La dama azul
La dama azul
1
Venecia, Italia Primavera de 1991
Con paso ligero, el padre Giuseppe Baldi dejó atrás la plaza de San Marcos con las últimas luces del día.
Como de costumbre, caminó en dirección a la orilla de los Schiavoni donde tomó el primer vaporetto con destino a San Giorgio Maggiore. La isla que aparece en todas las postales de Venecia fue en otro tiempo propiedad de su orden y el viejo sacerdote siempre la contemplaba con nostalgia. Las cosas estaban cambiando muy deprisa. Todo parecía sujeto a mutación en aquellos tiempos inestables. Incluso una fe, la suya, que casi tenía dos mil años de historia a las espaldas.
Baldi consultó su reloj de pulsera, aflojó el último botón de su hábito y, mientras buscaba un asiento libre junto a la ventana, aprovechó para limpiar los cristales de sus diminutas gafas de alambre.
—Pater noster qui es in coelis… —murmuró en latín.
Tras ajustarse las lentes, el benedictino comprobó que el hermoso horizonte de la ciudad de los cuatrocientos puentes se teñía de tonos naranjas.
—… sanctificetur nomen tuum…
Sin dejar de recitar su letanía, el padre admiró el crepúsculo al tiempo que echaba un discreto vistazo a su alrededor.
«Todo en orden», pensó.
El vaporetto, el familiar autobús acuático blanco de los venecianos, estaba casi vacío a esa hora. Sólo una pareja de japoneses y tres becarios de la Fundación Giorgio Cini, a los que Baldi conocía de vista, parecían interesados en su servicio.
«¿Por qué seguía haciendo aquello?», se preguntó. «¿Por qué continuaba mirando de reojo a los pasajeros del barco de las seis, como si fuera a descubrir entre ellos las cámaras de un periodista? No llevaba ya suficientes años refugiado en la isla, a salvo de todos ellos?»
Catorce minutos más tarde, su transporte lo apeó en un feo embarcadero de hormigón. Al abrirse la compuerta, el bofetón de aire frío los despabiló a todos. Ninguno le prestó atención al bajar.
En el fondo, Baldi adoraba que su vida en la isla fuera tan tranquila. Cuando llegara a su celda se asearía, se cambiaría de calzado, cenaría con la comunidad y se encerraría a leer o a corregir algunos exámenes pendientes. Había seguido aquel rito desde su llegada a la abadía diecinueve años atrás. Diecinueve años de paz, cierto. Pero siempre en guardia, a la espera de una llamada, una carta o una visita indiscreta. Ésa era su condena. La clase de carga que jamás se quitaría de encima.
Baldi, sin embargo, se esforzaba por no caer en la obsesión.
¿Existía una vida más placentera que la entregada al estudio? El buen religioso no albergaba dudas al respecto. Sus ocupaciones en el conservatorio Benedetto Marcello como profesor de prepolifonía le proporcionaban la calma que jamás conoció en su juventud. Sus alumnos eran aplicados. Acudían a sus clases con moderado entusiasmo y él les explicaba cómo era la música anterior al año mil, salpicando sus lecciones con curiosas anécdotas. El claustro de profesores lo admiraba, incluso cuando dejaba de impartirlas abstraído en alguna investigación. Y los estudiantes lo respetaban. En consecuencia, sus horarios habían terminado por convertirse en los más flexibles del centro. Y sus lecciones, las más solicitadas.
Pero tantas facilidades nunca lograron distraerlo de sus otros intereses. Eran tan discretos y antiguos que rara vez hablaba de ellos con nadie.
Baldi llegó a la isla de San Giorgio en 1972, exiliado por culpa de la música. Allí, la Fundación Cini le ofreció más de lo que se hubiera atrevido a pedir a su obispo: una de las mejores bibliotecas de Europa, un centro de convenciones que había sido varias veces sede de conferencias de la Unesco, y dos institutos consagrados a la música veneciana y a la etnomusicología que lo embriagaron. Hasta cierto punto era lógico que los benedictinos hubieran creado aquel paraíso para musicólogos en San Giorgio. ¿Quiénes sino los hermanos de la Ordo Sancti Benedicti podrían ocuparse con tanta devoción de tan antiguo arte? ¿Acaso no fue el propio san Benito quien, al fundar su orden en el siglo VI, sentó las bases de la moderna ciencia musical?
