Cenizas de plata y sangre
Cenizas de plata y sangre
Nota de la autora
Descubrí esta historia en un artículo que publicó el coronel de la Guardia Civil Jesús Núñez en el Diario de Cádiz haciendo referencia a varios documentos
Los más interesantes para mí estaban entremetidos entre las mil cien páginas del original archivo del general Varela, ahora depositado en el Archivo Histórico Municipal de Cádiz.
El primero era una carta procedente de Tetuán. El remitente era un antiguo jefe del servicio de contrainteligencia. El destinatario, el muy alto comisionado de España en Marruecos (el anteriormente citado general Varela). Está fechada en octubre de 1947, tan solo dos meses después de la catástrofe.
Si usted cree que la catástrofe ocurrida en Cádiz fue un acto de sabotaje, creo que podría contarle una historia interesante relacionada con una que fue agente mía, del E.M., de los ingleses y de los alemanes y al final averigüé que era una agente rusa, que sabe seis clases de letra a la perfección y seis o más idiomas. Conoce todas las armas de guerra, tiene estudios de laboratorio y está liada maritalmente con un oficial de la Marina de guerra.
No me cabe la menor duda de que si ha habido sabotaje, esta señora tendrá parte en el mismo. Siendo agente mía, tuve que hacer que trasladaran al marino, para apartarle de la zona portuaria con Gibraltar.
Si usted me dice a qué hora le puedo ver, yo iré a verle, lo que puede decir llamando a mi casa por teléfono (teléfono 508).
El segundo documento que me inspiró fue una nota informativa policial emitida el 3 de enero de 1948 por la Brigada Político-Social de la Dirección de Seguridad de la Zona del Protectorado Español. Resaltaba en él el sello de muy reservado.
El pasado mes de mayo pasó clandestinamente de Francia y destinado a la región andaluza, un destacado miembro de la CNT (fracción de Federica Montseny) llamado «FRÍAS», natural de Granada, y que, enviado por el comité nacional de dicha organización en la nación vecina, tenía por objeto organizar en la región andaluza los grupos específicos que habían de llevar a efecto toda clase de sabotajes y actos vandálicos. Por conducto de Tánger (estafeta Copérnico) se recibió de Toulouse (Francia) una carta a finales de julio en la cual el «FRÍAS» comunicaba al comité nacional, entre otras cosas de menor importancia, la siguiente noticia: «Llego hoy de Cádiz, trabajo con nuestros hermanos de la pirotécnica, pronto leeréis en la prensa mundial noticias sensacionales». A los pocos días ocurría la catástrofe de Cádiz.
Consciente de que sería difícil encontrar cualquier rastro, premeditadamente borrado, de mi protagonista, busqué el de Frías. Cuál no sería mi sorpresa cuando, en la hemeroteca del ABC, di con una noticia del 17 de enero de 1933, catorce años antes de la explosión, anterior a la Guerra Civil española y acontecida en plena Segunda República. En ella se narraba cómo fueron detenidos varios insurrectos armados, entre los que se encontraba un joven llamado Manuel Sánchez Frías.
Con motivo de las precauciones adoptadas por las autoridades estos días, la noche del domingo fueron enviados a la cárcel Modelo más de cuarenta individuos detenidos durante la madrugada. Todos ellos por pertenecer a partidos sindicalistas y comunistas, en los que tenían especial significación.
Continúa la noticia con la lista de los detenidos, en donde aparece mencionado un muchacho que bien podría ser el anarquista que yo buscaba.
Con estos certeros mimbres y mucha investigación, me dispuse a navegar por entre el ostracismo y los secretos de estos dos oscuros personajes para trazar una estela de tinta que pudo haber sucedido.
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Preámbulo
Cádiz, 18 de agosto de 2012
Hacía menos de un mes y medio que vivía en una casa dentro del recinto del Instituto Hidrográfico de la Marina en Cádiz. Mi marido era, por aquel entonces, su director. Fue él el que me avisó de que arriba, justo a las puertas de aquel importante organismo donde España elabora los mapas costeros, se celebraba un emotivo acto al que podría asistir si me apetecía.
