El canto de la Pardala
El canto de la Pardala
El gigante dormido
I
Desde la cárcel en que ahora estoy encerrada, yo, Josefa Bosch, a quien llaman la Pardala, puedo asegurar que el honrado pueblo de Morella ardía en fervor patrio en aquella primavera de 1808.
La movilización popular comenzó tras la orden de alistamiento de voluntarios que a últimos de mayo se publicó en Valencia, la cabeza de gobernación del Reino, y se dictó inmediatamente la recluta de todos los varones entre los 16 y los 40 años.
La respuesta popular fue muy buena, superior incluso a lo esperado. A primeros de junio ya sabíamos que los milicianos voluntarios acudían de todo el territorio valenciano y de los pueblos y aldeas del Maestrazgo. Un sentimiento único parecía unirles, y la nobleza, el clero, la gente del común y hasta los pobres de toda la vida parecían hablar con una sola voz. Algo que yo no había visto nunca.
Los vítores al rey Fernando eran atronadores y todos maldecían a los franceses, como si de repente las diferencias sociales se hubieran borrado y, por algún milagro, nos hubiéramos hermanado de golpe en un haz de ilusiones que no existían unos cuantos días antes; como si la población humilde, que humillaba la vista ante los señores, de pronto hubiese recuperado su dignidad con el odio a los franceses.
Para mí, andando entre el tumulto que abarrotaba la calle principal y los alrededores del ayuntamiento, aquel fue un día inolvidable. Se daban vivas y mueras por doquier y el alboroto y la agitación se removían por el pueblo como el brazo de una gran marea que crecía por momentos. Campesinos y artesanos participaban por igual. Tejedores, albañiles, carpinteros, herreros y labriegos habían abierto sus casas y estaban allí, mezclados entre la multitud, algunos enarbolando pendones del Sagrado Corazón de Jesús o de la Virgen de Vallivana, la patrona de la ciudad.
Entre los manifestantes, los del clero parecían moverse como pez en el agua en aquel bullicio espontáneo. A la cabeza de los menestrales iban los frailes de los conventos de San Francisco y San Agustín, y con ellos los curas de las tres parroquias de Morella que esa mañana, desde muy temprano, arengaban fogosamente desde el púlpito a los fieles.
De regidor en la alcaldía estaba entonces don José de Lafiguera, que mandó levantar tres tablados en sitios céntricos de la población, desde los cuales el gentío vitoreaba al rey don Fernando entre el entusiasmo de los vecinos. Llegó la noche y prosiguió la fiesta, la ciudad quedó iluminada con antorchas de brea y aceite, hasta parecer que estábamos en un día claro, y el resplandor se extendió hasta los techos, con los gatos maullando asustados por los tejados. Aquello les parecía una señal de milagro a muchos, y se veían incluso hombres que andaban llorando.
Tal como lo recuerdo ahora, Morella era como un gigante dormido que, despierto de repente, se hubiera levantado y puesto en marcha; listo para aceptar con fatalismo lo que casi todos consideraban inevitable.
Tarde o temprano llegaría la guerra, y entretanto yo, como la mayor parte de las mujeres e incluso las monjas agustinas del monasterio junto al de San Francisco, nos preparábamos para lo peor sin pensar en las consecuencias. Si había guerra correría la sangre, y muchas habíamos dejado ya las labores corrientes, pensando en disponer lo necesario para curar a los heridos en la pelea que se avecinaba.
Sensatamente —pero ¿quién quería sensatez entonces?—, el gobernador militar don Ramón Betés, con los ediles reunidos en la casa capitular, leyó a los vecinos una proclama que dejaba las cosas diáfanas. Morella no disponía de armas, ni de municiones ni de artillería, por lo que nos amenazaban terribles males si decidíamos hacer frente por nuestra cuenta al ejército de Napoleón. Pero hubo quienes no pensaron así, sobre todo el clero morellano, y criticaron por tibio y poco patriota a Betés. ¡Cuán poco sabíamos entonces lo que nos esperaba! De modo que el prudente gobernador tuvo que dejar a un lado la razón y conformarse con seguir la estela del gentío predispuesto a guerrear, sin otra idea fija que acabar con los franceses cuando estos se presentasen.
