El hijo de la garza
El hijo de la garza
Capítulo primero
El corazón del viento
El Hijo de la Garza no tuvo nunca otro nombre. Nadie lo nombró de otra manera, ni él, cuando fue tiempo, buscó que lo llamaran de otra forma. Fue el Hijo de la Garza, y así lo hizo saber en todos los lugares a los que llegó. Que fueron tantos que faltaron manos para contarlos, y tan lejanos que faltó memoria y leyendas para recordar que alguien hubiera llegado tan lejos.
Tuvo el paso ágil de su padre, Viento en la Hierba, de quien no solo heredó sus pies, sino que también anidaron en su corazón los mismos inquietos espíritus del aire.
El Hijo de la Garza hizo de los horizontes sus senderos. Hacia ellos fue tan solo para caminar luego hacia otros más lejanos, hasta que hubo de parar cuando dos azules se juntaron. Solo su madre le llamó Junco, pero él no arraigó jamás en una ribera. No podía hacerlo. Era el hijo del Viento y de la Garza.
Había nacido en una cueva calcárea, de las que se abren en el Cañón del Río Dulce, y en las que una noche Ojo Largo creyó que dormía por el día la luna. Creció junto a las márgenes del río y pronto aprendió a atrapar truchas con nasas de juncos y mimbres, a capturar cangrejos con la mano en sus galerías subacuáticas y a recolectar caracoles entre la hierba mojada después de los algarazos primaverales y de las tormentas del verano.
El Cañón del Río Dulce, hundido en las entrañas calizas de la tierra, permitía un clima más benigno que las estepas a las que se abría al norte. Sus inviernos eran mucho menos extremos y heladores que los que soportaban las tribus vecinas que habitaban sobre los cortados del río Arcilloso o los terribles y continuos ventisqueros entre los que durante interminables lunas debían sobrevivir las tribus de los Claros, los que habitan en las grutas de las Montañas Azules, que presiden los picos siempre nevados del Ocejón y el Lobo, pasadas las aguas del río Bornova, hacia el poniente.
Los ríos de los Claros, el Jarama, el Sorbe, el Borbotón y el Manadero permanecían largo tiempo cubiertos por el hielo, mientras que las heladas apenas afectaban a la corriente del Dulce.
En el cañón donde creció el Hijo de la Garza, la hierba, los arbustos, los árboles, las aves, los peces y los animales de la tierra con pelo y que maman y hasta las ranas y las culebras y, también, los humanos, pasaban menos tiempo envueltos en las blancas oscuridades de la estación fría y despertaban mucho antes a la luz cálida. La vida era más dulce allí, más tierno el verdor de las hojas y más suave el aire, por el que ascendían desde sus dormideros los grandes buitres que anidaban en las paredes verticales del cañón.
Allí creció el hijo de la sacerdotisa de la Diosa Madre y de aquel guerrero joven que estaba en las leyendas, y cuyo nombre, su valor y su carrera ante la muerte se contaban junto al fuego. No conoció a su padre, pero supo antes que ningún otro pronunciar su nombre: «Viento, Viento en la Hierba fue, y fue su paso veloz y su corazón ligero. Él salvó a todas las tribus del río Arcilloso de Hacha Negra, el jefe de todas las Grutas de los Claros».
Supo también del poderoso amigo de su padre muerto, del soberbio y terrible jefe de Nublares, ante el que tantos guerreros temblaban, pero al que él vio encogerse como un tímido niño ante su madre cuando llegó un día al frente de su clan para celebrar el tiempo de la Hierba Nueva. Nunca había visto un hombre tan alto ni de mirada tan intimidadora como aquel Ojo Largo, hacia el que le empujó su madre. Su piel más clara y el vello más rubio que el de los demás descubrían mejor las horribles cicatrices que le marcaban el cuerpo, sobre todo aquella que le recorría como una blanquecina puñalada la cara interior del muslo y que el niño contempló fascinado cuando el guerrero se quedó en taparrabos para participar en una carrera festiva.
El jefe de Nublares sintió la mirada del Hijo de la Garza y antes de que él pudiera retirarla le dijo:
—Me la hizo este —y se señaló un colgante que llevaba en el cuello donde pendían dos enormes amoladeras de jabalí—. Tómalo. Tu madre lleva un collar de Ojo Largo. Que su hijo y el de Viento lleve este. Así a Ojo Largo no le quedará nada de la locura del Gran Jabalí —concluyó casi ensimismado en su recuerdo.
—Pero Ojo Largo aún tendrá los colmillos grandes. Este niño no lo es tanto como para no saber que el verraco tiene más grandes los colmillos de abajo. ¿O es que cree que los cazadores del Dulce solo cazan patos?
El jefe de Nublares no pudo evitar la carcajada ante el desparpajo del crío.
