Cabeza de Vaca
Cabeza de Vaca
1
Como las huertas de Valencia en primavera
Hallé temperancia suavísima, y las tierras y árboles muy verdes y tan hermosos como en abril en las huertas de Valencia.
CRISTÓBAL COLÓN, tercer viaje
No era ya un hombre joven pero su mirada se preñó de sueños al divisar por vez primera las costas de aquellas nuevas tierras. Álvar Núñez Cabeza de Vaca, hidalgo de Jerez de la Frontera, alguacil mayor de la flota que comandaba don Pánfilo de Narváez, frisaba los cuarenta, aunque lo desmentía el vivo ardor de sus ojos clavados allá donde el mar, intensamente azul junto a la nave y luego transmutado en esmeralda al acercarse hacia la orilla, iba a dar en relucientes y blancas espumas sobre un horizonte de un verdor intenso, vibrante, inabarcable y profundo que no parecía dejar siquiera espacio para la tierra bajo sus ramas. Tan solo en las ensenadas y las calas, los arenales blancos y las erguidas palmeras rompían el hechizo completo de la selva que todo lo ocupaba y trepaba por las laderas hasta cubrir los picos mismos de las montañas.
—Como las huertas de Valencia en primavera. Siempre como las huertas más verdes, siempre en primavera —musitó recordando la frase del gran Almirante que había podido leer por deferencia de Hernando Colón, el hijo más pequeño del Almirante, que había acompañado a su padre en su cuarto y último viaje antes de regresar a morir a España.
El sol brillaba en un cielo limpio pero su luz y su calidez, a las que desde niño estaba acostumbrado, contenían unos tonos diferentes que le provocaban sensaciones extrañas y que incluso le hacían aspirar el aire en busca también de unos olores distintos, que creía percibir por debajo del olor a océano y al salitre marino que le traían una mínima brisa y el golpear de la proa de la nave contra las aguas.
Pensaba en Hernando, de su misma edad y con el que había trabado amistad, y en lo que le había contado y mostrado. En lo que él mismo había vivido y escrito y en lo que había copiado de las cartas de anteriores viajes del Almirante. A Álvar se le habían quedado grabadas algunas frases de cuando en el tercero descubrió una isla que llamaron Trinidad por sus tres picos divisados desde el mar, unas bocas, la una del Dragón y la otra de la Sierpe, por la que penetraron a un golfo donde el agua dulce prevalecía sobre la salada porque allí vertía un inmenso río que no podía sino provenir del mismísimo Paraíso Terrenal.
«Las Sagradas Escrituras testifican que Nuestro Señor hizo el Paraíso Terrenal y en él puso el árbol de la vida y de él brota una fuente de donde resultan los cuatros ríos principales: el Ganges en la India, el Tigris, el Éufrates y el Nilo, que nace en Etiopía y va a la mar en Alejandría. Yo no hallo ni he hallado jamás escritura de latinos ni de griegos que certificadamente diga el sitio en este mundo del Paraíso Terrenal, ni lo he visto situado en ningún mapamundi con autoridad de argumento.»
Refutaba luego a quienes habían pretendido ubicar el lugar en las fuentes del dicho Nilo o en las mismas Afortunadas, que ya eran de la Corona de Castilla y eran las Canarias, en donde las flotas solían hacer aguada y reponer bastimentos, su armada así lo había hecho, cuando se dirigían a las Indias, y muy decididamente había escrito a los reyes afirmando que aquel lugar muy bien podía serlo, pues todo se lo indicaba y cumplía además la condición de estar en el Oriente y en el hemisferio austral.
«Grandes indicios son estos del Paraíso Terrenal porque el sitio es conforme a la opinión de los santos y sanos teólogos y asimismo las señales son muy conformes, que yo jamás leí ni oí que tanta cantidad de agua dulce fuese dentro y vecina con la salada. Y en ello ayuda asimismo la suavísima temperancia y si de allí del paraíso no sale, parece aún mayor maravilla porque no creo que se sepa en el mundo de río tan grande y tan hondo.»[1]
Sonrió Álvar sin dejar de mirar a la costa, cada vez más cercana. Tal vez el paraíso no estuviera allí ni resultaran ser aquellas tierras las Indias, pero, y en ello Colón había acertado, sí una mayor maravilla, porque había arribado a un nuevo mundo, que tenía detrás un nuevo océano, el Mar del Sur, descubierto hacía ya muchos años por Vasco Núñez de Balboa, y por el que apenas un lustro atrás Juan Sebastián Elcano había navegado para enlazar con el Índico y de nuevo con el Atlántico para regresar al lugar de donde había partido y lograr dar por los mares la completa vuelta al mundo. Más que de Colón se hablaba en Sevilla de aquello, de cómo habían salido, con el portugués al servicio de Castilla, Fernando de Magallanes, al mando de la flota; de cómo había logrado encontrar un estrecho paso por el frío sur de la tierra descubierta y navegando por aquellas aguas infinitas dio, entonces sí, con la ansiada y por aquella ruta muy lejana especiería a la que los lusos habían ya llegado y con ello se enriquecían bordeando África. A Magallanes lo habían muerto en aquellas islas y Elcano, en vez de regresar y acosado y perseguido por los portugueses que dominaban aquellas aguas y no querían intrusos, había seguido adelante y culminado la gesta ya con una sola nao, la Victoria, doblando el cabo de Buena Esperanza y África arriba, con tan solo diecisiete compañeros. Así pudo volver a casa.