A partir de entonces se apoderó de todos una fiebre de entusiasmo que predisponía a los mayores esfuerzos en las obras de fortificación y adiestramiento bélico, y se formó una milicia, con el capitán don Gaspar Zorita, que estaba al frente de unos seiscientos vecinos, todos jóvenes, todos ardiendo en deseos de comerse el mundo.
Nada sabíamos entonces de necesidades militares ni de tácticas, pero recuerdo que en la manifestación de ese día habló desde el balcón del ayuntamiento un viejo teniente de artillería, ya retirado y vecino de Morella, que con voz débil, dirigiéndose a la multitud, insistió mucho en que era primordial reparar las fortificaciones de la muralla, que se mantenían firmes en la mayor parte del recorrido, pero con bastantes tramos desmantelados o en ruina. La fortaleza estaba abandonada desde la guerra de Sucesión — corroboró el viejo artillero— y sus mamposterías deterioradas, con escasez de alojamientos para la tropa.
Para la defensa de Morella había también otros problemas acuciantes. La escasez de municiones, pertrechos y armas era angustiosa, y de vital importancia resultaba igualmente la falta de artillería. Las únicas armas disponibles eran hoces, navajas, un par de bayonetas heredadas del servicio militar, unas cuantas escopetas de caza y algún trabuco viejo que colgaba de la pared como adorno, sin haber disparado en años. A un anciano vi por la calle entusiasmado y sonriente que, por todo armamento, sostenía un palo con un cuchillo de cocina atado en la punta.
De inmediato, las autoridades del consistorio municipal anunciaron que solicitarían refuerzos efectivos, pero los más enterados torcieron el gesto incrédulos: el entusiasmo estaba muy bien, pero ¿de dónde vendría la ayuda que pedían?
Por supuesto que nadie olvidó en esos días primaverales implorar la ayuda del cielo a nuestra patrona, la Virgen de Vallivana, venerada en la ermita de ese lugar. La efigie se trasladó a hombros desde su eremitorio a la iglesia mayor de Morella, entre vivas, cirios, rezos y flores que abrían paso a la imagen de la santa madre de Dios, y dio comienzo un fervoroso novenario. La Virgen estaba de nuestro lado —pensamos— y con su ayuda los franceses serían derrotados, como ya ocurrió en Egipto con los ejércitos del faraón.
Ese día, sin embargo, hubo un incidente que pareció deslucir el acto religioso, como un presagio de los males que vendrían luego. Cuando los morellanos entraron cantando y ensalzando a la Virgen apareció una porción de tropa de aspecto inquietante, como si fuera una sacudida aterradora de la realidad que nos esperaba. Venían sin uniformes, casi en andrajos, cometiendo atropellos, y eran voluntarios de las milicias del Maestrazgo al mando de un oficial llamado Moreno. Algunos parecían sofocados de borrachera y andaban totalmente insubordinados. Disparaban al aire sus fusiles y el estrépito desconcertó y atemorizó a la gente. Lejos de demostrar afecto y confianza a los milicianos, los morellanos quedaron temerosos por los atropellos de esa soldadesca.
Antes de su marcha, el tal Moreno, jefe de una división de tropa, increpó a la Junta por su apatía y mandó al pregonero vocear la orden de que todos los jóvenes de Morella se presentasen para alistarse. El gobernador Betés quedó corrido y relegado por los milicianos, que murmuraban sospechas de deslealtad. El pobre hombre se mostró abatido, y no le dieron un tiro allí mismo de milagro.
Por suerte, mi marido, Juan, que trabajaba en el telar, no estaba ese día cuando llegaron los voluntarios. Aquella turba no me inspiraba confianza, por mucho que se proclamaran milicianos, y en cuanto escuché lo que decía el pregonero fui a ver a Juan y le encarecí que no saliera hasta que aquel remolino de desmandados se hubiera ido.
