Las puertas templarias
Las puertas templarias
INTRODUCCIÓN
En agosto de 1995 viaje por primera vez a Egipto. Como todo el que llega a tierra de faraones con un espíritu medianamente abierto, el primer contacto con sus piedras, sus desiertos infinitos y sus fértiles riberas me hechizó. Regresé en diciembre, y en marzo del año siguiente, y nuevamente en agosto… Así hasta en nueve ocasiones durante los últimos cuatro años. ¿Razones? Las ha habido personales y profesionales, pero tras cada escala en El Cairo o en Luxor sabía que debía comenzar a hacer los preparativos para un nuevo e inminente regreso. Y es curioso: nunca, en ninguno de los más de veinte países que llevo recorridos, he sufrido esa imperiosa necesidad de retorno.
En el último de mis viajes algo me llevó a adentrarme en el viejo barrio copto de la capital, y a alejarme momentáneamente de pirámides y templos. En su museo — una maravilla arquitectónica cuyos dos pisos se conectan entre sí por una hermosa cadena de afiligranadas claraboyas octogonales—, descubrí que una de sus vitrinas albergaba un fragmento de pergamino del Evangelio de Tomás. La etiqueta que acompañaba aquel texto apócrifo indicaba que pertenecía al conjunto de textos cristianos descubiertos en 1945 cerca del pueblecito de Nag Hammadi, a las afueras de Luxor.
Me impresionó. Aquellos trazos temblorosos habían sido redactados por uno de los primeros escritores cristianos de la historia, un anónimo escriba que creía que Tomás era el hermano mellizo de Jesús, y uno de los testigos directos de su resurrección. Lo que más me llamó la atención es que, por paradojas de la historia, ese texto hubiera ido a parar a Egipto, donde la doctrina de la resurrección de la carne llevaba acuñada ya siglos gracias al mito de Osiris.
Al regresar a España recordé que pocos meses antes de aquel «encuentro» había adquirido en Londres la traducción íntegra de los escritos de Nag Hammadi, tal como fueron redactados por una prácticamente desconocida secta gnóstica entre los siglos III y IV de nuestra Era. Al repasarlos con atención, me extrañó que en sus páginas se hicieran tantas alusiones, aunque tan intermitentes, a cierta comunidad de sabios llamada «la organización», cuyo propósito último parecía ser el de construir monumentos que recrearan en la Tierra «lugares espirituales» que están en los cielos.
Daba la impresión que debían de ser una especie de «ángeles» en el exilio, tratando de restablecer su contacto con los cielos. Sufrían una obsesión arquitectónica que se resumía en su necesidad de contrarrestar desde el suelo el imparable avance de ciertas «fuerzas de la oscuridad» que los textos de Nag Hammadi nunca terminaron de describir con detalle.
Los gnósticos que redactaron el pergamino que envejecía dentro de aquella vitrina, creían en la existencia de una lucha eterna entre la Luz y las Sombras. Una guerra sin cuartel que ha terminado afectando de modo especial a los habitantes de este planeta, y en la que algunas familias —como la de David, de donde descendería Jesús— jugarían un papel determinante gracias a sus peculiares vinculaciones con ciertos «superiores desconocidos» venidos «de arriba». El particular credo de aquellos hombres del desierto se trasladó de alguna manera a los alquimistas medievales y a los constructores de catedrales. Los templarios —según deduje después de algunas averiguaciones en Francia, Italia y España— tuvieron mucho que ver en esa transmisión de saber y en la perpetuación del ideal del eterno combate entre el Bien y el Mal. Y así, sin quererlo, me vi envuelto en la investigación de las vidas de aquellos que habían continuado la labor de «la organización» durante más de trece siglos, preservando algunos enclaves y planificando la erección de otros.
Con el tiempo y buenas dosis de «suerte», llegué hasta las obras de buscadores contemporáneos como Pietr Demianóvich Ouspensky, un ruso discípulo de un no menos intrigante maestro armenio llamado Gurdjieff, que en 1931 llegó a la fascinante conclusión de que los constructores de Notre Dame de París habían heredado sus conocimientos… ¡de la época del levantamiento de las pirámides! Es decir, que desde el antiguo Egipto hasta los canteros medievales debió de existir una especie de «correa de transmisión» de sabiduría que ha pasado desapercibida a ojos de historiadores y analistas. Es más, de ser acertada esa idea, aquellos «maestros de la sabiduría» debieron dejar estampada su firma no en el estilo arquitectónico empleado —eso hubiera sido demasiado burdo, superficial—, sino en el modo idéntico en que planificaron unos y otros edificios en relación a las estrellas, sin importar los milenios de historia que los separaban.
