El relojero de la Puerta del Sol
El relojero de la Puerta del Sol
1
Iruela, León
Marzo de 1814
El anochecer se echaba encima con hachazos negros. Aunque soplaba un viento frío estaba empapado en sudor. Las vacas caminaban lentas y la música de los cencerros sonaba a concierto desafinado. De las chimeneas salía humo y por las estrechas ventanas se entreveía el tembloroso resplandor del fuego y de los candiles. La aldea, de casas de piedra con tejado de losas de pizarra o de caña de centeno, estaba sumida en un silencio hermético. Flotaba un olor a leña de pino. Cuando vio a su padre esperándolo en la puerta de la casa, se puso a temblar. Regresaba con un animal menos.
—Llegas tarde.
—Lo sé, padre.
Metió al ganado en el establo bajo la severa mirada paterna. El aire espeso olía a boñiga y a paja. Le flaqueaban las piernas y tragó saliva al entrar en su hogar.
Su madre, con la pañoleta negra sobre los hombros, preparaba la cena en la lumbre. Sentada en una silla de anea con gesto ausente, removía el guiso de la olla puesta sobre las trébedes. La mujer tenía a su lado a dos de sus hijos pequeños, que, hambrientos, observaban cómo hervía el potaje y chisporroteaban los troncos. Las llamas iluminaban la escopeta de caza colgada de la pared y un crucifijo de latón. El padre, con la mirada encendida, colgó los pulgares del cinturón, en actitud retadora.
—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó.
Los latidos del corazón repicaban en el pecho cuando respondió:
—Se ha perdido una ternera, y he estado buscándola.
Su padre se quitó el cinturón con rapidez y comenzó a azotarlo con furia. Su madre ni siquiera reaccionó. Se limitó a seguir removiendo el guisote con el cucharón, temerosa de la violenta reacción del marido. Los dos pequeños, atemorizados, se abrazaban a ella sin soltar una sola lágrima. Estaban acostumbrados a los estallidos de ira de su progenitor.
—¡No me pegue más, padre!
—¡Vas a ser mi ruina! —gritaba mientras descargaba cintarazos sobre los brazos con los que el muchacho se cubría la cabeza, para que la hebilla no le abriese una brecha—. ¡Eres un inútil! ¡Un verdadero inútil!
—¡No me pegue, padre! ¡La buscaré! ¡Iré a buscarla ahora mismo!
—¡No sirves para nada!
El hombre, jadeando por la rabia y el esfuerzo, dejó de golpear, agitó la correa y dijo:
—¡Si vuelves sin ella, te mato. Juro que te mato!
El joven abrió la puerta, se precipitó al exterior y comenzó a andar apresuradamente, mientras las ráfagas de dolor recorrían sus brazos de forma intermitente, como mordiscos de víboras. Tenía la boca seca de miedo. En el horizonte una línea de luz amarillenta era el último vestigio del día moribundo. El cielo viraba del morado al azul oscuro, y de las cumbres nevadas del Teleno llegaban rachas de viento frío.
Estaba convencido de que la ternera debió de extraviarse cuando él, absorto, intentaba reparar dos cencerros. No tenía perro guardián, así que no descubrió la pérdida hasta después del almuerzo. La buscó con ahínco, y no solo en el prado, sino también en la vaguada. Ni rastro de ella. ¿Se la habrían robado? Imposible, pensó. No había ningún otro pastor a menos de cinco leguas. ¿Cómo había podido sucederle algo así?
Acuciado por el temor a la paliza mortal que recibiría, echó a correr en dirección al prado donde habían estado pastando las vacas. La luna llena se distinguía cada vez con mayor nitidez. Dispondría de luz para la búsqueda.
Las estrellas se iban ocultando tras una capa de nubes que amenazaban lluvia. Llegó al prado y lo recorrió a la carrera, pero no encontró a la ternera. La hierba exhalaba un aroma dulce. Un sudor helado le recorría el espinazo. Respiraba de forma entrecortada. De pronto, comenzó a llover. Las gotas caían en el pastizal y la tierra desprendía un olor a fertilidad. Entonces decidió encaminarse a un valle cercano donde antes no había buscado, y poco después de media hora encontró los restos de la ternera junto a un riachuelo.
La habían devorado los lobos.
El pánico le agarrotó los músculos. Se quedó ahí, paralizado, delante de los despojos iluminados por la luz de plata sucia de la luna. Los salvajes cinchazos que le había propinado su padre le dolían cada vez más. Soplaba un viento que le helaba hasta los huesos. Resonó un trueno en la lejanía. Él no dejaba de contemplar el amasijo de restos sanguinolentos y huesos. El agua iba empapándolo. Llovía con un ímpetu bíblico. Y, sin embargo, aquella lluvia parecía incapaz de enfriar sus pensamientos. Estaba convencido de que su padre cumpliría la mortal promesa.
