Un reino lejano
Un reino lejano
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En el año del Señor de 1230
Surgieron del desierto al caer el sol, como una tormenta de arena, levantando una polvareda que habría podido advertirme de los sombríos designios que auguraban, de no haber estado yo cegado por mi propio resplandor.
En la lejanía de ese horizonte chato no era posible precisar su número ni tampoco distinguir sus ropajes, pero el modo en que cabalgaban en tromba, sin orden ni formación, así como los alaridos que nos transmitía el viento, eran prueba suficiente de que no estábamos ante guerreros de la Santa Cruz, como nosotros, sino ante sarracenos enemigos. Aquella era la respuesta de Dios a mis plegarias, pensé, jubiloso. Al fin tendría la oportunidad de templar mi acero en verdadera sangre infiel, en lugar de chocar la espada de madera con la que había estado entrenándome desde niño contra el muñeco de paja que nos servía de adversario en el patio de armas del Palacio de los Normandos.
Sin pensármelo dos veces ni encomendarme a mi superior, piqué espuelas en los lomos de mi corcel y me lancé a galope tendido contra esa masa compacta de jinetes que iba tomando forma ante mis ojos a medida que desenvainaba. La cabeza se me había convertido en un tambor cuyo retumbar seguía el ritmo de las zancadas de mi montura. Sordo y ciego de furia, embestí…
—¡Pero qué modales son esos, Guillermo! —me reprendería mi madre si me oyera—. Ya te has lanzado a la batalla y ni siquiera te has presentado.
Me llamo Guillermo de Girgenti y nací en la tierra más hermosa de cuantas esparció el Creador entre los cielos y el mar: Sicilia; la más preciada posesión de mi señor Federico, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, conocido como Estupor del Mundo por los incontables talentos que atesoraba su persona.
Aunque vi la luz en los dominios meridionales de mi familia, situados en la villa de la que recibo el nombre, pronto me trasladé a Palermo con el fin de iniciar mi formación militar entre los escuderos del rey; hecho este que constituía un honor parejo al elevado linaje de mis progenitores, ambos servidores del monarca y miembros de su corte, él en calidad de capitán de las tropas imperiales y ella como consejera, tan valiosa que el soberano no daba un paso sin antes escuchar sus recomendaciones.
Gualtiero, mi padre, era, según contaba, hijo de un feroz conquistador normando y una preciosa princesa musulmana, mientras que mi madre, Braira, que apenas hablaba de su pasado, pues le resultaba en extremo doloroso hacerlo, procedía de la legendaria Occitania, tierra de juglares y cultivadores de viñas, arrasada en la cruzada desatada contra los cátaros.
Si la memoria no me engaña, pasé algunos de mis primeros años disfrutando de un mar cálido y una absoluta libertad para ir y venir a mi antojo, antes de comenzar en la capital del reino la durísima formación que habría de convertirme en caballero: interminables jornadas de práctica del latín, griego e italiano, que, por más que me aburrieran, se añadían al árabe y al occitano hablados en casa y me convertían en un políglota semejante a mi señor. Estudios de aritmética, álgebra, gramática, historia y filosofía, considerados inútiles por todos los pupilos e indispensables a juicio del rey, quien no concebía en sus nobles a gente sin educación ni cultura, y también mi favorito: el aprendizaje del manejo de distintas armas y del combate a caballo con armadura, actividades que, como pronto comprobé, requerían una fuerza y habilidad cuyo dominio tardaba mucho en conseguirse.
Gracias a que mi madre gozaba del privilegio de asesorar al emperador y residía en su palacio, aunque en un aposento mucho más lujoso que el anexo a las caballerizas donde dormíamos los escuderos, pude disfrutar de su compañía en los escasos ratos libres que me dejaban mis maestros. Claro que la de Federico era una corte viajera, que se desplazaba continuamente de un lado a otro llevando consigo a sus principales integrantes, entre los que mi madre destacaba con luz propia. Además, la comitiva imperial solía cargar con las piezas más valiosas del zoológico real, incluidos leones y jirafas, y hasta trasladaba en soberbios carruajes velados a las favoritas del harén real, a quienes el soberano se refería como sus «bailarinas». Toda esa parafernalia hacía que cada partida o llegada fuesen acontecimientos magnos que celebrábamos como fiestas.
¡Con cuánto ahínco me he empeñado en conservar esos recuerdos o rescatarlos del olvido cuando quiso el destino que mi vida tomara un rumbo opuesto!
Mi padre, a diferencia de mi madre, fue un extraño para mí hasta mucho tiempo después, ya que encabezó las tropas enviadas por el emperador a Egipto para luchar por la verdadera fe, y allí permaneció cautivo durante una eternidad, primero del barro, luego de la desesperación y finalmente de los ismaelitas, antes de lograr regresar a Sicilia para reunirse con nosotros. Poco después de ese momento ocurrió el episodio que narraba al comenzar este relato.