II
En tal estado de ebullición los días iban pasando. Todo parecía transcurrir en una especie de duermevela, solo alterada por las manifestaciones honradas de la gente del pueblo que, a la caída de la tarde o al final de la mañana, recorrían las calles voceando el descontento y el furor acumulado contra quienes se atrevían a invadirnos.
Entretanto, por esos días se presentaron otras milicias de voluntarios del Maestrazgo, y esa fue la fuerza que nos llegó a Morella para hacer causa común. La idea era reforzar a los milicianos y a los civiles para formar un frente conjunto, y así —pensábamos ingenuamente— los franceses desistirían de atacarnos y se marcharían a otro sitio impresionados por nuestro entusiasmo. A fin de cuentas, comentábamos, desde tiempo inmemorial Morella era una fortaleza inexpugnable y nos protegería.
Eso pensábamos, pero ocurrió exactamente lo contrario. Las milicias de voluntarios del Maestrazgo se alejaron, dirigidas no se sabía bien por quién, para ir a tierras de Alcañiz y Teruel, donde la amenaza parecía inminente, y en Morella nos quedamos sin fusiles, sin apenas cañones y sin jóvenes militarizados que pudieran defenderla.
La paz familiar se había roto. Familias enteras abandonaban sus hogares. Con sus bienes a cuestas trataban de salvarse y buscaban hospedaje en los pueblos próximos. Muchos frailes de San Francisco se marcharon al eremitorio de Nuestra Señora de la Fuente de Castellfort, y los agustinos se dispersaron, cada uno buscando su propio escondite, pero las religiosas de la misma orden decidieron quedarse, confiadas a la protección divina, temiendo por su vida y honra entre continuos rezos.
III
Por entonces, la amenaza se palpaba y parecía envolver la ciudad. Un silencio ominoso recorría calles, plazas y rincones y se extendía como un sudario de temor a medida que se iba extinguiendo la tarde y llegaba la noche, y las casas se iban cerrando a cal y canto.
Morella había quedado indefensa, y las clases acomodadas, los pudientes de toda la vida, empezaron a abandonar el lugar. Se marchaban lo más lejos que podían, donde creían que la guerra no podría alcanzarlos. Con ellos iba una buena parte de los nobles locales y los clérigos más asustadizos, con miedo a que la chusma francesa y atea los matara como a Jesucristo.
Morella quedó sin armas, sin juventud y sin gobierno. Angustiados, y como último recurso, los representantes del consistorio que aún permanecían en sus puestos despacharon de inmediato correos a las primeras autoridades de Valencia y al jefe de la división del Ebro, y se quejaron del maltrato recibido y la indefensa situación de Morella. Afortunadamente, desde La Cenia se emitieron órdenes para que regresaran los mozos a sus familias, pero el gobernador Betés estuvo a punto de ser fusilado por los descontrolados milicianos en el barranco de Vallivana, y le escupieron y patearon hasta dejarle medio muerto en pleno campo.
Por unos momentos, la normalidad parecía restablecida, y en la población nos apresuramos a terminar el abastecimiento y las fortificaciones. Pero aún había que comprar las armas y las municiones, y para eso se nombró a nuestro convecino Luis Borrás, un caballero cuya alcurnia nadie ponía en duda, y del que se decía que era comendador del pueblo de Sinacorba. Además, un comerciante fue designado para asentar los comestibles, y al escultor morellano Domenech se le encargó dirigir el refuerzo de las obras de fortificación. Se habilitaron hospitales de sangre en el convento de San Agustín y la casa Feliú, en el centro de la ciudad. Todo el mundo trabajaba sin cobrar jornal alguno.
Domenech reclamó también artillería, y se la dieron. Dieciséis cañones en total, aunque la mayor parte eran de hierro e inservibles, pero la sola vista de aquellas piezas fortalecía nuestro ánimo, como si aquello pudiera servirnos de mucho frente a la potente artillería enemiga. Los carpinteros y los herreros dieron forma a las cureñas de los cañones, y de Castellón enviaron también algunos artilleros para enseñarnos a manejar aquellas armas.
