La Bella Otero
La Bella Otero
OTERO
A veces, en primavera, cuando la luz de la tarde entra por las rendijas de la persiana y se quiebra en ángulo contra el suelo, me parece ver sobre la pared la sombra de la que fui. Son las rayas horizontales las que hacen el milagro, las que hacen trampas hasta convertir la silueta de una vieja que pronto cumplirá noventa y siete años en la de la más hermosa de las mujeres de su época. Pero es cierto. Cuando esto ocurre, aún puedo verla, soy yo; es ella, la Bella Otero.
Mil veces he pensado estas ocho líneas iniciales y otras tantas las he reescrito. Aún no sé lo que quiero. Ignoro si lo que voy a escribir acabará siendo una biografía convencional o una novelada, porque conozco bien los peligros de ambas. Sé que esta última corre el riesgo de convertirse en una novela sentimental y la primera en una autopsia pero aun así, debo seguir adelante y descubrirlo a medida que vaya dándole forma. De momento, lo único que puedo decir es que si comencé a interesarme por la vida de Carolina Otero (que nació en Pontevedra en 1868 y murió en Niza en 1965) fue porque leí en alguna parte que ella, una de las mujeres más deseadas de la Belle Époque, desapareció, para que nadie la viera envejecer, al cumplir cuarenta y seis años, los mismos que tengo yo al escribir estas líneas. Según la crónica, hacia 1914, Carolina Otero Iglesias, conocida como la Bella Otero, decidió ocultarse; abandonó París y todo lo que había sido su mundo: los seis reyes que la cortejaron durante años, los vividores, los aristócratas millonarios, los patanes adinerados, los poetas e ilusos que formaron la corte de sus amantes. Y también abandonó a su público. Y a sus enemigos; todo lo dejó para mantener intacta su leyenda. A partir de ese día, y en sitios cada vez más humildes e incluso miserables, vivió hasta cerca de los noventa y siete años prisionera de su propio mito.
Su decisión me atrajo, en parte porque estoy en esa edad en la que una empieza a ver su imagen declinar en el espejo, pero también porque me parecen hermosos y a la vez patéticos los gestos inútiles: la inmolación de alguien capaz de enterrarse en vida para que su leyenda no muera nunca.
No obstante este dato, el de que Carolina —o Agustina, como realmente se llamaba— desapareciera a los cuarenta y seis años para que nadie viera su decadencia, resultó ser una más de las muchas mentiras que ella tejió alrededor de su persona. Siempre fue muy mentirosa mi protagonista, al igual que lo han sido la mayoría de los mitos, quizá porque, como ella dijo en alguna ocasión: «No hay sueño que resista la descarnada luz del sol o el frío estilete de la Realidad.» Sea por ésta o por cualquier otra razón que me gustaría descubrir a medida que avanzo, prácticamente todo lo que contó Carolina Otero sobre sí misma fue mentira. No nació donde dijo haber nacido; se inventó su infancia, se inventó a sus padres y coloreó su pasado falseando todo lo relativo a los primeros años de su vida, patraña tras patraña.
Aun así, yo pienso transcribir aquí sus más grandes embustes y todas sus martingalas, porque creo que las mentiras que la gente cuenta son muy reveladoras de una personalidad y acaban por describirla más certeramente que la verdad. Las mentiras hablan de anhelos, de carencias y, sobre todo, de «plegarias no atendidas» tan elocuentemente que me parece imposible prescindir de ellas sin desposeer al personaje de gran parte de su esencia. Al mismo tiempo, como resultaría muy largo y confuso enumerar tantas falsedades y contraponerlas a la verdad, creo que la mejor manera de contar esta historia será alternarnos la Bella y yo en la narración. A partir de ahora, Carolina pondrá las afirmaciones y yo las dudas; ella las sombras y yo las luces. Lo que aquí se relate será «su» verdad, pero con el contrapunto de los datos verídicos que he logrado reunir, algunos incluso muy curiosos. Espero que así, al claroscuro que forman la verdad con la mentira, podamos reconstruir entre las dos una imagen acertada y precisa de cómo fue su vida, del mismo modo en que un rayo de sol, al colarse por las persianas algunas tardes de primavera de su larga vejez en Niza, lograba el milagro de dibujar sobre la pared de su cuarto de pensión no el perfil de una vieja de casi cien años que estaba a punto de morir sino la sombra perfectamente bella de la que fuera, y ya será para siempre, el testimonio de una época.