Y, claro, el desafío de localizar a los descendientes de aquellos maestros, de aquellos «ángeles», me cautivó. ¿Dónde se encuentran hoy los custodios de tales conocimientos? ¿Sería posible llegar a entrevistarse con ellos algún día? Ése es el espíritu que anima este relato.
Para elaborarlo, he rastreado las huellas dejadas por «la organización» —los carpinteros (charpentiers) los llama esta novela— a lo largo de medio mundo, y hoy creo haber encontrado parte de su rastro oculto en comunidades tan dispares como los templarios o en obras tan armónicamente perfectas como las catedrales. De la huella de esos «ángeles» —a los que veo como seres de carne y hueso, infiltrados entre nosotros— ya adelanté algo en La dama azul. En las páginas que vienen pretendo definirlos aún más. Atento, pues, querido lector.
La Navata, bajo el signo de Virgo, septiembre de 1999
ADVERTENCIA
Forzosamente, las páginas que siguen recogen sólo una pequeña parte de unos hechos que cambiaron silenciosamente la faz del mundo. No todos los detalles son históricos —muchos, deliberadamente, huyen de ello—, pero sí contienen el espíritu de algo que bien pudo ocurrir. Un día, si las Puertas se abren, como espero, y la Providencia me lo permite, esta historia terminará de contarse.
OMEN
Jerusalén, 1125
Ni por un segundo el bueno de Jean de Avallon imaginó que combatir con la coraza de la fe fuera algo tan real, tan próximo y tan peligroso a la vez Abrumado por el inesperado giro de los acontecimientos, el caballero fingió indiferencia y sonrió al conde cuando éste, inclinado sobre su oreja, le susurró el destino al que debía encaminarse a la mayor brevedad posible. Las suyas fueron apenas tres frases en lengua romance, breves, escuetas, que se colaron en el cerebro de su siervo con la facilidad del soniquete de un trovador. La última de ellas, por cierto, se le grabó a fuego «Yo os serviré de guía», dijo.
Jean, impresionado, aceptó aquel nuevo mandado y se apresuró a entonar el Te Deum laudamus como si nada hubiera alterado el ritmo de las cosas.
Pero no era así.
Preso de una excitación inenarrable, el joven guerrero del manto inmaculado pronto cayó de hinojos frente a su mentor, besó el sello del condado de la Champaña grabado en oro sobre su espléndido anillo y pronunció en voz alta su juramento para que todos le oyesen:
—Acepto de buen grado vuestras órdenes, mi señor —dijo balbuceando—, y las acataré aunque en ello me vaya la vida. Ahora que he visto la Verdad, que Nuestra Señora proteja tan sagrada misión, amén.
Nadie se sorprendió. A fin de cuentas el noble Hugo de Payns, senescal y hombre de confianza del conde, se lo había dejado bien claro el mismo día que le reclutó en Troyes, hacía ya algún tiempo. «La milicia que estamos reuniendo —le aseguró de camino a la capilla donde se celebró su ceremonia de admisión— tendrá un doble frente de combate: lucharemos sin cuartel contra quienes bloqueen los caminos hacia el Santo Sepulcro, y nos batiremos contra las fuerzas espirituales del Mal que amenazan a nuestro mundo. Vuestro trabajo, noble Jean de Avallon, podrá desarrollarse indistintamente en ambas direcciones, por lo que deberéis estar preparado para enfrentaros en cualquiera de esas batallas.»
Tuvo este aviso profético en el verano de 1118, hacía ya siete largos años. Fue entonces cuando Jean recibió el hábito albo que ahora lucía con orgullo. Aquel lejano mes de julio el joven Avallon cumplía diecinueve primaveras, y su porte orgulloso y fuerte, su carácter decidido y emprendedor, sus cabellos dorados y sus ojos verde esmeralda, habían conseguido impresionar a los ejecutores del proyecto, que pronto comenzaron a planearle un futuro lleno de responsabilidades. A ello, desde luego, no fue ajena la «señal» de que su nacimiento coincidió con el momento en que Godofredo de Bouillon conseguía rendir Jerusalén y conquistarlo de manos turcas para la cristiandad.
El arrollador triunfo de aquella primera cruzada iba a resultar decisivo. Mucho más de lo que el Papa o los reyes europeos habían previsto.
