El primer viaje de nuestra vida
El primer viaje de nuestra vida
PRÓLOGO
Parirás con dolor
Está usted atrapado en una cueva y tiene que salir como sea, porque su vida corre peligro y nadie va a venir a sacarlo de su encierro. Su suerte solo depende de usted y le queda poco tiempo. El agua está subiendo y pronto se ahogará si no escapa. Con su linterna, situada en el frontal de su casco de espeleólogo, vislumbra que al final de la baja galería por la que huye reptando se abre un pequeño hueco, por donde entra algo de claridad. Esa es la salida, la única posible.
Avanza con decisión hacia ella, pero es muy pequeña para introducirse sin más. Podría caber la cabeza tumbada, puesta de lado, si hay suerte. En todo caso, para poder pasar tendrá que quitarse el casco, porque, si no, será imposible. Lo coge con la mano e ilumina con la lámpara el conducto antes de dejarlo a un lado y meterse de cabeza. La entrada es algo ovalada, con el eje mayor en posición horizontal. También la cabeza es alargada, con un diámetro máximo que va de delante atrás, de la frente a la nuca, y otro menor que es transversal, de un parietal al otro. Tóquese ahora la cabeza, como si quisiera tomar esas dos medidas; en este libro aprenderemos toda la anatomía que podamos por medio de la palpación, o sea, por la exploración externa, el viejo método de conocimiento del cuerpo humano anterior a la radiografía, el TAC y demás tecnologías modernas que han vuelto el cuerpo «transparente».
Hay muy poco sitio para la cabeza, pero quizás pase por el tubo de paredes de piedra dejándose literalmente algunos «pelos en la gatera». Para tener alguna posibilidad de llegar al exterior hay que adoptar una postura muy concreta todo el tiempo que dure el penoso tránsito. Es preciso flexionar la cabeza para acortar su longitud. Así que tendrá usted que apoyar la barbilla en el pecho y mirar para abajo mientras avanza si quiere atravesar esas estrecheces.
Desgraciadamente, el problema no termina en la entrada al pasadizo porque más adelante se ven dos picos que salen uno a cada lado. Rápidamente la mente calcula las medidas. Apenas hay sitio para la cabeza, pero da la impresión de que la distancia horizontal entre los dos picos amenazadores es menor que la altura vertical del angustioso pasadizo.
Si es así, y teniendo en cuenta que ha entrado en el maldito conducto con la cabeza en posición horizontal, tendrá que girarla 90º para que pueda pasar por ese pequeñísimo lugar, con el eje mayor de la cabeza —recuerde, de nuca a frente— en vertical (y la barbilla apoyada en el pecho). Es sin duda el punto crítico de la salida, el más estrecho de la vía de escape. Si no lo atraviesa, se quedará encajado, sin posibilidad de volver atrás, muriendo lenta y desesperadamente.
Pero ¿y si lo consiguiera? Desgraciadamente, la pesadilla no termina ahí, porque la tenue luz entra verticalmente desde el exterior. ¡El conducto de salida que tiene que atravesar es como un tubo retorcido y además doblado en ángulo recto! La condenada escapatoria está encima y, si consigue pasar la cabeza entre los dos picos, tendrá que doblar el cuello hacia atrás al máximo para sacar al exterior primero la coronilla, luego el resto de la cabeza (parietales, frente, ojos, nariz y barbilla) y finalmente el cuerpo.
Y entonces es cuando se da cuenta de que la cabeza está implantada en ángulo recto sobre los hombros, por lo que cada vez que gire la cabeza en la gatera tendrá que hacer más tarde lo mismo con los hombros para que pasen.
Vista desde el exterior, la salida es una hendidura en la roca, una grieta por la que difícilmente pasa la cabeza. Pero los hombros también tienen que salir (a continuación). El cuerpo tiene, por lo tanto, que ponerse de lado. Pero los hombros no pueden asomar fuera a la vez, pues la grieta de salida no es lo bastante larga. Primero pasa uno, luego el otro.
Mientras tanto, la cabeza ha rotado fuera, para ponerse en ángulo recto con los hombros, en la posición natural. Una vez que los hombros se han liberado de la prisión de roca, ya puede respirar tranquilo: conseguirá escapar con menos esfuerzo. Si usted tiene claustrofobia, o imagina que la tiene, supongo que habrá pasado un mal rato leyendo estas líneas.