Ingenuos y jactanciosos, aquellos muchachos se aprendieron bien la lección, que repetían a todas horas, y llegaban a discutir en serio quién sabía manejar mejor el cañón, si los estudiantes o los artesanos. Pero eran los frailes de los conventos de San Francisco y San Agustín y los curas de las parroquias quienes mayormente se esforzaban por mantener vivo el rescoldo patriótico, animando a todos con sus incendiarias arengas. Y era tal la avidez por obtener armas y municiones que en Castellón se desenterró el cadáver de un francés, que había sido enviado por la Asamblea Nacional francesa para medir el arco del meridiano de París y había fallecido años antes, porque se tenía noticia de que el cuerpo estaba en un ataúd de plomo, y se pretendía usarlo para fabricar balas.
Una mañana, sin dar aviso a nadie, en Morella nos encontramos con que el gobernador civil también había huido. Su palacio estaba cerrado. La voz de la máxima autoridad había enmudecido, y en esa situación de desamparo los más intranquilos empezaron a quejarse y murmurar.
Al saber que los franceses se acercaban, la confusión aumentó y corrió la voz de que cada cual debía buscar la salvación por sus propios medios, como si se tratara de un gran naufragio. Las gentes más pobres caminaron a pie en grupos para guarecerse en las cuevas y recovecos de los montes.
Vientos del pueblo
I
Los mayores del lugar todavía lo recuerdan. El zapatero Blas Tello, que era de los que más se habían distinguido en la protesta patriótica, lo explicaba así a los reunidos en la taberna de la calle Fortea, junto a la cuesta de San Juan.
—Mucho hablar de patriotismo, pero nos están dejando solos. Los señoritos y los del clero se marchan, y el gobernador se ha esfumado. En cuanto al rey, ni siquiera sabemos si está vivo o muerto.
—Tiene razón —asintieron muchos de los reunidos.
—Lo que no podemos es combatir nosotros solos contra los gabachos. Con eso conseguiremos que nos maten como a conejos.
—Si ellos se van, yo también me iré —dijo uno—. Cojo a mi familia en el carro y nos vamos a Castellón. De seguro que allí los franceses no llegarán.
Las voces se fueron encrespando a medida que el debate se acaloraba. La taberna y sus aledaños se llenaron de gente. Por momentos, se fueron perfilando dos grupos. Unos, los más exaltados, mantenían intacto el odio al francés y eran partidarios de resistir, aunque fueran uno contra mil. Mejor morir como hombres que ser esclavos. Otros, en cambio, empezaron a insinuar que tampoco los de Napoleón eran ogros, y que lo más práctico quizá fuera no provocar derramamiento de sangre, que a nada conducía, y mantener una cierta colaboración con las tropas ocupantes, siempre que se comportaran de manera civilizada y respetaran la religión de la Santa Madre Iglesia.
En este grupo estaban los que ya empezaban entonces a ser llamados «afrancesados». No tardaron mucho en salir a la luz, y como dijo el tonelero Raimundo, ferviente patriota renqueante de una pierna por un balazo recibido en la guerra del Rosellón con el general Ricardos, «A esos, por sus obras los conoceréis, como dice el Evangelio».
Cuando la tormenta de opiniones estaba en su apogeo, apareció en la taberna Josefa, acompañada de un par de mujeres tan decididas como ella. Cuando entraron se hizo de repente el silencio y se aquietó el tumulto de voces. Sentían curiosidad por conocer la opinión de aquellas féminas en aquel tugurio tabernario reservado a los hombres, del que ellas, por alguna inveterada ley invisible, parecían excluidas.
—Vergüenza os debía dar —dijo Josefa, que parecía llevar la voz cantante, y a la que en el pueblo habían empezado a llamar la Pardala, el nombre de las hembras de gorrión. Un mote que seguramente hacía alusión al espíritu alegre y airoso de su primera juventud, cuando siendo muy moza apareció desde Mirambel para casarse con Juan. Más de uno la hubiera pretendido entonces, pero ya tenía dueño cuando llegó, y a partir de ahí cualquier mal pensamiento era tabú y arriesgaba cruz de navajas entre hombres.
