La vida contada por un sapiens a un neardental
La vida contada por un sapiens a un neardental
Cero. La visita a los abuelos
Un día, hace años, estuve en Atapuerca y al volver a casa, cuando me preguntaron que de dónde venía, dije:
—De ver a los abuelos.
Aquella experiencia cambió mi vida. Regresé convencido de que entre los habitantes supuestamente remotos del conocido yacimiento prehistórico y yo había una proximidad física y mental extraordinaria.
Lo sentí como se siente una llaga.
Los siglos que nos separaban eran calderilla frente a los milenios que nos unían. Los seres humanos hemos pasado el noventa y cinco por ciento de nuestra existencia en la Prehistoria. Acabamos de aterrizar, como el que dice, en este lapso brevísimo de tiempo que llamamos Historia. Significa que la escritura, por ejemplo, se inventó ayer, aunque tenga cinco mil años. Si cerraba los ojos y alargaba el brazo, podía tocar las manos de los antiguos habitantes de Atapuerca y ellos podían tocar las mías. Ellos estaban en mí ahora, pero yo ya estaba en ellos entonces.
El descubrimiento me trastornó.
La Prehistoria no solo no era un asunto del pasado, sino que gozaba de una actualidad conmovedora. Los hechos de aquella época me concernían más que los de mi siglo porque lo explicaban mejor. Me hice, pues, con una biblioteca básica sobre el asunto y comencé a leer. Como es habitual, cuanto más aprendía más se ensanchaba mi ignorancia. Leía y leía sin desfallecer porque el Paleolítico era una droga y el Neolítico eran dos drogas y los neandertales eran tres drogas, y yo me hallaba al borde de la politoxicomanía cuando comprendí que, dadas mi edad y mis limitaciones intelectuales, jamás llegaría a saber lo suficiente como para escribir un libro original, que era lo que me había propuesto desde mi viaje a Atapuerca.
¿Qué clase de libro?
Ni idea. A ratos era una novela, a ratos un ensayo, a ratos un híbrido entre el ensayo y la novela. A ratos, un reportaje o un largo poema.
Renuncié a mi objetivo, aunque no a la droga.
Entre tanto, sucedían cosas. Publiqué una novela, por ejemplo, que me invitaron a presentar en el Museo de la Evolución Humana, vinculado al yacimiento de Atapuerca, en Burgos. Conocí entonces al paleontólogo Juan Luis Arsuaga, director científico del museo y codirector del yacimiento. Arsuaga tuvo la amabilidad de hacerme una visita guiada de la institución que gobernaba. Algunos de sus libros habían formado parte de mi biblioteca básica sobre la Prehistoria o la evolución, y los había leído con avaricia, aunque no siempre con el provecho que se merecían, pues el paleontólogo no hace muchas concesiones cuando escribe. En otras palabras, no siempre me resultaba fácil colocarme como lector a la altura de Arsuaga como autor.
Como narrador oral, en cambio, me pareció atrevido, seductor, ágil. Lo escuchaba literalmente embobado porque cada dos o tres frases perpetraba un acierto expresivo admirable. Deseé adueñarme de ese discurso, que de algún modo era el mío. Observé además que para hablar de la Prehistoria mencionaba el presente del mismo modo que para referirse al presente departía sobre la Prehistoria.
Borraba, en fin, las fronteras abusivas que la educación tradicional ha instalado en nuestras cabezas respecto de esos dos periodos y reforzaba, sin saberlo, mi sentimiento de proximidad con nuestros antepasados. Advertí, escuchándolo, que había entre aquello y esto un continuum en el que yo estaba atrapado emocionalmente, pero que me costaba articular de forma racional.
Pasó otro año durante el que seguí leyendo y leyendo hasta lograr, creo, abrir grietas en el fino cristal que me separaba de mis ancestros prehistóricos.
En el cristal que me separaba de mí mismo.
Publiqué otra novela y me las arreglé para que de nuevo me invitaran a presentarla en el Museo de la Evolución Humana. Pedí también a mis editores que me organizaran, si fuera posible, una comida con Arsuaga.
Comimos.
En el segundo plato, gracias al valor obtenido de la ingesta de tres o cuatro copas de Ribera del Duero, decidí ir al grano.
—Oye, Arsuaga, tú eres un narrador oral formidable. Para las personas ignorantes como yo, te explicas mejor cuando hablas que cuando escribes.
—Eso se lo debo a las clases —apuntó él—. Tienes que inventar mil recursos para que los alumnos no se duerman.
—El caso —seguí— es que tú y yo podríamos asociarnos para hablar de la vida.
—¿Asociarnos cómo? —preguntó.
