La vida privada del Emperador
La vida privada del Emperador
CAPÍTULO UNO
Abrí la puerta y aquella escena me impresionó. En medio de la estancia se encontraba mi madre, rodeada de médicos y damas que daban vueltas y más vueltas. Hacía frío; sin embargo, las gotas de sudor surcaban su frente. Llevaba el sayo bajo. Con las piernas abiertas, se hallaba sentada sobre una silla que apenas tenía base para apoyar sus nalgas.
Dos médicos miraban su entrepierna, rodeados de trapos empapados de sangre, heces y otros líquidos.
El hedor era penetrante.
En un instante todo cesó. Mi señora madre se relajó y quedó resoplando sobre aquel trono de tortura. Respiraba con tanta fuerza y abatimiento que todos quedaron a la espera. Entreabrió sus negros ojos. Su chillido nos ensordeció.
Se tensó e impulsó hacia atrás, sobre el respaldo fino y largo, haciendo fuerza como si quisiera partirlo.
Una mujer que sujetaba la silla por detrás para que no se volcara le indicó que empujara, y un segundo después vi como si una pelota emergiera de sus partes. El médico sujetó aquella cabeza y tras ella salió por fin el resto de mi hermano. Mi madre lo miró, vio que era varón y pidió que se lo entregaran. Me acerqué a ella. Mi aya quiso alejarme pero mi madre, con una agotada mirada, me atrajo hacia sí.
Observé a Carlos.
Desde luego era un milagro, ¿cómo un vientre gordo podía transformarse en un recién nacido? Estaba aún ensangrentado y pegajoso. Sus ojos abultados y cerrados me parecieron deformes. Le toqué una mejilla y aquel diminuto ser movió su frágil cabeza. A pesar de que ya no sería yo la más importante de la familia, le quise desde el mismo momento en que le vi.
Quizá un día Carlos fuera muy importante. Pero no se podía decir que había sido muy afortunado con sus padres. Mi madre, con sus languideces y huidas al mundo del silencio. Mi padre, provocando las postraciones de mi madre.
De los defectos de carácter de mis padres había tenido prueba una hora antes, cuando, escondida detrás de un cortinaje, buscaba a mi madre con la mirada. Al final la había encontrado al fondo del gran salón del trono.
Estaba sentada, pues su vientre, a punto de parir, se hallaba ya tan abultado que no le permitía moverse con la agilidad que aquellas danzas requerían. No apartaba la vista de mi padre, que bailaba con una bella joven, voluptuosa y poco recatada. Aquella mujer no se limitaba simplemente a danzar, sino, que aprovechaba cualquier cruce obligado en el baile para acercársele en demasía, tratando de que sus exuberantes pechos rozaran el torso de su pareja.
De pronto la melodía había cesado, para dar paso a otra más movida. En ese momento mi padre llamó a uno de sus sirvientes y le dijo algo al oído. El fámulo se dirigió a mi Madre, distrayendo su atención por un segundo. Instante que aprovechó mi progenitor para coger de la mano a la dama y dirigirse corriendo justo hacia donde yo me encontraba. Se detuvo a mi lado pero no me descubrió.
Quedé perpleja cuando me percaté de que soltaba la mano de su acompañante para tomarla de la cintura, y luego de besarla, ordenarle que le siguiera. Han pasado muchos años desde que presencié aquella escena, pero la recuerdo como si de ayer se tratase. Entonces no entendía del todo la aflicción que cada vez más a menudo embargaba a mi madre. Con el tiempo habría de sentir en mis entrañas el hachazo de la infidelidad sobre mi orgullo y entonces me sentí unida a ella no como hija sino como mujer.
Aquel pedazo de bella carne con desmesurados atributos femeninos, tan falta de cerebro había de andar como sobrada de éstos. Para nada le importaba que mi madre en fecha de parir estuviese. Triste vi cómo los amantes se alejaban. Por temor a ser descubierta, a pesar de que estuve tentada, no les seguí. Preferí continuar en mi escondite, observando.
