Bajo las cenizas de la Navarrería
Bajo las cenizas de la Navarrería
El 22 de julio de 1274 falleció el rey Enrique I de Navarra, apodado el Gordo. Su hija y heredera, Juana, tenía apenas dieciocho meses de edad. Castilla y Aragón movieron ficha enseguida para hacerse con la corona navarra. El reino se dividió entonces en dos bandos. Por un lado, los que se alinearon con los aragoneses, cuyo adalid fue Pedro Sánchez de Monteagudo, señor de Cascante, que pretendían desposar a Juana con el heredero de Aragón. Y, por otro, los partidarios de estrechar lazos con los castellanos, a través de un matrimonio con el heredero de Castilla. Esta facción fue liderada por García Almoravid, señor de la Cuenca y de las Montañas. En una hábil jugada, Blanca d’Artois, la reina viuda, tras hacer jurar vasallaje a todos los nobles del reino, huyó con su hija a la corte francesa. Allí, su primo Felipe III el Atrevido las acogió. Sin contar con la nobleza navarra, en contra de lo que establecía la costumbre, Felipe III y Blanca decidieron comprometer a Juana con el segundo hijo del rey francés (futuro Felipe IV el Hermoso de Francia y I de Navarra). Poco después, Aragón se desentendió de la lucha, al tener que atender problemas internos, y desapareció de la escena. Pero la facción de García Almoravid, que tenía su propia guerra por la hegemonía dentro de Pamplona y que seguía contando con el respaldo castellano, no dio su brazo a torcer. Los intentos del gobernador Eustache Beaumarchais por pacificar el reino no solo no cuajaron, sino que terminaron provocando una sangrienta guerra civil que se dirimió en el verano de 1276 sobre la Navarrería, uno de los núcleos que constituían Pamplona, conocido como la Ciudad y enfrentado a la Población de San Nicolás y al Burgo de San Cernin. Poco antes de aquel verano, viendo que el asunto se le iba de las manos, Beaumarchais pidió ayuda a Felipe III y este envió a Robert d’Artois al mando de un ejército. Por su parte, García y el obispo de Pamplona solicitaron socorro a su aliado el rey castellano Alfonso X, y este mandó a sus tropas, que se acuartelaron en el monte de El Perdón. Las fuerzas francesas tomaron posiciones en los alrededores de Pamplona. García Almoravid y el resto de nobles que lo seguían se vieron atrapados en la Navarrería. Al conocer que los castellanos no pensaban pasar de El Perdón para socorrerlos, tomaron una decisión inaudita. Huyeron de la Ciudad de noche, dejando a sus habitantes desamparados, tras asegurarles que los castellanos llegarían por la mañana y animarles a festejarlo. Al amanecer, los eufóricos navarros se encontraron con la huida de sus líderes y el inminente asalto de las tropas francesas. Estas entraron en tropel y arrasaron la Navarrería, ayudados por los otros dos burgos de Pamplona, San Nicolás y San Cernin. Sin el apoyo prometido y, tras una noche de juerga, los moradores de la Ciudad se defendieron como pudieron. Pero los franceses terminaron por derribar las débiles defensas hostigando el viejo burgo hasta reducirlo a cenizas. Los cabecillas de la revuelta que habían permanecido en Pamplona fueron encarcelados y ejecutados. Los que huyeron perdieron todas sus posesiones y fueron condenados al destierro, marcados de por vida con la palabra banido. De todos ellos, solo uno regresó a Navarra. Esta es su historia.