—De la siguiente manera: tú me llevas a un sitio, al que quieras: a un yacimiento arqueológico, al campo, a una maternidad, a un tanatorio, a una exposición de canarios…
—¿Y?
—Y me cuentas lo que estamos viendo, me lo explicas. Yo hago mío tu discurso. Lo digiero, selecciono sus materiales, los articulo y los pongo por escrito. Creo que levantaríamos un gran relato sobre la existencia.
Arsuaga se sirvió una copa de vino, calló unos instantes y luego continuamos comiendo y hablando de la vida: de nuestros proyectos, de nuestros gustos y disgustos, de nuestras frustraciones… Me pareció que no le había interesado mi propuesta y que fingía no haberla escuchado.
Bueno, me resigné, seguiré intentándolo por mi cuenta.
Pero cuando llegó el café, me miró atentamente, sonrió de un modo un poco enigmático y dio un golpe en la mesa con la palma de la mano al tiempo que decía:
—Lo hacemos.
Y lo hicimos.
Uno. El florecimiento del piorno
—Esto es el gamón, la planta de los Campos Elíseos. Si un día te despiertas rodeado de gamón, es que estás muerto.
Observo los pétalos blancos de la herbácea, que se abren como una alucinación ante mis ojos, y me pregunto, dada la abundancia de estas flores, si no estaremos muertos el señor que me acaba de hablar y yo. El señor es Juan Luis Arsuaga, un paleontólogo. Yo soy Juan José Millás, un paleontologizado.
La sugestión de haber fallecido me da ánimos para seguir al científico, que se introduce ahora en las intimidades de una vegetación de escasa altura bajo la que se ocultan las irregularidades de un suelo sobre el que no resulta fácil mantenerse en pie. Ascendemos hacia la parte alta de una pequeña depresión en forma de uve por cuyo fondo discurre un riachuelo. Arsuaga recorre con agilidad un sendero casi invisible que se abre entre las flores. Yo procuro pisar donde ha pisado él, pero no siempre acierto, de manera que tropiezo y pierdo la posición vertical, y me levanto sin pronunciar un ay para evitar que se vuelva y me sorprenda en una postura humillante.
Al fin llega arriba del todo, donde se detiene y espera a que lo alcance para mostrarme un conjunto rocoso de granito que evoca el escenario de un gran teatro. Su telón está formado por una cascada de agua transparente. El ojo ve; el oído oye; el interior de la nariz se humedece; la piel reacciona con un movimiento de gratitud a la fina lluvia horizontal que se desprende del salto de agua y nos refresca.
Todos los sentidos se ponen en guardia, pues hay desafíos para los cinco y para más, si dispusiéramos de ellos.
¿A qué hemos venido aquí? En principio, a ver la cascada, quizá también a que la cascada nos vea a nosotros. Por un instante, bajo el sol magnífico de las cinco de la tarde de un 14 de junio, advierto el divorcio experimentado a lo largo de mi vida con la naturaleza.
Noto cómo los sentidos encargados de percibir el temblor de fondo de esa naturaleza, atrofiados por la falta de uso, se despiertan para proporcionarme unos segundos, quizá unas décimas de segundo, de enorme acuerdo conmigo mismo y con mi entorno.
Hola, cascada, digo sin despegar los labios. Bienvenido, Juanjo, me responde ella telepáticamente.
Tal vez, después de todo, sí esté muerto.
Lo cierto es que no recuerdo una combinación semejante de estímulos: el del aroma de las numerosas plantas; el de su variedad cromática; el de la frescura sonora de la cortina de agua; el de la novedad de respirar un aire sin plomo; el del rumor provocado por el aleteo de los insectos… Me viene a la memoria, qué le vamos a hacer, un anuncio de perfumes. Cada uno, incluso en el más allá, es víctima de sus referencias. Ahora bien, en esta ocasión no me encuentro en el sofá, delante de la tele, en esta ocasión estoy dentro del anuncio, como si me hubieran administrado un ácido. Nos hallamos en las profundidades de un templo sin paredes.
—¿Y qué es la naturaleza sino un templo? —supongo que habría dicho Arsuaga de haber abierto la boca.
Habíamos ido a presentar nuestros respetos a la cascada, pero también, y sobre todo, a ser testigos de la floración del piorno, una planta baja de cuyo tallo brota en esta época del año una flor de diferentes tonos amarillos que proporciona al paisaje el resplandor insólito de un Rothko.