Llegué justo en el momento en que, acompañado por la entonces alcaldesa de la ciudad, Teófila Martínez, deposi- taban una inmensa corona de flores a los pies de un pequeño monumento. Era un monolito blanco que simbolizaba el mar con varias tachuelas cuadradas que dibujaban el mapa de la ínsula de Cádiz. En una placa a sus pies se leía «Cádiz a las víctimas de la explosión». Era el sesenta y cinco aniversario.
Alrededor de ellos, media docena de ancianos, acompañados por sus familiares y en respetuoso silencio, recordaban a todos aquellos que perdieron la vida aquel fatídico 18 de agosto de 1947.
Me llamó la atención una mujer que esperaba detrás de una silla de ruedas donde otra, por su aspecto casi centenaria, permanecía con la mirada perdida.
Al terminar el acto, el grupo se fue disgregando y no pude evitar acercarme a ellas. La que estaba sentada me miró con unos ojos de azul intenso ya velados por las cataratas. Una lágrima rodó por su mejilla y no pude evitar cogerle la mano para acariciarla. Limpiándosela con la manga de su camisa, me sonrió.
—¿Vive usted aquí? Asentí.
—En el mismo instituto. Soy la mujer del director. Acabamos de llegar y casi no conozco a nadie.
—Sola, a excepción de un oficial de la Armada en su vida —me susurró—. Igual que yo cuando llegué.
Sonreí.
—No me quejo. Supongo que es el sino de las mujeres de los marinos. Seguirles siempre que las circunstancias nos lo permitan. Ha estado tanto tiempo embarcado que ahora agradezco este destino en el que puedo vivir a su lado sin tener que soportar sus largas ausencias.
No parecía estar escuchándome.
—No sé si yo sería capaz de vivir en el epicentro de tanto dolor —susurró de nuevo.
El sonido del agua de una fuente cercana me impidió oírla demasiado bien. Agachada al lado de la silla, intenté aguzar el oído.
—No la entiendo.
—¿No me ha dicho que vive usted allí abajo? —dijo, señalando a la verja del instituto.
—Justo a los pies de aquella cuesta —asentí—. Des- de aquí no se ve, porque el recinto es tan grande que casi te puedes perder, pero le aseguro que allí estamos. Por imposible que parezca, en esta ciudad en la que apenas queda una parcela por construir, mi casa está rodeada de un bosque de eucaliptos. Es como un paraíso escondido.
—Un paraíso… —repitió, pensativa—, curiosa transformación de lo que un día fue el mismo infierno. No sé si yo sería capaz de estar parada un solo segundo sobre la boca de donde salió aquella lengua de fuego que a tantos mató.
A pesar del calor que hacía aquel agosto, un escalo- frío me recorrió el cuerpo. ¿Estaba desvariando?
—Perdone, pero no la entiendo.
Otra lágrima rodó por la mejilla opuesta.
—¿Tiene usted tiempo?
—Todo el del mundo. Mi marido aún estará ocupa- do un buen rato con los representantes institucionales que han venido al acto.
Esta vez fue ella la que me cogió de la mano para apretármela solícita.
—Me llamo Ingrid y esta es mi hija Lolita. ¿Quiere tomarse un café con nosotras? No me pregunte por qué, pero me inspira confianza. Quiero contarle un secreto que me carcome las entrañas desde hace hoy sesenta y cinco años.
El sacerdote que había rezado por las almas de los fallecidos en la explosión, después de despedirse de las autoridades, pasó frente a nosotras en dirección a su pa- rroquia. Ella, agarrándose fuertemente de una cruz que tenía pendida al cuello, le siguió con la mirada antes de mascullar:
—Tengo un pecado difícil de redimir.