—Ya lo creo que Viento, mi amigo, está en ti, como también la Garza. Sí, tenía grandes colmillos el Gran Jabalí que maté en el vado, pero hace mucho que no he visto ese collar. —Ojo Largo, que estaba en cuclillas para hablar con el niño, se incorporó y se marchó riendo con una extraña expresión en la cara. Aún le oyó el niño repetir como en una cantinela: «Ya lo creo que hace tiempo que no veo ese collar, ni en mi presencia se ha atrevido a lucirlo. Ya lo creo». Riendo llegó hasta un hombre que esperaba y que el Hijo de la Garza contempló con igual fascinación.
Porque si Ojo Largo era el hombre más alto que había visto en su vida, aquel era el más robusto y ancho que había contemplado nunca. Su torso era inmenso y su enorme cabeza daba miedo. El Hijo de la Garza, apretando el colgante en la mano, salió corriendo a contárselo todo a su madre, a la sacerdotisa de la Diosa, que iba a presidir los ritos de la Hierba Nueva.
Todavía vio, una vez más, de cerca al hombre alto y al hombre ancho, cuando fueron ambos, al finalizar los días de la reunión de los clanes, a la cueva de la Garza para despedirse, con el clan de Nublares ya dispuesto para la partida.
—Ya veo que el amigo de Viento no olvida su promesa. El regalo a mi hijo lo demuestra. Cuando eras solo un joven ardiente y ambicioso, la Garza ya supo que en ti hallaría Nublares un jefe. Veo que tu clan prospera contigo y con tu hermano Cara Ancha. Tenéis la bendición de la Diosa.
—Nublares pasará al regresar por las cabañas del clan de las Peñas Rodadas para ver a la Torcaz. Sus viejas piernas no la han podido traer ya a la reunión. Las alas de la Torcaz no tardarán en plegarse para siempre y dejarán de protegernos a todos.
—Dile a la más grande servidora de la Diosa que el culto a la Madre no se marchitará. Que la Garza velará por él. Pero ve también a la Torcaz como el hijo de su hijo y dale el consuelo de tu presencia y el de tu hembra, Tórtola, a la que crió como hija.
El Hijo de la Garza vio partir al clan de Nublares. A Ojo Largo, a aquella hermosa mujer que había visto secretear con su madre, llamada Tórtola, y a Cara Ancha. Y agitó la mano hacia otro niño de su edad, un niño de extraño pelo de color de la paja seca y de ojos aún más azules que los del jefe de Nublares. Había jugado con él durante todos aquellos días y ahora sentía que se marchara. El otro muchacho le devolvió el saludo mientras caminaba junto a su madre, aquella mujer con la cabeza siempre inclinada hacia el suelo y mirada esquiva, pero de bellísimos ojos que había heredado su hijo. «Ojos de Cielo» había oído que la llamaban.
El Hijo de la Garza se quedó en la entrada de la cueva junto a su madre, viendo marchar al orgulloso clan de Nublares, el más fiero de los clanes del Arcilloso, el más antiguo, el que tenía la frontera con los Claros. La Garza se adornaba con aquel collar de cuentas verdes separadas por finos nácares que tanto resaltaban en su esbelto cuello. Aquel collar que, ahora lo sabía, era también un regalo del terrible Ojo Largo, del que hablaban las canciones, en las que también vivía su padre.
Y vio el Hijo de la Garza volverse un momento a Ojo Largo y clavar desde lejos su mirada en ellos, aquella mirada intensa que a otros podía dar miedo, pero con la que el niño se había sentido arropado.
Aunque no pudo saber el Hijo de la Garza el pensamiento del jefe de Nublares. No conocía la historia para poder leer en su corazón. Si la hubiera conocido, hubiera sabido que Ojo Largo recordaba aquel primer día en que, fugitivo de su clan, había llegado junto a Viento en la Hierba al Cañón del Río Dulce y había divisado por vez primera, en el mismo lugar que la veía ahora, erguida, esbelta, la más bella de las mujeres de todos los clanes, a la Garza. Recordaba Ojo Largo que ella había aceptado su collar y le había profetizado su jefatura y su poder. Pero recordaba también que ella había rechazado su pasión y había elegido, en cambio, a quien era más limpio de corazón que él. A su amigo Viento en la Hierba.
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Ficha histórica del libro
Edad: Prehistoria
Periodo: Paleolítico
Acontecimiento: P. Superior
Personaje: Sin determinar
Comentario de "El hijo de la garza"
En esta segunda entrega de la saga prehistórica, el autor nos ltraslada a la época en que el paleolítico toca a su final y empieza a hacer su aparición la revolución del neolítico, relatándonos las vivencias de dos jóvenes, El Hijo de la Garza y el Arquero, descendientes de “Nublares” en su viaje desde las montañas interiores de la península ibérica hasta la inmensidad azul del océano
En su devenir viajero los jóvenes descubrirán la sexualidad, el amor y vivirán el peligro constantemente no tanto por las amenazas de la naturaleza como por parte de los hombres de otras tribus