Habrá comprendido rápidamente el lector que la escena de la gatera en la cueva no es otra cosa que una metáfora del parto y sus dificultades. Realmente es casi un milagro que el feto a término atraviese un pasadizo tan angosto y complicado. Un tubo retorcido y doblado, lo he llamado. Y lo curioso es que en nuestros parientes más cercanos, chimpancés, gorilas y orangutanes, el parto es fácil, es decir, holgado y de trayectoria recta, por lo que las dificultades tienen que haber surgido a lo largo de nuestra evolución, después de que nuestra estirpe se separara de la de los chimpancés.
Si nos fijamos tan solo en los principales movimientos de la cabeza del feto (los hombros también tienen una dinámica complicada), veremos que en el parto humano hay seis, que se explicarán en las páginas de este libro: encajamiento, descenso, flexión, rotación interna, extensión y rotación externa. En los primates y demás mamíferos prácticamente solo hay uno: el de avance hasta el exterior.
Quizás, se nos ocurre enseguida, todo tenga que ver con la postura erguida. Por eso, tal vez los australopitecos —primeros homínidos bien conocidos, que vivían en África— tuvieran ya problemas para nacer y para parir, puesto que caminaban erguidos. Pero su aspecto general, al margen de la postura, nos recuerda tanto al de los grandes simios que cabe preguntarse si el primer viaje de su vida, el que va desde el útero materno al exterior, en el momento del nacimiento, no sería más sencillo que el nuestro.
También nuestro cerebro es tres veces mayor que el de los australopitecos, y por lo tanto la cabeza es mucho más grande, al menos en los adultos. Parece evidente que una cabeza grande en el feto dificulta su nacimiento, por lo que este debería ser más sencillo en los australopitecos, siempre y cuando su canal del parto, en el interior de la cadera, tuviera las mismas dimensiones que el nuestro.
Pero las hembras de los australopitecos medían un metro de estatura o poco más, así que es posible que sus pelvis fueran mucho más pequeñas que las nuestras. Aunque el feto a término fuese también más pequeño (los recién nacidos humanos son más grandes que los de cualquier otro primate), si la cadera de la madre fuera también más estrecha, podrían tener los australopitecos las mismas dificultades en el parto que los humanos actuales. Quizás también las madres de los australopitecos parieran con dolor. Es algo que habrá que investigar de la única forma que podemos hacerlo los paleontólogos: buscando fósiles.
En algún momento de la evolución nuestros antepasados empezaron a llegar a este mundo cuando todavía el cerebro no había crecido lo suficiente. Porque debido al incremento del tamaño cerebral que se produjo en la evolución humana, los niños tenían que nacer prematuramente antes de que, debido a su gran cabeza, no pudieran atravesar el canal del parto. No pudieran nacer.
En ese caso vendrían al mundo menos desarrollados que los de los chimpancés y tendrían que recuperar luego, después del nacimiento, el terreno perdido. Eso los haría muy desvalidos y necesitados de cuidados, y por lo tanto más dependientes. Tendrían que ser transportados en brazos al principio, y no podrían colgarse de la madre como hacen los pequeños simios. En consecuencia, está claro que habrá que buscar en la historia evolutiva —y no en un mito o en una maldición bíblica— la explicación de que una función tan natural como parir sea un problema tan grande.
Un caso de vida o muerte
Ahora vamos a cambiar de escenario para asistir a una historia de terror. Pasemos a una gran sala llena de camas, con mujeres acostadas en ellas. En un pabellón de la Maternidad de Viena las mujeres de la Primera Unidad mueren una tras otra. No fallecen todas las que dan a luz —solo una minoría —, pero sí un número suficientemente elevado como para que las parturientas tengan mucho miedo. Miedo mortal. Todas prefieren la Segunda Unidad, donde las muertes son mucho menos frecuentes. Por eso está atestada y no cabe ninguna mujer más. Las que ingresan tienen entonces que ir a la Primera Unidad.
