El anillo del leal
El anillo del leal
«DÁSELO AL REY»
Año de 1177
In this year [1177], also, Alphonso, king of Castille, and Sancho, king of Navarre, his uncle, after many and great battles fought between them, came to a settlement before the king of England, the father, on the disputes and claims that existed between them. Accordingly, there came into England, on behalf of the king of Castille and on behalf the king of Navarre, four chosen men whom they knew to be trustworthy persons, being sent to England to hear the decision of the court of the king of England, and to report the same to the above-named kings of Spain, namely, John, bishop of Tarragona, Peter de Areis, Gunter, a brother of the Temple, and Peter de Rinoso. There came also on behalf of Alphonso, king of Castille, Matthew, bishop of Palencia, count Gomez, Lobdiez, Gomez, the son of Garsias, Garsias, the son of Garsias, Peter, the son of Peter, and Gotteri Fernanz; and, on behalf of Sancho, king of Navarre, the bishop of Pampeluna, Garsias Bermer, Sancho, the son of Ramiro, Espagnol de Taissonal, Peter, the son of Ramiro, and Ascenar de Chalez. All these were sent to assert their claims, and to answer on behalf of their masters. There came also two knights of wonderful prowess and valor, with horses and warlike arms, one on behalf of the king of Castille and the other on behalf of the king of Navarre, to appeal to wager of battle, at the court of the king of England, if it should be deemed necessary.
The Annals of Roger de Hoveden
Durante este año [1177], también, Alfonso, rey de Castilla, y Sancho, rey de Navarra, su tío, tras muchas y grandes discrepancias litigadas entre ellos, se dispusieron para llegar a un acuerdo delante del rey de Inglaterra, el padre, en las disputas y reclamaciones que existían entre ambos. En consecuencia, vinieron a Inglaterra, en nombre del rey de Castilla y en nombre del rey de Navarra, cuatro hombres elegidos dignos de su confianza, siendo enviados a Inglaterra para escuchar la decisión de la corte del rey de Inglaterra e informar de ello a los arriba mencionados reyes de España, siendo nombrados, Juan, obispo de Tarragona, Peter de Areis, Gunter, un hermano del Temple, y Peter de Rinoso. Vinieron también en nombre de Alfonso, rey de Castilla, Mateo, el obispo de Palencia, el conde Gomez, Lobdiez, Gómez, el hijo de Garsias, Garsias, el hijo de Garsias, Pedro, el hijo de Pedro y Gotteri Fernanz; y en nombre de Sancho, rey de Navarra, el obispo de Pamplona, Garsias Bermer, Sancho, el hijo de Ramiro, Espagnol de Taissonal, Pedro, el hijo de Ramiro y Ascenar de Chalez. Todos ellos fueron enviados para reivindicar sus reclamaciones y para contestar en nombre de sus señores. Vinieron también dos caballeros de tremenda habilidad y valor, con caballos y armas de guerra, uno en nombre del rey de Castilla y el otro en nombre del rey de Navarra para apelar a la batalla, en la corte del rey de Inglaterra, si esto se considerara necesario.
Historia de Inglaterra, Roger de Hoveden
—¡NO LO TOQUES!
—¿Por qué? —preguntó Miguel intentando que su voz sonara decidida, aunque sin conseguir disimular del todo el temblor que la acompañaba.
—Porque… está muerto —le contestó Álvaro con tono de desmayo. Miguel clavó sus ojos en aquel bulto que flotaba cerca de la orilla con el
interés y la inocencia de sus diez años. Era la primera vez que veía a un ahogado y sentía curiosidad. Álvaro salió del agua. Sus piernas desnudas temblaron y la convulsión se contagió a sus brazos y a su mandíbula. Con los ojos como platos miró a su amigo que continuaba cerca del hombre muerto.
—¿Quieres salir ya? —lo apremió Álvaro.
Miguel no se movió. Había poca corriente y el muerto se balanceaba suavemente sobre las aguas. La mano izquierda del ahogado estaba hinchada y amoratada; parecía a punto de explotar. Su cabello largo flotaba sobre la superficie y sus anchas espaldas sobresalían ligeramente por encima del agua.
—Será mejor que vaya a avisar a alguien —dijo Álvaro tan bajo que la poca brisa que corría tapó sus palabras.
Movió sus piernas hacia atrás, se obligó a girar el cuerpo y echó a correr. Las piedras se clavaban en las plantas de sus pies, pero no se detuvo. Tenía miedo. Y el miedo le hacía apresurarse.
