Por amor al Emperador
Por amor al Emperador
I
Ma bonne tante
Habla Margarita de Austria, tía de Carlos
Puerto de Midelburgo, 8 de enero de 1506
Asida a las diminutas manos de sus hijos temía el momento del adiós. Sabía lo que harían los niños y cómo se despediría mi hermano de ellos, pero la incógnita de cómo reaccionaría Juana sobrevolaba sobre nuestras cabezas ya que su inestabilidad emocional cada vez la hacían más imprevisible.
Podríamos haberlos despedido en Malinas, donde yo, como su nueva custodia, había determinado establecer nuestra corte. Eso hubiese sido lo más lógico para no alterar sus infantiles costumbres, pero un extraño sentimiento de inseguridad me atenazaba desde hacía días. ¿Y si no regresaban? Una galerna, la visita de una muerte tan inoportuna como la de la reina Isabel de Castilla, que ahora les obligaba a dejarnos para sucederla o cualquier otro contratiempo, muy bien podría privarles durante muchos años de la presencia de sus padres. Quizá, y Dios no lo quisiese, ese tiempo se hiciese eterno. Entonces, el recuerdo del último efímero instante a su lado se convertiría en imborrable. Definitivamente, no había nada que perder.
Ellos, acostumbrados como estaban a sus prolongadas ausencias, ahora podrían no entenderlo, pero tan segura estaba de no equivocarme en mi decisión como de que pasado el tiempo, cuando abandonasen su párvula edad, algún día me lo agradecerían.
A pesar de que intentaba mantenerme impertérrita, una garra invisible me estrangulaba privándome del aire y la fortaleza necesaria para afrontar tamaña
responsabilidad: la de cuidar a esos cuatro niños como a hijos propios.
Y así, agarrando de una mano a Leonor, de la otra a Carlos, y manteniendo el equilibrio para que Isabel no me desestabilizara enganchada como estaba a mi sayo, recordé mi última discusión con Juana la noche anterior cuando, ya empaquetado todo, la acucié para que retrasara el viaje con la secreta esperanza de que antes de partir demostrase algo más de humanidad a la hora de dejar atrás a sus pequeños. Hasta ahora ni siquiera se había tomado la molestia de sentarse con ellos a explicárselo.
—Pensadlo, Juana. Los capitanes de las naves no están tranquilos. Dicen que en esta época lo más normal es topar con una tormenta en pleno canal de la Mancha. Yo al ir a Castilla viví una y no se lo recomiendo a nadie. La impotencia de sentirse a merced de un Neptuno enfurecido es indescriptible. Entre vuestros nuevos débitos para con Castilla está el de intentar salvaguardar vuestra vida. Al menos hasta que Carlos crezca y sea un hombre capaz de sucederos. ¿Y si morís ahogada junto a Felipe? ¿Habéis pensado en las consecuencias que eso traería para vuestros reinos?
Mirándose en el reflejo de una bandeja de plata, se colocó la diadema antes de sonreír con aire de mofa.
—¿Morir ahogada? —me contestó ufana—. No sé de ningún rey que lo haya hecho hasta ahora, así que lo considero altamente improbable. Os aseguro, Margarita, que preferiría sufrir mil galernas antes de verme de nuevo abandonada por vuestro hermano. Es más, podría deciros que las deseo más que a nada en el mundo si estas consiguen mantenerle por más tiempo a mi lado sin posibilidad de huida. — Pensativa, dejó que su mirada se perdiera entre las llamas de la chimenea. Estas se reflejaron en sus pupilas de un modo que la hicieron aún más temible. Después de un momento de silencio, susurró—: Sí, definitivamente sería lo mejor que nos podría pasar. Lo mejor para privar a Felipe de esa libertad que tanto ansía. Sería una manera sutil de esposarle a mi lado.
Después de aquello la dejé a solas con sus despropósitos. Ni una sola vez en todo el día anterior a su partida había preguntado por sus hijos, y estaba claro que no lo haría entonces.
Cuanto más se obcecaba ella en eludir el más mínimo instinto maternal, en mí ese sentimiento se acrecentaba. Sin duda ayudaba el hecho de que a mis veinticinco años hubiese corrido demasiado en la vida en busca de un hijo que Dios no me había querido brindar. O quizá fuese por mi férrea voluntad de protección. Quizá, porque en el fondo de mis recuerdos, albergaba la desesperanza de no haber despedido a mi padre cuando a los tres años me mandaron a vivir a la corte francesa prometida con el Delfín de Francia y no quería que eso mismo les sucediese a mis sobrinos. Entonces era una inocente niña rendida a lo que para mí se estipulaba y me hice a esos designios con la esperanza de verme un día coronada reina de Francia. El primer espaldarazo lo sufrí cuando, ya hecha a sus gentes y costumbres y cumplidos los trece años a punto de matrimoniar, mi prometido decidió repudiarme para casarse con Ana de Bretaña, y así regresé a Flandes de donde nunca debí salir.
