La esclava de marfil
La esclava de marfil
Capítulo 1
MADRID 4 DE MARZO DE 2003
No lo eches de menos. Un sueño se evoca u olvida, pero nunca se añora. Hoy reconozco mi tranquilidad de conciencia. En muchas ocasiones he intentado recordar algo digno junto a ti, que mereciera la pena salvar; pero todo fue en vano, porque al hacerlo me he sentido aún más alejada de la utópica meta.
Leyendo aquel taco de papeles grapados ante su escéptica mirada, tragué saliva. Contenía las lágrimas en un hueco perdido de mi garganta y sólo podía penetrarle con la mirada mientras pensaba en todo lo que me hubiese gustado decirle. Pero… para qué, simplemente me repetiría, como tantas otras veces. Hacía ya tiempo que sólo el silencio más hiriente captaba su atención. Clavándole las pupilas, me dirigí a él sin musitar una palabra.
¿Qué te pasó, Diego? ¿Por qué dejaste que la desidia te engullera sin ni siquiera revelarte? Ahora, como tantas otras veces, me pides otra oportunidad, pero es tarde. Lo siento. Creo que desandar lo andado no es la solución. Me costó mucho aceptar esta ruptura y ahora no puedo dar marcha atrás. El que no hayas encontrado reemplazo no significa que lo nuestro pudiese volver a ser lo que algún día fue. ¿Es que no recuerdas que el amor que nos tuvimos murió? Poco a poco el agujerito de nuestro enervamiento cotidiano se hizo brasa, y ahora que llevamos el tiempo de un embarazo sin compartir un soplo que lo enardezca, ha degenerado en ceniza.
Deja ya de divagar y convéncete de una vez por todas. Esta sentencia sólo corrobora lo que en su día decidimos y hemos de llevar a cabo. ¿Para qué prolongar este infierno, si después de todo ni yo misma estoy segura de querer compartir un segundo más de mi vida junto a ti? Nuestra relación se ha hecho tan gélida que tiritamos de frío. Ya no recordamos una caricia inesperada, una alegría o sufrimiento común. La fricción a la que nos hemos visto obligados estos últimos meses ha roto el fino hilo de la gruesa cuerda que nos asía. Las palmas de nuestras manos se han hecho ásperas como lijas para acariciar, el olfato nos traiciona haciendo hedor lo que en su día fue el aroma ansiado del otro, y nuestros paladares han olvidado el dulzor de un beso. Quizá sea romántica y cruel, pero es lo que hay, Diego. Ya está todo tan deteriorado que es imposible restaurarlo.
Para qué nos vamos a engañar si ni siquiera te atraigo ya sexualmente. Intuyo que mi cuerpo ya no tiene secretos para ti, y está demasiado trasegado como para enardecerte. Por otro lado, yo también me siento incapaz de excitarte. No es culpa de nadie. Simplemente, es así. El amor se nos murió después de agonizar evocando sueños casi olvidados.
Cabizbaja, aparté la mirada. Era inútil, su obsesión por una momentánea reconciliación le impedía intuir mi mudo monólogo. Hacía nueve meses que habíamos pedido la separación de mutuo acuerdo. Desde entonces habíamos coexistido en habitaciones separadas, pero bajo el mismo techo, obligados a una yerma convivencia y a la espera de una solución judicial para nuestras diferencias. Los dos nos aferrábamos a un miserable piso cuajado de recuerdos desdichados como si aquello simbolizase la perdida estabilidad.
Todo fue frío y tranquilo hasta que nuestros respectivos abogados nos llamaron para comunicarnos el fallo de la sentencia de divorcio. Repentinamente, el hombre que hasta ese momento se desligaba de mí convencido cambió radicalmente de actitud. Por algún extraño motivo que nunca supe —ni quise saber pero supongo—, quería recuperarme de nuevo.
Gegún la jueza, le tocaba a él abandonar la casa hasta que ésta estuviese vendida. Dolía ver como todo lo que hacía más de una década cimentaba nuestros proyectos e ilusiones en común se resquebrajaba en mil pedazos. Nos repartimos equitativamente lo material, ya que lo intangible quedó muy descompensado ante la imposibilidad de un mutuo acuerdo al respecto.
Agradecí por una vez en mi vida que nadie más tuviese que sufrir aquel fracaso. Imaginaba, entre la niebla, la carita triste y expectante de aquel pequeño nonato que nunca quiso visitarnos. Era un adivino que no quiso nacer a sabiendas de que nuestro amor se enquistaría en odio.