Por un momento, la vida dejó de tener un lado siniestro, un costado amenazador. La vida, en ese instante, devino en puro desplazamiento y yo formaba parte de él, del desplazamiento de la vida. Así, mis ideas eran a ratos amarillas como el piorno, y a ratos blancas como el gamón, y moradas a ratos como el cantueso, pero verdes también, como la hierba o las espigas que salpicaban el paisaje. Y cada color ofrecía una variedad infinita de modulaciones por las que mi mente se desplazaba con la lentitud de la sombra de una nube sobre la retama.
El florecimiento del piorno.
Dentro de un mes, quizá antes, cuando el sol comenzara a apretar, aquellas tonalidades amarillas perecerían con la grandeza con la que muere lo pequeño.
—No hay nada como escaparse del colegio —dijo entonces
Arsuaga. Y así era. Nos habíamos escapado del colegio, pues a esa hora de aquel 14 de junio él debía estar en la Complutense, creo, corrigiendo exámenes, y yo en mi casa, intentando escribir las primeras líneas de una novela cuyos personajes me reclamaban desde hacía meses. En cambio, nos encontrábamos en el puerto de Somosierra, a unos noventa y cinco kilómetros de Madrid y a unos mil quinientos metros de altura, disfrutando de un asueto imprevisto.
—Aquí hubo, hace unos doscientos cincuenta millones de años, una cordillera tan alta como el Himalaya que se fue erosionando. Lo que vemos ahora son sus raíces —me ilustra el paleontólogo mientras emprendemos el camino de vuelta—. Este paisaje, muy reciente, es el resultado del abandono de la ganadería. El matorral echa a perder el pasto. En España —añade sin darse un respiro— hay dos grandes periodos: el primero va desde el Neolítico hasta 1958, con los planes de desarrollo de los tecnócratas del Opus. El campo hasta entonces era un sitio lleno de gente, lleno de voces, la vida en el campo no era triste, había niños. El campo era como una calle. En 1970 el campo se había vaciado, no quedaba nadie.
Ningún país europeo tiene más del cinco por ciento de población agraria.
—Claro —asentí yo mirando de no tropezar.
—Por cierto, se me olvidó decirte que tienes que leer un libro que se titula Por qué me comí a mi padre.
—Vale, de qué va —pregunté, como si el título no lo resumiera.
—Tú léelo. Es de Roy Lewis. Mira qué robles. Aquí cerca hay también un bosque de abedules.
Dos. Todo es neandertal aquí
Volví a encontrarme con Arsuaga un par de semanas más tarde. Entre tanto, la sugestión de haber muerto iba y venía, pero cuando venía la disimulaba delante de mi familia y de mi entorno. Me hice el vivo, llevé vida normal y seguí enviando mis artículos a los periódicos para los que trabajo. Muchos estaban escritos como desde el más allá, aunque ningún lector me lo hizo notar. He de añadir que la existencia, durante aquellos días, cobró una luz insólita, además de un significado del que antes carecía.
El paleontólogo me había recogido a la puerta de mi casa poco antes del mediodía y ahora viajábamos en su Nissan hacia la sierra de Madrid.
—Te voy a dar una sorpresa —dijo.
Conducía él para que yo pudiera tomar notas en un cuaderno pequeño, de tapas rojas, que compré hace años en una librería de Buenos Aires y que reservaba para escribir un poema genial que parecía que iba a llegar y que no llegó. Ya ni lo espero.
Fuimos un rato en silencio, escuchando la radio, donde desmintieron un bulo que había circulado acerca de un personaje conocido.
—Somos una especie cotilla —apuntó Arsuaga a propósito de la noticia—, aunque el cotilleo está desprestigiado porque se asocia al chisme, y son cosas distintas. El chisme sirve para controlar la jefatura. Cuando un dirigente hace algo que contradice el pensamiento convencional, es víctima del chisme. ¿Cómo crees que se acabaron en la evolución las jerarquías basadas en la fuerza?
—Ni idea —dije.
—Acabaron gracias a las pedradas. Somos la única especie que lanza objetos con precisión. Los hombres prehistóricos desarrollaron esa capacidad que no está en los chimpancés. La puntería ha sido esencial en la evolución. Desarrolla el sistema nervioso y la musculatura. La razón por la que los chimpancés no tallan no es de orden cognitivo, es que carecen de la coordinación necesaria.
El paleontólogo volvió la cabeza y me miró como para averiguar si le seguía. Yo hice un gesto leve hacia la carretera para recordarle que el que conducía era él. Cuando de nuevo me ofreció su perfil, comprobé que es un perfil de pájaro en el que destaca la nariz.