GARIBALDI
Niza, 8 de abril de 1965, 6 de la tarde.
Hoy ha sucedido otra vez y me he apresurado a hacer callar a Garibaldi. Le he tapado la jaula con su paño oscuro para que deje de cantar, pues los trinos de un viejo desplumado como él no armonizan con los espejismos. Luego me he sentado al borde de la cama con cuidado para que no se escape el hechizo… y sí, aún está ahí la silueta sobre la pared. Es cierto que el encantamiento dura sólo unos minutos, media hora a lo sumo, pero con eso me conformo. Durante ese tiempo todo vuelve a ser como antes: la línea de mis pómulos perfectos… el perfil de la nariz… la lánguida longitud del cuello… Es una suerte que los huesos no sean tan traidores como la carne porque, así, con la doble ayuda de las rayas de la persiana y la de mis ojos medio ciegos, logro reconstruir la sombra de la que fui. Hace ya tiempo que no sueño, sólo me divierto inventando imposibles. Espera un momento, Garibaldi, no cantes, déjame jugar un rato más con las sombras, recibo tan pocas visitas últimamente…
Un amigo que se las daba de poeta, cuando los dos éramos muy jóvenes, me advirtió que la lucidez o, mejor dicho, la cordura, es el peor castigo que puede sufrir un viejo: «Lo ideal es llegar a la vejez loco de remate», me dijo. «¿De qué sirve ver las cosas tal como son cuando ni siquiera cabe la quimera de poder cambiarlas?» Sin embargo, yo ahora sé que existe otro castigo más cruel aún: el insomnio. En mi caso, noventa y seis años y medio de cordura no serían nada si a ellos no se unieran innumerables vigilias, desde hace cincuenta y un años, los mismos que llevo fuera del paraíso. Una a una he velado sus horas de manera que me habría dado tiempo más que suficiente para recomponer cada instante de mi vida con la precisión de un orfebre. Podría haberlo hecho, pero no lo hice. En seguida me di cuenta de que era demasiado doloroso. En realidad, sólo los necios, los tontos nostálgicos y todos nosotros al comienzo de la vejez disfrutamos rememorando lo que hemos sido y ya no somos. Pero, a medida que pasan los años, veinte, treinta, cuarenta… tantos años de olvido, una descubre que, poco a poco, empieza a perderles el respeto a los fantasmas y que incluso llegan a ser buena compañía. Al fin y al cabo, son lo único que nos queda vivo.