En este gran hospital, el más grande y más moderno del imperio austrohúngaro de mediados del siglo XIX y una referencia para la medicina mundial en aquel tiempo, la muerte acecha implacable. Pero un médico con extraño acento llega entonces a ese sanatorio y empieza a investigar el caso con una disposición metódica. Va planteando hipótesis; también descartándolas. Está entregado por completo a su caza particular del asesino. Donde otros han fracasado, él espera triunfar. Finalmente, formula una teoría. Si tiene razón, las mujeres dejarán de morir después de alumbrar. Se ponen en práctica sus ideas. Las mujeres se salvan. El miedo a dar a luz desaparece.
El doctor debería ser ya un héroe de la Humanidad, pero encuentra escepticismo y rechazo entre los grandes catedráticos. Lo que había descubierto, sorprendentemente, es que el asesino —involuntario— era él mismo, es decir, el propio doctor y sus colegas. Pero eso no quieren admitirlo los responsables de las maternidades y prefieren creer que el joven médico de provincias está equivocado.
Las mujeres morían en las maternidades de fiebres puerperales o de sobreparto, después de dar a luz. Este médico húngaro llamado Ignác (o Ignaz) Semmelweis descubrió la causa de esas fiebres: los médicos que atendían a las parturientas eran parte del problema, sin ellos saberlo. El asesino era invisible, muy pequeño, pero los médicos eran sus cómplices involuntarios. En la historia de la ciencia hay pocos casos en los que una investigación se parezca tanto a un caso policíaco, y la manera de razonar del doctor Semmelweis se pone como ejemplo en los manuales de método científico.
La gran exposición
Me encanta hacer exposiciones y siempre he querido hacer una sobre la historia natural del parto. Todos nacemos, y la mayoría de las mujeres dan a luz, por lo que será difícil encontrar un tema más universal e interesante. He observado en mis lecciones de evolución humana que la clase práctica en la que trato esta cuestión es la que los alumnos siguen con más atención. No se oye una respiración. Además, el parto es tan especial en los seres humanos que se puede considerar una singularidad de nuestra especie.
Y la gestación tiene también una historia formidable. Casi todos los mamíferos parimos crías vivas, en lugar de poner huevos (aunque hay algunos mamíferos que todavía lo hacen, y los marsupiales paren crías tan poco desarrolladas que tienen que mantenerlas luego a buen recaudo en una bolsa mientras maman y crecen). El desarrollo humano, partiendo de unos neonatos tan inmaduros, es igualmente apasionante.
Sé por experiencia que la mejor exposición es la que nunca se ha hecho, o la que solo es un proyecto, porque la imaginación no está limitada por presupuestos, espacios o dificultades técnicas. Por eso les invito a ustedes a que visiten esta sobre el parto humano siguiendo las páginas del libro. Todo es posible en este recorrido mental, incluso una gatera con las características del canal del parto como aquella por la que les he hecho pasar hace algunos momentos. Jamás se me ocurriría instalar una de verdad para que la atravesaran los adultos, pues podrían sufrir toda clase de lesiones y habría que desatascar a muchos padres. No obstante, muchos niños lo harían a gusto. Afortunadamente, existen tecnologías audiovisuales hoy en día que nos hacen vivir experiencias en tres dimensiones sin producirnos la más mínima incomodidad. En cualquier caso, me gustaría que leyesen este libro imaginando que recorren una exposición.
Hay una pregunta que me asalta cuando hablo de la historia evolutiva del parto en clase, y que me preocupa igualmente ahora, cuando estoy escribiendo un libro y diseñando una exposición imaginaria. A las alumnas les parece muy interesante lo que les cuento, ¿recordarán algo de lo aprendido en el momento del parto? Estoy seguro de que sí, de que esa práctica no se les olvidará, y me gustaría que fuera para bien. Saber cómo funciona nuestro cuerpo, en general, hace que se disipen muchos temores infundados. Es la ignorancia la que produce angustia, no el conocimiento. Los investigadores siempre defendemos que la ciencia nos hace más libres y la superstición nos encadena.
Pero el parto es realmente dificultoso, y el dolor es real. Por eso espero que no les vengan a las alumnas a la cabeza las estrecheces del canal del parto en los momentos críticos, sino que sepan cómo funciona todo, de qué manera el feto se adapta a las dimensiones de la excavación pélvica y piensen que todo va a salir bien, como ha sucedido siempre en la larga cadena de madres que nos ha traído hasta aquí. En biología todos los mecanismos fisiológicos funcionan como un reloj, y por eso no hay que preocuparse. Y en el raro caso de que haya dificultades, ahí están las comadronas y los médicos para solucionarlo. Lo pueden hacer, precisamente, porque conocen bien los mecanismos del parto humano.