Baldi era un experto en la materia. Él, por ejemplo, fue el primero en darse cuenta de que la regla de San Benito, la única que obligaba a ocho servicios religiosos diarios, se basaba por entero en la música. Era una norma fascinante. De hecho, cada uno de los «modos» que todavía hoy se emplean en la composición de las melodías musicales había inspirado las oraciones que sus hermanos recitaban a diario. Baldi demostró que la oración de maitines (la de las dos de la madrugada, en invierno) se correspondía con la nota do. Que los laudes, al amanecer, equivalían a re. Los oficios de la hora primera, la tercia y la sexta —las seis, nueve y doce de la mañana— a mi, fa y sol. Que la hora de mayor luz, la nona, a las tres de la tarde, sonaba como la, y las vísperas, a la puesta del sol, como si.
Ésa era la clase de lecciones que lo habían hecho famoso. «¡Horas y notas están relacionadas! —decía con vehemencia a sus alumnos—. ¡Rezar y componer son actividades paralelas! ¡La música es el verdadero lenguaje de Dios!»
Pero el veterano Baldi guardaba más hallazgos bajo los hábitos. Sus tesis eran deslumbrantes. Creía, por ejemplo, que los antiguos no sólo conocían la armonía y la aplicaban matemáticamente a su música, sino que ésta era capaz de provocar estados alterados de conciencia que permitían a sacerdotes e iniciados del mundo clásico acceder a parcelas «superiores» de la realidad. Su idea polemizó durante décadas con otras que defendían que esas sensaciones de elevación espiritual siempre se consiguieron gracias a drogas alucinógenas, hongos sagrados o substancias psicotrópicas.
¿Y cómo usaban la música? Baldi lo explicaba cuando la conversación se animaba. Admitía que a los sabios del pasado les bastaba desarrollar una sintonía mental adecuada para recibir información del «más allá». Decía que, en ese estado, brujos y místicos podían revivir cualquier momento del pasado, por remoto que fuera. Dicho de otro modo, según él, la música modulaba la frecuencia de las ondas del cerebro y estimulaba centros de percepción capaces de navegar en el tiempo.
«Pero ese conocimiento —explicaba resignado— se perdió hacía siglos.»
Muchos cuestionaban las ideas vanguardistas del padre Baldi. Sin embargo, las polémicas jamás avinagraron su rostro jovial y amigable. Su melena de plata, su porte atlético y su mirada franca le conferían un halo de conquista dor irresistible. Casi nadie reparaba nunca en sus sesenta y cinco años. De hecho, de no haber sido por su voto de castidad, Baldi habría roto los corazones de muchas alumnas.
Y los de sus madres.
Aquel día, ajeno a lo que estaba a punto de sucederle, Baldi entró en su residencia con la sonrisa y la prisa de siempre. Apenas se fijó en que el hermano Roberto le esperaba en la puerta con cara de querer decirle algo.
2
Gran Quivira, Nuevo México Trescientos sesenta y dos años antes
Sakmo cayó de rodillas, preso del espanto. Su cuerpo bien torneado se desplomó en cuanto las tinieblas se adueñaron de su ser. Por más que abriera sus ojos y se los frotara, el guerrero era incapaz de captar una sola brizna de luz. Una visión indescriptible acababa de dejarlo ciego. Ahora estaba a oscuras, solo, a las puertas de la roca sagrada de su tribu. Y ese terror íntimo que había apagado su mirada, le impedía también gritar.
Jamás en todas sus noches de guardia se había enfrentado a nada semejante.
A nada.
A tientas, sin atreverse a dar la espalda al fulgor que acababa de ofuscarlo, Sakmo trató de huir de la embocadura del cañón de la serpiente. Nunca debió acercarse a él. El nicho que hacía de puerta al corazón del cerro estaba maldito. Todo su clan lo sabía. En su vientre habían sido enterradas cinco generaciones de chamanes, de brujos, de hombres-medicina que decían que aquél era el único lugar de la región en el que era posible comunicarse con los espíritus. Era, pues, un lugar temible. «¿Por qué se había dejado llevar hasta allí?», pensaba ahora. «¿Qué diablos lo había atraído hasta la media luna de piedra de los iniciados, si sabía los peligros que lo aguardaban? Además, ¿no quedaba esa roca lejos del perímetro que debía vigilar?»
Aún faltaban tres horas para el amanecer. Tres horas para que lo relevaran de su puesto. O para que lo encontraran muerto. Pero Sakmo todavía jadeaba. Respiraba con dificultad. Nervioso. Impresionado. Vivo. Y con un torrente de preguntas desbordando su mente.
«¿Qué clase de luz es capaz de derribar de un golpe a un guerrero jumano? ¿Un rayo? ¿Acaso puede una centella ocultarse en la piedra y atacar a un adulto? ¿Y después qué?
¿Se abalanzaría sobre él y lo devoraría?»
