La cinta roja
La cinta roja
Preámbulo
Cuando yo era niña, durante las largas y muchas veces tediosas clases de Historia, me dedicaba a hojear anticipadamente las páginas del libro que tenía delante, poniendo atención sólo a las ilustraciones que me parecían más atractivas. Así es como descubrí un retrato de Teresa Cabarrús y, debajo, la siguiente explicación:
Espía y aventurera española que logró acabar con el Terror en la Revolución francesa. Rea de la guillotina, amante de asesinos y de futuros emperadores, fue también marquesa, revolucionaria, princesa y madre de diez hijos.
Como ocurría a menudo entonces, por lo menos en mi colegio, el fin de curso llegó antes de que lográramos terminar el libro, por lo que no alcanzamos ese año a estudiar la Revolución francesa. Al siguiente, sí; pero en el libro de sexto ya no había retrato de la aventurera y espía española. Así, la olvidé durante años hasta que un día tuve la oportunidad de toparme de nuevo con ella gracias a un cuadro de Goya. En el Banco de España se guardan los retratos de todas las personalidades relacionadas con esta institución, fundada en tiempos de Carlos III. Pues bien, uno de los promotores fue Francisco Cabarrús y, preguntando, averigüé que aquel grueso caballero de calzón corto de un curioso color verde lima, según lo retrata Goya, era, además, el padre de mi aventurera de la Revolución francesa.
Siempre me han interesado las vidas con claroscuros, con altibajos, con momentos sublimes y otros bochornosos o miserables. También me interesan más los personajes de la Historia que, sin ser protagonistas de primera fila, son capaces, en un momento dado, de cambiar su rumbo y, por tanto, de modificar el futuro. Tal es el caso de mi protagonista. Hay que decir, además, que Teresa -o Thérésia, como ella se hacía llamar para mantener en lo posible el sonido español de su nombre- fue una mujer extraordinariamente bella. El dato lo añado con suma cautela porque suele distorsionar la percepción que se tiene de una persona, más aún si se trata de una mujer. De hecho, resulta curioso señalar cómo casi todos los biógrafos de Teresa Cabarrús han sido hombres, y cada uno de ellos se confiesa fascinado, por no decir enamorado, del personaje. Sin embargo, yo creo que ni la fascinación ni mucho menos el enamoramiento son buenos puntos de partida para una biografía. El fascinado tiende a moldear la realidad y los personajes según sus deseos; tiende también a veces a quedarse en la superficie, en el mero aspecto exterior, en la espuma, no en la esencia; en lo anecdótico, por tanto. Y en el caso de Teresa es muy fácil hacerlo porque ella era, en efecto, superficial, lucía un bello aspecto exterior y su vida estuvo llena de anécdotas.
Las biografías más antiguas a las que he tenido acceso la retratan como una prostituta de lujo o, en el mejor de los casos, como una cortesana. Se recrean mucho, por ejemplo, en el papel que desempeñó, junto a su gran amiga la emperatriz Josefina, como diosa del período histórico que se conoce como del Directorio. Hablan de su peculiar forma de vestir (o deberíamos decir desvestir), con túnicas romanas abiertas hasta medio muslo, el pecho desnudo y sus areolas rodeadas de pequeños diamantes. Resaltan las fiestas que organizaba para reunir a los personajes más célebres de la época; en los primeros tiempos de la Revolución, a La Fayette, Mirabeau, Talleyrand. O, más adelante, durante el Directorio, a Napoleón, Fouché, Chateaubriand. Hablan mucho de su frivolidad, del descarado uso que hizo de su belleza y de cómo, tras la muerte de María Antonieta en la guillotina, se la llegó a considerar algo así como la reina o diosa profana de la Revolución, mitad prostituta, mitad santa, a la que llamaban, por cierto, Nuestra Señora del Buen Socorro. Reconocen, en efecto, sus méritos como artífice del fin de la época del Terror, y la Némesis de Robespierre, pero la presentan como un mero instrumento en manos de otros actores más destacados desde el punto de vista político, como el maquiavélico Fouché o el ambicioso Barras.