Pasó el tiempo, cuatro años exactos, y como no hay mal que por bien no venga, a los diecisiete me casaron con el príncipe Juan, el hijo de los Reyes Católicos y hermano de Juana, mi cuñada, y creo poder asegurar que durante los seis meses que duró mi matrimonio conocí al fin la felicidad. Un sentimiento que hubiese sido mejor desconocer para así no poder echarlo en falta cuando a posteriori Juan murió prematuramente. Tanto nos queríamos que fueron muchos los galenos que achacaron a los excesos del amor su muerte. ¿Se puede morir de amor dejando al ser querido en esta tierra? Intenté consolarme pensando que una parte de su ser crecía en mis entrañas, pero la tristeza era tanta que acabé malpariendo a una niña muerta. Aquella que, habiendo podido ser la póstuma heredera de las coronas de Castilla y Aragón, nunca llegó a serlo. La misma que provocó que el mundo entero me apodase la Desafortunada.
Tres años después y aún sin haberme recuperado de mi pérdida, cumpliendo con mi débito como archiduquesa, me casaron de nuevo con Filiberto II, el joven duque de Saboya. Tuve entonces la esperanza de que Dios me permitiese entonces cubrir el hueco que mi hija dejó en mis entrañas, pero el destino tampoco quiso agraciarme con semejante alegría y Filiberto murió dejándome viuda y huera por segunda vez.
Como una monja de una vocación clara, supe que no estaba en la voluntad de Dios el verme madre o desposada de nuevo, y acorde con ello me negué a aceptar otro matrimonio a la espera de sus designios. De eso hacía poco más de un año y ahora había puesto en mi camino a esos cuatro niños que con tanto amor a mí se aferraban en ese momento y que, sin saberlo siquiera, con su mera presencia, poco a poco me estaban sacando de aquel oscuro pozo de maternidad frustrada en el que hasta entonces me ahogaba.
Y así, liberada de aquel estrangulamiento, no pude evitar pensar en aquel reino al que ahora se dirigían Felipe y Juana. El rosario de muertes que sufrió en apenas unos años la sucesión a la corona de Castilla parecía provenir de una verdadera condena. Una de aquellas en las que la regeneración de una estirpe asemejaba estar maldita.
Miré a Carlos con el silencioso anhelo de que fuese él y nadie más que él quien lograra terminar con aquel mal de ojo. Primero falleció Juan, mi marido; luego mi hija; después Isabel, su hermana; más tarde su hijo Miguel, y ahora la que un día fue mi suegra Isabel, la reina más querida de los castellanos, moría con la firme convicción de haber dejado todo bien atado para su sucesora. Esa cuñada mía que ni siquiera sabía poner en orden los valores más importantes de la vida.
Para nuestro desconsuelo, Juana, como heredera de su madre, ya no podía demorar más su partida. Castilla necesitaba a su reina, y Felipe, harto de que Fernando de Aragón se inmiscuyese en un reino que ahora consideraba propio aun siendo consorte, estaba deseando echar al cardenal Cisneros como el hombre clave impuesto por su suegro en la regencia de Castilla.
No quiso ni oír hablar de limar asperezas con Fernando, y es que en el pasado los recelos entre suegro y yerno se habían enquistado tanto que ya se hacían imposibles de soslayar.
Como a Juana, antes de partir, a él también intenté advertirle de que actuase con cautela a la hora de imponerse a los castellanos. Le recordé que siempre le verían como a un extranjero consorte y de que él, sin Juana, para ellos no sería nadie, pero me ignoró porque en el fondo sabía que con el mínimo esfuerzo por su parte manejaría a Juana a su libre albedrío.
Al empezar a sonar la música que acompañaría el paseo de Juana y Felipe desde el estrado al portalón, Leonor, la mayor de mis sobrinos, me apretó la mano. La acaricié para tranquilizarla, pues era la única de los cuatro hermanos que a sus ocho años parecía ser consciente de lo que verdaderamente acontecía. Carlos e Isabel solo acudían al acto como si de otro evento lúdico se tratase. Faltaba la pequeña María. Al mirar atrás para localizarla la hallé apaciblemente dormida en el regazo de su ama de cría, por lo que no consideré oportuno despertarla. Al fin y al cabo, tampoco se enteraría de mucho a sus cuatro meses de edad.