En lo que a mí se refiere, debo decir que he alimentado dos tipos de fantasmas durante estos últimos años, al entrar en eso que los franceses tan bellamente llaman Le grand âge. Primero están aquellos espectros falsos que tuve que crear en mi más lejana juventud para configurar la leyenda de la Bella Otero, y luego los fantasmas de mi verdadero yo, los de Agustina Otero Iglesias, una mendiga de un pueblo cercano a Pontevedra. Los fantasmas de la Bella murieron en seguida. A pesar de lo que pudieron creer mis amigos y mis enemigos, jamás he sido la clase de persona que acaba creyéndose sus propias fantasías; por eso mis espectros han sido menos devastadores que los que persiguen a otros. En realidad eran tan amables, tan… ¿frívolos? que un día, y sin que los llegara a echar de menos, se esfumaron. ¿Cuándo sucedió? Poco a poco, como suelen ocurrir estas cosas; aunque si tuviera que fijar una fecha para su definitiva desaparición, creo que puedo darla sin equivocarme. Sí, estoy muy segura: terminé de matarlos exactamente el día en que leí mi necrológica en L’Espoir de Nice, hace de esto unos quince años:
«Ayer tarde, en nuestra ciudad, murió la bailarina y cantante Carolina Otero. La Bella Otero fue famosa en todo el mundo por tener como amantes a personalidades del relieve del príncipe de Gales, Leopoldo de Bélgica, el zar Nicolás II, el káiser Guillermo, Alberto de Mónaco o Alfonso XIII de España. Se sabe que a principios de siglo la Otero llegó a ser una de las mujeres más ricas de su tiempo y que su colección de joyas mereció el título de legendaria, al incluir piezas tan extraordinarias como un collar que perteneció a María Antonieta y otro a la emperatriz Eugenia, así como un bolero de diamantes, de unos 500 millones de francos actuales […] con el que Cartier luego le confeccionó un collar y un pectoral a juego. Renoir, Sem y Caran d’Ache pintaron su retrato; Proust la utilizó como una de sus modelos literarios, el magnate americano William K. Vanderbilt le regaló un yate, mientras que un príncipe ruso que solía suplicarle “arruíname pero no me dejes”, le entregó una auténtica fortuna. La Bella Otero también llegó a ser conocida como “La sirena de los suicidios”, por el notable número de hombres que eligieron morir al no lograr sus amores. Últimamente, perdida toda su fortuna en los tapetes de juego (dicen que llegaba a dilapidar 700 000 francos en una noche) […] y desvanecida su belleza por los estragos del tiempo, vivía miserablemente en nuestra ciudad, etcétera…»
Más adelante, me enteré de que ésta no era la primera vez que se publicaba mi obituario en la prensa. Notas similares habían aparecido en otros periódicos de Francia y del extranjero a lo largo de los años; pero cuando una se hace muy vieja sólo le afecta el minúsculo mundo que la rodea. Por eso, después de leer la noticia de mi muerte en L’Espoir, allá por 1948, decidí que bien podía dejar morir de una vez por todas a los fantasmas de atrezzo, o mejor dicho, a las mentiras que tuve que construir en mis años de gloria para placer de otros. Con esto me refiero a las leyendas sobre mis orígenes y mis primeros pasos en el gran mundo. Ya nunca he vuelto a pensar en aquellos fantasmas y no fue difícil prescindir de su compañía: Carolina Otero no ha tenido necesidad de apoyarse en falsedades para sentirse fuerte. En realidad, si inventé tantas fantasías sobre mi infancia, fue sólo para satisfacer al público, lo juro. Les conté lo que ellos querían oír, nada más. Porque existen dos tipos de mentiras: las que se elaboran en beneficio propio y las que se inventan para complacer a los demás. Y ambas (como decía ese amigo poeta que he mencionado antes y al que tanto le gustaba hacer frases), son gestos de pura generosidad. No hay por qué extrañarse de que así sea, al fin y al cabo, la Verdad, con mayúsculas, no suele interesarle a nadie.
Ésa fue la única razón por la que, durante más años de los que habría deseado, tuve que mantener vivas tantas y tantas mentiras.
Sin embargo ahora ya está, se acabó: desde aquel día de primavera me sentí libre para prescindir de todos los adornos biográficos indispensables en su momento. Murió ese día, por ejemplo, la Nina Otero de infancia romántica que retraté en mis memorias, dictadas en el año 1926 a madame Claude Valmont, redactora de la publicación Comoedia. Una biografía pésima, por cierto, no sólo por sus falsedades sino, sobre todo, por sus omisiones. Omisiones lógicas, si bien se piensa, pues ¿qué otra cosa podía hacer sino callar? En el 26 vivían aún muchas personas a las que perjudicarían gravemente ciertas revelaciones. Incluida yo misma, muerta desde el 48 por deseo de L’Espoir de Nice.
De ahí que ahora, una vez desaparecidos los fantasmas frívolos que adornaron a la Bella, puedo afirmar con alivio que es completamente falso todo lo que conté sobre mis orígenes. No soy andaluza, ni mucho menos hija de una gitana trasunta de la cigarrera de Mérimée llamada (cómo no) Carmencita, y de un oficial griego de apellido Carasson al que conoció en Sevilla.