¿Por qué no? Pensé. La cafetería Bolonia hacía esquina a muy pocos metros de donde se había celebrado el acto en la plaza de San Severiano. Sin preguntar a Lola, me puse tras su silla para empujarla hacia allí.
Nos sentamos afuera, justo en la parte trasera del local donde había un pasadizo entre el edificio de pisos en cuyos bajos estaba ubicada y el muro del mayor chalé de los que quedaban en la zona.
—Esa es la casa de los Varela —suspiró, señalándola—. Allí pasé gratos momentos poco tiempo antes de la hecatombe. Quedó muy perjudicada, pero sus dueños pu- dieron restaurarla y, gracias a ello, no tuvo que demolerse como tantas otras.
La miré expectante. Después de aquel comentario estaba claro que ella vivió muy de cerca la catástrofe.
—Me han dicho que es usted escritora.
Me sorprendió de cómo corrían allí las noticias.
—Ya ve qué matrimonio tan atípico el mío —bromeé—. El de un marino y una escritora que, después de una eternidad separados, juntos hemos terminado atracando en este puerto. La dirección del instituto, después de una vida entregado a la Armada, en cierto modo podría considerarse como una recompensa al trabajo bien hecho. Poder dirigir a una dotación de trescientas personas y a tres barcos hidrográficos acarrea una responsabilidad que él lleva con orgullo. —Suspiré—. Yo, en cambio, tan so- lo espero que la imprenta que tenemos a espaldas de mi casa, esa donde se hacen los mapas, me inspire para mi siguiente novela. Esta última mudanza me ha desconcentrado mucho y necesito recuperar la calma para empezar a pergeñar una nueva historia. Pero… no estamos aquí para hablar de mí.
Ingrid sonrió.
—¿Sabe que el padre de Lolita también era un oficial de la Armada? Quizá por eso he decidido elegirla a usted de entre tantas otras gentes para vomitar, de una vez por todas, la enquistada podredumbre que alberga es- te viejo cuerpo desde hace más de seis décadas.
Aquello sonaba repulsivo. Sin poder evitarlo, miré a su hija Lola. ¿Estaba desvariando? Al no negarlo, supuse que aquella anciana aún estaba en sus cabales.
Ingrid, dando vueltas con la cucharilla a su café, comenzó a hablar pausada.
—Escúcheme. Confío en usted para confesarme. Cuando termine, no espero su perdón. Lo único que necesito es liberarme de esta punzante carga y creo que esto me aliviará. No tengo miedo a la parca, pero sé que está cerca y quiero afrontarla con la cabeza bien alta. No quiero dejar al libre albedrío de los que quedan ningún secreto pendiente o palabras en el tintero.
Intuí que la inspiración no me iba a llegar a través de la imprenta. Las arrugas de ese apergaminado rostro reflejaban el pasado de una vida intensa.
—Adelante. Espero que mis hombros sean lo suficientemente anchos para soportar esa gabela.
El graznido de una gaviota le hizo mirar al cielo y, como viajando a otros tiempos comenzó a recordar
1
Lluvia mortal
Colonia, noche del 30 de mayo de 1942
Ist sie nicht süß, Ist sie nicht lieb, Ist sie nicht nett!
Das Fräulein Gerda, Das Fräulein Gerda?
Peter Igelhoff, «Das Fräulein Gerda»
Como cada atardecer los carillones de los veinte relojes que teníamos en exposición en la tienda marcaron las siete al unisono. Me levanté intentando desentumecer el cuerpo después de otra eterna y solitaria jornada sentada tras el mostrador a la espera de que un cliente inexistente entrase sacudiendo la campanilla que pendía frente a la puerta.
Empaqueté con sumo cuidado en una caduca página de periódico la estatuilla de biscuit de Sèvres que acababa de restaurar. Era una niña desnuda de unos diez centímetros de alto. Recostada sobre una pila de libros, apoyaba la espalda sobre las páginas del único vademécum que, de pie y abierto por la mitad, le hacía las veces de respaldo. Aquella diminuta figura parecía haberse quedado dormida al amparo de la cultura.