Mi madre alzó la vista levantándose y, de inmediato, sus ojos negros y ligeramente rasgados comenzaron a buscar de nuevo a mi padre con desesperación. Su mandíbula se apretó junto a sus puños. Algo iba a decir, cuando de su boca escapa un grito incontrolado acompañado de una mueca de dolo
El silencio se hizo en torno a ella. Todos la penetraron con la mirada. Sin duda la desaparición de mi padre, que tan discreta había resultado, estaba en la mente de todos los presentes; no debía de ser la primera vez que ocurría.
En cualquier caso, recuerdo con claridad que madre, demudada, se quedó mirando a los presentes. Luego inclinó, se sujetó el abultado vientre y se sentó de nuevo abatida.
El dolor de su rostro no era provocado por los celos, sino por aquella criatura que estaba a punto de llegar al mundo. Sus damas se precipitaron sobre ella, llevándosela contra su voluntad, mientras llamaba a su marido desesperadamente.
En cuanto salió de la sala, la música sonó de nuevo y todos los que allí quedaban siguieron impasibles como si nada hubiese ocurrido. Aquellos que sólo un momento antes había considerado personajes de una novela de caballería, me parecieron de pronto frívolos y banales.
La estancia parecía otra; sin darme cuenta todos los restos del parto habían desaparecido. Las sirvientas habían fregado el suelo y limpiado flujos y sustancias que de mi madre habían salido. En el pasillo aguardaban muchos cortesanos y el murmullo de sus voces llegaba al interior del aposento.
Aseada y limpia, engalanada con una camisa de noche cuajada de bordados, el cabello ya recogido sobre la nuca, madre preguntó: —¿Quién aguarda?
—Todos menos quien suponéis —respondió una de sus damas—. Figuraos si hay gentes extrañas atisbando que hasta un astrólogo quiere veros.
—Por favor, decid que lo hagan pasar. A los demás que los despidan. Muy mal estaría que viesen al niño antes de que los de su sangre lo reconozcan. Además, no estoy de humor portar cuchicheos.
—Es el más ducho en sus artes que hay en Gante y sin duda os esclarecerá lo que le depara el futuro —dijo la dama, traicionando que había sido ella quien lo mandó llamar.
Cuando aquel hombre entró, madre le indicó que no perdiera el tiempo en protocolos y comenzara con el horóscopo del recién nacido.
—Su Alteza, no he tenido mucho tiempo para deducir conforme a las estrellas el futuro que aguarda a vuestro hijo.
La voz resonó en la habitación ante el silencio que se hizo para escucharle.
—Sin embargo, os puedo asegurar que hoy, veinticuatro de febrero, los astros están muy bien situados. Como todo Piscis, vuestro hijo será tímido e introvertido. El temor a la equivocación es posible que le haga dubitativo e influenciable, pero lo superará, y es seguro que se convertirá en un gran luchador. Defenderá sus principios e intereses con la justicia debida y será recompensado, pues llegará a reinar sobre los dominios más grandes que ningún otro rey haya poseído jamás. Pero, aunque siempre querrá ser más amado que temido, deberá hacer mucho uso de las armas. Y sufrirá por ello.
De pronto, las campanas comenzaron a repicar, anunciando el nacimiento. La puerta se abrió e hizo su entrada mí tía Margarita. Mientras el astrólogo daba unos pasos atrás para cederle protagonismo, la hermana de mi padre se acercó a nosotros y miró al recién nacido con ternura, como si nadie la observase.
—Espero que os sintáis orgullosa; es hermoso y sin duda hijo de Felipe —dijo a su cuñada. Mi madre se incorporó.
Aquella mirada rastreadora que destacaba en su faz la noche anterior, despertó de nuevo.
Margarita se dio cuenta y sin decir nada salió de la estancia. Poco después volvió a entrar con mi padre, que iba a medio vestir y con los cabellos revueltos.
Padre se acercó al lecho y con delicadeza me apartó para que le dejara mi sitio. Con cariño miró a mi señora madre, y le dio las gracias por haberle dado un hijo varón.