La exposición que estoy imaginando tiene tres grandes salas, cada una de las cuales está a su vez parcialmente dividida en distintos ambientes (pero en ningún caso completamente partida por tabiques). Las tres salas se corresponden con las tres principales partes de este libro, distribuidas en capítulos.
No hay un itinerario único dentro de las salas, y se puede deambular libremente por ellas, habitando sus diferentes espacios casi en cualquier orden, puesto que cuentan multitud de cosas que me parecen atrayentes, cosas que están relacionadas entre sí, pero que darían, cada una de ellas, para otra exposición o libro. Como suele sucedernos cuando visitamos una gran exposición, de las que nos absorben por completo, más que recorrerla, la exploramos, viajando a través de su geografía hecha de lugares desconocidos, dibujando nuestro propio mapa, siguiendo nuestro instinto y las voces e imágenes que nos llaman desde todos los rincones.
Los capítulos del libro son también bastante independientes entre sí, pero los he ordenado de la manera en que creo que se siguen mejor. Hay dentro de ellos, por último, piezas separadas («cajas») que se ocupan de temas tan variopintos que podrían hacernos perder el hilo si las hubiera insertado en el texto principal. También, lo confieso, me gustan las «cajas» porque me permiten dilatarme en alguna historia y olvidarme por un momento de que tengo que escribir un libro. Son a modo de vitrinas en las que concentramos la vista y nos evadimos temporalmente de la exposición. En ellas pueden aparecer personajes importantes, como don Santiago Ramón y Cajal.
Primera parte
La primera parte del libro y de la imaginaria exposición («El parto y su mecanismo») es de biología comparada y está dedicada a la sexualidad, el desarrollo embrionario, el parto y el estado de desarrollo del recién nacido. Nuestra especie es objeto de atención preferente, pero sin perder de vista que somos «primates superiores» (parientes cercanos de los chimpancés), mamíferos y vertebrados.
No hay parto sin embarazo previo, pero antes tiene que producirse la fecundación, de manera que el primer capítulo de nuestra historia particular, como individuos, empieza aquella noche. Del mismo modo, este libro también comienza con la sexualidad, todavía (sorprendentemente) tan misteriosa. Cuando se aborda cualquier cuestión de la naturaleza humana, como la sexualidad, desde una perspectiva que no tiene en cuenta la evolución (es decir, predarwinista), solo se consideran las causas próximas de las cosas. Cómo es y cómo funciona el cuerpo. Pero las causas remotas, los porqués, hay que rastrearlos en nuestra historia evolutiva, y eso les da una dimensión nueva y fascinante a los problemas.
Si se estudian funciones que realizan órganos que, como tales, no fosilizan (por ejemplo, los genitales), o si se investiga el comportamiento (que tampoco fosiliza), el problema se vuelve más complicado y hay que recurrir muchas veces a las conjeturas. Pero lo importante es adoptar el punto de vista de Darwin: casi todo lo que existe en las especies biológicas que vemos en el mundo (y en consecuencia también en el ser humano) ha sido favorecido por la selección natural porque les era útil a los antepasados.
Para adaptarse a la vida terrestre, fuera del agua, algunos vertebrados «inventaron» hace muchísimo tiempo un tipo de huevo que permite el desarrollo del embrión en un medio seco. Se nutre dentro de él de una reserva que le proporciona el huevo (un saco con alimento conectado al tubo digestivo), y respira (intercambia gases) a través de la cáscara, que es porosa. Dispone para ello de una especie de pulmón formado por otra bolsa conectada al tubo digestivo, y que además funciona como vejiga de la orina. ¿No es todo esto asombroso?
Pues los mamíferos con placenta dimos un paso más, también en un pasado lejano, y mantenemos al embrión dentro del útero de la madre, protegido durante el tiempo necesario para que nazca lo más desarrollado posible. Su alimentación ya no depende de las reservas del óvulo, sino que obtiene los nutrientes de la sangre materna, y le llegan a través de un órgano que se llama placenta y que tiene un doble origen, materno y embrionario. A mí me parece que la placenta es una de las maravillas de la evolución, de la que no se suele hablar tanto como de otros órganos que se ensalzan como grandes avances evolutivos, porque permanece oculta (y finalmente es desechada, así que no forma parte de nuestra anatomía).