El cuerpo inerte rozó las piernas de Miguel. El chiquillo se mantuvo quieto. Después, inclinó ligeramente la cabeza hacia la izquierda para tratar de ver la cara del ahogado. Justo en ese instante el cuerpo se movió hacia el fondo como si hubiera sido empujado por una fuerza extraña. Miguel dio un par de pasos hacia atrás y se quedó paralizado. El rostro de aquel hombre se apareció por sorpresa ante él. Tenía una herida feísima que cruzaba su cara desde la frente hasta la barbilla y le atravesaba el ojo izquierdo. Miguel tragó saliva y, todavía agarrotado, tomó aire como si hiciera mucho tiempo que se hubiera olvidado de respirar. La mano derecha de aquel hombre se movió hacia el muchacho buscando su mano diminuta. Tardó unos instantes en encontrarla y lo hizo más por instinto que por un acto reflexivo. Cuando aquella mano grande se encontró con la de Miguel, depositó un objeto en su palma y la cerró con fuerza. «Dáselo al rey», le pareció escuchar a Miguel. De la boca del muchacho salió entonces una exclamación de sorpresa. Tragó de nuevo saliva y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, aquel hombre flotaba otra vez sobre las aguas del Runa bocabajo, muerto. Y, por primera vez, el chico se fijó en el grueso rastro de sangre que lo rodeaba.
La boca de Miguel se había quedado abierta y su mirada no se podía apartar de aquel cadáver, mientras se preguntaba si lo que había visto había ocurrido de verdad. El sol salió de entre las nubes cubriendo la superficie de brillos dorados y haciéndole parpadear varias veces. Aterrado se movió hacia la orilla. A su izquierda algo centelleó captando su atención. Miguel se desplazó por el agua que le cubría hasta la cadera subiendo mucho sus rodillas. El muerto pasó a un segundo plano y el muchacho centró su atención en aquel objeto que brillaba. Metió la mano y alcanzó a tocarlo. Al hacerlo se cortó en el dedo meñique. «¡Ay!», exclamó muy bajito. Miró a un lado y a otro; no había nadie. Volvió a mirar. Solo entonces se atrevió a sacar aquel tesoro. Era una espada larga, sin adornos, con una inscripción en la empuñadura. Miguel no sabía leer, aunque la miró entrecerrando los ojos como si así pudiera averiguar su significado. Volvió a mirar hasta cerciorarse de que estaba solo. Salió del agua con la espada en su mano derecha, arrastrándola, y se dirigió hasta unos arbustos. Allí la escondió tapándola bien con hojarasca y piedras. Luego regresó a la orilla.
Cuando Álvaro llegó, se encontró a su amigo fuera del agua con la vista fija en el ahogado. Varias personas arribaron tras él. Miguel señaló entonces hacia el interior a la vez que Álvaro tomaba posiciones a su lado. La ribera se llenó de gentes y los cotilleos empezaron a correr de boca en boca. Álvaro aprovechó para dar un codazo a su amigo. Quería marcharse cuanto antes. Pero Miguel no se movió. Tenía la intención de esperar hasta cerciorarse de que el tesoro que acababa de encontrar y de esconder, seguía en su sitio. Ya se las arreglaría para volver más tarde a por la espada, pero tenía que saber que nadie la encontraba.
Mujeres, niños y ancianos miraban hacia el río. Muchos señalaban el lugar en el que el cadáver había aparecido, pero nadie se atrevía a meterse en el agua. Dos mujeres se agarraron del brazo y se persignaron murmurando unas palabras a modo de oración. El tiempo parecía no avanzar aquella tarde a orillas del Runa. Miguel se empezó a preguntar por qué nadie movía un dedo para sacar a aquel hombre del agua. Comenzaba a impacientarse.
Una voz grave comandó que se hiciera sitio. Las gentes miraron hacia atrás y abrieron un pasillo por el que avanzó un hombre alto y fuerte, de anchas espaldas. Al pisar parecía aplastar los guijarros de las inmediaciones como si fueran mendrugos de pan seco. Detrás de él marchaban dos hombres a modo de escolta. De un solo vistazo, el recién llegado escrutó a la gente que estaba cerca, memorizando de un plumazo cada detalle. Miguel, al verlo, lamentó no haber sido más listo a la hora de esconder la espada. Aquel hombre que movía los ojos sin menear la cabeza parecía poder adivinar los pensamientos. Miguel evitó cruzarse con su mirada, bajó la cabeza y clavó la vista en el suelo.