Ella, que hasta hacía poco estaba serena, cambió totalmente la expresión, mostrándole su desprecio y abstrayéndose de todo. Margarita agarró a su hermano del brazo y se lo llevó de la estancia. Mientras desde fuera llegaban los más desagradables insultos empecé a acariciar la mano de mi madre, que en sólo unos instantes había regresado con nosotros. Aunque la alegría de sus ojos había desaparecido, empañándose, las lágrimas no llegaron a surgir de ellos. La abstracción en la que se sumió entonces quizá fue fingida, pero era el preludio de las que en un futuro tendríamos ocasión de ver y sentir en nuestros corazones.
Cuando me quise dar cuenta los tres nos habíamos quedado solos. Los sirvientes y las damas se habían retirado de la habitación sin hacerse notar. Carlos empezó a llorar. Pero mi madre seguía tan abstraída que ni se dio cuenta de que su hijo tenía hambre, y cuando le dije unas palabras no me escuchó.
Carlos chillaba ahora como un animalillo indefenso. Me acerqué a la cuna y lo cogí en brazos. Su llanto disminuyó. Le toqué con suavidad los labios y eso pareció gustarle. Sin pensarlo, le metí un dedo en la boca. Mi hermano empezó a apretarlo con sus encías, ahora totalmente calmado.
CAPÍTULO DOS
Muchas veces, durante la infancia y los primeros años de adolescencia de mi hermano, pensé que era como si las palabras del astrólogo hubieran contado sólo la mitad en lo que hacía a su carácter. Porque Carlos era de temperamento suave y condescendiente… siempre y cuando los demás hicieran lo que él deseaba. En cuanto a su idealismo, era cierto que apenas prendió a leer comenzó a soñar con torneos de caballeros y rescate de damas, como más tarde, ya emperador, ansió de verdad proteger a toda la Europa cristiana. Pero había momentos en que su sentido práctico de las cosas era tan acusado, que hasta tía Margarita, el personaje más racional y metódico de nuestra familia, se quedaba sorprendida.
Se podía decir que era una mezcla de opuestos. Melancólico como un germano, por momentos era vital y bromista como un auténtico flamenco. Sin embargo, sus mejores amigos eran capaces de perdonarle casi todo.
Yo misma sucumbía, con frecuencia, a ese estilo seductor que utilizaba para conseguir algo cuando le interesaba. Y no hablemos de mis hermanas más pequeñas, Isabel y María, que lo adoraban. Los constantes viajes de nuestros padres a España y sus correspondientes ausencias habían hecho que los Austrias que vivíamos en Flandes formásemos una piña con él.
La desaparición de un primo meridional, heredero de los reinos del sur, había puesto a mi madre primera en la línea de sucesión. Lo cual, a la vez que hacía de Carlos el potencial rey de aquellos calurosos dominios, procuraba a mis padres, que velaban por su porvenir, continuos y largos viajes.
Naturalmente, existía un inconveniente (ningún camino al trono está libre de ellos). El problema para que el regio destino de Carlos se cumpliera, radicaba en la existencia de un hermano nuestro nacido en España que parecía ser el favorito de nuestros abuelos españoles.
Sobre todo del abuelo Fernando, el astuto e inteligente monarca de quien llevaba el nombre. Pero también los grandes señores de aquellas tierras veían con buen ojo al pequeño Fernando para el trono. Criado en España, era considerado por su gente como uno de los suyos, aunque por sangre fuera tan Austria como nosotros
Lo peor era que, a Carlos, llegar a ser rey parecía traerle sin cuidado. Las únicas que tomábamos el asunto más en serio éramos tía Margarita y yo. Muchas veces habíamos abordado el argumento, buscando su implicación, con nuestras mejores artes.
Pero nada.
Carlos seguía encerrado en sus partidas de caza en los bosques cercanos al nuevo castillo de Malines, que tía Margarita había hecho construir para facilitar su educación; en torneos y justas cuando no en la salvación de legendarias princesas.