Sea como fuere, sólo él y ocho hombres más, todos mucho mayores que Jean, recibieron el manto pálido que en adelante les distinguiría como los primeros guerreros del ejército más particular que vieran los siglos: el de los Pobres Caballeros de Cristo.
En Troyes, Jean conoció a Godofredo de Saint Omer —un gigante de barbas blancas y mirada cálida que ahora bajaba la vista mientras el conde le impartía su bendición—, a Andrés de Montbard —tío de otro adolescente que pronto despuntaría como un religioso feroz e implacable al que se conocería como Bernardo de Claraval y que terminaría en los altares—, a Foulques de Angers —un anciano saco de huesos que aún echaba fuego por los ojos— y a tantos otros guerreros de probado valor que le rodeaban en aquel lance.
También allí, en la misma capilla privada de Troyes, el joven Jean se tropezó por primera vez con un desigual grupo de soldados, la mayoría cruzados que ya habían cumplido el sueño de hincar su rodilla ante la tumba de Nuestro Señor Jesucristo, que también recibieron entonces sus mantos negros o de buriel en señal de pertenencia a la nueva milicia de De Payns.
Pero ¡cómo pasa el tiempo! ¡Y cuánto envidiaba ahora a aquellos hombres sin responsabilidad ni noción alguna de lo que estaba sucediendo!
Es conveniente repetirlo: siete largos años habían transcurrido ya desde esa remota ceremonia de admisión, escueta y prudente. El capellán de entonces, un hermano del caballero Hugo, bendijo los aperos de Jean de Avallon y le ungió con la señal de la cruz antes de recomendarle que rindiera todo su ser a la sagrada misión que, tarde o temprano, iba a encomendársele. Fue una «señal» más. De hecho, el joven caballero nunca terminó de entender aquello de la «sagrada misión» hasta que, recién comenzado el séptimo invierno de campaña en Jerusalén, durante las tareas de restauración de Haram es-Sharif o «el noble santuario» como llamaban los árabes al antiguo recinto del Templo de Salomón, un aviso sorprendió a los allá destinados.
Al de Avallon la noticia le llegó mientras desenterraba un enorme arcón de piedra cerca de la llamada Cúpula de la Cadena, unos metros al este de la impresionante mezquita conocida como La Roca. Trabajaba a destajo desde hacía meses despejando las antiguas cuadras del rey Salomón, pero llevaba casi tres semanas empeñado sólo en arrastrar aquel pesado cofre a la superficie.
Fue a primera hora de la mañana. Uno de sus sargentos, el responsable de la farmacia, un tal Renard, descendió al túnel para darle la nueva: «Mi señor —tosió bajo la nube de polvo que levantaron sus botas en el subterráneo—, nuestro maestre Hugo ha recibido un mensaje urgente desde Francia. Os ruega que acudáis cuanto antes al capítulo». «¿Sabéis de qué se trata?», preguntó el caballero. «No. Pero debe de ser algo grave. Acudid presto.»
Cuántos recuerdos.
Hugo de Payns, en efecto, a eso de la hora tercia[4] de aquel mismo día, celebró una reunión extraordinaria del capítulo en la antigua mezquita de Al Aqsa, donde su majestad Balduino II había tenido instalada su escuálida corte hasta hacía bien poco.
Él era un hombre calculador, que disimulaba su ansiedad con un verbo pausado, padre de una gran familia y extraordinariamente leal a los suyos. No se anduvo, pues, con rodeos. En el interior de Al Aqsa, rodeado de columnas de mármol desnudas de casi seis metros de altura, y al amparo del eco de sus muros vacíos, informó a sus hombres que el conde de Champaña, otro Hugo de ilustre linaje que había financiado los primeros momentos de la nueva Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, estaba próximo a llegar a Jerusalén para unirse a su «cruzada secreta».
«La sombra del Mal está más cerca que nunca de nosotros —sentenció el De Payns con un gesto severo, que denotaba lo delicado del momento. En realidad, leía del mensaje que acababa de recibir—. Nuestro amado conde está inquieto por ello; no duerme ni comulga en paz desde hace meses y ha tomado la dolorosa decisión de abandonar sus posesiones, esposa e hijos, para acompañarnos en nuestra primera batalla verdadera: la que estamos a punto de librar contra el más poderoso enemigo que existe sobre esta tierra.»
El anuncio del caballero De Payns, como tantas otras cosas que sucedieron entonces, pronto se revelaría rigurosamente exacto.
Comprar el libro en Todos tus libros
Ficha histórica del libro
Edad: Varios
Periodo: Varios
Acontecimiento: Varios
Personaje: Varios