Don Ponce de Lehet, alcalde de Navarra, avanzó hasta que sus pies pisaron el agua. Y se quedó quieto tras el breve chapoteo. Los dos hombres que lo seguían se detuvieron unos pasos más atrás. Don Ponce no parecía tener prisa. Inhaló aire despacio por la nariz hasta que sintió sus pulmones llenos. Después dejó que el aire se escapara despacio hacia el exterior. Se colocó la mano derecha a modo de visera para observar mejor sin que le molestara la luz del sol, que había vuelto a asomarse entre las nubes. Miró hacia la derecha. Aquel día apenas había corriente en el río. El agua bajaba limpia, sin restos de ramas u otros objetos. Después paseó su mirada hacia la izquierda. Un reguero de sangre se escapaba corriente abajo, pero en las cercanías no había rastro que delatara que hubiera habido una pelea recientemente.
Se aseguró de que no se le pasaba ningún detalle por alto y llamó a los dos hombres que esperaban instrucciones.
—¡Sacadlo del agua! —les ordenó.
Sus dos escoltas se metieron en el río y empujaron el cadáver hasta los pies del alcalde en una maniobra que pareció no suponerles ningún esfuerzo.
—Dadle la vuelta.
Al girar el cuerpo, su cara deformada quedó al descubierto. «Un golpe reciente, de maza», concluyó. En la mente de don Ponce se desvaneció cualquier sospecha de ahogamiento fortuito. Aquel hombre había sido asesinado y arrojado al río. O peor aún, herido y lanzado al río, donde se habría ahogado. El alcalde de Navarra se agachó para observar mejor. La herida del rostro era profunda. Parte de su cráneo estaba hundido formando un complejo ángulo, justo encima de su ojo. Aparentemente no se apreciaban más lesiones, salvo un fuerte golpe en su mano izquierda. Su cuerpo no estaba hinchado lo que hacía sospechar que aquel hombre no llevaba mucho tiempo en el agua. Rebuscó entre sus ropas caras. Se guardó las monedas que portaba y una pequeña navaja. Quizá el único modo de identificarlo.
—Traedme a los dos niños —pidió don Ponce a sus ayudantes— y despachad al resto de la gente. Luego, empezad a buscar río arriba. El asesino puede estar aún por los alrededores.
Justo cuando el alcalde terminó de pronunciar la última de las sílabas, los dos ayudantes se dispusieron a cumplir sus órdenes. La orilla del río se vació de susurros y comentarios y las sombras comenzaron a alargarse de manera pronunciada sobre el suelo. Allí quedaron Miguel y Álvaro; de pie, expuestos a la mirada de don Ponce. El cierzo comenzó a soplar restando calor a aquella tarde de verano. Álvaro encogió sus hombros y acercó los brazos a su tronco al sentir el viento sobre su cuerpo. Sus dientes comenzaron a castañear. Miguel cruzó los brazos sin apartar la mirada del cuerpo del alcalde, que en ese momento se acercaba. Fue al mover sus brazos cuando se dio cuenta de que su mano izquierda guardaba algo en su interior. Rápidamente se dispuso a abrirla, pero el recuerdo de la imagen de aquel rostro le hizo detenerse. Había llegado a pensar que aquella aparición había sido producto de su mente y de su temor, pero había algo dentro de su mano que laceraba su palma y le decía que no era así. Entonces tuvo miedo de mirar y de encontrar allí algo que no era suyo. Y después su miedo se redobló al ser consciente de que en breve se habría de enfrentar con la mirada de aquel hombre del que no conocía ni su nombre ni su cargo, pero que le producía escalofríos.
La muralla, a sus espaldas, se fue llenando de sombras, tornándose más oscura. Cuatro hombres más llegaron en ese momento y el alcalde les hizo señas.
—¡Lleváoslo de aquí! —dijo para nadie en particular. Pero sus hombres se hicieron cargo.
Don Ponce caminó despacio hacia los dos amigos. El de la izquierda era un niño delgaducho de grandes y redondos ojos grisáceos. Su pelo oscuro caía hasta sus hombros. Tiritaba. ¿De frío? ¿De miedo? El que quedaba a su derecha era algo más bajo, pero de complexión más fuerte. Sus ojos marrones brillaban con intensidad y miraban hacia arriba observando al hombre que avanzaba. Cuando lo tuvo cerca parpadeó varias veces y desvió la vista hacia el suelo. Su pie se movió nerviosamente empujando una piedra que quedaba delante de él. El alcalde se detuvo a escasos dos pies de ellos y los miró detenidamente antes de abrir su boca.