Su corazón latía a galope tendido. Tomó aire varias veces con la boca abierta al creer que le faltaba, que no le llegaba a los pulmones. Y con una súbita determinación nacida en lo más hondo, remontó el valle en dirección contraria a su aldea, jurándose a sí mismo que no volvería jamás.
Llovía bajo la luz embetunada de la noche. A lo lejos aullaban los lobos.
2
Londres
7 de marzo de 1866
Con sumo cuidado, giró con el dedo el minutero del reloj de sobremesa hasta que ambas manecillas coincidieron en las doce. La sonería dio la hora por medio de una campanita de cristal y plata, y a continuación sonaron unos compases del vals Myrthen-Kränze que Johann Strauss hijo compuso en 1854 como regalo de cumpleaños para Elisabeth de Baviera, la emperatriz austriaca a la que llamaban cariñosamente Sissí.
Aquella alegre música vienesa evocaba fastuosos bailes en salones de mármol iluminados con arañas de cristal, llenos de parejas dando vueltas mientras una orquesta tocaba, de hombres con frac o uniformes de gala, de mujeres con vestidos de seda y de risas al anochecer en una velada en la que el tiempo parecía detenerse.
El relojero sonrió satisfecho. Aquel reloj se lo había encargado la propia Sissí y pensó que sería un bonito detalle incluir aquella elegante música de Strauss, el compositor predilecto de la esposa del emperador Francisco José de Austria. Había tardado dos meses en construir aquella maravilla con carcasa de ébano e incrustaciones de plata que formaban siluetas de pájaros.
Dejó las herramientas en su sitio, sacó brillo con un paño de algodón a la madera negra, a las pequeñas aves de plata y al cristal de la esfera y respiró hondo. Por fin podía dedicar todo su tiempo a terminar el gran reloj en el que llevaba trabajando desde hacía tres años.
La obra de su vida.
3
Comarca de la Cabrera, León
Marzo de 1814
Caminó toda la noche bajo la lluvia y las estrellas, con la camisa y el tabardo empapados, un martilleo en las sienes y sin mirar atrás, porque el instinto de conservación superaba al remordimiento. Los correazos le habían dejado los brazos magullados y llenos de moratones, unas dolorosas violetas malignas, y solo podía pensar en huir de la venganza paterna y alejarse de su aldea. Poco antes del amanecer, cuando dejó de llover, se tumbó a dormir junto a unos matorrales, reventado por la caminata.
Lo encontró un arriero a primera hora de la mañana. Al principio creyó que estaba muerto, pero al apearse y comprobar que vivía se apiadó de él y lo subió a su carromato.
Cuando despertó al cabo de unas horas, el arriero le dio vino, pan y queso añejo. Tenía un poco de fiebre, pero comió con apetito y bebió de la bota. Hacía un tibio día invernal, y en el aire se presentía la primavera. El sol ya casi había secado la humedad de su ropa.
—Bebe un poco más. Te hará bien. El vino es la mejor medicina.
El arriero era un hombre de mediana edad, cejijunto, con la tez requemada por el sol y la mirada resignada de quienes no esperan nada de la vida. El muchacho, con las fuerzas recobradas, se acercó a la parte delantera del carromato:
—Muchas gracias, señor.
El arriero asintió con la cabeza. El carro tirado por dos mulas traqueteaba entre los baches y piedras del camino.
—No tengo con qué pagarle —se disculpó.
El hombre se encogió de hombros antes de responder:
—Es de cristianos ayudar al prójimo. A mí me ayudaron hace tiempo, y no lo he olvidado —hizo una pausa—. ¿Adónde vas?
Al no saber qué contestar, preguntó:
—¿Adónde va usted?
—A Extremadura.
—¿Le importaría que lo acompañara?
El hombre observó un ave rapaz que volaba majestuosa y unas madejas de nubes blancas que no presagiaban lluvia. El día transcurriría apacible.
—Tanto me da señor.
—Se lo agradezco mucho, señor —respondió el joven aliviado.
Durante la siguiente media hora, se mantuvieron en silencio. Solo se oía el chirrido de las ruedas y los crujidos del maderamen del carro. Al cruzar junto a un rebaño de cabras, el muchacho sintió la necesidad de explicar que era pastor, pero no le contó el motivo de su huida.