EL CASTIGO DE UN «BANIDO»
Se remanga la camisa hasta el pecho y observa la contusión estrecha y alargada justo sobre sus costillas. Aprieta los dientes, resentido, y deja que la tela cubra de nuevo sus delgadas carnes, mientras se cerciora de que yelmos, escudos, espadas, cotas de malla, flechas, arcos y ballestas ocupan el lugar que les corresponde dentro de la sala de armas. Lleva ya un largo rato aplicado en esta tarea y tiene ganas de concluir. Se demora un instante en colocar el último almófar. Su mano izquierda absorbe la frialdad de las anillas con que está elaborado; la diestra, permanece oculta dentro de su guante. Suspira con fastidio y se gira para encarar la puerta. No se sorprende al verlos allí. Es parte del ritual de los últimos meses. Solo cambia el lugar y la hora. Se queda quieto, esperando… ¿un milagro? Sus labios se preparan para iniciar una mueca irónica que se esfuma cuando Juan Alfonso mueve sus largas piernas. Un nudo invisible agarrota sus extremidades. «En medio de tantas armas y sin poder usar ninguna, no vaya a ser que, encima, me acusen de provocación», piensa. Su tez se torna lívida. El maestro de armas ha sido ya suficientemente duro con él, incrustando sin piedad su vara contra su pecho. Por inútil, le ha dicho, por no saber sujetar un arma. La mueca de Juan Alfonso lo pone alerta. Por nada del mundo quiere recibir más golpes. Cierra fuertemente los párpados. Es un iluso al creer que, al volver a abrirlos, las dos siluetas que taponan la salida de la sala de armas se habrán marchado. Agacha ligeramente la cabeza, rendido a la evidencia. Alvar Díaz se adelanta con pasos rápidos. Inicia una serie de mandobles precisos y golpes bruscos. Ante su embate, caen los escudos, las espadas, los yelmos, las cotas de malla, las flechas, las ballestas y los arcos, que con tanto denuedo Martín ha colocado en su sitio. El estrépito se clava en sus oídos, pero también en su pecho, que sube y baja alocado, haciendo que siniestras ráfagas dolorosas se esparzan por su cuerpo. Juan Alfonso se acerca a él y le agarra de la camisa.
—Eres un descuidado, banido —le espeta encima de su rostro.
«Soy Martín Almoravid de Elcarte».
—¿Murmuras algo, banido?
Le tiemblan los labios, mientras trata de repetir mentalmente su nombre. Quiere abstraerse de lo que sucede alrededor. «Soy Martín Almoravid», se dice de nuevo.
—Algún día aparecerán por aquí los hombres del gobernador de Navarra y os pasarán a cuchillo. Y, ¿sabes qué, banido? —hay un instante en que el odio pasa de pupila a pupila—. Ese día seré muy feliz.
El golpe que recibe en la boca de su estómago coincide con el derribo del último de los escudos, por lo que su grito de dolor se lo traga el sonido metálico. Sus rodillas tocan el suelo de golpe. Un sonido gutural de ahogo surge de su garganta al tratar de respirar. Escucha las risas de sus agresores. El salivazo con que le obsequia Juan Alfonso se queda colgando de sus cabellos ondulados. Su hermano, Alvar Díaz, le propina una patada en los riñones al pasar a su lado y le empuja hasta hacerle caer al suelo. Martín se queda hecho un ovillo. Las risotadas de sus agresores desaparecen poco a poco de la sala, pero no de su cabeza. Aprieta fuertemente los puños. No se echa a llorar porque la rabia cubre todo su ser. Sus ojos negros lanzan chispas brillantes al aire rancio de aquel lugar, donde las armas se esparcen por los rincones más insospechados, amontonadas unas sobre otras en un aglomerado más propio de un campo de batalla, que de una sala de armas. Martín mira con desgana la obra de arte de sus agresores. Dolorido, se pone de rodillas. Debe comenzar de nuevo la tarea, no sea que venga Capa Larga.
—¡Martín!
«Demasiado tarde».
—¡Haragán! Te he dicho mil veces que contengas tu rabia. ¿Crees que arremeter contra las armas te va a hacer mejor caballero? Ese pronto tuyo acabará por molestar a algún gran señor y terminarás herido de muerte en algún camino. Y te auguro que eso será lo mejor que te va a pasar. Deberías mostrar un poco más de respeto por las personas que te han acogido y te están formando, sin que les obligue nada.