Otras biografías más recientes gustan de presentarla, en cambio, como una espía de la corte española o, más injustamente, como una simple marioneta cuyos hilos movía desde la distancia su padre, el conde de Cabarrús, en connivencia con Godoy. Aventurera, también intrigante, prostituta, espía, frívola, marioneta… Pienso que si no hubiera sido tan bella, los epítetos que inspiró a los cronistas de otras épocas habrían sido bastante menos desdeñosos. Pero incluso sus biógrafos más
«fascinados» no pueden dejar de señalar otros valores que también tenía Teresa y que parecen contradecir su fama de consumada devoradora de hombres. Me refiero al papel primordial que desempeñó al salvar de la guillotina a millares de personas, primero en Burdeos y después en París. O, más importante aún, al hecho de que fue su mano la que guió a Jean-Lambert Tallien para acabar con Robespierre y con una de las etapas más sangrientas de la Historia. Un poco más adelante, esa misma mano, siempre generosa, se tendería incondicional hacia Josefina cuando las dos compartieron prisión y sentencia de muerte; la misma mano, por cierto, que un par de años más tarde ayudaría a medrar a un ignoto militar llamado entonces Napoleone di Buonaparte.
Y es que la vida de Teresa Cabarrús se extiende desde los idílicos años del reinado de Luis XVI y María Antonieta, luego a lo largo de la Revolución y la época del Terror, más tarde por la escandalosa frivolidad del Directorio, hasta el imperio de Napoleón, y continúa aún más allá de su derrota en Waterloo y del exilio en Santa Elena. De todos estos tiempos azarosos y apasionantes fue testigo de excepción nuestra protagonista, hasta acabar como madre devota de diez hijos y princesa de Chimay en un viejo palacio a las afueras de Bruselas. Cerca ya de su muerte cuentan que dijo: «¿De veras he vivido tantas vidas? A veces pienso que fue todo un sueño».
Se dice que la noche del 14 de julio de 1789, tras la caída de la Bastilla, Luis XVI le preguntó al duque de La Rochefoucauld: «¿Se trata de una revuelta?», a lo que el duque, muy influido por los términos científicos y astronómicos que empezaban a popularizarse por aquellos tiempos, respondió: «No, sire, se trata de una revolución»… No se equivocaba La Rochefoucauld: aquello era una revolución. Un giro copernicano impulsado por los mejores sentimientos del ser humano, el deseo de libertad, de fraternidad, de igualdad. Un viraje de ciento ochenta grados concebido para acabar con los antiguos privilegios, con la esclavitud y con la diferencia de clases, pero que terminó como Saturno devorando a sus hijos. «El sueño de la razón produce monstruos», escribió Goya para acompañar una de sus pinturas negras, y lo mismo podría decirse del tiempo histórico que todos conocemos como la Revolución francesa: uno en el que el ser humano fue capaz de lo más sublime y también de lo más bajo y abyecto. En este escenario y con estos mimbres se trenzó la historia de Teresa Cabarrús y la de aquel bello sueño.
El recuerdo de la guillotina
Me aseguran que será una muerte indolora. Dicen que sólo hay que cerrar los ojos y esperar unos segundos, apenas diez o doce. Primero oiré el silbido de la cuchilla, luego un leve solplo de aire que se desplaza y a continuación un golpe seco, nada más. El modo en que hay que comportarse antes de la llegada al patíbulo lo estuvimos ensayando ayer con detalle. Porque aquí donde me encuentro ahora, en la prisión de La Force, en París, nos dedicamos a escenificar nuestra propia muerte. Se trata de una peculiar forma de pasar el tiempo y de asegurar que entramos en la Historia del modo más hermoso. Cuando me trajeron hace unos días, a duras penas podía creer lo que estaba viendo; damas y caballeros cuya decapitación estaba prevista a las pocas horas se entretenían en repasar los detalles de su postrera escena: la manera de mantener alta la cabeza en todo momento, la mirada firme. Incluso ensayaban -ensayamos- el mejor modo de apretar la mandíbula para refrenar su posible castañeteo durante el viaje en carreta hasta el cadalso. «Habéis de procurar – me dijo ayer mismo un anciano caballero de barba entrecana que hoy ya no está con nosotros- llevar dos camisas ese día. Estamos en verano, es cierto, pero las bajas temperaturas de buena mañana son traicioneras y nadie debe tomar por miedo lo que es tan sólo el natural estremecimiento que produce el frío. Y ahora, mi querida amiga
-añadió, mirando a otra de las prisioneras, una bella criolla que, según me dicen, se llama madame de Beauharnais-, ensayemos un poco más, es vuestro turno».