Sabía que a mi madre le entusiasmaba y pensé que, al no comprarla nadie, le gustaría tenerla en casa. Al fin y al cabo, desde que empezó la guerra apenas sonaba la campanilla de la entrada de nuestro anticuario y sería mucha casualidad que justo ahora viniese alguien a interesarse por aquella romántica pieza.
Como nosotros, los clientes aún pudientes del barrio, embriagados por la austeridad que la contienda demanda- ba, hacía tiempo que preferían hacer acopio de lo más in- dispensable en previsión de una larga supervivencia que dejarse seducir por cualquier capricho, y la adquisición de esa pequeña antigüedad bien podría catalogarse de tal.
La Segunda Guerra Mundial, después de casi tres años sometiéndonos a sus inmisericordes carestías, había conseguido robarnos hasta la más nimia ilusión.
Antes de ponerme la gabardina, cogí lo poco que teníamos en la caja registradora. Las dos monedas que una mujer me pagó por un tirador de porcelana exacto al que le faltaba en el cajón de un aparador. Apagué la luz, metí el regalo de mi madre en el cestillo de mi bicicleta y salí a la calle.
Desde el último bombardeo nocturno la iluminación era escasísima y ya estaba anocheciendo. Tenía rota la dinamo de la luz que frotaba con mi rueda delantera, así que aceleré el pedaleo.
En la esquina de mi calle oí la melodía de una gramola. Sonaba «Das Fräulein Gerda». Era mi canción preferida de las tres que alternaba aquel joven ciego de guerra, apostado siempre en la misma esquina.
Apenas me retrasaría un par de minutos, así que me dirigí hacia él para dejarle en la gorra que había en el suelo una de las dos monedas recaudadas aquella tarde. El tintineo de esta al caer le arrancó una sonrisa. Sin dejar de dar vueltas a la manivela con la mano izquierda, me tendió la derecha.
—Dios se lo agradezca.
Al estrechársela, sentí su áspera palma. La tenía desollada de tanto tocar aquel instrumento. Sin pensarlo dos veces, me quité los guantes de algodón para regalárselos.
—Tome, esto le servirá para protegerse de la fricción. No tienen dedos y me vienen grandes, así que le sentarán bien.
Con una leve inclinación de cabeza me besó la mano. Proseguí camino hacia casa pensando en aquel mendigo. Como todos los del barrio, conocía su historia. Paul tendría unos veinticinco años cuando, al empezar la guerra, quiso alistarse junto a la primera hornada de las Juventudes Hitlerianas. Era de los mayores y huérfano, así que su solo consentimiento bastó para que le entregasen un uniforme y le mandasen a primera línea de fuego. Tan solo duró un mes en el frente antes de ser herido y declarado inútil. Ahora esa gramola era su único sustento y los vecinos intentábamos ayudarle según nuestras posibilidades.
Tardé poco más de cinco minutos en bordear la catedral y llegar a casa. Apenas chirriaron las bisagras de la cancela del jardín, mis dos abuelas abrieron la puerta para salir a recibirme. Lo hacían a diario y como si llevase un siglo fuera.
Hacía poco más de quince días que habíamos ido al cementerio a visitar las tumbas de sus respectivos maridos en el segundo aniversario de su muerte, cuando aquel 12 de mayo de 1940 nuestros enemigos plancharon por primera vez la ciudad. Desde entonces y más unidas que nunca por el dolor de su viudedad, vivían con nosotros.
Correspondí a su abrazo como se merecían, porque, como ellas mismas decían, yo era a lo único que se podían asir para seguir adelante. A menudo discutían entre ellas sobre a quién de mis dos abuelos me parecía más. Nunca me metí en semejante trifulca. Tampoco las contradije, porque ser nieta de cuatro nacionalidades, alemana, francesa, española y rusa nunca fue fácil.