—¡Mi marido, con los voluntarios de Morella, ha marchado ya a combatir por la patria! —gritaba Vicenta, otra de las mujeres, compañera de Josefa, con el pelo suelto y la voz enronquecida—. ¡Nada de colaboración con los gabachos! Algunos ya empiezan a ablandarse. ¡Deberíais sentir vergüenza de vosotros mismos!
En el murmullo de los reunidos se entremezclaban opiniones confusas. Algunos pensaban que no era quién una mujer para decirles lo que debían o no debían hacer. Se sentían incómodos por la regañina. Pero había otros que asentían a las palabras de Josefa, arrastrados por el entusiasmo de los ecos del 2 de mayo en Madrid, cuando el pueblo se convirtió en protagonista y se sintió más libre, con las barreras sociales abolidas, aunque aquello solo hubiera durado unas horas.
—¡Los señoritos de Morella se han ido, sí, han huido, pero con eso solo han demostrado que son unos miserables! —insistía Vicenta—. El verdadero pueblo somos nosotros, los hombres y mujeres que han salido en defensa de vuestro honor y vuestra patria. ¡No defraudéis a los que, como mi marido, están decididos a derramar su sangre por salvarnos! ¡Si los gabachos vienen, les escupiremos, y si nos atacan, les atacaremos!
—No es tan fácil. Necesitamos pólvora, fusiles… —dijo Raimundo, un vendedor de mulas.
—¡Pues cogedlos! ¡¿O es que acaso no tenéis lo que hay que tener?! — saltó impetuosa Asunción, otra de las mujeres, que tenía un hijo miliciano en Zaragoza.
—¿Y si no hay?
—Tenéis cuchillos, ¿no?; y manos, y chuzos, y palos, y hoces y piedras. Les cerraremos las casas. ¡Ni un fogón, ni un pan, ni un vaso de vino!
Los de la taberna rezongaban inquietos. Todo eso estaba muy bien, pero el miedo a la llegada de los franceses se hacía patente y la inquietud era general. A medida que los días iban pasando, la mayor parte de los representantes de la autoridad en las ciudades grandes, temerosos de que la rebelión se extendiera, se esforzaban en mantener el orden con bandos y decretos. Lo que más temían era que el pueblo en rebeldía se desmandara. En Madrid, tras el aplastamiento de los patriotas el 2 de mayo, el Consejo Supremo se apresuró a publicar un bando que dictaba pena de muerte para todo aquel que usara armas blancas o de fuego, y recomendaba la «mejor armonía» con las tropas francesas. Y el Consejo de la Inquisición calificó de «sublevación escandalosa» la rebelión madrileña. Ellos, los inquisidores, lamiendo las botas de los impíos franchutes. Quién lo iba a decir. Cosa del diablo, sin duda.
II
Los de Morella entonces no podían estar al tanto, pero se hubieran desanimado de saber que el rey Carlos IV era en realidad un pobre botarate cornudo, en manos de su mujer María Luisa de Parma y de Godoy, el todopoderoso favorito de la corte, un chulo de la reina, que proclamaba desde Bayona: «Amados súbditos: Hombres pérfidos quieren extraviaros. Desean que peleéis con los franceses y animan recíprocamente a estos contra vosotros». Y en otro decreto, el rey Fernando y los infantes Carlos y Antonio advertían de que todo el esfuerzo de los españoles en la situación actual sería no solo inútil, sino funesto.
Pero todo aquello no importaba mucho a los patriotas sublevados. Pensaban que el «deseado» Fernando VII estaba sufriendo prisión en Francia, y no creyeron las noticias de los más enterados que llegaban del país vecino. Ni siquiera cuando Napoleón proclamó en Bayona la cesión de la Corona española a José Bonaparte, y el emperador francés recibió una carta del «deseado» en la que este le felicitaba por la subida al trono de su hermano, nombrado ya José I.