Cómo me he reído durante mis años de gloria de todas estas imposturas que la gente estaba dispuesta a creer sin reservas y que sonaban «tan verdad».
«Tú, lector», escribió Joaquín Belda, otro de mis biógrafos y traductores más rendidos, «por poco experto que seas en el trato con mujeres célebres, estarás habituado a oírlas afirmar con la mayor desenvoltura que “se han criado en muy buenos pañales”. En la mayor parte de los casos ello no es más que una dulce fantasía: si se trata de horizontales españolas, a la mayor altura que llega su árbol genealógico es a la de digno miembro de la Guardia Civil, cuerpo que tiene todas mis simpatías, pero que no figura en el Gotha europeo. La Otero en cambio no incurre en esa vanidad; hija de sus obras no tiene por qué renegar de su nacimiento».
Renegar no, pero sí tuve que «adornarlo» un poco para hacerlo más verosímil. Ser hija de una gitana andaluza y de un oficial con un nombre tan poco griego como Carasson es mucho más creíble que la verdad que contaré más adelante. Como, por lo visto, también suena muy real la patraña de que mi «padre», al que yo adoraba, después de conocer a Carmencita, y arrancarla de una troupe de gitanos de Sevilla, se la llevó vivir a Valga, un pueblecito de Pontevedra, con la intención de alejarla de tantas tentaciones. Una vez en Galicia, por culpa de los extravagantes caprichos de mi madre, que seguía siendo «una fierecilla sin domar», papá se convirtió en esclavo del juego (maldición de la que, como todo el mundo sabe, también yo he sido víctima, y que le da a la anécdota paterna un timbre añadido de realismo, pero no interrumpamos por eso la historia). A continuación, me inventé que papá Carasson se arruinó mientras que Carmencita, incorregible, acababa buscando consuelo en brazos de un amante rico, quien, por una terrible pirueta del destino, dos años más tarde, daría muerte a mi padre, que lo había retado a duelo al descubrir aquellos amores.
«[…] Después de la desgracia, pasaron días de desolado luto con la monotonía de la desesperación», le dicté en 1926 a mi biógrafa, la enérgica pero también romántica madame Valmont.
«A mí, ese período de la vida —proseguí con mi más perfecto aire de nostalgia ensayado en tantas ocasiones con periodistas y también con amantes— me hace el efecto de un abismo profundo y oscuro en cuyo fondo yacen recuerdos de miseria y derrota. En la casa de mi familia todo se lo llevaba la trampa, y los acreedores de papá vendieron las pocas cosas de valor que nos quedaban, muebles, objetos de arte, vajilla, plata…»
Una historia perfectamente concebible en aquellos tiempos, tanto, como que era verdadera. Lo que quiero decir es que, para confeccionarla, me tomé la molestia de utilizar casos reales: todo lo que he relatado más arriba lo elaboré con retazos de distintas y terribles crónicas de sucesos, género periodístico que ya hacía furor a principios de siglo y que mitificó a asesinos como Landrú o al célebre Jack el Destripador. Eran otros tiempos.