—¿Así que vosotros sois los que habéis encontrado al muerto? —les dijo en un tono especialmente bajo.
Álvaro miró nerviosamente a su amigo. Este afirmó por los dos moviendo repetidamente su cabeza de arriba abajo.
—¿Cómo te llamas, chico? —le preguntó don Ponce intuyendo enseguida que él iba a ser el que contestara por los dos.
—Miguel.
—¿Miguel…? —le repitió esperando el nombre de su familia.
—Miguel Juánez de Grez.
—¿Y tú?
Álvaro se quedó trastabillado, como si de pronto se le hubiera olvidado hablar.
—Se llama Álvaro Yenéguez —dijo su amigo por él mientras le daba un pequeño codazo.
En aquel silencio, el ruido de la corriente del Runa se hizo más notorio. Mientras, sobre el cielo teñido de un azul indefinido, las golondrinas realizaban sus últimos vuelos antes de regresar a sus nidos para pasar la noche.
—¿Eres el hijo de don Yenego Pérez?
—Su padre es don Yenego Martínez de Subiza —intervino de nuevo
Miguel.
El alcalde de Navarra hizo una pequeña mueca y meneó la cabeza hacia los lados en un gesto prácticamente imperceptible. «Don Yenego Martínez de Subiza», repitió don Ponce para sus adentros. Lo conocía. Había tenido que hablar con él varias veces y abrir investigación en su contra. A pesar de ello, nunca había sido inculpado y jamás se había probado su implicación en ninguno de los hechos que le habían sido imputados. Aunque eso no significaba que fuera inocente. Don Yenego Martínez de Subiza era, además de un ricohombre, un caballero con bastantes pocos escrúpulos; un hombre listo, sí y tan rápido con la espada como con la palabra, a quien era mejor evitar tener como enemigo.
—¿Qué habéis visto? —les preguntó el alcalde dejando las reflexiones para otro momento.
—Nada, señor. —Miguel tomó la palabra—. Solo estábamos jugando en la orilla y la corriente ha acercado el cuerpo hasta nosotros.
—¿Estaba muerto?
—Muerto —repitió entonces Álvaro, lívido como la cera.
Miguel apretó más los brazos que tenía cruzados sobre su cuerpo como si así pudiera proteger mejor su mano.
—¿Estáis seguros? ¿Tampoco habéis oído nada? —les preguntó con impaciencia. En aquel momento le pareció más fácil arrancar confesiones a los peores bandidos que a aquellos dos niños.
—Los muertos no hablan —respondió Álvaro como si fuera algo obvio, con los ojos perdidos, sus pupilas desenfocadas.
Don Ponce pudo ver el temblor de sus labios y la tiritona de su cuerpo. Aquel chico parecía a punto de desmayarse. Antes de mandarlos a casa se decidió por una última pregunta.
—¿Habéis visto u oído a alguien por los alrededores? —les repitió.
—No, señor —contestaron los dos a un tiempo.
—Está bien —les dijo agachando su cuerpo hasta quedar a su altura, intentando ser amable y recordando que no estaba ante un par de malhechores, sino ante dos niños asustados—. Mañana volveré a hablar con vosotros.
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Ficha histórica del libro
Edad: Media
Periodo: Formación de los Reinos Cristianos
Acontecimiento: Juntas de Infanzones de Obanos
Personaje: Varios
Comentario de "El anillo del leal"
Iruñea, verano de 1177. En vísperas de la llegada de Ricardo Corazón de León a la ciudad, la misteriosa aparición de un hombre flotando en las aguas del Runa interrumpe los juegos de Miguel y de Álvaro, dos amigos de carácter tan distinto, como diferentes son sus orígenes. La curiosidad del primero lo lleva a acercarse a la víctima sin sospechar que ese contacto removerá el sosiego del reino de Navarra y marcará su destino. Porque ese caballero que arrastra la corriente no debería haber estado en la ciudad, ni lucir un anillo que no le pertenece y, mucho menos, haberse tropezado con un niño en el instante último de su vida. El anillo del leal inicia la saga de caballerías La chanson de los Infanzones que, ambientada en la Navarra de los siglos XII y XIII, narra la lucha de supervivencia y superación de dos jóvenes. El anillo del leal es la crónica de una amistad inquebrantable que el destino pondrá a prueba, el relato de la forja de dos caballeros y la historia de dos familias, Subiza y Almoravid, llena de lealtades, amores, traiciones, fracasos y logros.