De ello se hablaba en Sevilla, pero tampoco era ya lo que estaba en la boca de todos; ahora eran Cortés y las ciudades, los imperios y el oro, sobre todo el oro, que había conquistado lo que poblaba los sueños y los deseos de las gentes. América, ya se comenzaba a conocerla por ese nombre, no eran las Indias ni allí estaba la especiería y sus riquezas, en ello los portugueses habían ganado la carrera, pero los castellanos habían encontrado algo todavía más valioso, más inmenso y más virgen y donde asentarse, conquistar, poblar y crear nuevas Castillas, nuevas Andalucías, nuevas Galicias, nuevas Españas a imagen y semejanza de las propias, llevando allí la fe en Cristo, consiguiendo tierras y súbditos para el rey y para cada cual que lo lograra, fortuna, fama, plata y oro.
A cada arribada de una nao a Sevilla se sumaba un nuevo lugar, un nuevo descubrimiento, una nueva maravilla a cuál más extraordinaria que la anterior, y las gentes llegaban en tropel y con ansia para embarcarse hacia ellos. Porque al otro lado era donde se hallaba la fama y la fortuna, el oro y la gloria, y de ello y no de los que perecían y jamás regresaban era de lo que, en las tabernas y en las ventas, en los campos de labranza y en las majadas, en las lumbres de los soldados y en las cocinas de los frailes, en las casas de adobe y en los palacios de piedra hablaban todos y cada cual, y más aún los más bravos o los más necesitados, o los que más fe profesaban o ninguna en la vida les quedaba cavilaban la forma de alcanzarla.
Ahora Álvar Núñez Cabeza de Vaca estaba acercándose a sus costas y recordaba oír leer a Hernando las cartas de su padre, el gran Almirante.
«Hallé temperancia suavísima, y las tierras y árboles muy verdes y tan hermosos como en abril en las huertas de Valencia. Y la gente de allí de muy linda estatura y blancos, más que otros que haya visto en las Indias con los cabellos muy largos y llanos, astutos y de mayor ingenio y nada cobardes, muchos de los cuales traían piezas de oro al pescuezo y algunos, atadas a los brazos, ristras de perlas.»
Aunque lo del oro y las perlas se lo habían contado, algunos indios sí había visto Cabeza de Vaca por Sevilla, pero no eran sus semblantes alegres, sino que tenían la tez mortecina y los ojos tristes de los cautivos. Algunas naos los traían, Colón los había traído en el primer viaje para mostrárselos a los reyes y luego a cientos, pero no aguantaban apenas y muchos morían muy pronto. La reina Isabel había prohibido hacerlos esclavos, pues los consideraba sus súbditos y ninguno podía tener tal condición, y hasta algunos habían sido devueltos a sus tierras, pero seguían llegando, pues la prohibición de herrarlos no alcanzaba a los que eran hostiles y se levantaban contra los españoles. A ellos podía ponérseles cadenas y esclavizarlos y ello levantaba gran polémica entre los clérigos, enviados por la Corona para hacer cumplir sus leyes, y los conquistadores que los daban a todos por alzados para cautivarlos y enriquecerse con su comercio. Aun así, el número había bajado bastante, pues no eran buenos para el trabajo y resultaba que para cultivar la caña y las minas lo que había que llevar ahora hacia el otro lado eran negros: más sufridos y resistentes, ya que los indios se morían mucho, y sobre los cuales al no ser súbditos del reino ni cristianos, y aunque se hicieran luego, no había ley que lo prohibiera. Así que, a la postre, se llevaban hacia allá más esclavos de los que se traía.
La escuadra de Pánfilo de Narváez no tenía la pretensión de llegar a aquellas costas que a Colón le habían parecido el paraíso, aunque no era la empresa apenas menos ambiciosa. El destino era la Tierra Florida, allí donde las selvas eran tan hermosas y los bosques tan vigorosos y exuberantes que se decía que en algún lugar de ellos debía hallarse la Fuente de la Eterna Juventud, pese a que quien bautizó con tan magnífico nombre a aquellas tierras, Ponce de León, hubiera encontrado la muerte en ellas. Pero era ahora todo un ejército bien pertrechado el que iba al descubrimiento y la conquista. Ellos lo conseguirían, como lo habían logrado aquellos cuyos nombres no habían dejado de sonar en toda la travesía y en todos los barcos, aunque a alguno se lo hubieran comido los caribes, a otro le hubieran arrancado el corazón en un templo de ídolos paganos o le hubieran cortado, como a Balboa, la cabeza los propios castellanos.
Comprar el libro en Todos tus libros
Ficha histórica del libro
Edad: Moderna
Periodo: Expansión en América
Acontecimiento: Descubrimientos geográficos
Personaje: Alvar Cabeza de Vaca
Comentario de "Cabeza de Vaca"
Nada mejor que para rebatir la Leyenda Negra que enterarnos de la verdad de nuestros hechos en la América recién descubierta. En esta novela histórica, el autor, como siempre hace en sus novelas, perfectamente documentada, nos relata las aventuras de un personaje que se recorrió el sur de América del Norte, allá a principios del siglo XVI, Alvar Cabeza de Vaca
Con poco mas de 40 años se embarcó rumbo a las nuevas tierras, atraído, por entre otras causas por ser tierras “Como las huertas de Valencia en primavera” como dijo en su momento Cristóbal Colón.
Tras un naufragio en la bahía de Tampa en la península de La Florida, junto con otros tres compañeros, nuestro personaje recorre todo el sur de los actuales EE.UU, de costa a costa, hasta llegar a Ciudad de Méjico en donde se reúne con Hernán Cortes
Pero para ese encuentro tienen que pasar 9 años en los que conocerá y vivirá con los nativos de aquellas tierras, tales como los siux y los apaches, actuando a veces como chaman, otras como buhonero y siempre acompañado de su gran instinto de supervivencia que le llevó a realizar este camino por primera vez por un hombre europeo