El feto humano flotando dentro en el líquido amniótico es la gran imagen que corresponde a esta zona de la exposición.
El parto humano es otra increíble solución de la madre naturaleza a un «conflicto de intereses» entre la encefalización (el crecimiento del cerebro) y la postura bípeda. Para entender cómo se produce en nuestra especie tendremos que estudiar bastante anatomía de la pelvis «por dentro» (huesos, ligamentos y músculos) y de los órganos que contiene, pero merece la pena. A fin de cuentas, se trata de nuestro propio cuerpo. Y le prometo que todas las estructuras anatómicas mencionadas aparecen señaladas en alguna de las ilustraciones que acompañan el texto.
Presto bastante atención aquí a dos capas musculares algo complejas. La más profunda constituye el suelo de la pelvis o diafragma pélvico, y la más superficial es el periné o perineo. Hay que conocer bien los músculos que las forman, si queremos saber por dónde pasa el feto a término para nacer. Y es que el diafragma pélvico es necesario para soportar las vísceras abdominales en un primate bípedo, que mantiene el tronco erguido, y por lo tanto forma un suelo con una abertura anterior para el paso de la vagina, que es por donde tendrá que salir el feto. Los músculos del periné, más abajo, cierran esa puerta, evitando la salida (prolapso) de los órganos sexuales internos. El periné y el suelo de la pelvis son, además, el último obstáculo, la barrera, que se encuentra en su camino el feto, y que le obliga a cambiar su trayectoria y a girar. Y en el periné es donde se practica la episiotomía durante el parto. En resumen, sabiendo estos músculos, lo entendemos casi todo.
La imagen que me viene ahora a la cabeza es la del 8 que forman los músculos del periné, que está cruzado por otros músculos (transversales) en el estrangulamiento medio (algo parecido a esto: −8−). Por uno de los lazos del ocho —pongamos que el superior— es por donde nacemos: la salida de la vagina. El otro —el inferior, digamos— corresponde al ano. Y en el punto medio —el estrangulamiento— se encuentra un centro tendinoso muy importante, unión de los músculos del periné y del suelo de la pelvis, que se corta parcialmente en la episiotomía. Todavía me gustaría añadir, para completar la figura, un par de músculos que forman como una especie de cono sobre el —8—. El resultado quedaría así: —^8—.
Antes de seguir adelante, permítame una confesión, un desahogo más bien. Soy consciente de que el capítulo que he titulado «Conócete a ti misma» es el más difícil para los que no son demasiado entusiastas de la anatomía humana. Me he sentido tentado de suprimirlo y dejar tan solo las ilustraciones. Pero me parece una lástima privar de esa información a los que desean ahondar en el conocimiento de su propio cuerpo, llegando incluso a una altura casi profesional. Así que finalmente lo he dejado.
Hagamos, pues, un trato. Si ve que se le atraganta la anatomía (y tengo la esperanza de que eso no ocurra), sáltese el capítulo y mire solo los dibujos. Ahí está todo lo que hay que saber para entender la problemática del parto humano. Tal vez luego, cuando haya leído todo el libro, sienta deseos de volver al texto que dejó atrás. Y ahora sigamos con el prólogo.
Hay diferencias entre nuestra anatomía y la de los demás primates, incluso de los más cercanos, y también, en consecuencia, en el canal y en el mecanismo del parto. Aquí aparecerán los australopitecos, porque eran bípedos y tenían una morfología de la pelvis mucho más cercana a la nuestra que a la de los chimpancés; pero lo que nos interesará saber es si, por el contrario, el recién nacido tenía un grado de madurez similar al de los chimpancés, y cómo era su parto.
El último capítulo de la primera parte trata precisamente de eso, de qué especies de mamíferos paren crías retrasadas (inmaduras) y cuáles las paren adelantadas, y las posibles causas de estas diferencias.
Porque lo que en el fondo se quiere contar es que existen leyes en la biología, y que los fenómenos que observamos se pueden entender. Y esto me parece muy importante, porque a diferencia de los objetos que estudia la física y la química, que nos parecen sometidos a leyes inflexibles, rígidas, mecánicas, la variedad casi infinita de formas que observamos en el mundo viviente nos hace pensar, equivocadamente, que todo es posible, arbitrario, que no hay orden, ni —en consecuencia— explicaciones.