Las palabras del maestro de armas salen cual espumarajos de su boca. Martín trata de defenderse, pero sabe que de nada servirá culpar a Juan Alfonso, o a Alvar.
—Ordenarás las armas y, cuando acabes, vendrás a verme.
Martín se levanta, pero no se atreve a mirar a su maestro a los ojos. Sus hombros se inclinan hacia delante y sus brazos caen cual largos son. El silencio es espeso y cruel.
—No te he oído.
—Ordenaré las armas, maestro, e iré a veros —dice sumiso.
Antes de retirarse, Capa Larga lo mira con recelo y cierta rabia. «Le haré entrar en razón o recibirá su merecido —piensa mientras sale por la puerta—. De cualquier forma, en cuanto tenga ocasión, volveré a insistirle a su tío para que me descargue de esta tarea o me pague más. ¿Acaso no ve que Martín nunca será un buen guerrero? Le haré ver la incapacidad de su sobrino para manejar cualquier tipo de armas». Al pensar en eso suda profusamente y se lleva la mano a la garganta. En realidad, aunque pretenda fingir indiferencia con respecto a García, odiaría tener que hablar con él de ese tema, o de cualquier otro. No le gustan ni su mirada cruel, ni sus ademanes de superioridad. Que haya pensado en él para formar militarmente a su sobrino no deja de ser una contrariedad. Antes habría preferido que le arrancaran la lengua. Pero García Almoravid paga bien.
Martín eleva su mirada hacia el techo oscuro. Por alguna rendija se cuela un rayo de luz. La sala está hecha un desastre. No llegará a comer a su casa. No llegará a ver alimentarse al ternero junto a su hermana. No llegará… Ordena las armas todo lo deprisa que su maltrecho cuerpo le permite, sin importarle demasiado cómo quedan. Cuando concluye, mira hacia la puerta de nuevo, temeroso de que Juan Alfonso o Alvar lo estén esperando y tenga que volver a empezar de nuevo. Pero no hay nadie. El hueco de la puerta está expedito. Se coloca su túnica con cierta parsimonia. El rictus de su rostro revela su agitación y su dolor. Esconde su mano izquierda bajo el guante de piel suave y entrecruza los dedos de sus manos para ajustarse bien las prendas. Con paso tenso se dirige hacia el umbral. Lo cruza despacio, temeroso aún de un mal encuentro. Una racha de viento empuja sus cabellos hacia atrás. La negrura de sus ojos se intensifica al escrutar el edificio que se erige ante él y observar la vida que se desarrolla entre esos muros, y de la que su tío García se ha empeñado en que forme parte. Sin embargo, él siempre se ha sentido extraño en Castilla. No es un mal sitio, y sus gentes son gentiles y esforzadas —a excepción de Juan Alfonso y de su hermano—, pero se siente fuera de lugar. Una sensación que, sin saberlo, le ha transmitido su tío García. Sin pensar mucho en su situación, se encamina hacia la fortaleza y pregunta por el maestro de armas. Capa Larga lo recibe en la austeridad de su habitación. Dentro huele a rancio y a vómito. Las habladurías dicen que el maestro se embriaga por las noches; que, al caer la tarde, se encierra en sus aposentos y bebe hasta quedarse dormido. Por el aire viciado que le rodea, Martín bien puede dar por ciertos los rumores.
—He concluido la tarea que me habéis encomendado.
—Espero que así sea, Martín.
El maestro se queda en silencio. Su mano masajea su rostro cubierto de una tupida barba. No parece demasiado viejo. Todavía conserva el color natural de sus cabellos, sin indicios de canas. Sin embargo, las arrugas que rodean sus ojos y que orlan su frente le hacen parecer mayor de lo que en realidad es.
—Comprendo que tu situación aquí no es fácil —Capa Larga trata de ser condescendiente, algo que Martín odia—, pero debes adaptarte. Estás retrasado en el manejo de todas las armas. Tus compañeros te superan en todas las disciplinas. Pareces siempre perdido, eres un inepto con la espada y con la lanza, no atinas en el blanco con la ballesta, sobre el caballo pareces una torpe mujerzuela… Y ni siquiera veo que te esfuerces por avanzar en algo. Dime, Martín, ¿qué pretendes con esa actitud? Así nunca llegarás a ser caballero.