Hace tiempo, creo que en la radio, le escuché decir que la nariz proyectada es un rasgo específico del rostro humano. El resto de los primates la tiene chata. Desde entonces siempre observo con cierta extrañeza este apéndice de la gente, también el mío al mirarme en el espejo. Se trata, si uno se fija bien, de un añadido curioso. Un pegote en medio de la cara. La nariz de Arsuaga, como decía, le proporciona un aire de pájaro. Sus dientes, ligeramente desorganizados, contribuyen a este efecto. También su pelo, blanco y revuelto como la cresta de algunas aves tropicales.
El paleontólogo suspiró, sonrió con expresión de nostalgia, y continuó hablando:
—Los historiadores no tienen suficientemente en cuenta esta capacidad para lanzar piedras. Una pedrada en el cráneo de una hiena la mata. Los perros huyen cuando nos agachamos como para coger una piedra porque una pedrada en la boca los deja sin dientes. El lanzamiento de piedras es una cosa muy seria. No te sirve de nada ser el más bruto, si los demás miembros del grupo saben lanzar piedras.
—David contra Goliat —se me ocurrió.
—Ahí lo tienes —continuó él—. La fuerza fue sustituida por la política gracias a las piedras. Los chismes son nuestras piedras.
Acaban con la reputación de alguien y lo inhabilitan para convertirse en jefe.
—¿Y el cotilleo?
—El cotilleo es una forma de coerción que impide que alguien se desvíe de la norma. Es muy opresivo, sobre todo en las comunidades pequeñas. Mira cómo está la retama. La jara, en cambio, ya no.
Entramos en el valle del Lozoya, por el que discurre el río del mismo nombre, en la sierra de Guadarrama, al noroeste de la Comunidad de Madrid.
—La sierra de Guadarrama —dijo cambiando de conversación— no es la más alta ni la más bella, pero sí la más culta. Todos los poetas y pensadores del regeneracionismo han escrito sobre ella.
Los regeneracionistas no eran escritores de café, estaban ligados a la naturaleza. Son lo mejor de la cultura española del siglo XX. Tras la Guerra Civil, el campo y el deporte empezaron a estar mal vistos.
Un intelectual, después de la guerra, no iba al campo. Mira a tu derecha: aquello es Peñalara.
Miré a mi derecha y de paso, furtivamente, eché un vistazo al reloj. Ya era la hora de comer, pero el paleontólogo no daba muestras de dirigirse a ningún restaurante. Cuando no como a mi hora, la caída del azúcar o de los carbohidratos, no sé, la caída de algo dentro de mi sistema endocrino me pone de mal humor, de manera que me costaba atender a lo que decía. Pero en esto, tras dejar atrás un pueblo pequeño, de nombre Lozoya, entramos, literalmente hablando, en el paraíso.
Ante mis ojos se manifestó un paraje que no es de este mundo.
¿Otra prueba de que estamos muertos?
El sol, que se encontraba en lo más alto de su recorrido, provocó una borrachera de luz que excitaba los sentidos, dando lugar a una percepción como de realidad aumentada, quizá de sueño lúcido.
Abrí la ventanilla del coche y al respirar respiré luz, sudé luz, la luz penetraba por mis poros, alcanzaba mis huesos, atravesaba su tuétano, salía por mi espalda y seguía su camino hacia el centro de la tierra, donde quizá devenga en una luz oscura que ilumine de forma inversa sus entrañas. No había nadie a nuestro alrededor, ningún coche, ninguna moto, ninguna bicicleta. De vez en cuando una sombra con forma de pájaro rasgaba la materia silenciosa de la que está hecho el aire.
—¿Estamos en el Valle Secreto? —pregunté.
—Sí —dijo el paleontólogo—, el valle de los Neandertales. Se le llama secreto porque está muy aislado.
Me había hablado de él en el encuentro anterior, prometiéndome que un día me llevaría a verlo. Para mí significaba visitar a los abuelos, pues soy neandertal. Lo sé desde el colegio porque los niños sapiens, que eran unos cabrones, me miraban raro. Tenía que llevar a cabo unos esfuerzos heroicos para ocultar mi neandertalidad, así que me pasaba la vida observándolos para imitar su comportamiento y no me quedaba tiempo para dedicarme al estudio. Suspendía todo, lo que me volvía más neandertal, si cabe. Mi familia, a simple vista, no parecía neandertal, por lo que deduje enseguida que era adoptado, un adoptado idiota, claro, hasta que tropecé en la tele con un programa de neandertales y me reconocí en el protagonista, que parecía una copia de mí o yo de él.
Mis padres no se dieron cuenta de nada. Papá, que era un sapiens sapiens de los de pura cepa, dijo que menos mal que el hombre había logrado escapar de aquella condición.
«¿Por qué?», pregunté yo. «Porque los neandertales —dijo él— carecían de capacidad simbólica».