—¿Cómo te llamas?
—José.
—¿Cuántos años tienes?
—He cumplido los diecisiete.
—¿Luchaste contra el francés?
—No.
—Soldados más jóvenes que tú guerrearon contra Napoleón.
—Quise hacerlo, pero mi padre no lo consintió. Decía que sus vacas eran lo más importante.
El arriero contó que por aquellas tierras había visto marchar a los orgullosos regimientos franceses al comienzo de la invasión, con sus uniformes nuevos y las banderas rematadas por águilas doradas que refulgían bajo el sol. Y sonrió al decir que por los mismos caminos los vio retirarse, menos soberbios, con las casacas sucias y los estandartes coronados por «unos pollos gabachos de oro que ya no asustaban porque los habíamos desplumado». Al llegar a un prado, señaló con el dedo un solitario castaño.
—Alrededor de ese árbol enterraron vivos a cuatro franceses que habían sido hechos prisioneros. Les dejaron la cabeza fuera y los zagales jugaron a los bolos con ellas con piedras así de gordas.
Le relató las espantosas torturas y ejecuciones que había visto a lo largo de la guerra, y añadió que las siguientes cosechas serían recogidas en campos y labrantíos abonados con la sangre de los fallecidos. Luego se quedó callado un buen rato, como si evocar tantas escenas de muerte provocase escoceduras en su memoria. Al rato, comentó que los estorninos habían aprendido a imitar el sonido de las balas rasgando el aire, y que todavía podían oírse sus cantos de disparos, de balas perdidas.
—Supongo que huirás de la miseria. Como todo el mundo. El muchacho meditó la respuesta:
—¿Miseria? Comida y techo no me faltaban.
—¿Cuidarás cabras?
—No sé.
—Algo tendrás que hacer para no morirte de hambre.
José le mostró las manos, como si fuesen su mayor tesoro:
—Me gusta arreglar cosas.
—¿Componedor de trastos? ¡Bah! Eso no es oficio decente. Es propio de chamarileros —hizo un gesto de desprecio con la boca.
—Guardo ideas aquí —se tocó la frente.
—La vida es perra, y más para los que tienen pájaros en la cabeza, como tú.
—Tengo sueños.
—Ya te caerás del guindo, ya.
Al llegar a un riachuelo, el arriero se detuvo para que las bestias abrevaran. El joven, que había observado que una mula tenía en el lomo una matadura que supuraba, aprovechó para meterse en la boca un trozo de pan, y, mientras lo mascaba sin tragarlo, se apeó, arrancó unas hierbas que crecían en la ribera, se introdujo varias hojas en la boca para hacer un emplasto con la bola de pan, y lo colocó sobre la herida del animal.
—Con este remedio sanará la matadura —explicó.
El arriero se pasó la mano por los labios, achinó los ojos y sentenció:
—Me parece que vamos a hacer buenas migas. Aunque eres de pocas palabras…
—Sí.
Poco después, reanudaron el camino. El arriero se dirigía a la Vía de la Plata, la antigua calzada romana que se utilizaba como ruta comercial y del ganado trashumante. A medida que avanzaban y se alejaban más y más leguas de su aldea, José se sentía un poco más libre. En su corazón bullía la necesidad de comenzar una nueva vida, fuera del alcance de la cólera paterna.
Para él, la distancia era el olvido. Una dulce sensación.
4
Extremadura-La Mancha
Agosto de 1814
El arriero cambió en Trujillo su cargamento de salazones por embutidos, y en aquella localidad se quedó José para probar fortuna. Trabajó durante la primavera y buena parte del verano como aprendiz en una barbería.
Al caer la noche, el barbero recibía a mujeres de larga cabellera que, por promesa o necesidad, se la cortaban a cambio de unas monedas y se marchaban con un pañuelo liado en la cabeza. El hombre seleccionaba entonces el pelo más sedoso de color castaño o negro, y componía pelucas para las imágenes religiosas. Y como alguna noche también acudían a su barbería las prostitutas en cumplimiento de una promesa concedida, su cabello lo destinaba a confeccionar pelucas para las efigies de María Magdalena, pues como el barbero decía «de puta llegó a santa». Era una suerte que, entre los mandados de José, estuviera el de entregar las pelucas, porque los dirigentes de las cofradías y los párrocos solían darle propinas que guardaba en una faltriquera.