Segunda parte
La segunda parte del libro (y siguiente gran sala de la exposición) lleva por título «Llenad la Tierra y sometedla», que es también la segunda parte, menos conocida, del mandato bíblico «creced y multiplicaos». Y es que trata de la evolución humana, y de cómo hemos llegado a ocupar todo el planeta teniendo cada vez más hijos. Obviamente, lo hemos llenado y expoliado, y ese gran éxito se vuelve ahora contra nosotros y nos exige más respeto si queremos vivir como personas. Dicho más claramente: nos hemos equivocado y tenemos que rectificar (para ser sabios).
Hay dos formas de enfocar la evolución del parto y la del desarrollo, tanto dentro como fuera del útero. Una es centrarse exclusivamente en estos dos problemas, ya de por sí bastante complicados, y olvidarse de todo lo demás.
¿Cómo parían nuestras antepasadas? ¿Cómo veníamos al mundo de adelantados? ¿Cuánto duraba nuestra niñez? Y tratar de encontrar las respuestas en el todavía muy precario registro fósil. Esa tarea hay que hacerla, de todos modos, y en este libro se pasa revista a lo que sabemos y lo que ignoramos sobre la cuestión. Lo que nos cuentan los fósiles, o mejor, lo que los científicos interpretan que nos dicen.
El otro planteamiento, que adoptaré aquí, consiste en abrir el foco y situar el tema en un contexto mucho más amplio. Descubrimos entonces que el extraño modo en el que nacemos no es una anécdota, porque está relacionado con los rasgos que consideramos más importantes del ser humano, como nuestra noble postura erguida y nuestra inteligencia sin par.
En efecto, el estado desvalido del neonato humano es una consecuencia de la expansión cerebral, y nos ha sido posible venir al mundo tan inmaduros y tener un desarrollo tan prolongado porque también ha evolucionado nuestra biología social, aumentando los cuidados que se dispensan al niño no solo en el nacimiento, sino durante toda su prolongada infancia. Sentimos, por lo tanto, muy fuertemente la tentación de relacionar todos los aspectos de nuestra naturaleza que nos hacen diferentes, desde la sexualidad a la consciencia, pasando por el parto y la menopausia, en una gran teoría integradora, que lo explique casi todo. Por eso, en esta parte de la exposición hay espacio para el debate de ideas.
Darwin creía que los cambios ambientales son motores importantes de la evolución, y de ellos se hablará también aquí, porque son muchos los que piensan que la llegada de las glaciaciones al planeta ha sido un factor decisivo en el devenir histórico humano. Pero hay otro medio, el social, que, según una teoría que comentaremos ampliamente, ha tenido todavía más importancia en nuestra evolución, por lo menos a partir de cierto momento.
Aunque el parto es un problema mecánico, de rotaciones, flexiones y extensiones del feto, la forma del canal del parto está condicionada por la locomoción bípeda, y eso nos llevará a estudiar unos músculos diferentes de los que forman el suelo de la pelvis y el periné. Ahora nos interesarán los que intervienen —sobre todo— en los movimientos de flexión, extensión y abducción de la cadera (o mejor, de la articulación coxo-femoral, la que el hueso coxal mantiene con la cabeza del fémur). Se trata de los músculos pélvicos que están «por fuera». Para entender bien su funcionamiento tenemos que imaginarnos al cuerpo humano como una máquina, cuyos movimientos se rigen por las leyes de la mecánica, porque los producen una serie de palancas corporales. De todos los movimientos, el que más nos concierne aquí es el de abducción, que responde a una palanca de primer grado, como los balancines de los parques infantiles.
Me estoy imaginando ahora nuestro cuerpo como un autómata de los que construían los relojeros en las catedrales para acompañar las campanadas de las horas. Si se pudiera insuflar alma a una de estas máquinas articuladas, pensarían algunos intelectuales de la época cuando los veían, tendríamos a un ser humano. Descubrimos así que nuestra propia especie, el Homo sapiens, es el más consumado caminante que ha producido la evolución.