No me atreví a preguntar en qué consistía la capacidad simbólica, pero consulté la enciclopedia y aprendí lo que era un símbolo. Las banderas, por ejemplo. A mí me parecían unos símbolos de mierda, pero fingí interesarme por ellas para hacerme pasar por sapiens. Estábamos rodeados de símbolos. El collar de perlas Majorica de mi madre, por poner otro ejemplo, también era un símbolo (de estatus).
Averigüé asimismo que los neandertales y los sapiens habían intercambiado todo tipo de materiales, incluido el genético. Al principio, los sapiens daban a los neandertales collares de vidrio a cambio de comida porque a los sapiens les gustaba la gastronomía mientras que a los neandertales les fascinaba el resplandor. Al carecer de capacidad simbólica, pensaba yo, ignoraban el significado de ese resplandor, pero se quedaban encandilados con él. El caso es que de tanto intercambiar objetos, y como el roce hace el cariño, los neandertales y los sapiens empezaron a meterse en la cama juntos. Los sapiens, que eran los listos, lo hacían por vicio, mientras que los neandertales, más ingenuos, se acostaban por amor. Y ahí es donde comenzó el intercambio genético.
En mi calidad de neandertal pasé una adolescencia muy dura, pues no quería a las chicas por su dinero (la ausencia de capacidad simbólica me impedía apreciar el valor de los billetes de banco), sino por su resplandor. Pero a ellas les gustaban los jóvenes con capacidad simbólica, es decir, que conocieran el significado de poseer un Renault. No había manera de intercambiar material genético con ninguna. Aceptaban que las invitara a merendar, pero cuando les ofrecía una porción de semen salían corriendo.
Fue duro, todavía lo es. Continúo fingiendo que entiendo a los sapiens, que formo parte de ellos, pero la verdad es que sufro como un perro porque el sapiens ha llevado sus capacidades intelectuales hasta extremos difíciles de imitar.
El paleontólogo, en fin, me había traído de vuelta a casa. Esta era la sorpresa, supongo, de la que me había hablado al salir.
El espectáculo te dejaba sin respiración. Parecía un valle platónico, un valle arquetípico, un valle hiperreal.
Parecía EL VALLE.
—¿Tú te puedes creer que esto exista? —murmuró apagando el motor.
Abandonamos el coche en silencio. El paleontólogo había traído un paraguas que abrió para protegerse del sol, y comenzó a subir una suave pendiente en busca de una perspectiva más amplia.
—Mira —dijo mostrándome una planta—, esto es el gordolobo. Se utilizaba para pescar. Lo echaban a una poza como la que forma el río ahí abajo y los peces subían medio muertos. Observa cómo están los escaramujos. Y las amapolas. Las amapolas. La amapola es mi flor. Este rojo es inexplicable. Y no te pierdas la jarilla.
A medida que nombraba las plantas, las acariciaba suavemente con la yema de los dedos de la mano izquierda, sin dejar de sostener el paraguas con la derecha. Por mi parte, donde antes solo apreciaba un conjunto indiferenciado de vegetación, ahora, además de gordolobos, escaramujos y amapolas, veía conejitos y chupamieles y lino silvestre, de donde deduje que la palabra, como venía sospechando desde hacía tiempo, es un órgano de la visión.
De una visión, en este caso, ampliada, porque allá donde volvía los ojos, descubría un fulgor insólito. Una simple abeja, con la cabeza hundida en los penetrales de una flor, devenía en una exhibición biológica extraordinaria.
—Los occidentales no entendemos nada —escuché decir a Arsuaga hablando más consigo mismo que conmigo.
El hombre del paraguas ascendía con ademanes de pájaro hacia un calvero que sobresalía de la superficie de la tierra como la tapa de los sesos de una calavera mal enterrada. Pensé en un mar de piedra.
—Pura caliza —me leyó el pensamiento—. Por eso hay tantas cuevas, por la caliza.
—¿A qué altura estamos?
—A mil cien metros. Este es un valle tectónico, no un valle fluvial.
—¿Cuál es la diferencia?
—En el tectónico el río se adapta al valle porque no lo ha creado él, lo crearon la orogenia y la tectónica. El Sistema Central es una alineación elevada de la que nacen ríos que van a parar al Tajo y al Duero. Son valles transversales. Los ríos excavan su cauce y descienden luego hacia el centro de las dos mesetas. Así se forma la red fluvial. Decimos que este valle es invisible porque no se ve desde ningún lugar de la sierra. Aquel paso es el Malangosto, por ahí andaba el Arcipreste de Hita, que era el párroco de Sotosalbos.
Ahí es donde se encuentra con la serrana peluda como un oso con la que tiene que yacer para que le deje pasar. Era el peaje. Aquí había osos.
