Fracasología

Primera parte El siglo de las luces y sombras

“La verdad adelgaza y no quiebra y siempre anda sobre la mentira como el aceite sobre el agua”

Miguel de Cervantes Don Quijote de la Mancha

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El cambio de dinastía y el cambio de paradigma

Los tratados de partición

Felipe V era, como todo el mundo sabe, nieto del rey Luis XIV. Llega a Madrid el 17 de febrero de 1701. Carlos II ha muerto el 1 de noviembre de 1700 y le ha nombrado su sucesor. Que el rey va a morir sin heredero directo es algo conocido, y desde hace mucho, en las cortes europeas, y lleva tiempo provocando reuniones y acuerdos para ir tomando posiciones en el conflicto que se avecina. Así se firman uno tras otro los tratados de partición de la Monarquía Hispánica, cuyo nombre proclama sin disimulo cual es el objetivo con el que se reúnen las potencias europeas.

El Primer Tratado de Partición se firma en latín y en castellano el 19 de enero de 1681. Es un acuerdo secreto y se verifica tras la Paz de Rijswijk. Ha ido haciéndose más y más firme la idea de que hay que desmembrar la Monarquía Hispánica como requisito imprescindible para salvaguardar la convivencia pacífica entre las naciones de Europa, que solo será posible si se respeta el principio básico defendido por Inglaterra desde el Tratado de Westfalia (1648) que conocemos como balance of power, que significa que es condición sine quae non para la paz en Europa que ninguna nación amenace con haberse hegemónica con respecto a las otras, lo cual parecía muy razonable, pero era un planteamiento perfectamente hipócrita. A la vista están las guerras infinitas que después vinieron entre los del balance of power. Se establece una compensación sustanciosa para el hijo de Luis XIV, el Gran Delfín, que debía recibir Nápoles, Sicilia, los presidios (las bases de la época) de Toscana y Finale y Guipúzcoa. Los firmantes son Francia, Inglaterra y las Provincias Unidas. Hay aquí todavía muchos titubeos por parte francesa, que en este momento no tiene todavía ninguna aspiración al trono de España.

Años más tarde, en octubre de 1698, Inglaterra, los Estados Generales de las Provincias Unidas y Francia firman, sin contar con España, el que se conoce como Segundo Tratado de Partición. Obsérvese que han pasado muchos años desde el Primer Tratado. En él se reconoce como heredero —que los firmantes del acuerdo respetarán— a José Fernando de Baviera. La idea de enviar a un Borbón a reinar a España debía de haber cobrado forma en la cabeza de Luis XIV, pero todavía no la expresa. Aún está vivo el príncipe bávaro. El acuerdo concede a Francia el reino de Nápoles, el de Sicilia, los presidios de Finale y Toscana y, finalmente, Guipúzcoa, lo que suponía que el heredero bávaro recibiría los reinos de España, los Países Bajos Reales y las Indias. El archiduque Carlos de Habsburgo obtendría como compensación solo el Milanesado. Conocida la firma de este tratado en España, su contenido es rechazado de plano por el rey Carlos II, ya que supone la división de los territorios de la Monarquía Hispánica, que es lo que el Rey y su Gobierno, todavía en el otoño de 1698, pretenden evitar a toda costa. Para España el objetivo es- aunque no  lo será por mucho tiempo— que el inmenso Imperio español tenga una nueva cabeza, pero sin sufrir amputaciones

El candidato José Fernando de Baviera era una solución de compromiso que pareció aceptable a los firmantes, especialmente a Francia (al menos en apariencia), que salía muy beneficiada, Pero José Fernando cuyo derecho al trono procedía de ser sobrino nieto de Carlos II, murió a la edad de siete años en extrañas circunstancias. Por tanto, esta solución sucesoria no se llevó a efecto. Debe quedar claro que el rey nombró a José Fernando como sucesor, pero no aceptó los acuerdos de reparto territorial. La sucesión bávara contentaba a los firmantes porque evitaba la formación de un eje España-Austria; esto es, la reedición de la situación que se había dado en tiempos de Carlos I, posibilidad que tanto Inglaterra como Francia teñían.

La muerte del principito bávaro provocó el inevitable momento de pánico y otra reunión internacional con otro acuerdo que se llamó Tercer Tratado de Partición o de Reparto, firmado en Londres, en marzo de 1700 en francés y castellano. Todavía en esa fecha, Francia está muy lejos de controlar la situación en Madrid y acepta, o finge aceptar, a Carlos de Habsburgo. Esto se firma aproximadamente un mes antes de que estalle en la capital de España el Motín de los Gatos, del que más abajo hablaremos. En la mesa de negociación se sientan otra vez Inglaterra, Francia y las Provincias Unidas. En el acuerdo se reconoce como heredero del trono al archiduque Carlos de Austria. Francia recibe como compensación las posesiones italianas de la Monarquía Católica; esto es, el reino de Nápoles, el reino de Sicilia y los presidios de Toscana y Finale, además de Guipúzcoa. También recibía Lorena, por lo que se hacía necesario compensar al Duque de Lorena con el Milanesado, que también era parte del imperio. Carlos II acepta al archiduque Carlos, pero rechaza de nuevo la disgregación del Imperio español en Europa. Idéntica es la postura del archiduque y de la corte austriaca.

Conforme avanza 1699, tras la muerte del principito bávaro y, sobre todo, desde la llegada a Madrid del embajador francés, Henri de Harcourt, los que habían sido partidarios de la solución bávara se inclinaron a favor de Felipe de Anjou, el nieto de Luis XIV, en la idea de que esta era posiblemente la única manera de mantener unidos los territorios de la Monarquía, idea-fuerza de la campaña francesa.

Finalmente, el 2 de octubre de 1700, Carlos II reconoce en su testamento al de Anjou como heredero del trono. Pone, sin embargo, una condición y esta es que Felipe de Anjou debe renunciar a la corona de Francia para que no se produzca jamás la unión de ambas monarquías. Luis XIV debió de pasarse varias noches paseando por los salones de Versalles en estado de levitación. Imposible imaginar bocado más suculento Sabe que aquella herencia le va a costar muchos disgustos y que tiene en contra a media Europa pero cree que si se llega a la guerra, España la costeará, y que la perderá o la ganará —increíblemente da lo mismo- España y no Francia. Digamos que el trono de España se compra con lo que tiene España. Si París bien vale una misa, Madrid bien valía una guerra. La ambición del rey francés, tan largamente contenida y disimulada, no le permite ni siquiera mantener la compostura, y así, tras haber aceptado el 12 de noviembre de 1700 la condición que impone el testamento, declara cuatro días después, en una reunión de la corte a la que asiste la más alta nobleza y embajadores extranjeros de toda Europa para presentar al nuevo rey de España.

Evitar la unión de las dos naciones era justamente la condición exigida para aceptar un heredero francés, Y esto por muchas razones, pero principalmente por la situación parasitaria con respecto al Imperio español que podría producirse. De hecho, es el parasitismo francés el que llevará al desastre al Imperio español después de un siglo, cuando Napoleón interprete que también él, como Luis XIV, puede venir a España a poner y quitar reyes. ¿Por qué no? Un siglo de historia le daba la razón.

Vino Felipe de Anjou entre grandes proclamaciones de paz y lo que siguió fue una de las mayores guerras que Europa había conocido hasta la fecha. La relación con Francia, «la unión entre las dos naciones« provocará un cambio de rumbo en las Españas que terminará en poco más de un siglo con la destrucción  completa del Imperio español. Pero vayamos por partes.