El centinela no podía dejar de pensar. Sólo dejó de hacerlo cuando, en medio de su torpe huida, se dio cuenta de que la pradera se había quedado muda. No era un buen presagio, se dijo. Fue entonces cuando Sakmo entró en el peligroso terreno de la irracionalidad. ¿Estaría acercándosele aquella luz? Su fresco recuerdo lo intimidó. El fuego que lo había dejado a oscuras parecía salido de las fauces de un monstruo. Una alimaña mágica capaz de arrasar la pradera con sólo respirar sobre ella. Las profecías de su tribu hablaban de un fin del mundo así. Decían que su universo pronto sería destruido por las llamas y que un inmenso fulgor precedería a la destrucción de toda forma de vida. Al catastrófico colapso del Cuarto Mundo.
Si aquello que se había descolgado en el desfiladero era la señal del fin, nada ni nadie iba a poder impedírselo.
¿Qué iba a hacer él?
¿Valía la pena correr a dar la alarma?
¿Y cómo?
¿Ciego?
Sakmo se sorprendió al barruntar tan cobardes pensamientos. Un segundo más tarde, su cerebro los interpretó: el intruso no se parecía a nada de lo que hubiera oído hablar antes. La burbuja iridiscente que había abrasado sus ojos surgió de la brecha maldita sin avisar. Su luz quemaba y era muy veloz. ¿Qué podía hacerse contra un enemigo así? ¿Qué otro guerrero iba a lograr detenerla? ¿Acaso no era mejor que su mujer, su hija Ankti y su gente murieran sin despertarse siquiera? ¿… Y él?
—Ankti —susurró.
En tinieblas, ahogado por aquel silencio absoluto, el guerrero detuvo sus pasos y clavó la mirada en la roca que acababa de dejar atrás. Si iba a morir, meditó en una fracción de segundo, al menos lo haría como un hombre de honor. En pie. Plantándole cara al verdugo. Tal vez alguien lo recordaría en el futuro como la primera víctima del Monstruo del Final de los Tiempos.
Fue justo entonces cuando ocurrió. El guerrero no lo esperaba.
Cinco sílabas —sólo cinco—, pronunciadas muy despacio, rompieron el espeso mutismo de la llanura. Procedían de una garganta dulce, amiga. Su murmullo parecía brotar junto al oído mismo del guerrero. Inexplicablemente, aquel chorro de voz, aquella fuerza de la naturaleza, lo llamó por su nombre:
—¿Es-tás bien, Sak-mo?
La pregunta, entrecortada, pero formulada en perfecta lengua tanoan, lo paralizó. El oteador arrugó su entrecejo y por instinto echó mano al hacha de obsidiana que llevaba en la cintura. ¿Lo había mentado aquello?
Sakmo había sido adiestrado por su padre, Gran Walpi, el jefe del asentamiento de Cueloce, para cuidarse de los vivos. No de los muertos.
—Sakmo…
La voz lo increpó ahora con más fuerza.
¿Muertos?
El recuerdo de su anciano progenitor le hizo apretar los dientes y aprestarse a defender su vida con las armas. Fuera de este mundo o del otro, la luz parlante no acabaría con él sin dejarse algo de su ser sobre aquella arena roja.
—Sakmo…
Mientras oía la voz trémula por tercera vez, su hacha rasgó el aire trazando un círculo defensivo en torno a sí mismo. Seguía ciego. «Adiós, Ankti. Te quiero.» Fuera quien fuese quien lo llamaba, se encontraba ya junto a él. Podía sentir su respiración. Su insoportable calor. Y muerto de miedo, con su arma temblando en la mano izquierda, el único varón de guardia del poblado levantó el rostro al cielo aguardando la llegada de lo inevitable. Abrió sus ojos enrojecidos, y al forzar la vista hacia la oscuridad del cielo, adivinó una figura, grande como un tótem, que se echaba sobre él. Un oscuro pensamiento cruzó por su mente: ¡Era una mujer! ¡Un maldito espíritu femenino iba a terminar con su vida!
Por una de esas ironías de la vida, años atrás, en aquel preciso lugar, junto al pozo de Cueloce, su padre lo había preparado para morir. Morir luchando.
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Ficha histórica del libro
Edad: Moderna
Periodo: Austrias menores
Acontecimiento: Evangelización de América
Personaje: María Jesús de Ágreda
Comentario de "La dama azul"
Entrevista al autor en «Expediente Punto Cero»
Presentación de La dama azul en «La aventura del saber » de TVE
Conferencia del autor en la Diputación de Huelva
BookTrailer sobre «La dama azul»
Entrevista al autor en Aragón Radio
Entrevista al autor en «La noche en vela» de R.N.E.