Las cadenas del Reino
Las cadenas del Reino
SANGRE DE MI SANGRE
Principios del año de 1211
Las treguas que el Rey Don Alonso de Castilla havia asentado con el Miramamolin de Africa y España AbuJacob espiraron muy al principio del año de mil doscientos y once, ó a fines del anterior. Y el fin de ellas puso muy apriessa á toda España en armas. Pudiera haver corrido à la forda la tregua y continadose, quanto era de parte de los Moros, según insinuó el Arzobispo. Pero el Rey Don Alonso impaciente del dolor de la rota de Alarcos, y perdidas en los tres años de aquella guerra, cuya memoria mucho le quemaba, apresurò con demasia, y antes de tener hecha la debida prevención á dar por fenecida la tregua, y romper de guerra. El efecto lo dixo presto: aunque al principio halago la dicha a la hostilidad movida en algunas correrias, y pressa, que executaron los Cristianos en las comarcas de Baeza, Andujar, y Jaen. Porque Mahomad, que los Moros llamaron Enacer o el Verde, por el turbante, que usaba quajado de esmeraldas, hijo de Abu Jacob, y sucessor suyo en los reynos de Africa y España, y de edad ya competente para la guerra, viendo que se le volvia esta, se apresto de grande y poderoso exercito, y qual pudiera considerar Don Alonso havia de llamar aquel rompimiento y hostilidad comenzada. Y con todas sus fuerzas cercó a Salvatierra, plaza entonces la de mayor fama, y celebridad de fortaleza en la frontera de los Christianos.
Annales del Reyno de Navarra. Tomo Segundo. José de Moret
FUE LA MANERA EN QUE ELLA pronunció su nombre lo que hizo que todo su cuerpo se estremeciera. Al descubrir su herida, él colocó su mano sobre ella precipitadamente. De inmediato, la sangre empapó su puño, tornando carmesí el ribete de su hermosa gonela de lana verde. El corte que ella presentaba en el vientre era más grande que la mano de él y, aunque apretaba con fuerza, no era suficiente para detener la hemorragia. Pero eso no era ni la mitad de terrible que escuchar su voz quebrada por el sufrimiento. Cuando ella repitió su nombre, no pudo evitar sentir una gran impotencia. Aprisa, la irguió y sujetó su espalda con firmeza, mirando su rostro con mucho cariño y gran nerviosismo. Respondiendo a su entrega, los ojos vidriosos de ella respondieron con ternura y luego se cerraron, tratando de eludir el dolor que sentía en su abdomen. «¡No! ¡No!», repitió él una y otra vez, acompañando el pensamiento con el contundente meneo de su cabeza. Sin pensárselo, tragándose el orgullo de sus dieciséis años, Diego la cogió en brazos y corrió hacia su casa.
Conforme avanzaba, sus brazos se iban quedando sin fuerzas y sus piernas se mostraban más torpes; lo que le impedía ir tan rápido como hubiera deseado. Se animó pensando que ya estaban cerca y apretó los dientes. «Todo va a salir bien», se dijo. Se detuvo delante de la entrada, recolocó el bulto que soportaban sus brazos y trató de entrar lo más rápidamente posible. «Todo va a salir bien», se repitió mientras intentaba abrir la puerta. Ella estaría bien. Su madre sabría qué hacer. Sus dedos torpes resbalaron por el contorno de la puerta y el empuje que llevaba le hizo hincarse uno de los refuerzos de madera entre los nudillos. No se hirió, pero el golpe fue harto fuerte y arrancó un gesto de dolor en su cara. Nervioso, dio un paso atrás. El rostro de ella estaba pálido y la sangre había cubierto su saya de un irreconocible tono marrón. «¡Maldición!», pensó dando un fuerte empujón con su hombro sobre la puerta.
Al descorrer la gran cortina, la suave luz del atardecer le dio en los ojos. Parpadeó un par de veces para acostumbrarse a la nueva claridad antes de abrir la ventana. Al hacerlo, una fría corriente de aire resbaló por su rostro. La casa llevaba cerrada algunos meses y, aunque alguno de los criados la cuidaba y se encargaba de su mantenimiento, no todas las habitaciones eran oreadas con asiduidad. Cerró los ojos y aspiró con fuerza. Los pasos de Miguel se escucharon por detrás.
La besó en la coronilla suavemente y la encerró en un cálido abrazo de posesión y afecto. Laraine sonrió y se giró sobre sus pies hasta situarse justo enfrente de él.