Nos desplazamos sobre el mar de piedra, sobre las tapas de las calaveras, a pleno sol, Arsuaga protegido por su paraguas. Cada calvero contiene un yacimiento prehistórico.
—Aquí —dijo— ha habido mucha biodiversidad porque hay agua y hay varios pisos de vegetación. Fíjate bien: junto al río están los fresnos; luego, los robles; después tienes el pinar y, por encima, un piso de matorral alpino. Finalmente, arriba del todo, el césped alpino. Ascender por un puerto de montaña es como viajar hacia el Polo. Esto se llama disyunción ártico-alpina.
Llegamos a los yacimientos prehistóricos, cubiertos por enormes sábanas de plástico que parecen sudarios.
—Aún no ha empezado la temporada de las excavaciones — explicó Arsuaga—, por eso los tenemos tapados.
Le pregunté si podíamos levantar el plástico y entrar en una de las cuevas cuyo interior se vislumbra a través de él, y negó con expresión de censura.
—Estas cuevas —añadió— estaban petadas. En los yacimientos hemos encontrado leones. El león está en la cúspide de la cadena alimenticia, de modo que, cuando hay leones, hay bisontes, caballos, gamos, uros, jabalíes…, lo que quieras. Hay de todo. Es un sitio muy favorable para los humanos porque los animales no tienen escapatoria. Puedes acorralarlos. Lo peor para la caza es la estepa, a menos que sepas montar a caballo. Castilla era entonces el desierto del Gobi.
—¿Y los neandertales dónde están?
—Todo es neandertal aquí. Mira, una cueva que no tiene techo, aunque lo tuvo. Estamos hablando de hace cincuenta mil años. Aquí hemos encontrado los dientes de una niña neandertal y cráneos de animales con cuernos que en realidad eran trofeos, pues su conservación no respondía a un comportamiento utilitario, sino de orden ritual.
—¿Comportamiento simbólico?
—No cabe otra explicación.
Me pregunto: ¿de dónde rayos sacó entonces mi padre que los neandertales carecían de capacidades simbólicas? Me hice escritor para fingir que disponía de ellas y resulta que las tenía de verdad.
En un arranque de emoción, estuve a punto de hablarle al paleontólogo de mi neandertalidad, pero me reprimí porque apenas nos habíamos visto un par de veces y no quería causar mala impresión tan pronto.
En estas, nos detuvimos junto a unas rocas que parecen proceder de un desprendimiento. Me explicó:
—La roca hacía de visera, de cornisa, y creaba un abrigo semejante al de la marquesina de un autobús. Como ves, la visera se desplomó, estas piedras son sus restos. Debajo de ella, aquí mismo, había un campamento neandertal. Hablamos de hace unos setenta mil años. Aquí hacían fuego y consumían. Devoraban las presas hasta la última caloría. Un bisonte quedaba reducido a un conjunto de huesos. Aquí tallaban también utilizando una técnica bastante compleja conocida como el método Levallois o Núcleo Preparado.
Mientras describía minuciosamente el método, al que no prestaba atención en defensa propia, observé el lugar y por un instante vi el campamento neandertal en todo su detalle. Lo vería, aunque cerrara los ojos, porque la escena sucedió al mismo tiempo dentro y fuera de mi cabeza. Lo primero que advertí es que bajo aquella cornisa que les sirve de abrigo no hay lunes ni martes ni miércoles, ni siquiera domingos por la tarde, ¡qué bien! No hay enero ni febrero ni marzo, ni navidades, claro. Tampoco son las doce del mediodía ni las tres de la tarde porque no se han inventado las horas, bastante tienen con hacer fuego, curtir las pieles que los protegerán del frío, y preparar los utensilios para la caza.
Hay un grupo de hombres y mujeres de todas las edades. Viejos, jóvenes, bebés, personas de mediana edad. Influido por la lectura de un libro del propio Arsuaga, me fijo en una neandertal adolescente que intenta extraer el tuétano del hueso de un herbívoro. La chica deposita el hueso sobre una piedra plana, que utiliza a modo de yunque, y lo golpea con una piedra redonda. Al principio, hueso y piedra resbalan, pero después de algunos intentos el fémur (si es un fémur) del bisonte (si es un bisonte) se astilla y la
chica accede a su médula, que constituye un chute calórico brutal.
La voz del paleontólogo me sacó de mi ensimismamiento:
—Aquí había mucha caza, pero no había sílex para fabricar armas, de modo que se adaptaron a lo que tenían, que era cuarzo.
El cuarzo es una mierda, pero le sacaban un partido increíble con el método de talla que acabo de explicarte.