—Si me dejarais utilizar…
—¡Basta! No quiero oír hablar más de ello. Harás lo que yo te mande.
A Martín le asquean las palabras de Capa Larga. No le gustan ni sus modales ni sus métodos. Asiste al castillo obligado por su tío, aunque no entiende por qué insiste tanto. Aprende muchísimo más cuando es el propio García quien lo adiestra en el manejo de la espada.
—Sin embargo —continúa Capa Larga—, en consideración al abad de Alfaro, tu tío Juan Almoravid, que se preocupa especialmente por ti, y a la insistencia de tu otro tío, García, quien tiene puestas en ti altas expectativas, ignoro el porqué, te daré otra oportunidad.
Martín aguarda. Aunque el maestro se ha callado, bien sabe que todavía no ha terminado con él. La tensión flota en el ambiente. El muchacho está alerta y, aunque no quiere escuchar lo que Capa Larga va a decir, no le sorprende el contenido de sus elocuentes palabras.
—Desnúdate de cintura para arriba.
Esta vez, Martín sí clava su mirada en su interlocutor. La pupila de sus ojos se confunde con su iris salvajemente negro, pero eso no resta intensidad a su expresión, sino todo lo contrario. El muchacho hace como le manda su maestro. Muestra sus carnes desnudas —lienzos de pasados golpes, en los que pronto se dibujarán nuevos—, y deja caer sus manos enguantadas en un gesto de rendición. Capa Larga le permite mantener sus guantes puestos, una concesión que respeta sin hacer preguntas, tal y como le prometió a García.
—Vuélvete.
El sonido vibrante de la vara calienta el aire de la estancia y choca contra su espalda. El sonido se transforma en dolor. Aprieta los dientes, se muerde los labios, sus ojos amenazan con verter decenas de lágrimas. Pero de su boca no sale ni un solo lamento. El maestro piensa que ha sido demasiado blando y descarga un golpe más fuerte sobre sus carnes. Martín se tambalea. Las paredes de la habitación amenazan con doblarse sobre él, pero se mantiene firme. Aguanta hasta el tercer golpe, que le hace encorvarse y caer a cuatro patas. Un leve quejido involuntario se despega de su garganta. Se recrimina por ello. Se levanta y vuelve a ofrecer su espalda al maestro.
—Puedes retirarte.
—Gracias, señor —arrastra las palabras, conteniendo su furia.
—Recogerás las armas durante toda la semana —le recita antes de retirarse.
—Es un justo castigo, maestro.
Martín agarra su camisa y su túnica y sale de la estancia. En cuanto se aleja del recinto, echa a correr para alcanzar la calle Mayor. Corre en una exaltada furia que le hace trotar ajeno al dolor y a la humillación. Tuerce a la izquierda, alejándose del bullicio de las tabernas. Desea llegar cuanto antes al lugar donde residen y… Y entonces se da cuenta de que su tío García no estará allí. Se siente abandonado, hueco, vacío. El dolor se le viene encima de golpe, cual lúgubre manta en un día de intenso calor. Se detiene de súbito y se deja caer al suelo en una esquina, agotado y enfermo de soledad. Su tío se ha ido sin despedirse y nadie sabe nada de su paradero. No es raro que García se ausente de Calahorra. Lo extraño es que no haya dejado dicho adónde iba, ni cuántos días estaría ausente. Empieza a pensar que algo malo le ha podido pasar. Jamás se ha ausentado sin despedirse de él. ¡Ojalá regrese pronto! Daría todo lo que tiene por llegar a casa y encontrarlo allí, por poder cruzar su espada con él o escuchar sus historias. Espera largo rato sentado en el suelo, mientras la gente pasa a su lado y lo mira de reojo. Le cuesta ponerse en pie, dolorido y aterido. Se coloca la camisa y la túnica y camina renqueante hacia la casa que han alquilado al deán don Pedro Ximénez de Aibar, en el barrio de Santa María, y en la que han establecido su residencia. Ve el humo saliendo de la chimenea y la boca se le hace agua. Está hambriento. Sin embargo, enseguida se percata de aquel caballo de potentes patas, brioso y magnífico, que no pertenece a su familia. Le ataca un rayo de felicidad; tal vez su tío haya regresado. Echa a correr de nuevo, pero algo lo detiene. Recuerda las palabras del prepotente Juan Alfonso de Haro, hijo del tenente de Calahorra del mismo nombre. ¿Y si es verdad que el gobernador de Navarra ha enviado a sus hombres para matarlos? Sus latidos se aceleran y sus pasos se detienen. Mira alrededor. Todo parece tranquilo, pero su tío le ha enseñado a leer en el aire, a interpretar el instinto de los animales, a escuchar aquello que transporta el silencio, a anticipar el peligro… Sus ojos se mueven nerviosos. Ve a su hermana en el lateral de su hogar, dando de comer a las gallinas y se acerca a ella. Nada parece presagiar una amenaza.