Habíamos viajado los tres en la galera del emperador a Palestina, con el fin de conquistar Jerusalén y liberar el Sepulcro de Cristo de la presencia musulmana que soportaba desde los tiempos de Saladino. No se trataba, en realidad, de una conquista propiamente dicha, ya que Federico había negociado con el sultán Al Kamil una tregua de diez años que devolviera la Ciudad Santa a manos cristianas, ni tampoco de una cruzada en sentido estricto, toda vez que su principal paladín, nuestro señor, acababa de ser excomulgado al haber osado enfrentarse al Papa por cuestiones que se me escapaban. Dicho lo cual, allá estábamos, en la tierra que vio nacer y morir a Jesns, los guerreros de la Cruz, decididos a demostrar nuestra determinación de morir, si tal fuera la voluntad de Dios, en defensa de las sagradas creencias cristianas. O eso al menos era lo que yo sentía en lo más profundo de mi corazón.
En mi caso, además, anhelaba vengar los sufrimientos y humillaciones padecidos por mi padre a manos de los sarracenos en Damieta, a orillas del río Nilo, donde había caído prisionero tras varios años de enconada lucha. Necesitaba demostrarle mi devoción matando a cuantos infieles pudiera. No se me ocurría mejor modo de manifestarle un amor que por supuesto nunca habría expresado con palabras; palabras que habrían sonado huecas tanto en sus oídos como en mi boca.
Por lo que supe más tarde, sin embargo, la partida de reconocimiento en la que andábamos embarcados cuando se produjo el encontronazo no estaba destinada a matar otra cosa que el aburrimiento de algunos soldados de la expedición. Llevaban demasiado tiempo ociosos, dándose a la bebida, los dados y las mujeres de mala reputación, lo que llevó a su capitán a organizar una salida de pocos días con el fin de explorar el territorio situado al norte de las murallas semiderruidas dentro de las cuales nos refugiábamos. Nada serio, me dijo mi padre cuando ya era demasiado tarde. Una simple cabalgada festiva para desentumecer los mnsculos y dar cuerda a los caballos, aletargados en sus establos por la falta de ejercicio.
Dijimos adiós a Jerusalén y a mi madre una calurosa mañana, apenas despuntada el alba, junto a otras dos docenas de jinetes. Tendría yo quince o dieciséis años, no lo sé con exactitud. Me embargaba toda la audacia de esa edad que desconoce el miedo pues carece de sentido del peligro. Cabalgaba un corcel de batalla gigantesco, regalo del mismísimo emperador, al que llamaba Negro por el color de sus crines. Iba henchido de orgullo, revestido de mi armadura plateada, provisto de lanza y espada, sintiéndome el protagonista de uno de esos lances gloriosos que narraban los poetas en la corte. Marchaba en vanguardia, ávido de acción, cuando divisé la polvareda que precedía al enemigo y me abalancé a su encuentro, sin volver la vista atrás.
Antes de distinguir su número, muy superior al nuestro, oí el zumbido de sus flechas: un aguacero mortífero que se abatió sobre nosotros en tal cantidad como para ocultar el sol. Más sorprendido que asustado, miré hacia atrás y vi a varios compañeros caídos, auxiliados por otros que trataban de reanimarlos. Las corazas de acero que nos protegían restaban eficacia a la táctica de esos jinetes surgidos de la nada y ligeros como pájaros, pero no impedían que la potencia de varios impactos simultáneos derribara a un hombre de su silla. Mi comitiva parecía haberse detenido y únicamente tres caballeros, entre los que distinguí a mi capitán, seguían los pasos del caballo que yo había lanzado a una galopada enloquecida.
—¡Adelante, por la Santa Cruz! —aullé, imitando el proceder de nuestros contrarios.
Los infieles ya habían adquirido contornos definidos y no se parecían en absoluto a los guerreros árabes que habíamos tenido ocasión de contemplar en Jerusalén. Cabalgaban como si formaran una única persona con su montura, sosteniéndose de pie sobre los estribos a la vez que disparaban una saeta tras otra sin disminuir la velocidad ni perder el control del animal. Vestían de blanco riguroso, de los pies a la cabeza, huérfanos de adornos o aderezos similares a los que lucían los oficiales del sultán egipcio. A diferencia de estos, no se cubrían con turbantes, sino que lucían largas melenas de pelo negro trenzado, que se bamboleaban a ambos lados de sus rostros fieros a medida que se acercaban. Cuando sentí la mirada gélida de uno de ellos traspasar mis ojos, sin una sombra de humanidad, experimenté por vez primera en mi vida una sensación aterradora, que me aflojó las tripas de golpe y casi me vacía la vejiga allí mismo. Lo habría hecho de seguro, ahora lo sé, si en ese preciso instante no hubiese llegado hasta mí la voz de mi padre, diciendo:
—¡Aguanta, Guillermo, estoy contigo!
Venía con un único acompañante, un alemán veterano de las guerras del emperador al que yo apenas conocía, después de que el otro soldado dispuesto a luchar con nosotros hubiera caído derribado por las flechas. Los demás, según comprobé con una mezcla de asco, temor e incredulidad, se desvanecían en la lejanía, huyendo como ratas de la batalla.