Quizá Diego tuvo razón al negarse a las pruebas previas para una fecundación asistida. Llegué incluso a pensar que lo hizo para evitarme un mal trago, ya que sin quererlo me culpaba a mí misma de la infertilidad que sufríamos. Va cumplidos los cuarenta aquella ilusión se hacía quimera en un grueso saco de infortunios.
Mientras estuve recorriéndome el barrio en busca de un piso digno para alquilar, él se dedicó a salir a cenar todas las noches con alguna de sus nuevas conquistas. En la sentencia se nos pedía un reparto equitativo del continente. Una vez hecho, empezó el problema. Me pedía entre quejidos y ruegos otro mes de plazo para irse. Va no me engañaba con semejantes artimañas. Conocía demasiado bien sus coacciones psicológicas. Lo que hoy era una súplica de plañidera mañana se revolvería en mi contra.
No había marcha atrás. Esta vez sería tajante al respecto, me negaría a ello. Rebusqué en mi bolso y le tendí la lista de los apartamentos más dignos que pude encontrar por la zona, con sus precios, cualidades y defectos. Fue mi manera de convencerle. Le echó un vistazo y no siguió leyendo, lo tiró como si con él no fuese aquello y desapareció desesperado. Aquella reacción no me sorprendió en absoluto: cuando no conseguía su propósito, solía reaccionar siempre así.
Va a solas y más calmada, decidí dejarle solo. No le vendría mal para admitir lo que se negaba a aceptar. Metía el brazo por la manga del abrigo cuando sonó un disparo. El corazón se me encogió. No hacía ni dos minutos que había arrugado la nota que le tendí y había salido del salón arrastrando los pies abatido. El final de su transitar despreocupado había llegado, aunque hubiese renunciado a hacerse a la idea. Quedé inmóvil un segundo. No me moví de mi sitio. Aquel energúmeno estaba jugando de nuevo con mi paciencia y mi bondad. No era la primera vez que simulaba un suicidio para mantenerme a su lado. Esta vez había sustituido los barbitúricos por cartuchos, pero no le sería tan fácil fingirse dormido sin estar manchado de sangre.
Desgraciadamente, a continuación oí el segundo disparo.
Temerosa, olvidé mis conjeturas, tiré el abrigo sobre el perchero del recibidor y corrí hacia la habitación. Mi imaginación me hacía suponer lo peor y el miedo aceleraba mi respiración. Mis pasos resonaron por el pasillo. Justo un segundo antes de llegar a la puerta me detuve petrificada. Un tercer tiro me paralizó. La alfombra sobre la que me encontraba resbaló por la tarima y la inercia del impulso me hizo caer estrepitosamente. Los perdigones que sobrevolaron mi cabeza fueron a incrustarse en el cuadro que colgaba de la pared contraria a la puerta de nuestra habitación. Sentada como estaba, anduve a gatas para atrás como los cangrejos. Cuando estuve a resguardo del peligro, me puse de pie y corrí hacia el teléfono. Sólo pude marcar el número de la policía, dar mi nombre y dirección y gritar: «¡Mi marido se ha vuelto loco y está disparando por la casa!».
El cuarto tiro me hizo salir despavorida. Cuando giré el volante, en la puerta del garaje pude ver el reflejo de las luces blancas y azules del coche de la policía en el retrovisor. La visión se me nubló por un llanto imposible de contener. Di dos bandazos y, consciente de mi nerviosismo, me aparté a un lado. Quería morirme pero no hasta ese punto. Saqué el móvil y llamé a mi hermana Ana. Ella me albergaría esa noche hasta que la paz regresase a mi casa.
A los dos días aquel despechado se dignó a dejarme en paz a cambio de que no declarase en su contra en los juzgados de lo penal. Dado que el chantaje parecía ser el único idioma que entendía, accedí, a pesar de que los de atestados nunca creyeron que una escopeta con cabida para dos cartuchos se disparase cuatro veces mientras él limpiaba los cañones. Si alguna duda me asaltó sobre mi terca determinación, aquello la terminó de disipar.
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Ficha histórica del libro
Edad: Contemporanea
Periodo: Siglo XXI
Acontecimiento: Sin determinar
Personaje: Sin determinar
Comentario de "La esclava de marfil"