En agosto decidió que afeitar, pelar, sacar muelas y sajar golondrinos no era lo suyo, y con el poco dinerillo ahorrado decidió irse a Madrid a ganarse la vida. Imaginaba que en la Corte habría más posibilidades de prosperar. Él era espabilado, no tenía manías y aprendía con rapidez. Echó cuentas: a pie, a un buen ritmo de marcha, comiendo lo justo, durmiendo al raso si hacía bueno y en una venta si estallaba tormenta, tendría suficiente con lo ahorrado.
La guerra había devastado el país, traído la discordia y abastecido los osarios de las iglesias. Por todos los pueblos por los que pasaba se encontraba con idénticas escenas: madres de negro que lloraban inconsolables en las iglesias por sus hijos fallecidos. Llevaban flores a las imágenes, encendían velas en los lampadarios, rezaban ensimismadas o aullaban de dolor, como si les arrancasen de cuajo las entrañas. Algunas sufrían arrebatos y se tiraban al frío suelo, sabedoras de que debajo, en la oscuridad de la cripta, reposaban los restos de sus hijos. De poco servían los sermones y las palabras confortadoras de los párrocos que hablaban del cielo, pues ellas lo que deseaban era abrazarlos y cuidarlos. No querían oír hablar de pasajes evangélicos, sino verlos crecer. Muchas vivían ajenas al mundo, sonámbulas de sí mismas, como plañideras de mirada brumosa y desesperanzada.
La compañía de un marido fallecido podía reemplazarse, pero no ocurría lo mismo con el amor de un hijo muerto. Los recuerdos se les amontonaban: las nanas que les cantaban para dormirlos, los cuentos de miedo que les contaban para prevenirlos de los sacamantecas que metían a niños en sacos, los besos con que los cubrían en arrebatos maternales.
También en algunos pueblos vio a mujeres rapadas o peladas a trasquilones que, cabizbajas, soportaban un mortificante pedrisco de insultos y salivajos de sus convecinos. Algunas caminaban desorientadas, tambaleantes, como Lázaro recién resucitado. Eran las afrancesadas, las acusadas de haberse acostado con franceses. Purgaban su pecado entre silenciosas lágrimas y, si llevaban a sus hijos chicos en brazos o de la mano, estos también eran vejados y recibían su ración de odio, sobre todo de mujerzuelas greñudas que, al maldecir, soltaban perdigones de saliva y gritaban: «¿Ya no tenéis el chocho escalfado, cacho zorras?».
Era un país que disfrutaba con el espectáculo del dolor.
Como de pequeño fue a la escuela, José leía los bandos municipales y las disposiciones reales pegadas con engrudo en las columnas y tableros de las plazas porticadas. Dichos papeles de colores recordaban la obligación de delatar a afrancesados y liberales por el bien de la patria y de la verdadera religión. Los pregoneros, con su trompetilla y voz de falsete, rodeados de chiquillos, leían lo mandado por los alcaldes y el rey, y aquellos que habían colaborado con los franceses o simpatizado con los liberales gaditanos, temiendo ser denunciados por sus vecinos, vivían atemorizados por si los detenían en cualquier momento y temblaban si alguien los miraba de manera incriminatoria, pues habían aprendido a interpretar las miradas de odio macerado y reconcomido. Mientras tanto, los curas, engallados, advertían en sus homilías «contra la funesta manía de pensar».
Al celebrar muchos pueblos sus fiestas patronales, la alegría por la restauración de Fernando VII en el trono se acompañaba de misas, cucañas, gigantes y cabezudos, fuegos artificiales nocturnos y muñecos de paja que representaban a Napoleón y a Pepe Botella, a los que pegaban fuego dando mueras. Al amanecer, un cohetero con pinta de tonto pagado de sí mismo recorría las calles tirando cohetes, con su puro en la boca y sus andares de archipámpano de las Indias, despertando a los vecinos con los estampidos antes de que lo hiciese la procesión del rosario de la aurora con sus rezos y campanilleos. Y en la algarabía de feria que se formaba en las plazas principales, cuando ardían los espantapájaros de los hermanos Bonaparte, algunos hombres achispados por la bebida, entre gritos y risotadas, arrancaban las hojas de los ejemplares de la proscrita Constitución de Cádiz que hubiesen arramblado días atrás, hacían aspavientos de limpiarse el culo con ellas y, con una felicidad demente, las arrojaban a las llamas diciendo «¡a tomar por culo la Pepa!». Y los mismos gañanes, aborregados y ajumados de aguardiente, entre risas y silbidos de cabreros lunáticos, se iban pasando una bacinilla de hojalata con una moneda de José I soldada en el fondo para orinar y hacer sus necesidades sobre su efigie. Caminaban intentando mantener el equilibrio, como funambulistas en tierra firme, y luego terminaban recorriendo las calles con cencerradas, como hacían bajo los balcones de los recién casados en su noche de bodas.