Hasta aquí todo muy bien pero a continuación decidí añadirle a mi historia una nota aún más dramática. Recuerdo la expresión de madame Valmont al contarle esta parte que voy a relatar. Mi biógrafa tenía la manía de descolocarse el sombrero con una mano atolondrada cada vez que oía algo extraordinario, un vicio muy poco favorecedor, dicho sea de paso. Quizá alguien como yo, tan experimentada en las lides de agradar, debería haberle advertido de lo ridículo que queda juguetear con las plumas o el velo de un sombrero. Sí, creo que lo mínimo que podía haber hecho para agradecer su credulidad habría sido decirle que, aun en los casos más desesperados, una dama jamás se toquetea el sombrero. «No haga eso, querida, c’est très vulgaire, es muy vulgar», debería haberle aconsejado, pero nunca lo hice: ahora me doy cuenta de que su manía me incitaba a dramatizar. Como, por ejemplo, cuando cargué deliberadamente las tintas al confesar:
«Después de la muerte de papá y entregada a ella misma, mi madre volvió a ser poco a poco la gitana de antes. Agriado su carácter por la pena y la miseria, no se ocupaba de sus hijos más que para obsequiarnos, al menor pretexto, con un golpe o un insulto. Ligera y débil, mi madre dejaba que las cosas fueran de mal en peor y nosotros, sus hijos, vivimos sin freno alguno de autoridad ni de disciplina, más despojados de toda ternura y de buenos consejos que los chicos desheredados del arroyo. Ya fuese porque el amante de mi madre siguiera enamorado de ella o porque se dejase ganar por la piedad, lo cierto fue que, un buen día, nos enteramos de que mi madre se iba a casar… ¡con el asesino de papá! Éramos todavía muy jóvenes: mi hermana gemela» (sí, sí, también me inventé una gemela, porque me parecía que sonaba interesante. Lástima que luego no continuara con la patraña, podía haberle sacado mucho partido a esta idea de tener una doble en alguna parte de mundo) «… mi hermana gemela y yo —continué, para placer de madame Valmont— no habíamos cumplido aún los diez años, pero recuerdo muy bien la rebeldía e indignación que nos invadió cuando supimos que el asesino de papá iba a instalarse en el propio hogar que él había destruido. El odio de todos los hijos del muerto se hizo patente contra mi madre y su nuevo marido; y, en aquella casa que el nuevo amo intentaba reorganizar, empezó a respirarse una atmósfera de drama. El orgullo español no es una frase vacía y mis hermanos sabían ya que la palabra cobarde es un insulto que ningún español puede tolerar. La misma noche que mi madre anunció la llegada de su segundo esposo, nos dimos cuenta de que mis hermanos habían desaparecido. Recogidos por un amigo de papá, que se compadeció de ellos, marcharon al poco tiempo a América y consiguieron crearse una buena situación allá. En la maldita casa del nuevo amo no quedamos más que una hermanita menor y yo, pues mi hermana gemela se había ido a casa de un pariente de papá que se encargó de su educación mientras que a mi hermano menor lo internaron en un colegio.»
A partir de ahí fue fácil dictarle a mi amable biógrafa el resto de la fábula puesto que ya la había ido
«confesando» aquí y allá con mínimas variantes en revistas mundanas y también a admiradores comprensivos (nótese que es fundamental para un mentiroso el tener una excelente memoria, de la que yo me precio, y contar siempre la misma historia. Aun así, no traicionarse en alguna ocasión resulta imposible. A mí me ha ocurrido más de una vez, ya se darán cuenta cuando llegue el momento.)
«Comenzó entonces mi verdadero calvario», le expliqué a madame Valmont al comprobar, por el pingar de su sombrero, que la historia tenía toda la carga de verosimilitud y dramatismo que de ella se esperaba. «Ocurrió una cosa extraña», continué, «mi madre, que hubiera debido querer aún más a los dos hijos que habíamos quedado a su lado, se dedicó por el contrario a aborrecerme, achacándome la culpa de todas sus desgracias, convirtiéndose así en la madrastra de su propia hija. Yo había querido siempre a mi madre, puede que ahora la quisiera más que nunca porque me hacía recordar con más frecuencia a papá, pero sus cóleras injustificadas, sus continuos reproches, la exasperación que mostraba contra mí, y que era casi enfermiza, me hacían horriblemente desgraciada aunque callaba y sufría en silencio. Sin embargo, llegó un día en que mi carácter independiente y orgulloso se sobrepuso y me sublevé…
»Acostumbrada a mi obediencia, mi madre se quedó atónita ante una rebeldía que no podía tolerar. Unos días después resolvió deshacerse de mí y me dijo que me iba a marchar de casa y entrar en un internado cerca de Valga. La noticia me dejó indiferente, pues pensaba que era imposible que yo fuese más desgraciada en otra parte de lo que lo había sido hasta ahora. Me engañaba. Poco después pude ver que el desgraciado, como el necio, encuentra siempre otro más desgraciado que él.»