—Bienvenida de nuevo a Pamplona —le dijo besándola en los labios con un fuerte deseo de tomarla allí mismo.
Laraine se refugió en el calor de su pecho y le dijo algo al oído. Miguel de Grez sonrió y la apretó más contra sí. Su mano recorrió la espalda de ella despacio. Había esperado largos días de incómodo viaje. Era el momento de disfrutar.
—Estaba pensando… —dijo él con una sonrisa enigmática en su rostro y con esa mirada pícara que aún conservaba.
—¿Mmm?
—Si Toda habrá terminado de preparar nuestra alcoba —le susurró, hundiendo su rostro en el cuello níveo de su dama.
Laraine suspiró. Miguel conocía bien ese jadeo y escucharlo le hizo sonreír.
—¿Me vais a hacer esperar mucho? —le urgió Laraine.
—Os puedo asegurar que ya he aguardado demasiado. Ese barco hediondo en el que embarcamos…
—Deberíais haber sido paciente y esperar al que nos ofreció mi primo, pero os empeñasteis en zarpar cuanto antes.
—Habríamos tenido que retrasarnos más de un mes.
—Y vos no queríais perderos la fiesta de Apellido… Miguel suspiró reprimiendo una carcajada.
—Vos os lo habéis buscado —le dijo cogiéndola en brazos, apresurándose para llevarla a su habitación—. Sabéis muy bien que le prometí a mi hermano que me encargaría de tenerlo todo preparado.
Estaban cerca de la entrada cuando un fuerte golpe hizo detener el paso de Miguel.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó ella con el ceño fruncido al sentir tambalearse las paredes de la entrada.
—¿Toda? ¿Domingo? —llamó Miguel.
Nadie respondió. Los sirvientes estaban preparando las habitaciones y no parecía que hubieran escuchado nada. De mala gana, el de Grez dejó a su esposa en el suelo y se acercó a la entrada. Inmediatamente se sintió un nuevo golpe y la puerta tembló perceptiblemente.
—¿Qué demonios…? —acercó su mano y abrió la puerta. Un peso muerto se le vino encima de repente. Fue tan inesperado que Miguel a punto estuvo de caer hacia atrás. Un movimiento instintivo de su pierna en el último segundo le permitió guardar el equilibrio—. ¡Diego!
Los ojos de padre e hijo se sostuvieron la mirada. La del joven llevaba escrita la súplica en su retina, la del padre se repartía entre la sorpresa y la reprobación. Fue Laraine quien tomó la iniciativa al percibir el estado de la joven que su hijo llevaba en brazos. La siciliana se acercó a ella y tomó su mano tratando de percibir su pulso.
—Llevadla a la sala pequeña —dijo con determinación. La orden no era para su hijo, sino para su esposo, cuya expresión se había endurecido hasta provocarle un rictus de furia.
Diego dejó que su padre tomara en brazos a Dulce, intentando aguantar el peso de su mirada sin desmayarse. El joven apretó los labios y tragó fuertemente la poca saliva que su boca reseca había fabricado. Bajó la mirada al suelo y después buscó el apoyo de su madre.
—Encuentra a Domingo —le indicó ella cuando Miguel ya había desaparecido con la herida—. Dile que traiga a Oria del burgo de San Nicolás. Y avisa a Toda para que ponga agua a hervir y prepare trapos limpios; los necesitaremos. Luego baja y lávate un poco.
Mientras veía marcharse a Diego, Laraine presionó fuertemente sus sienes con los dedos índice y pulgar de su mano izquierda. Dejó pasar unos instantes antes de proceder. No porque no supiera qué hacer ni cómo. Simplemente, quería darles tiempo a Miguel y a su hijo.
Cuando entró en la sala pequeña, su esposo había avivado ya el fuego de la chimenea y un agradable calor se extendía por la estancia. Estaba al lado de Dulce, a la que había situado en un sillón largo y comprobaba su herida.
—¿Es grave? —preguntó él. No se lo parecía, pero quería saber la opinión de su esposa.
Laraine se acercó con cautela. La herida era larga, aunque no demasiado profunda. Arrancaba debajo del ombligo, justo por encima de su vello púbico, y marchaba en horizontal hasta la ingle derecha. Parecía reciente a juzgar por el tono rojo fuerte de la sangre y su aspecto. La dama no dijo nada. Nunca hacía valoraciones sin haber examinado correctamente todos los matices, y mucho menos delante de los heridos o enfermos, pero Miguel sabía interpretar su mirada. Y sus profundos ojos oscuros decían que Dulce se pondría bien.