Pero los festejos del día de la Virgen o del santo patrón eran el oropel de un país empobrecido.
Eran tiempos de denuncias, del miedo que sobrevolaba como murciélagos en la noche, de arrimarse a los que mandaban y de ajustar cuentas con el pasado reciente, algo en lo que muchos nacían enseñados.
Los campos cacereños y toledanos que recorría José estaban mal arados y estercolados, con las mieses agostadas y sin recoger por ausencia de brazos o con la siega del trigo y la cebada comenzada a destiempo. Muchos campesinos eran viejos enflaquecidos de piel cuarteada que, con caliqueños o pañuelos de cuatro nudos en la cabeza y alpargatas de cáñamo, se deslomaban de sol a sol con la hoz y la guadaña. Y sentados sobre las trillas arrastradas por mulas parecían surcar con lentitud un mar amarillo de cereal. Los ancianos movían las mandíbulas continuamente, como rumiantes. Amasaban sus vidas con resignación atávica. Estaban sujetos a la tierra como una maldición: quienes nacían jornaleros morían como tales, y al tañer lejanas las campanas al mediodía, se descubrían y rezaban el ángelus con las manos entrelazadas, con devoción.
José podía ver por donde pasaba las huellas de la guerra: castillos volados con pólvora, torres desmochadas a cañonazos, conventos reducidos a cenizas, industrias manufactureras saqueadas, talleres desguazados e iglesias expoliadas…, porque los franceses, al retirarse, destruyeron lo que no pudieron arramblar. Había casas deshabitadas con una tristeza de colegio en vacaciones. Y en las cunetas de los caminos, a la entrada de los pueblos, podía ver cruces de palo con flores frescas o mustias, señalando los fusilamientos de los seres queridos, los que no pudieron escaquearse de la muerte.
En aquellos días era tan pobre que no tenía miedo de que lo asaltasen en el camino. Soportaba bien el calor y la dureza de las caminatas. Estaba habituado a las fatigas de la vida agreste y era de cuerpo vigoroso. Masticaba hinojo para calmar la sed. Rellenaba una calabaza seca con agua de los arroyos, compraba en las posadas hogazas de pan, queso o morcilla, y se daba panzadas de higos de las higueras salvajes o de las chumberas, hasta saciarse. Al pasar por las huertas, escuchaba las desafinadas cencerradas que daban los niños para asustar a los pájaros y evitar que picoteasen la fruta de los árboles.
Se echaba al camino antes de que despuntase el alba, y con los primeros rayos de sol veía pasar presurosas a las amas de leche que, abandonando sus aldeas, iban a las poblaciones más cercanas para amamantar a los niños de las familias pudientes y así ganarse un jornal. Las nodrizas, con los pechos rebosantes, se colocaban trozos de tela en los pezones para que no les goteasen y así evitar manchar las blusas y vestidos. Y él pensaba, ingenuamente, que si los hijos de los ricos se alimentaban con la leche de los pobres, tal vez cuando creciesen se portarían mejor con los desfavorecidos.
Casi siempre dormía al raso, al amparo de arboledas, pero si se avecinaba tormenta, pernoctaba en los cobertizos de las ventas junto a postillones y muleros, donde solo podía permitirse un maloliente camastro con chinches. En las paredes encaladas de los cobertizos los viajeros grababan sus iniciales, frases y dibujos obscenos, como un testamento de simpleza. Y una noche oyó a un acemilero contar que, en un pueblo, un médico sibarita pagaba muchos reales a las amas de leche para que le vendiesen su calostro. Al parecer, hacía flanes con aquella nutritiva leche.
Él nunca se despertaba en la quietud de la noche sobresaltado con pesadillas que lo empapasen en sudor, que le hiciesen revivir la brutalidad paterna o le aguijoneasen la conciencia por su fuga. No. Dormía de un tirón porque sabía que no huía de sí mismo, sino que iba en pos de una vida mejor. Y al cerrar los ojos y al abrirlos, en la caja de resonancia de su mente había una idea fija.
Vivir en libertad.
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Ficha histórica del libro
Edad: Contemporanea
Periodo: Primera Restauración
Acontecimiento: Varios
Personaje: José Rodriguez Losada
Comentario de "El relojero de la Puerta del Sol"
Presentación del libro por el autor en la «Real Sociedad Económica de Amigos del País» en Jaén
Presentación del libro por el autor en «Todoliteratura»
Entrevista al autor en «SER Historia» de Cadena SER