Tenía claro que de mi abuela Margot saqué sus ojos azules. De mi abuela Lola, sus latinas curvas; de mi abue- lo Klaus, su estatura, y del abuelo Vladimir, su capacidad para afrontar los problemas con sumo estoicismo; algo que yo, por aquel entonces, ignoraba, pero que, desgraciadamente, no tardaría en descubrir. Fuese como fuese, yo, según ellos, había heredado lo mejor de cada uno. Supongo que eso es lo que tiene ser hija y nieta única por los cuatro costados.
Mis padres, gracias a Dios, nacieron ambos en Colonia. A mi padre le bautizaron Ignaz y a mí como a mi madre. Ingrid era el nombre que, a pesar de sus diferencias culturales, a todos les gustó y, según mi abuela Margot, las iniciales de las dos ies entrelazadas quedaban preciosas bordadas en la ropa blanca.
Aún recuerdo las palabras de mi padre cuando me quejaba de niña de que cada uno de mis progenitores se empeñase en hablarme en su propio idioma, en hacer mi paladar a sus platos típicos o en enseñarme sus tradiciones.
—¿Y por qué no ha de ser así? Míralos juntos a los cuatro. Tan diferentes y tan amigos a la vez. A mi modo de entender, no existe en el mundo una entente más cor- dial que la comunión de civilizaciones. No te quejes, hija, que lo mejor es el mestizaje. Ser nieta de cuatro nacionalidades te hará grande.
No sé si grande, pero lo cierto fue que crecer y educar- me al amparo de todos ellos me había convertido en multilingüe. ¡Si incluso me había atrevido a apuntarme a clases de inglés e italiano! Idiomas que casi ya dominaba por completo. No haberlo hecho hubiese sido un desperdicio con el buen oído y facilidad que tenía, según todos en casa.
Me hubiese gustado seguir ampliando conocimientos, pero el inicio de la guerra había truncado mi posibilidad para matricularme en la Facultad de Bellas Artes. A la espera de tiempos mejores, me conformé con ayudar a mis padres en el anticuario, al tiempo que aprendía en su trastienda a pintar y restaurar porcelanas, algo que en un principio pensé inútil pero que, con el tiempo, se convertiría en mi tabla de salvación.
Cuando entré en casa escoltada por mis abuelas, la mesa ya estaba puesta. No sabía qué habrían encontrado en el mercado para comer aquel día según la cartilla de racionamiento que teníamos, probablemente salchichas, chucrut y patatas, pero tampoco importaba. Para mamá, conservar la mantelería almidonada y seguir poniendo la cristalería de Wittwer, la cubertería de plata y la vajilla de Rosenthal a diario servía para dar mejor gusto a las vian- das por muy humildes que fuesen.
A mí todo me sabía igual, pero ella era así. A pesar de haber despedido hacía tiempo al servicio, mi madre no se resignaba a perder las buenas costumbres.
Apenas nos sentamos, dejé el paquete sobre el plato de mi madre. Ella lo abrió nerviosa.
—¡Has restaurado el pie! ¡Casi ni se aprecia!
Se le saltaron las lágrimas y, dejando la servilleta sobre la mesa, se levantó para besarme en la frente. Aquellos eran los pequeños detalles que llenaban nuestros días de paz en esos tiempos convulsos y cuajados de sufrimientos.
Al terminar de cenar, mi padre, fiel a sus cotidianas costumbres, cogió su pipa, la rellenó de tabaco y después de encenderla se escabulló en la intimidad de su despacho.
Él ya había vivido la Primera Guerra Mundial y procuraba, en la medida de lo posible, olvidarla, a pesar de que la pérdida de su mano derecha se lo recordase a dia- rio. Las cuatro mujeres de casa sabíamos que, por mucho empeño que le pusiese, aún no lo había logrado y que, en circunstancias tan paralelas, sería muy difícil, por no de- cir imposible, conseguirlo. Por eso procurábamos eludir aquel tema de conversación, aunque las noticias diarias en prensa y radio recordasen la pesadilla una y otra vez.