Y aun sin conocerlo por la similitud de las circunstancias que ahora acontecían, no pude dejar de pensar en el quinto hijo de Juana y Felipe. Aquel que dejó abandonado en Castilla con la misma edad que María tenía ahora. Sorprendía cómo apenas lo mencionaba. ¿Pasaría lo mismo con María? ¿Se olvidaría de ella de tan ignominiosa manera? Del pequeño castellano solo sabíamos, y no por ella, que lo había parido en Alcalá de Henares un 10 de marzo de 1503 cuando fue allí para ser jurada heredera del trono y que le habían bautizado Fernando, como a su abuelo.
Si era cierto que lo tuvo que dejar atrás por imposición de la ya fallecida reina Isabel, también debió de serlo que Juana no debió de poner demasiados reparos en ello. Andaba por aquel entonces tan obsesionada con venir junto a Felipe que decían las malas lenguas que apenas lo miró al nacer. Con frecuencia y en sus desvaríos culpaba a Fernandito de haber sido el principal motivo de que ella por su preñez no hubiese podido regresar antes a Gante junto a su esposo.
Intenté arrancar de mí los malos pensamientos hacia ella. La parte alegre de todo aquello sería que Felipe conocería por fin a su segundo hijo varón. Aquel al que, como en tiempos antiguos y a punto de cumplir los tres años de edad, ni siquiera había tenido la oportunidad de coger entre sus brazos al nacer para reconocerlo como suyo.
Al pensar en él no pude dejar de dirigir mi mirada de nuevo hacia la pequeña. ¡Si al menos se hubiese detenido a besarla fugazmente en la frente como al resto de sus hermanos…! Pero no. Quisiera haberla excusado pensando en que quizá aquella frialdad era su manera de defenderse contra la tristeza que la embriagaba, pero sabía que no era verdad. Desgraciadamente, la conocía demasiado bien, y por mucho que intenté vislumbrar un leve quiebro en su sentir, ni una ligera mueca de dolor se dibujó en su semblante. Lo único que le preocupaba de verdad era no dejar ni a sol ni a sombra a Felipe. Hablaba de su esposo como si fuese algo material de su propiedad, su obsesión por él la estaba matando.
Ya hacía mucho tiempo que le intenté hacer ver que sus celos lo único que provocaban en mi hermano eran aversión hacia su persona. Que, de seguir así, tan solo conseguiría apartarse cada vez más de él, pero tampoco me escuchó. Ni siquiera le importaba saber que Felipe embarcaba a su lado única y exclusivamente por el interés que tenía de verse jurado en Cortes rey de Castilla.
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Ficha histórica del libro
Edad: Moderna
Periodo: Austrias Mayores
Acontecimiento: Varios
Personaje: Carlos I
Comentario de "Por amor al Emperador"
Aquí estamos hermanas, madre, tía, legítima mujer, amantes, hijas y bastardas unidas y dispuestas, aun pecando de vanidad, a contar nuestra historia junto al emperador.
Tan solo seguimos el ejemplo del hombre que dirigió nuestras vidas haciéndolas suyas sin intención de ofender a nadie. Desnudaremos nuestros sentimientos sin tapujos despojándonos de aquel silencio impuesto que tantas veces nos hizo atragantarnos con palabras, que, queriendo brotar de entre nuestros labios como un indigesto vómito, tuvimos que esconder.
¿Y por qué?, se preguntarán. Quizá porque no se esperaba aquello de señoras de nuestra calidad, o bien porque simplemente fuera lo mejor, pues la insurrección no casaba con nuestra condición de mujeres.
Las reinas no lloran o gritan al parir. Jamás ríen descaradamente, enarbolan un arma o tratan de emular a un varón. Las reinas… deben ser inteligentes y apasionadas para entregarse en cuerpo y alma a su razón de ser, la de alguien que ha de perpetuar una dinastía sobre todas las cosas. En definitiva, que las mujeres de Carlos siempre tuvimos que tragarnos discretamente nuestros desacuerdos como contenidos bostezos que al luchar para escapar casi nos hicieron estallar los tímpanos y las narices
Presentación del libro en «La esfera de los libros»
Presentación del libro en TV Melilla