Sin embargo, la viuda de Beauharnais no gusta de estos juegos. Ella prefiere llorar su suerte en silencio (y a veces muy ruidosamente). No hay nada que objetar, cada uno se enfrenta a su fin como mejor puede: desolación o dignidad, qué importa la actitud que se elija, las dos conducen hacia la misma cuchilla afilada. Aun así, creo que yo, llegado el momento, elegiré la segunda: la mirada muy alta y dos camisas, para que el frío de la mañana no pueda hacerme temblar. Papá decía siempre que la petite Thérèse tenía una vena teatral muy considerable, y papá siempre tenía razón; no le desdigamos por tanto: mi forma de morir se asemejará pues a la de esos que juegan a escenificarla del modo más bello. Y ahora veamos, observemos un poco más para ver cómo se preparan para el postrero viaje mis otros compañeros de suerte. Por allí veo a una muchacha. No puede tener más de quince años. Lleva el pelo cortado a la altura de la nuca para no entorpecer la caída de la Gran Igualadora. Sí, así llamamos aquí a la guillotina. También la llamamos Louisette o la Viuda o de otras mil maneras. Y a ser guillotinado lo llamamos «mirar por la ventana revolucionaria» o «dejarse rasurar por la navaja nacional». Resulta difícil de creer, lo sé, pero lo cierto es que mucho de lo que se hace o se dice aquí, en la prisión de La Force, se acompaña de una sonrisa. La muchacha, por ejemplo, lleva anudada al cuello una cinta roja; se trata de un guiño, de un pequeño chiste entre nosotros, los prisioneros. A algunos les gusta representar de esta forma y de antemano el tajo de la Gran Igualadora sobre su carne. Más allá, un caballero de unos cuarenta años ensaya junto a una dama pelirroja las reverencias que ambos dedicarán al populacho que asiste a las ejecuciones, a las tricoteuses, a los sans-culottes. «Los caballeros hacen así, las damas hacen así»; sólo les falta añadir música y con ella el resto de la letra de aquella canción infantil que Mademoiselle nos enseñaba allá en Madrid a mis hermanos y a mí de niños para que aprendiéramos bien el idioma de notre bon papa: «Sur le pont d’Avignon, on y danse, on y danse… Les beaux messieurs font comme ça, et puis encore comme ça…».
Por cierto, aquí en la cárcel también se baila mucho, casi tanto como se ama. No, no es verdad. Se ama aún más de lo que se baila. Es como si la muerte fuera una gran borrachera que incitara a la lascivia. Allá veo entregados a sus juegos, por ejemplo, a una dama con uno de nuestros carceleros; más acá, la bella muchacha de la cinta roja en el cuello lo hace abrazada a un caballero de sesenta y tantos años; un poco más lejos, dos mujeres que se aman, y luego dos hombres, y dos hombres y una mujer, y dos mujeres y dos hombres… El amor aquí, por lo que se ve, se parece mucho a Madame Guillotine: ambos son los grandes, los perfectos igualadores. Porque ¿qué más da a quién se ame mientras se ame? Aún estamos vivos, eso es lo único que importa. Mañana, ya no.
He intentado dormir un poco, pero hace demasiado calor. Aun así, tal vez me haya quedado adormilada, porque he soñado con lo que pasará mañana, el 9 de Thermidor del año II. Es bello este calendario revolucionario que cuenta los años desde el 5 de octubre del mismo año en que mataron a Luis Capeto. Y bellos son también los nombres de los meses que han inventado, todos con reminiscencias agrícolas o meteorológicas: Brumaire, el mes de las brumas; Frimaire, el del frío; Vendémiaire, el de la vendimia; Thermidor, el del calor. Las autoridades revolucionarias decidieron dividir el año en doce meses de treinta días y los cinco días que faltan para completar los trescientos sesenta y cinco se llaman ahora sans- culottides y son cinco jornadas que se dedican enteras a fiestas: una glosa las ideas revolucionarias; otra, el talento; otra, el trabajo; otra, la virtud; otra, los hechos heroicos… Lástima que en este glorioso año II los «hechos heroicos» hayan sido tan aterradores. El mes de Nivôse, por ejemplo, puede alardear de que en sus treinta días cayeron doce cabezas cada cinco minutos, y ahora que ha llegado el calor, los vecinos de las calles adyacentes donde está instalada Madame Guillotine se quejan de que la sangre que desborda los desagües que hay debajo del cadalso obstruye las acequias.