Mientras mi madre recogía, yo acompañé a mis abuelas escaleras arriba para ayudarlas a cambiarse y ponerse el camisón.
Mi abuela Lola, alegre como nadie, comenzó a tararear «El día que nací yo», de Imperio Argentina.
—«El día que nací yo / qué planeta reinaría / Por donde quiera que voy / qué mala estrella me guía».
Mi abuela Margot, mucho más adusta, la miró enfurruñada. La senectud empezaba a hacer mella en sus recuerdos y pareció ofuscada por no poder recordar ninguna de sus canciones preferidas para rebatirla. Intenté ayudarla mientras le deshacía el moño.
—¿Algo de Lucienne Boyer?
Sonrió y comenzó a tararear «Parle moi d’amour». Las dejé acostadas en la penumbra e inmersas en aquella curiosa guerra de dispares canciones. Al besarlas antes de arroparlas, ambas me hicieron la señal de la cruz en la frente. Aquella quizá fuese una de las pocas tradiciones que, como católicas practicantes, tenían en común.
Ellas creían cuidarme a mí, pero ya hacía tiempo que habíamos cambiado los papeles. En varias ocasiones Margot se había caído de la cama desorientada, así que para no desatenderla dejé su puer- ta entornada antes de recorrer el pasillo hacia mi habitación, en el lado opuesto.
Frente al tocador miré mi imagen. Tenía veinte años, supuestamente estaba en lo mejor de la vida, debería estar ya comprometida con alguno de los chicos de mi entorno, pero casi todos habían sido reclutados y pocos eran los que quedaban en los aledaños que mereciesen la pena. Aparte de un par de flirteos de juventud, hacía tiempo que soñaba con encontrar a alguien más serio, pero estaba claro que para ello tendría que esperar a que esa maldita guerra se terminase.
Hasta entonces, seguiría dedicándome por entero a los míos. Ya vería después qué me deparaba el destino.
Rodeada de amigas que constantemente lamentaban la pérdida de un novio, al menos me quedaba el con- suelo de no tener que echar de menos a ningún hombre en particular.
Sumida en mis pensamientos, oí entrar a mi madre en la habitación. Como cada noche, empezó a cepillarme el pelo una y otra vez antes de darme las buenas noches. No salió hasta verme metida en la cama. Aún tenía que ter- minar de recoger la cocina y la oí bajar cansinamente las escaleras. Ya sola, me dispuse a leer, siguiendo mi costumbre habitual. La casa quedó en silencio a excepción de los pasos de mis padres en el piso inferior.
Me desperté sobresaltada. El sonido de las sirenas me trepanaba los tímpanos y entre uno u otro pitido oía acercándose aquel terrorífico zumbido. No era la primera vez que lo escuchábamos. Sabíamos que no era un tropel de abejas, sino los amenazadores aviones de la RAF los que nos enfilaban de nuevo.
Tardé en reaccionar, me había quedado dormida semisentada y con un libro en las manos. Me dolía el cuello por la tortícolis y la lámpara de noche todavía estaba encendida, lo que me indicó que mis padres aún deberían de seguir levantados porque, a pesar de ser ya una mujer, mi madre, cada noche, antes de acostarse, conservaba la costumbre de entrar en mi habitación una vez más para comprobar que todo estaba en orden.
Miré el despertador. Era la una menos cuarto. Sabía de memoria el protocolo a seguir. Apagué de inmediato la luz, salté de la cama y me asomé a la ventana para mirar al cielo. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. ¡Eran cien- tos! Quizá miles la bandada de aeroplanos que se veían dibujados en aquella inmensa luna llena.
Después de que el último bombardeo nos cogiese desprevenidos y separados a cada miembro de la familia en un punto de la ciudad, decidimos, reunidos en cónclave, que aquello no se repitiera nunca más.
Con frecuencia repasábamos el plan trazado. Si sufríamos otro asedio, en vez de ir al refugio más cercano, intentaríamos hacer lo posible para llegar a la catedral.
