientras se rascaba las pústulas y pensaba en la señora de las nieves.
Se habían cumplido dos años y dos meses de cautividad y tortura, y su estado era deplorable. Comido por las bubas su vientre le sonaba como el parche de un tambor, los huesos le punzaban y para acallar el hambre mordía la arcilla de las paredes. El tiempo avanzaba con insistente monotonía y abrigaban la aterradora impresión de que estaban apresados en una trampa de la que nunca conseguirían escapar.
Sin embargo, una amanecida fría, cuando comenzaba a clarear el tragaluz, de repente, en medio de la insonoridad de los sótanos, se oyeron hierros abriéndose en un chirrido escalofriante. Al punto surgieron por el agujero dos cabezas congestionadas iluminadas por un candil. Un esbirro se asomó y lanzó una escala.
—¡Sina el renegado y el normando Gudleik, hoy es vuestro día de suerte! Agarrad la cuerda y salid de la Barriga. Y cuidado con no romperos la crisma —los conminó.
Beltrán vaciló, tiró de las cadenas y se encaramó con Gudleik en la espinosa soga de esparto. A causa de la debilidad, a duras penas pudieron asirse a los nudos, mientras uno de los centinelas iluminaba la mazmorra por si alguno de los presos maquinaba algún desmán. Mientras abandonaban la fábrica de espantos, escuchó risas por encima de las murmuraciones y sospechó que sus peores pesadillas volvían a resurgir. El clérigo cautivo alzó su hirsuta barba y los increpó:
—Nadie ofrece un maravedí por vosotros, ¡bellacos!, y hasta tu puta ralea te ha olvidado, renegado. Van a colgaros de un árbol o a despeñaros por los muros. Los muy cretinos creen que los van a soltar. ¡Serán ilusos!
—Esta noche serviréis de pitanza a los buitres de Sabika y pronto seréis pasto de los gusanos —se carcajeó otro.
Las palpitaciones amenazaban con provocar en Sina un furor ciego, pero de su ánimo emergió una pizca de orgullo; y como sabía que la cautividad tiraniza el corazón y que el miedo engendra violencia, dijo:
—Se cumple la impredecible voluntad de Dios que vos predicáis, pater.
El clérigo, un individuo envenenado por la inquina, que no era ejemplo precisamente de caridad evangélica, lo maldijo:
—¡Ojalá te partas el cuello, perjuro de los demonios! —y les escupió.
—Vamos, Gudleik, abandonemos este orinal y a sus desechos.
Una imponente verja roída por la herrumbre se abrió y Beltrán y el escandinavo, famélicos y depauperados, ingresaron en la sórdida ciudadela que albergaba la guardia del sultán. Sina inhaló con ansia el aire lozano de la alcazaba, y percibió que el invierno aún no había cubierto con su alfombra nacarada las cumbres de Sierra Nevada. El carcelero los arrastró sin miramientos, mientras escuchaban las palpitaciones alocadas de sus pulsos. Casi cegados, atisbaron entre el vapor de luz las arcadas donde dos cautivos empalados se izaban exánimes, recortadas sus tétricas siluetas contra el cielo. A Beltrán se le heló la sangre y sintió la garra de la muerte en su garganta. Se resistió a seguir mientras luchaba para dominar el pánico, hasta que los sayones le anunciaron:
—¡Os esperan unos catalanes que traen cartas de vuestro rey!
Beltrán se alborozó, pues sabía que en Aragón, bajo los auspicios del suegro de don Alfonso, Jaime I, se había fundado una orden de frailes para rescatar cautivos en tierras de infieles, llamada de Santa María de la Merced, o de la «Limosna de los Cautivos». Protegidos por la salvaguarda del sultán de Granada y bajo la fórmula consular de inmunidad real, la sint salvi et securi, se desplazaban libremente por el territorio nazarí para comprar la libertad de cautivos cristianos.
Cuatro monjes de imponente presencia, inmóviles como gárgolas, con la cruz roja y azul en el pecho, los aguardaban en un cuchitril de la fortificación. Portaban un pergamino blasonado cuyas letras iluminaban los flameros de cera. Un ambiente de sigilos flotaba en el aire y los asaltó el miedo. Agarrotados por la tensión los observaron con los ojos desorbitados.
—¿Sois Beltrán Sina, el cortesano del rey don Alfonso y ese vuestro criado?
—Así es —dijo—. Aún creo llamarme así, si no he perdido el juicio.
—Dad gracias al Creador. Habéis de saber que al acceder al trono el nuevo sultán de Granada, Muhammad II, su primer acto de concordia fue rendir homenaje al rey de Castilla y ser armado caballero en Sevilla —expuso el fraile—. Y como presente, vuestro señor ha solicitado vuestra libertad y la de otros caballeros cautivos. Sois libres por su misericordia.