—Ya —dije asintiendo exageradamente, para que no se notara mi falta de atención.
—Y ahora —añadió Arsuaga— vamos a ir al puerto de Cotos y nos vamos a tomar unos judiones de La Granja y un par de huevos fritos en el restaurante de mi amigo Rafa. Después bajaremos por el otro lado de la sierra y así completaremos el circuito.
Se me había olvidado el hambre, pero al nombrar los judiones los vi también en mi cabeza, igual que los huevos, a los que añadí por mi cuenta unas patatas fritas.
Mientras bajábamos hacia el coche, le pregunté cuándo podría entrar en uno de los yacimientos.
—Lo que no has pillado todavía —dijo debajo de su paraguas africano— es que la Prehistoria no está en los yacimientos, eso es lo que se creen los ignorantes. La Prehistoria no se ha ido, mira a tu alrededor, está aquí, por todas partes. La llevamos tú y yo dentro.
En los yacimientos solo hay huesos. La Prehistoria está en el animal que pasa como una sombra.
La cerveza está fría y los judiones, en su punto.
—¿Qué es lo que define a una especie? —pregunto.
—Pregúntate primero por qué hay especies —dice Arsuaga.
—¿Por qué hay especies?
—Hay especies porque lo decides tú. En la naturaleza todo fluye, no hay nada estático.
—Pero habrá un consenso científico, supongo, respecto a lo que llamamos especie.
—Si te empeñas, llamamos especie a lo que es reconocido como diferente y no hibrida, aunque luego, en la naturaleza, se cruzan los coyotes con los chacales.
—¿El neandertal es una especie diferente del sapiens?
—Eso lo decides tú. ¿Están o no están buenos los judiones?
—¿Cómo voy a decidirlo yo?
—¿Cuándo una villa es una ciudad? ¿Cuándo una colina es una montaña? ¿Cuándo una ola pequeña es una ola grande?
—Vale, pero ¿el neandertal es una especie o no? ¿Tú qué decides?
—Si insistes, yo decido que sí. Vamos a pedir otra cerveza.
—Sin embargo, se hibridó con el sapiens.
—El español no es árabe, pero decimos almohada. Eso es un préstamo lingüístico. Los préstamos genéticos son como los préstamos lingüísticos. No es lo mismo una hibridación que un préstamo.
—Ya.
—No te empeñes: la naturaleza no está hecha para las categorías humanas. Había animales antes de los zoólogos, aunque algún zoólogo lo negará. Nos pasamos la vida categorizando. Mira, ahí vienen los huevos, verás qué huevos.
El paleontólogo se echa hacia atrás en un gesto que intenta abarcar el paisaje, pues nos hallamos fuera, en la terraza del restaurante de su amigo Rafa, a la sombra de un pino.
—¿Vivimos o no vivimos como ricos? —pregunta con una sonrisa maliciosa.
Tres. Lucy in the sky
Al llegar el verano, el paleontólogo se fue a sus excavaciones y yo me retiré a mis escrituras temiendo, claro, que la separación, tan larga, deviniera definitiva. Arsuaga no es hombre de muchos correos electrónicos, ni de mucho contacto telefónico, ni por supuesto de wasap. Arsuaga es distante, de manera que quizá el verano constituyera una ruptura difícil de reparar en el otoño.
Sorpresivamente, el 1 de agosto recibí un correo en el que me ponía deberes: debía observar las huellas que dejaban en la playa los niños de tres o cuatro años.
—Si lo haces —me prometió—, te explicaré la locomoción bípeda.
Adjuntaba al correo la huella del pie de su hija añadiendo que Lucy tenía la estatura de un crío de tres o cuatro años.
¡Dios mío, Lucy!
Lucy, cuyos restos fueron descubiertos en Etiopía en 1974, vivió hace unos tres millones de años. Medía poco más de un metro de altura, pesaba menos de treinta kilos y murió hacia los veinte años.
Sus huesos aparecieron mientras sus descubridores escuchaban Lucy in the Sky With Diamonds, la canción de los Beatles.
Lucy perteneció a un género de homínido (el australopiteco) que habitó África hasta hace un par de millones de años. En mi fantasía, fue la primera mujer bípeda de la historia y he sentido por ella, desde siempre, una piedad sin límites. Me la imagino descendiendo del árbol, poniéndose de pie sobre sus cuartos traseros y atravesando el límite que separaba la selva de la sabana sin otras armas que esas dos manos anudadas al final de sus brazos como dos prótesis que aún no sabía cómo utilizar. Me conmueven hasta el tuétano la curiosidad y el desamparo de ese ancestro tan menudo, tan frágil, que acaba de abandonar la copa de los árboles para conquistar la superficie de la tierra, habitada por depredadores terribles como el león, pero también por microorganismos infecciosos para los que su sistema inmune no estaba preparado.