Hasta que al cumplir diecisiete años aconteció algo que hizo que el destino anunciado por el astrólogo se manifestara. Y como en los libros que a él tanto le gustaban, ocurrió debido al comportamiento, no menos caprichoso que el de las estrellas, de una mujer.
Tres golpes secos y apresurados sonaron en mi puerta, que se abrió de golpe. Carlos me agarró y tiró de mí para que lo acompañara.
—Daos prisa, quiero que descubráis y admiréis antes que nadie la sorpresa que a todos he preparado. Estaba realmente excitado. Nunca se había preocupado por la puntualidad pero esta vez no quería retrasarse ni un solo segundo. Me llevó corriendo por el pasillo.
Al llegar frente a un gran repostero frenó en seco para mirar tras él. El bulto de su figura tras el tapiz se movía con rapidez en busca de algo.
—No seréis capaz de mostrarme pestilentes restos.
—¿Cómo podéis ni siquiera suponer que ando buscando estas cosas? —dijo, asomando la cabeza con expresión burlona—. Os aseguro que mi sorpresa no se asemeja en nada a lo que estáis pensando.
—Guiadme, pues.
Me besó en la frente y me tapó los ojos. Cuando pude ver de nuevo nos encontrábamos en medio de ¡un inmenso anfiteatro romano! Era magnífico: suelos, capiteles y columnas parecían tan reales como los de piedra auténtica.
Debí de quedar boquiabierta porque Carlos me zarandeó. —Leonor, decidme, ¿qué os parece?
Giré sobre mí misma observándolo todo y me detuve ante una de las monumentales estatuas que nos rodeaban. Ante mi silencio, no pudo resistir.
—Sé que vos y tía Margarita me reprocháis que no haga caso a mis maestros de historia, y que en materia de libros, prefiera La chanson de Roland a la gramática latina… o española. Pero más os sorprenderá ver la representación que aquí tendrá lugar cuando lleguen mis invitados.
» Mi héroe preferido luchará contra piratas y moriscos. Los gigantes y los demonios atribuirán poderes mágicos a nuestro Caballero y lo ayudarán a conquistar muchos estados lejanos y a ganar victorias.
¡Nuestros amigos quedarán, encantados! Y así fue.
El espectáculo a todos asombró y gustó. Menos a Claudia de Orange, claro, a quien, si mal no recuerdo, molestó «la falta de recato del personaje que representaba a Venus».
Claudia era una lejana prima nuestra, ni demasiado importante como para hacer un buen matrimonio, ni demasiado rica como para solucionar su futuro por vía del interés. Pero muy guapa. Tres elementos que la volvían «frágil» y que hicieron mella sobre la sensibilidad de Carlos, el cual parecía sentir una especial debilidad por aquellas personas puestas en posición «injusta» por la vida, sobre todo cuando la belleza no faltaba.
Para mí, en cambio, había algo en ella que nunca acababa de convencer. Quizá la forma en que siempre quería estar cerca de los hombres. Como si nosotras, las mujeres, apestáramos. Así que apenas acabada su crítica, le dije:
—Si en lugar de mirar tanto a los italianos escucharas lo que cuentan, te habrías enterado de que en Florencia y en Roma se permiten estas y otras más atrevidas sinuosidades, basándose en el estudio del cuerpo. Más les importan las líneas de los miembros que los pliegues de los tejidos.
—Es verdad —dijo Carlos, dirigiendo a Claudia una sonrisa que me pareció toda una provocación.
Inclinándose hacia ella y bajando el tono de voz, pero no lo suficiente, agregó:
—Porque de la piel nadie se puede librar y en cambio muy fácil es desprenderse de máscaras y ropajes.
Todos rieron, menos Enrique de Nassau, el chambelán de mi hermano. Es probable que se debiera a que era mucho mayor que nosotros. Claudia hizo una reverencia a Carlos y dando media vuelta hizo el gesto de marcharse.
Todos la insultaron. Unos en francés, otros en castellano, Sforza lo hizo en italiano, e incluso yo lo hice en latín.