Como si de un milagro se tratase, desde que comen- zó la guerra, aquel templo había sido uno de los pocos edificios que habían salido indemnes del ataque aéreo, y por alguna inexplicable razón consideramos que aquel sería nuestro mejor albergue.
Como dijo mi abuela Lola, firme creyente, si nos equivocábamos tampoco importaría demasiado, porque Dios nos recogería con más ganas al haber muerto en su misma casa y de la mano de san Pedro.
El último domingo entre susurros y en plena mi- sa decidimos incluso el punto exacto donde nos encontraríamos para no perdernos en aquel maremágnum de personas sin rumbo que se formaba en esos críticos momentos. Nuestro próximo refugio sería esa pequeña capi- lla provista de cripta que estaba a la derecha del crucero.
Tras las luminarias lanzadas oí un silbido y la posterior detonación. Demasiado cerca. En nuestro barrio, aparte de un colegio, comercios y la catedral, no sabía que hubiese ningún punto estratégico militar que interesase al enemigo derribar aparte del ánimo de la población civil, pero así parecía estar siendo. Aquella fue la prime- ra bomba de las miles que aquella noche llovieron sobre nuestras casas.
Por fin reaccioné. Sobre el camisón, me puse la ga- bardina para protegerme de la mortal quemazón que aquella tormenta de fuego nos causaría al salir. Me calcé unas botas de agua y abrí la puerta de mi dormitorio.
Encendí la linterna para iluminar el pasillo a sabiendas de que allí ya no habría ventanas que delatasen nuestra posición.
A oscuras, mi abuela materna, Lola, abrazaba a su compañera de viudedad, mi abuela Margot, que abría los ojos como si hubiese visto un fantasma. Parecía más desorientada que nunca. Las canosas melenas de las dos se entrelazaban sobre sus hombros.
Otra explosión las hizo pegar un respingo. Esta vez la estructura de la casa crujió y una lluvia de polvo se des- prendió del techo. La abuela Margot empezó a sollozar tapándose los oídos. No era para menos.
El bramido incesante de las sirenas marcaba el descompás de un ininterrumpido crepitar de ametralladoras antiaéreas y el continuo estallido de los bombazos.
Mi madre me llamó desde debajo de la escalera.
—¡Bajad corriendo con lo puesto! No hay tiempo que… Me asomé para iluminarla un segundo con el haz de luz de la linterna. Llevaba el cofre de las joyas y la estatuilla en sus manos. Una inmensa polvareda cegó todo y un calor insoportable me quemó la cara antes de perder el sentido. No me dio tiempo a más.
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Ficha histórica del libro
Edad: Contemporanea
Periodo: Franquismo
Acontecimiento: Explosión del polvorín de Cádiz
Personaje: Sin determinar
Comentario de "Cenizas de plata y sangre"
Una mujer enfrentada a dos amores y un destino trágico en el Cádiz de los años cuarenta
Cádiz, 18 de agosto de 1947. La terrible explosión de un polvorín de la Armada envuelve la ciudad en una inmensa bola de fuego y destrucción. Calles enteras son reducidas a escombros y cenizas. Mueren ciento cincuenta personas y hay más de cinco mil heridos.
¿Accidente o sabotaje? El gobierno, en plena posguerra, echa tierra sobre la tragedia y el misterio sobre la explosión de Cádiz perdura aún en nuestros días.
Almudena de Arteaga ha investigado a fondo y ha descubierto viejos documentos que le han dado la pista para reconstruir lo que realmente pudo ocurrir. Y con sus dotes de novelista, ha devuelto a la vida a tres personajes inolvidables inmersos en un peligroso triángulo amoroso: Ingrid, una doble espía alemana; Frías, un anarquista español, y Guillermo, capitán de corbeta, en unas páginas llenas de intriga y una pasión desbordantes.
Presentación del libro por la autora en » La Esfera de los Libros»