Entretanto, en Morella, cuando la reunión de la taberna estaba a punto de acabar, sin haber llegado a ningún acuerdo definitivo, apareció Arcadio Cabanes, un edil del consistorio municipal que acababa de llegar de Valencia con noticias frescas. Pronto se corrió la voz de que en esa capital se había producido una matanza de franceses, al estallar violentos tumultos contra la numerosa colonia gala, que encabezó al principio un franciscano de Monóvar llamado Juan Rico Vidal y al que pronto sustituyó otro religioso, jesuita en la basílica de San Isidro de Madrid, un tal Baltasar Calvo, tan sanguinario que hasta el mismo Rico tuvo que esconderse para salvar la cabeza, ya que los más exaltados lo consideraban demasiado tibio.
Ante la curiosidad de sus paisanos, Arcadio contó los hechos como si él mismo hubiera estado presente en todos. La realidad, al final, es lo que cada cual recuerda, pero la emoción de haberse sentido protagonista en algún momento era evidente.
—Se acabó la paciencia —dijo, casi con un pie aún en el estribo de la diligencia, y los morellanos se apresuraron a rodearle impacientes.
El edil explicó a los allí reunidos que el ansia de venganza de Calvo alcanzó a familias indefensas, algunas de las cuales ni siquiera eran francesas.
—Lo más grave ocurrió el 5 de junio —continuó el edil, que parecía aterrado por lo que había visto—. Doscientos franceses perecieron, y unos días después fueron masacradas otras doscientas personas de origen francés y también otras valencianas tachadas de afrancesadas, como el barón de Albalat.
—¿Quién es ese? —preguntaron algunos.
Unos cuantos susurraron el nombre. Muchos de los que se agitaban esos días entre Valencia, Castellón y otros lugares próximos habían oído hablar de Miguel de Saavedra, barón de Albalat, miembro de la Junta Suprema y odiado por el pueblo por su carácter despótico.
—Ya no está en Valencia —aclaró uno de los reunidos—. Se ha retirado a Buñol, que está distante varias leguas.
Pero aun así, el runrún popular seguía enconado contra el barón. En el tumulto de la matanza antifrancesa, se sabría poco después en Morella, la turba le dio de puñaladas; le cortaron la cabeza y la exhibieron por la ciudad clavada en una pica.
—Como en la Revolución francesa —dijeron algunos, santiguándose como si hubieran visto al maligno.
III
Por los periódicos de Valencia traídos por la diligencia a Morella se supo también que había muerto el arrebatado jesuita Calvo, el principal instigador de la matanza de la ciudadela, en la que se habían refugiado los civiles franceses con sus familias. Vigilaban la guarnición unos cuantos individuos, en su mayoría inválidos. Los que estaban hábiles se habían ausentado para formar una división en Castellón de la Plana con Vicente Moreno al mando, el mismo que había estado unos días antes con los milicianos desmandados en Morella.
Con palabrería falsaria, Calvo engañó a las víctimas para que abandonaran la ciudadela, y al hacerlo ocurrió el degüello. Casi trescientos cincuenta franceses perecieron esa noche. Con las calles valencianas cubiertas de sangre, la Junta Suprema ordenó la confiscación de sus bienes.
Calvo estaba en la Junta y, por desavenencias con Rico, el jesuita acabó huido en Mallorca. Pero desde la isla lo reclamaron y lo condenaron a garrote. Lo ajusticiaron en la cárcel a primeros de junio —eso dijeron las gacetas— y su cadáver terminó expuesto al gentío. Con él perecieron también ahorcados otros doscientos exaltados de las jornadas anteriores, cuyos cuerpos permanecieron colgando de la cuerda como lección para reprimir lo que las autoridades calificaron de anarquía. Tenían miedo de ser desbordados y lo pagaron con los desgraciados, con la morralla.
—¿Y en Castellón y por allí qué ha pasado? —inquirió un tal Joan Segura, cordelero, que tenía a sus padres en esa ciudad.
Arcadio Cabanes adoptó un tono lúgubre para seguir informando de lo que había ocurrido en otros pueblos cercanos, aunque de eso él solo podía dar fe por lo que había escuchado cuando viajaba en la posta.
—En Segorbe dicen que fueron pasados a cuchillo treintaiséis franceses que se alojaban en un cuartel, y algo parecido ocurrió en Vinaroz, San Mateo y Villarreal. Ya les supongo enterados de que la Junta Superior de Valencia ha decidido expulsar a todos los franceses y ha dictado orden de requisar sus propiedades.