Tanto el viejo soldado como mi progenitor se habían despojado de la lanza, pero llevaban la espada en la mano. Para mi estupefacción, ambos la tiraron al suelo nada más llegar a la altura de donde yo estaba, rodeado de enemigos, decidido a derramar mi sangre con honor antes que rendirme a los infieles.
—¡Detente! —me ordenó el hombre al que había querido impresionar con mi hazaña, en un tono que no admitía discusión—. ¡Calla y obedece!
Para entonces, un enjambre de jinetes de piel oscura y expresión torva daba vueltas alrededor de nosotros, profiriendo gritos de victoria. Sus monturas, mucho más pequeñas que las nuestras, demostraban ser también mucho más ágiles, a juzgar por la rapidez con la que les obligaban a moverse. Se regodeaban abiertamente de las inesperadas piezas que acababan de cobrar, prácticamente sin necesidad de darles caza, y debían de estar pensando qué hacer con nosotros. De pronto, el que parecía su jefe, un hombre de tamaño descomunal, que compensaba con su estatura la desproporción existente entre su cabalgadura y la mía, se colocó junto a mí y, entre las risotadas de sus guerreros, me arrancó de un solo golpe el acero de las manos.
Yo estaba petrificado y así me mantuve, convertido en estatua. Hube de respirar muy hondo, haciendo acopio de todas mis fuerzas, para contener la marea de humillación que me inundaba el pecho y que quería alcanzar con sus aguas mis pupilas en forma de llanto.
—La paz sea con vosotros —dijo mi padre en árabe, acompañando el saludo de un gesto de sumisión consistente en bajar la cabeza, previamente despojada del yelmo en forma de cubo invertido que la cubría.
—¿Quién eres tú, cristiano, para pronunciar las palabras del Profeta, bendito sea Su nombre, en la lengua del Corán? —le contestó el caudillo vencedor, exhibiendo un acento mucho más extranjero que el de cualquiera de nosotros—. No pareces un frany de esos que vemos por aquí con el rostro abrasado por el sol y el cabello descolorido —añadió, empleando la palabra con la que los musulmanes de Palestina se referían a los integrantes de las cruzadas que habían llegado hasta Tierra Ganta, casi todos ellos francos—. ¡Responde, perro! ¿Quiénes sois tú y esos despojos que te acompañan?
—Somos servidores del emperador Federico, amigo y aliado de vuestro señor, Al Kamil —contestó mi padre, dando por hecho que nuestros captores, a pesar de su aspecto extraño, serían un destacamento despistado del ejército del sultán con el cual nuestro rey acababa de firmar una tregua.
—¿Ese bufón que sólo sabe descansar el culo en mullidos cojines de seda? — replicó su interlocutor—. Nosotros no somos fatimitas sino turcomanos sunníes; auténticos musulmanes; jinetes selyúcidas de Anatolia; guerreros dispuestos a conquistar con nuestra sangre lo que otros negocian entre lujos, como mercaderes en un bazar. Hace años que encabezamos con coraje la yihad y hacemos el trabajo sucio que nuestros hermanos de fe árabes, egipcios o persas rehúsan llevar a cabo, acostumbrados como están a los placeres que reblandecen el cuerpo y la determinación. Esta tierra nos pertenece.
—Pero mi señor, el emperador… —trató de explicarse mi padre.
—¡Tu señor no es nadie! —interrumpió su alegato el hombre llamado Chaka, con un sonoro bofetón que le dejó marcada la cara—. Vosotros no sois nadie. Tal vez os dejemos vivir o tal vez no. Tal vez valgáis algo en el mercado de esclavos… — amenazó, sarcástico, en ese árabe burdo y mal hablado que contrastaba con la perfecta pronunciación de mi padre—. Me lo pensaré de camino hacia nuestro campamento.
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Ficha histórica del libro
Edad: Media
Periodo: Expansión de los Reinos Cristianos
Acontecimiento: Corona de Aragón
Personaje: Varios
Comentario de "Un reino lejano"
En el período de mayor esplendor de la Edad Media, una familia desunida por el infortunio lucha por dejar atrás la barbarie a la que se enfrenta para plantar las semillas de un futuro civilizado. Un reino lejano es una novela épica y ambiciosa en torno a unos escenarios medievales poco tratados anteriormente: del desconocido y brutal imperio mongol a la trepidante reconquista del Reino de Aragón de la mano de los almogávares. Del florecimiento de las ciudades, los gremios y una nueva clase social, la burguesía, al nuevo papel de la mujer, que empieza a cobrar relevancia y poder. Y es además el conmovedor relato de la lucha enconada entre un padre y un hijo por superar sus diferencias, de un amor lleno de sacrificios que va más allá de la muerte, de la amistad entre dos mujeres fuertes en un mundo hostil…Una novela histórica, y al mismo tiempo un viaje interior, que tocará el corazón de los lectores y satisfará tanto a fieles seguidores del género como a los que se acerquen por primera vez a él.
Entrevista a la autora en «Periodista Digital»
Presentación del libro por la autora en «Plaza & Janés»
Entrevista a la autora en «El día menos pensado» de RNE