La excelsa noticia tardó en ser asimilada por Beltrán, que revivió de golpe todas sus amarguras. El tiempo de su infortunio había acabado, y gimiendo desconsoladamente pudo más la emoción que la dignidad. Se arrodilló, abrazó a Gudleik y entre lloros dio las gracias al cielo y a los religiosos, a los que les besó las manos, traspasado a otra realidad.
Les quitaron los grilletes y sus ojos brillaron con las lágrimas.
El aire refrescaba y los árboles de la vega se teñían de amarillo. Tres días después de su liberación, aseados, cortadas las largas greñas y barbas y vestidos con sayos y basquinas nuevas, los mercedarios y los presos rescatados enfilaban las callejas de Garnata al-Yahud y el Ribat de la Elvira de los mozárabes, cabalgando en viejas mulas. La prueba de su tortura había terminado, pero el médico de almas tenía la impresión de quien, habiendo transitado un largo camino, había perdido la inocencia y los ideales. Beltrán y Gudleik, con todo plenos de dicha, observaban los destellos de la medina, el borbolleo de los surtidores y el tapiz deslumbrante de las cumbres de Granada. Bandadas de pájaros sobrevolaban los cipreses del Albaicín y los arroyos brincaban por las quebradas de los Molinos. Sina lo miraba todo con sus ojos miopes y melancólicos, captando las imágenes de su recién estrenada libertad. El universo volvía a rehacerse como un cristal hecho pedazos y recompuesto tras el desvarío, las tinieblas y el horror. Y mientras olvidaba sus espantos, la comitiva cruzó la puerta de los Tambores y luego el puente al-Qadi, abandonando la capital nazarí.
La vida estallaba a su alrededor y un mar de flores blancas excitaba sus sentidos, como jamás lo había experimentado antes. Alzó la vista hacia las murallas rojas de la Alhambra, un universo aborrecido que se desfiguraba a cada paso, y pensó que solo había probado su lado más aterrador. Gudleik, en un acto de devoción, besó la runa marfileña que le colgaba del cuello. El corazón de Beltrán, desarraigado del odio hacia sus carceleros, no había olvidado al anónimo bellaco que los había vendido. Su ingrato recuerdo planeaba en su cerebro como un halcón amenazador en el cielo. El escandinavo susurró en el oído del castellano:
—Os lo dije, Wyrd es el ojo de Dios, la runa que nos protege. Hemos sufrido lo indecible, pero gracias a nuestra fe nos vemos libres.
—La autocompasión es indecorosa, pero no ayuda a vivir. Disfrutemos y de paso pensemos en cómo cobrarnos una justa y ejemplar venganza. La obsesión por conocer a ese ser perverso que nos traicionó me sigue estrangulando como una serpiente enroscada a la nuez.
—Sea Dios mismo quien castigue sus maldades —replicó Gudleik.
—Ahora soy libre para reclamar o no esa venganza —declaró con firmeza—. Revolveré medio reino hasta dar con el traidor que nos vendió.
Sina se ensimismó en sus cavilaciones. Tenía la seguridad de que todo era absurdo, que la vida era un juego cruel, y temió que regresaran a su mente los demonios de la cautividad, pero lo devolvió al mundo la voz gangosa de uno de los frailes que lo miró con ojos de batracio:
—Micer Sina, dicen algunos cristianos rescatados que en esas mazmorras se llega a escuchar el silencio de Dios, ¿es eso cierto?
Beltrán sacudió la cabeza con ironía, lo examinó con una sonrisa mordaz y replicó:
—Yo solo he sentido el aliento del diablo, hermano.
Beltrán le volvió el rostro y relegó al olvido sus fantasmas inaccesibles. Luego embriagó sus sentidos con el vértigo de contraluces del camino, y exaltó su ansia de vivir con el vigor de la naturaleza. Habían vivido una experiencia terrible, pero al fin eran libres y se pertenecían a sí mismos. Luego pensó: «La libertad verdadera solo existe en el mundo de los sueños».
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Ficha histórica del libro
Edad: Media
Periodo: Expansión de los Reinos Cristianos
Acontecimiento: Varios
Personaje: Cristina de Noruega
Comentario de "La cúpula del mundo"
En la oscura Europa del siglo XIII, la ambición de Alfonso X por convertirse en emperador del Sacro Imperio altera el destino de una bella princesa nacida en las brumas de Noruega, Cristina, y del hombre que la ama en secreto, en la que aparecen los Caballeros de la Orden Teutónica, los reyes de Noruega e Inglaterra y los Electores del Imperio, todos inmersos en la consecución de la Corona Imperial y de las legendarias leyendas de Germania.
Presentación del libro por el autor en «Culturalia»