La alusión de Arsuaga a Lucy casi me hizo llorar, de modo que bajaba cada día a la playa dispuesto a observar las huellas de los niños de tres o cuatro años y tomaba notas y las fotografiaba. Y en cada una de las huellas veía una representación de Lucy. Y me pareció que el pie era una arquitectura complejísima, mucho más que la más aparatosa de las bóvedas de las catedrales góticas. Y me pregunté si cada vez que a lo largo de la Historia nos habíamos elevado un centímetro del suelo, había entrado en nosotros un centímetro de YO. ¿Con cuántos centímetros de YO se había enfrentado Lucy a la sabana?
¡Qué cosa extraña, pensé, la BIPEDESTACIÓN y el YO!
Respondí al correo de Arsuaga con estas consideraciones sentimentales (quizá sentimentaloides), a las que dedicó una frase educada para explicarme a continuación cómo hacemos al caminar:
«El pie —decía— cae sobre el talón, que es el pilar posterior de la bóveda plantar. Luego se transmite el peso por el borde exterior hasta que se apoya en el pilar anterior de la bóveda. A continuación, se flexionan los dedos y el pie se apoya en ellos. El empuje final lo da el dedo gordo y la pierna sale impulsada hacia delante como un péndulo. Las huellas de los australopitecos bípedos de hace tres millones y medio de años son exactamente iguales a las de nuestros niños en la arena de la playa. Toda esa biomecánica la hacemos sin pensar.»
Leí su correo en el móvil, a primera hora de la mañana, mientras caminaba por la playa de Aguilar, en Muros de Nalón, Asturias. Tomé conciencia de la forma abovedada de mis pies y me hice cargo del pilar anterior y del posterior, y comprobé, en efecto, que pisaba con el talón y que la energía provocada por ese golpe se transmitía al pilar delantero a través del empeine, y que a continuación la fuerza llegaba a los dedos, en especial al pulgar, que hacía de muelle para impulsar la pierna hacia delante. La bipedestación me pareció un milagro gramatical, pues todo ese movimiento que iba de la parte posterior del pie a la anterior se podía analizar sintácticamente como una frase. Sujeto, verbo, complemento directo. Pensé que ya nunca volvería a caminar a tontas y a locas.
Más tarde, en casa, busqué en el ordenador Lucy in the Sky With Diamonds, y la escuché una y otra vez mientras recorría la habitación de un lado a otro.
Picture yourself in a boat on a river,
with tangerine trees and marmalade skies.
Somebody calls you, you answer quite slowly,
a girl with kaleidoscope eyes.
(Imagínate en una barca, en un río,
con árboles de mandarina y cielos de mermelada.
Alguien te llama, respondes despacio,
una chica con ojos de caleidoscopio.)
Alucinante.
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Ficha histórica del libro
Edad: Prehistoria
Periodo: Paleolítico
Acontecimiento: Sin determinar
Personaje: Sin determinar
Comentario de "La vida contada por un sapiens a un neardental"
El ingenio de Millás y la sabiduría de Arsuaga unidos para contar la vida como la mejor de las historias. «-Tú y yo podríamos asociarnos para hablar de la vida; levantaríamos un gran relato sobre la existencia. ¿Lo hacemos? -dijo el escritor.-Lo hacemos -contestó el paleontólogo.»
Hace años que el interés por entender la vida, sus orígenes y su evolución resuena en la cabeza de Juan José Millás, de manera que se dispuso a conocer, junto a uno de los mayores especialistas de este país en la materia, Juan Luis Arsuaga, por qué somos como somos y qué nos ha llevado hasta donde estamos. La sabiduría del paleontólogo se combina en este libro con el ingenio y la mirada personal y sorprendente que tiene el escritor sobre la realidad. Porque Millás es un neandertal (o eso dice), y Arsuaga, a sus ojos, un sapiens. Así, a lo largo de muchos meses, los dos visitaron distintos lugares, muchos de ellos escenarios comunes de nuestra vida cotidiana, y otros, emplazamientos únicos donde todavía se pueden ver los vestigios de lo que fuimos, del lugar del que venimos. En esas salidas, que al lector pueden recordarle a las de don Quijote y Sancho, el sapiens trató de enseñar al neandertal cómo pensar como un sapiens y, sobre todo, que la prehistoria no es cosa del pasado: las huellas de la humanidad a través de los milenios se pueden encontrar en cualquier lugar, desde una cueva o un paisaje hasta un parque infantil o una tienda de peluches. Es la vida lo que late en este libro. La mejor de las historias.