—¡Johana!
—Llegas tarde, Martín Almoravid de Elcarte. Madre ha preguntado por ti.
—¿Quién es el visitante?
La muchacha se encoge de hombros.
—Un correo.
—¿Solo uno?
Johana lo mira como si se hubiera vuelto loco.
—¿Cuántos hombres crees que se necesitan para traer un mensaje?
—¿Y qué clase de mensaje trae?
—Yo qué sé, Martín. Si tanto te interesa, ¿por qué no entras en casa? Martín deja a su hermana y a las gallinas y se dirige hacia la puerta.
Observa el caballo y su gualdrapa, tratando de identificar al visitante como amigo o enemigo. Aguza el oído, pero de dentro no sale sonido alguno y, sin embargo… «Cuando tu corazón se acelere y sientas vibrar el aire, es que la batalla se aproxima. Cuando sientas tu pecho aplastado… mal augurio, Mano y Media». Martín gira su cabeza. Sabe que aquellas palabras no han sido pronunciadas, que no son sino un recuerdo que su mente saca a relucir. Sin embargo, parece como si su propio tío las estuviera pronunciando junto a su oído. Sacude la cabeza para sacárselas de encima y abre la puerta de su casa.
—¡Padre!
No tiene tiempo de nada más. Como si no lo hubiera visto, su progenitor lo empuja, haciéndose sitio por el hueco de la puerta y se marcha sin escuchar la llamada de su esposa, ni la de su hijo. En la mano lleva el mensaje que acaba de recibir.
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Ficha histórica del libro
Edad: Media
Periodo: Formación de los Reinos Cristianos
Acontecimiento: Guerra Castellano - Navarra
Personaje: Martín Almoravid de Elcarte
Comentario de "Bajo las cenizas de la Navarrería"
Desde su exilio en Calahorra, los caballeros navarros vencidos en la guerra de la Navarrería de 1276 ni olvidan ni perdonan. Los ocho años que han transcurrido desde entonces, no han contribuido a restañar las heridas. Lo han perdido todo: sus bienes y sus tierras han sido confiscados y sus apellidos han quedado marcados con el infamante calificativo de banido. Mientras luchan por preservar su estatus en Castilla, el reino que les prometió ayuda frente a los franceses y que les abandonó en el último momento, los desterrados no dejan de mirar a Navarra, a la espera de una señal que les permita regresar y recuperar todo aquello que les fue arrebatado. Pero lo que llega a Calahorra no es la ansiada señal, sino la noticia de que su líder, García Almoravid, ha sido apresado y ejecutado. En medio del abatimiento y acechado por las sombras de la traición, su hermano Fortún decide pasar a la acción, y no duda en utilizar todos sus recursos, particularmente a su hija Johana y a su hijo Martín, para que los Almoravid recuperen el lugar que una vez ocuparon en el viejo reino.