Tras una mueca de disgusto, Carlos dijo en flamenco:
—Vamos, amigos, sé que todos provenimos de distintos lugares, pero en este mi día preferiría que olvidarais vuestras raíces. No pude contenerme y repliqué:
—Bien sabéis que las mofas connotan más, dependiendo de la lengua en que se pronuncien. Si os preocuparais en aprenderlas todas, en vez de en imaginar coronas sobre vuestras sienes y victorias en vuestras soñadas batallas, no tendríais estos problemas. ¡Quién sabe si algún día necesitaréis del latín para hablar con el Sumo Pontífice!
Carlos me miró enojado.
Sabía que había herido su orgullo, pero no me importó. Que cortejara tan abiertamente a la estúpida Claudia me tenía sin cuidado. Lo que importaba era que sus tutores en lenguas, y también los de historia y otras materias, se pasaban más tiempo buscándole que enseñándole. Cierto es que los maestros españoles que el abuelo Fernando había enviado eran unos
hombres tremendamente, anticuados, además de críticos sobre la escasa capacidad de mi hermano para ser un buen gobernante. Tanto, que si no se les hubiese frenado a tiempo habrían encontrado cómplices en nuestra corte.
Abstraída en estas consideraciones no me di cuenta de que las velas que iluminaban la estancia se habían apagado, hasta que un tambor comenzó a sonar y una de las inmensas, esculturas que nos rodeaban empezó a inclinarse hacia nosotros.
En un segundo, un líquido espeso y pegajoso de color marrón empezó a esparcirse en forma de lluvia por toda la sala. Las primeras afectadas fueron Claudia y sus compinches. Sus hermosos vestidos de telas de vivos colores se convirtieron en feos y oscuros ropajes, y sus cuidados cabellos rubios ennegrecieron como los de las turcas. Pero yo apenas pude sonreír porque enseguida algo comenzó a crujir, y una lluvia de plumas y más plumas en forma de inmensa nube empezó a caer de la estatua debajo de la cual nos habíamos refugiado. Cuando salí de ese cúmulo de sensaciones que de improviso habían hecho mella en mí, me encontraba fuertemente aferrada a Enrique de Nassau.
De pronto, la puerta se abrió. Tía Margarita, acompañada de un hombre alto y delgado, entró en el salón. Su expresión nos dejó helados. Sin siquiera pronunciar palabra consiguió el silencio que ansiaba. Enrique me alejó de sí y sólo nuestras manos quedaron unidas, sin advertirlo.
Tía Margarita avanzó lentamente, dirigiéndose hacia donde estaba Carlos. Al pasar junto a mí alargó su brazo y de un fuerte mandoble separó mi mano de la de Enrique.
—Sobrino, os dije que podríais preparar solo y a voluntad estos festejos, confiando en vuestra madurez. Sin embargo, mirad lo que habéis hecho. Ya no sé si os merecéis mi regalo.
Sforza se adelantó.
—Señora, os lo ruego, no culpéis a Don Carlos. El único responsable de tan gran desbarajuste lo hallaréis en mi persona. Sólo he querido sorprender a mi amigo con el último hallazgo de un pintor florentino, mejor dicho, de Vine¡, un inventor osado que embelesa a toda la corte del duque de Milán, mi augusto tío.
Tía Margarita aceptó las disculpas del italiano con una sonrisa. Luego, acercándose a mí, susurró:
—No os confiéis, pues con vos no he terminado. Seguida del hombre con el que había entrado, se dirigió hacia la puerta. Carlos, completamente cubierto de plumas, le dijo:
—¿Es que os vais a retirar así, sin darme el regalo?
Tía Margarita dirigió una severa mirada hacia todos nosotros. Dudó un instante. Luego, hizo un gesto a su acompañante. En un principio pensé que se debía de tratar de un peregrino, pues portaba un báculo para apoyarse.
Después de saludar con una ceremonial reverencia a mi tía, el hombre dijo:
—Señora, os agradezco me tengáis en tan alto aprecio en mis humildes predicciones. Aquel extraño me resultaba vagamente conocido, pero no lograba saber de qué.