—¡Eso! ¡Que no quede ni un gabacho en España! —vociferó alguien.
—En Castellón —prosiguió el edil— el ayuntamiento se ha constituido en Junta local dependiente de la de Valencia, y lo mismo ha sucedido en otras juntas de Vinaroz, Segorbe, Villarreal y Peñíscola. No estamos solos.
—Hemos oído que la gente se amotinó en Castellón.
—Eso fue poco después del acuchillamiento de Segorbe —confirmó
Cabanes—. Destituyeron a la Junta local y dieron muerte al gobernador. Le sustituyó un agricultor impuesto por los amotinados. Luego, las patrullas urbanas restablecieron el orden.
—Lo mismo pasó en Segorbe. Hubo patrullas combinadas de ciudadanos y eclesiásticos —dijo un enterado.
—¿Y a los del motín qué les pasó? —quiso saber otro.
—Lo que tenía que pasar. La Junta de Valencia desplazó a Castellón una compañía de miñones y acabaron con los cabecillas amotinados. Apresaron y fusilaron a muchos —concluyó Cabanes.
—No es bueno que la chusma ande suelta —manifestó el escribano municipal, que ya tenía preparada la escapada con toda su familia a Villarreal.
—¿Y qué debemos hacer ahora? —preguntó un tejedor.
—Tendríamos que coordinarnos con los otros —resolvió la voz de Jerónimo Roda, un hombre ya mayor, respetado en Morella por la fama de haber servido al ejército en las Américas.
Hubo un silencio, y por un momento nadie supo qué responder a eso, hasta que Roda continuó:
—Yo os diré lo que hacer. Todo menos quedarnos de brazos cruzados. Hay que activar los alistamientos, conseguir armas y requisar caballos. Eso para empezar.
Asintieron. Y de los grupos congregados alrededor de la diligencia, otras noticias fragmentarias iban surgiendo aquí y allá, repartidas en rumores confusos.
—Soy de Vinaroz —dijo uno—, y allí se han establecido dos rondas nocturnas, y hay un teniente de artillería estudiando el plan de defensa. Pero ese oficial dice que se necesitarán veinticinco mil hombres para garantizarla.
—Muchos son —respondió otro—. Con esa fuerza no habría ejército francés que se atreviera en esta tierra.
—Por lo pronto, el ayuntamiento de Vinaroz ha dispuesto el envío a Palma de Mallorca de un barco para pedir ayuda a una flota inglesa que hay allí fondeada. Quieren fusiles.
—¿Y dónde están esos fusiles?
—Todavía no hay respuesta, que yo sepa.
—Pues poca cosa es, por lo que cuenta el paisano —rezongó un labrador barbudo, que parecía algo ebrio por el farfulle y la cara roja.
—En cuanto a Castellón —aclaró el edil a los presentes que le escuchaban, dándoselas de sabedor—, un sargento de allí me dijo que la ciudad está tan desguarnecida que han propuesto crear una compañía fija de fusileros, distribuida también en Vall de Uxó y Nules, para reprimir a los numerosos bandidos que infestan caminos y pueblos, pero sus miembros deben aportar el uniforme y el armamento.
—¡Y entretanto, los bandoleros a sus anchas! —intervino de nuevo el del farfulle—. Ya me gustaría echarme a la cara a ese gobernador.
—Lo mataron los amotinados. Se llamaba Lobo y era un buen hombre.
—Algo malo habría hecho —replicó el barbudo.
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Ficha histórica del libro
Edad: Contemporanea
Periodo: Guerra de la Independencia
Acontecimiento: Varios
Personaje: Josefa Bosch "La Pardala"
Comentario de "El canto de la Pardala"
La guerrillera Josefa Bosch apodada «la Pardala» fue una luchadora que se enfrentó a las topas napoleónicas en las tierras de Morella. Encarcelada y posteriormente ahorcada por las tropas invasoras, su figura ha pasado inadvertida en la historia oficial . En este libro, el autor nos revive su historia y su lucha junto a un puñado de guerrilleros