El infanzón se retiró hacia la chimenea, dejando espacio para que su esposa trabajara. Toda acababa de llegar con el agua y los paños. Laraine sumergió el primero de ellos en el agua hervida ayudándose de un palo largo. Luego lo sacó y se frotó las manos antes de proceder a lavar la herida de Dulce. Esta se quejó débilmente al sentir el primer contacto y gimoteó durante el resto del tiempo.
—¿Está la habitación pequeña de la esquina preparada? —le preguntó a Toda. La sirvienta asintió dos veces—. Abre la cama ¿quieres? —Toda se retiró sin decir palabra. La siciliana se volvió entonces hacia Dulce y le habló con voz queda—. Dazohonnihi inthi vastima daxtas kratheheihi inthi ardannoa poxxonnihi a imarnaihi.
Miguel escuchó en silencio. Su mano izquierda estaba apoyada en el alféizar de la chimenea y sus ojos seguían la danza endemoniada de las llamas.
—¿Querríais subir a Dulce a la habitación? —dijo un rato después.
Miguel apartó los ojos del fuego y suspiró. Laraine percibía que estaba enfadado con Diego por desobedecerle. Pero ambos sabían que ese tema tendría que esperar. El de Grez tomó a la joven con sumo cuidado y la subió a la alcoba. Parecía a punto de quebrarse. Los rasgos de su rostro, sencillos y agradables, hacían honor a su nombre. Tenía la nariz pequeña y los pómulos suaves. Sus pestañas largas y rizadas escondían unos ojos azules que en ese momento no se veían. Era hermosa. En eso tenía que alabar el gusto de su hijo. «Pero, por el amor de Dios —pensó—, Diego solo tiene dieciséis años y Dulce es unos meses menor que él y además, Dulce…». Sacudió la cabeza. No quería pensar en eso por el momento. Primero tenía que saber qué había sucedido. Con toda la suavidad que pudo, depositó el cuerpo frágil de la muchacha sobre la cama recién preparada. Cuando se volvió, Oria estaba justo en la entrada. La miró sorprendido de verla allí, aunque por el modo en que Laraine la saludó se dio cuenta de que había sido su esposa la que la había mandado llamar. Le extrañó. La herida de la joven no parecía demasiado grave y Laraine se había manejado bien y con rapidez para atenderla. No creía que necesitara de su ayuda. Estaba cavilando cuando se percató de que las dos mujeres lo miraban y Miguel entendió. Debía irse.
—Esperaré abajo… —dijo señalando la puerta algo confuso.
Laraine aguardó hasta escuchar las zancadas de Miguel sobre las escaleras y transmitió a la curandera la escasa información que poseía respecto a la herida. Con su ojo experto, Oria comprobó la efectividad y el más que correcto tratamiento de la lesión. Miró a Laraine y movió su cabeza en un gesto aprobatorio.
—Me gustaría que me ayudaras a desvestirla —le pidió Laraine.
Oria asintió. Para entonces, ya tenía claro por qué le había hecho ir la siciliana.
Magdalena estiró de la manga de su padre con insistencia. La cena había transcurrido en un largo episodio de tenso silencio en el que Miguel no había apartado la mirada de su plato. Y eso no era bueno, pensaba Diego con acierto. Su padre rara vez guardaba silencio durante tanto tiempo. Tampoco era de levantar la voz y ponerse furioso, pero cuando tenía que decir algo… lo decía con meridiana claridad. Magdalena volvió a tirar del brazo de su padre.
—¿Cuándo llegarán los primos? —quiso saber.
Con el incidente, la fiesta había pasado a un segundo plano para el infanzón.
—Pasado mañana —contestó Laraine, añadiendo una sonrisa a su respuesta—. Ahora quiero que vayáis a dormir. Los tres.
Isabel, Magdalena y Etienne protestaron y trataron por todos los medios de eludir la orden, pero Laraine fue inflexible, así que no les quedó más remedio que obedecer. Uno a uno dieron las buenas noches a su padre y subieron a su habitación. Laraine tocó el brazo de su esposo con suavidad.
—Deberías hablar ya con él —le susurró despacio—. Está a punto de sufrir un vahído.
Miguel se perdió en aquellos ojos oscuros.
—Se lo merecería, ¿no creéis?
—Creo que deberíais escucharlo antes de juzgar.
—Me ha desobedecido —dijo entre dientes, demostrando su decepción.
—Quizá tenga sus motivos.
—Tendrá sus razones, pero ninguna le servirá para eludir su merecido castigo.