«¡Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!». Eso cuentan que dijo madame de Roland, el alma de los girondinos, pocos minutos antes de subir al patíbulo. ¿Y qué diré yo mañana cuando llegue mi turno? Tengo que idear una bonita frase que sea tan corta y acertada como ésa. Pensemos.
Yo, Teresa Cabarrús Galabert, hubiera querido que mis memorias empezaran de la manera que he relatado más arriba, esto es, recordando las últimas horas que pasé en la prisión parisiense de La Force, cuando me faltaban apenas unas horas para morir. Tenía pensado escribir un par de detalles más sobre cómo nos enfrentábamos a la muerte en aquellos días. A continuación contaría también lo sucedido al día siguiente del previsto para mi muerte y el modo en que se puede pasar de la guillotina a la gloria en tan sólo unas horas. Así, relataría cómo el 9 de Thermidor (27 de julio de 1793), en vez de morir Teresa Cabarrús, murió el período histórico llamado Terror. Creo que sería muy interesante para quienes gusten de las ironías y también de las carcajadas de la Historia. Sin embargo, la menor de mis diez hijos, Marie-Louise -que es la que está empeñada en recopilar mis recuerdos antes de que muera o de que sea tan vieja que ya no tenga recuerdos-, dice que no, que las cosas hay que contarlas por orden, empezar por el principio y explicar a todos cómo una niña nacida en el madrileño pueblo de Carabanchel llegó a ser la diosa de París. Una diosa, eso dijo. A mi Marie-Louise -creo que a partir de ahora la voy a llamar María Luisa, que suena más castizo y encaja mejor con el estado de ánimo de una vieja que recuerda su infancia- le gustan mucho las novelas sentimentales. Ella insiste además en que es importante que las cosas se cuenten de forma cronológica. Dice que es fundamental hacerlo así porque han pasado muchos años desde entonces y ya nadie conoce de primera mano los acontecimientos históricos de la Revolución ni tampoco el modo en que llegó luego al poder mi antiguo amigo Napoleón Bonaparte. «Hay que explicar muy bien el marco histórico -me dice-. Son historias viejas, mamá, se han muerto casi todos sus protagonistas, estamos en 1835». Muy bien, así lo haré. Mi viejo amigo Napoleón hace más de diez años que descansa en su tumba y yo también moriré, muy pronto, supongo.
Empecemos entonces por el principio, por mi nacimiento, y contemos a continuación las razones por las que fui a Francia pocos años antes de la toma de la Bastilla. Describamos también, a quien quiera escucharme, cómo era París en la época de María Antonieta; el frívolo París que se divertía en fiestas y en amores prohibidos sin saber que poco tiempo después casi un tercio de sus habitantes habría muerto bajo ese filo implacable que inventó el doctor Guillotin. Sí, así se llamaba el buen doctor a quien los políticos de principios de la Revolución pidieron que ideara, con la ayuda de otras dos personas, una alternativa para evitar las iras del populacho, que, en su fervor revolucionario, pretendía, un día sí y otro también, tomar la justicia por su mano en las calles de toda Francia. Una alternativa «humanitaria», se decía entonces, porque estaba pensada para procurar una muerte indolora; una muerte revolucionaria, ya que -y éstas son también palabras de la época- «el árbol de la libertad se debe regar con sangre». Pero no. Una vez más estoy corriendo demasiado. Es aún muy pronto para explicar cómo el más bello de los sueños se convirtió en pesadilla. Mejor contar las cosas por orden, como dice mi hija. Empecemos, pues, por Carabanchel un muy caluroso día 31 de julio de 1773.
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Ficha histórica del libro
Edad: Contemporanea
Periodo: Siglo XIX
Acontecimiento: Revolución Francesa
Personaje: Teresa Cabarrús
Comentario de "La cinta roja"
Presentación del libro por la autora en «Las noches blancas» de Telemadrid