Tercera parte
La última parte («Las fiebres puerperales y el método científico») trata de una historia bella y terrible al mismo tiempo, que no les dejará indiferentes. Yo la he aprovechado para hacer algunas reflexiones sobre cómo se construye la ciencia, que espero no rompan la tensión dramática del relato.
Cuando era estudiante, hace muchos años, y atendía a estas lecciones, recuerdo que el profesor nos decía que las mujeres deberían erigir una estatua al doctor Ignaz Semmelweis en todas las ciudades del mundo. En mi exposición imaginaria este héroe tiene una estatua de bronce, ya vieja y embellecida por la pátina del tiempo, en el centro de la sala que cuenta su historia, la última de la exposición. A su alrededor hay bancos de parque, hechos con listones de madera, en los que se sientan las madres mientras sus hijos pequeños juegan alrededor.
Agradecimientos
Como este es un libro largo y complejo, he necesitado ayuda para redactarlo de una manera que resulte comprensible y, a ser posible, ágil.
Cuando hacemos ensayo o divulgación científica, caminamos por un alambre suspendido sobre dos abismos. Por un lado está la exigencia de rigor científico, y con un ojo miramos hacia nuestros colegas, porque no deseamos excedernos en la simplificación y que el texto final se quede, a fuerza de aguar el vino, vacío de contenido, insípido.
Hay además muchas cosas que no sabe aún la ciencia, especialmente en el terreno de la paleontología, que depende de lo completo que sea el registro fósil. No cabe más que seguir excavando, pero mientras tanto debemos formular conjeturas que se ciñan lo máximo posible a los hechos que se van estableciendo. Un libro científico serio es, necesariamente, un libro de dudas, un libro que terminarán, con los años, otros investigadores.
Con el otro ojo tratamos de ver al público lector, formado por personas inteligentes e interesadas, pero a las que no se puede someter a un esfuerzo extenuante. Los científicos pensamos que todo puede explicarse con palabras sencillas. Después de todo, ¿no lo hizo así Darwin? Para ponerse en la piel del lector he disfrutado, como en otras ocasiones, de la ayuda imprescindible de Milagros Algaba.
Para no caer en ninguno de los dos abismos, un libro con tanta anatomía necesita ilustraciones hechas a medida, y he tenido la inmensa suerte de contar con el pintor Fernando Fueyo, quien ha trabajado con empeño, ilusión y mucho arte. Espero compartir con el lector la emoción estética que su trabajo me produce siempre.
Cuando yo nací, a altas horas de la mañana en la casa de mi abuela, había un médico que acompañaba a mi madre. Se trataba de mi abuelo Luis Ferreras. Él me trajo al mundo y a lo largo del tiempo me hizo tres regalos: el primero fue una visión divertida de la vida, incluso en la adversidad, que no está reñida con el trabajo hecho a conciencia; el segundo fue un gran amor por la sierra de Guadarrama y la naturaleza en general; el tercero fue un libro que él, como obstetra, consultaba mucho: la Anatomía de la pelvis femenina, de C. F. V. Smout (edición española de 1945). Yo lo he leído también a menudo y, seguramente a través del libro, sin proponérselo, mi abuelo estaba, y está, interviniendo en mi destino.
El tamaño del problema
Para situar el problema del parto en sus justas dimensiones, y empezar así este libro, a continuación se muestra, a escala real, el perímetro máximo, el ecuador, de la cabeza de un niño que «trata» de pasar por el canal del parto (él no es consciente de nada, pero las contracciones del útero y de los músculos abdominales lo expulsan hacia el exterior). La cabeza está flexionada, para reducir el tamaño de la presentación, de manera que la barbilla se acerca al pecho.
En su conjunto el feto pasa de ser un ovoide (una masa de forma semejante a la del huevo) a parecerse a un cilindro. De este modo, el perímetro cefálico, en vez de ser ovalado (como en cualquier cabeza) y medir casi 12 cm de largo, se aproxima a un círculo de unos 9,5 cm de diámetro anteroposterior y algo menos de diámetro transverso. En la figura se ven las suturas craneales y las fontanelas anterior y posterior, que son porciones membranosas del cráneo, todavía no osificadas.
El canal del parto, en consecuencia, no puede ser mucho menor.
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Ficha histórica del libro
Edad: Varios
Periodo: Varios
Acontecimiento: Sin determinar
Personaje: Sin determinar
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