—Sean buenas o malas razones, tendréis que escucharlas.
Laraine apretó suavemente el antebrazo de su esposo antes de separarse de él.
—Buenas noches, hijo —se despidió de Diego antes de cerrar la puerta con sumo cuidado.
El cuerpo del joven se tensó y sus manos comenzaron a temblar. La mancha reseca de su puño le decía que había hecho bien, pero el peso de la mirada de su padre le recordaba su doble desobediencia. Miguel se demoró, sirviéndose un poco de vino. Depositó la jarra sobre la mesa y el sonido que hizo, aunque inapreciable, fue como un clavo en mitad del tímpano para Diego.
—Acércate —le invitó el de Grez.
Diego se sentó frente a su padre. Su progenitor estaba siendo demasiado condescendiente y él deseaba enfrentar cuanto antes su castigo y preguntar por ella. Nadie le había dicho nada de su estado. Ni siquiera su madre, aunque le había mirado con súplica y resignación durante la cena.
—Has desobedecido mi orden doblemente —su voz sonaba tranquila pero Diego, que lo conocía bien, apreció la decepción y furia que escondía—. Te dije que cuidaras de tus hermanos mientras nos instalábamos y lo único que se te ocurrió fue salir corriendo para buscar a esa… a esa… a quien te había dicho que no vieras.
—¡Se llama Dulce! —la contestación le salió rápida, sin pensar. La mirada de su padre le recordó cuál era su sitio.
—Me da igual cómo se llame. Tu deber era estar junto a tus hermanos. ¿Y
si les hubiera pasado algo a ellos? —hubo una pausa tensa tras la pregunta—.
¿Por qué? ¿Por qué los dejaste y saliste en pos de ella? Podías haber esperado…
—Estaban aquí, en el feudo de los Almoravid. Vos siempre decís que a un Almoravid no le puede suceder nada malo mientras está aquí, porque aquí está nuestro corazón. Además estabais madre y vos. ¿No comprendéis? Tenía que ir para saber si estaba bien. Había pasado mucho tiempo desde nuestra partida y sabéis cómo se comporta su padre con ella. La última vez estuvo a punto de perder la vista de un ojo por un golpe que recibió en la cabeza. Madre me lo dijo. —Miguel lo observó con atención preguntándose hasta dónde estaría implicada Laraine en las visitas furtivas que su hijo hacía a Dulce—. Y si no hubiera ido… si no hubiera ido a buscar a Dulce… Ella ahora… ahora estaría muerta.
—No estoy hablando de eso ahora, Diego. Estoy diciendo que me desobedeciste a propósito y que dejaste a tus hermanos desatendidos. Al menos podías haber avisado de tu salida.
—Me hubierais preguntado adónde iba.
Miguel se levantó de un salto. La mandíbula de su hijo comenzó a temblar e instintivamente se llevó la mano al puño manchado de sangre.
—Así que tu desobediencia fue hecha a conciencia y con alevosía.
—Sé que hice mal al desobedeceros —contestó Diego poniéndose de pie despacio—, pero no me arrepiento de haberlo hecho.
Bajó los ojos al decirlo y se llevó la mano al labio inferior repitiendo el mismo gesto que hacía Miguel cuando era pequeño.
—No dirás lo mismo cuando lleves largo rato colgado de tus brazos —le dijo cogiéndolo por el sobaco y sacándolo de la casa hacia los establos. Diego se dejó llevar arrastrando sus pies. Una vez allí, sin decir nada, ofreció las manos a su padre.
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Ficha histórica del libro
Edad: Media
Periodo: Formación de los Reinos Cristianos
Acontecimiento: Juntas de Infanzones de Obanos
Personaje: Varios
Comentario de "Las cadenas del Reino"
Navarra, 1211. En un momento histórico de revancha, la que busca Alfonso VIII de
Castilla tras la ?rota? de Alarcos, y de despliegue de poder militar el que hace
Muhammad al- Nasir en Al-Andalus, Miguel de Grez recibe la peor de las noticias: su
hijo Roland ha sido hecho prisionero por los almohades. Su único pensamiento será viajar cuanto antes hasta Sevilla y rescatarlo. Apenas queda margen para atravesar la península antes de que las hostilidades se desaten y ambos ejércitos se enfrenten en la batalla de las Navas de Tolosa. Las cadenas del reino es la tercera entrega de la saga de caballerías La chanson de los Infanzones, ambientada en la Navarra de los siglos XII y XIII, bajo los reinados de Sancho el Sabio y Sancho el Fuerte.