Se dirigió a Carlos.
—Vuestra tía me ordenó que estudiara la posición de los astros en el mismo minuto en que nacisteis y, si fuese posible, lo que éstos dicen de vuestra vida presente y futura. ¿Tengo vuestro permiso para decir tanto lo bueno como lo malo?
Carlos pareció dudarlo un instante. Luego, con voz poco segura, dijo:
—Lo tenéis.
El astrólogo comenzó.
—He podido leer en las estrellas que a vuestro natural os gusta asesorarse antes de tomar una determinación y escuchar a vuestros consejeros, aunque siempre os guardáis muy mucho de tomar solo la última decisión. No os preocupa la responsabilidad; es más, lucharéis por lo que creéis vuestro durante toda la vida con valor y gran espíritu. El orgullo os llevará a situaciones límite, pero venceréis en todos vuestros propósitos.
»Sois hombre de palabra, y como tal, si alguien os defrauda o miente no dudaréis en darle escarmiento merecido por muy desmedido que parezca o por muy notable que sea vuestro opositor. Os digo esto porque vuestros sueños de guerra se harán realidad y llegaréis a enfrentaron con personas de tan alta calidad como nadie osó hacerlo antes que vos.
»La justicia os acompañará, pero cuando gobernéis os sentiréis atado por dos fuertes cuerdas que tirarán de vos de un lado y del otro, como si cada uno de sus extremos os quisiera únicamente para sí». Los murmullos invadieron la sala; a este punto, yo ya había reconocido al astrólogo. Era el mismo que había sido conducido a palacio cuando el nacimiento de Carlos.
Hasta donde yo podía recordar, en líneas generales, cada cosa augurada por él se había cumplido. El hombre aguardaba callado. Carlos se mantenía de pie en postura altanera. Se pavoneaba ante todos de su destino.
La curiosidad venció mis buenas maneras y no pude contener mi lengua:—Aclaradme, señor, vuestras palabras. Habéis dicho hace un momento que mi hermano se sentirá tirado por dos grandes fuerzas, aparentemente contradictorias. ¿Podría tratarse de los lazos de la sangre y los del deber?
Fernando era también mi hermano. Pero Carlos no sólo era mi preferido, también era el mayor de los varones. A veces temía que su aparente debilidad le jugase una mala pasada. El astrólogo, que también debía de saber algo de política, comprendió el quid de la cuestión. Tanto, que con menos osadía que antes respondió:
—Los astros indican rasgos difuminados de lo que puede ser una vida. Es una ciencia bastante exacta, pero muy a mi pesar no hablan de lo que vos pedís. Siento no poder agradaron en eso. Algo sí he visto muy claro.
Un hombre de apariencia insignificante le hará sudar sangre en defensa de nuestra religión, y lo más curioso es que no es moro ni turco. Carlos, pegando un puñetazo en la mesa, gritó:
—¡Le aplastaré con mi ejército!
—¿Y respecto al amor? —preguntó Claudia.
Pero apenas dichas estas palabras, sufrió un vahído. A la hora de la cena toda la corte comentaba que la «recatada» Orange estaba embarazada.
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Ficha histórica del libro
Edad: Moderna
Periodo: Austrias Mayores
Acontecimiento: Varios
Personaje: Carlos I
Comentario de "La vida privada del Emperador"
Relato sobre Carlos I narrado en primera persona por su hermana Leonor de Habsburgo dos años mayor que el, y que sirvió a su hermano admitiendo las bodas que ese le propuso por intereses del reino.
En esta novela se detalla principalmente los sietes años que siguieron a su llagada a Santander en 1522 después de ser coronado Emperador en Aquisgran en 1520. Durante ese periodo intenso en la vida de Carlos I, se sucedieron las distintas guerras con Francisco I ( incluido el “saco de Roma”), su boda con Isabel de Portugal y el nacimiento de sus cuatro hijos, entre los que se encontraba su primogénito que reinaría con el nombre de Felipe II