Le conté entonces a madame Valmont cómo, en aquel colegio de señoritas al que me mandaron, había sido víctima de todo tipo de vejaciones por parte de las dueñas, unas tales Pepita y Juanita, que me utilizaban como criada. Al hablar, yo movía las manos de un modo que los franceses consideran muy andaluz para darle a la historia todo su dramatismo, y pude ver cómo los adornos del sombrero de madame asentían comprensivos. Tampoco resultaba difícil creer que yo había estado interna en un colegio de niñas de clase media en el que me convertiría en víctima de múltiples humillaciones: las palizas eran algo habitual en las escuelas en el siglo diecinueve y también en el veinte, tengo entendido, aunque yo nunca tuve hijos.
Llegó entonces el momento estelar de mis mentiras, el momento en el que debía explicar cómo comenzó mi carrera artística. Fiel a mi creencia de que los embustes deben tener siempre un punto de drama y otro idéntico de romanticismo, en mis memorias puede leerse esto:
«Era tan desgraciada, que más de una vez pensé en la muerte. Durante mucho tiempo cavilé sobre el medio que emplearía para suicidarme. De pronto se me ocurrió una idea: había oído decir que las cerillas eran veneno; reuní todas las que pude, las disolví en un vaso de agua y me bebí el líquido, pero sin duda la dosis era insuficiente. Todo se redujo a una indigestión y mi tentativa de suicidio pasó desapercibida.»
Creo que a madame Valmont también le pareció romántica y dramática la forma que inventé a continuación, para contar cómo entró el amor en mi vida, un gran amor que iba a conducirme al éxito profesional.
Para empezar le dije que pocos meses más tarde, y al verme tan desgraciada, una de mis compañeras de internado se apiadó de mí. Se llamaba Paquita (nótese como todos los nombres que elegí para los personajes de mis memorias suenan très espagnol y son, a la vez, de fácil pronunciación para una persona de habla francesa: mis protagonistas se llamaban siempre Paquitá, Pepitá, Juanitá, y cosas así). En fin, según le conté a madame Valmont, con Paquitá «apareció un rayo de sol en las tinieblas de mi vida». Ella gozaba de las simpatías de Pepita y Juanita y por las noches era la encargada de cerrar la puerta de la calle. «Temo que enfermes aquí todo el día trabajando sin poder ver la luz del sol más que una vez por semana para ir a misa», me dijo un día mi buena amiga. «Te dejaré salir, para que puedas pasear durante una hora, y cuando vuelvas yo te estaré esperando.» Al principio me dio miedo su ofrecimiento, pero unas semanas más tarde, Paquita me entregó con aire misterioso un papel. Era mi primera carta de amor y el corazón me latía al leerla.
En mis escasas salidas, yo era espiada por un joven de nombre Paco Coll que resultó ser muy guapo. Después de muchas dudas y temores, decidí aceptar el ofrecimiento de Paquita y esa noche salí en busca de mi enamorado.
A madame Valmont le encantó el resto de la historia y el modo en que todas las noches me reunía con Paco, quien, al otro lado de la reja me decía: «Qué guapa eres, Nina, baila un poco para mí.» Valmont sonrió y yo añadí: «El baile era mi gran pasión, una verdadera manía. Ya desde pequeña bailaba acompañándome con las castañuelas; nunca aprendí a bailar, he bailado siempre por el mismo impulso natural que un pájaro canta. Por eso le pedí a Paco que me llevara, alguna de aquellas noches de escapada, a una sala de baile de la que había oído hablar y que era mi obsesión. El dueño del local, en realidad una tabernucha, me contrató como artista por dos pesetas. Era todo un éxito pues mis compañeras ganaban una. Yo era feliz hasta que me descubrieron.»
Sería muy tedioso seguir oyendo todas las mentiras que la Bella Otero relató a madame Valmont para dar una explicación romántica de los años que van desde esta temprana actuación en una taberna de Galicia hasta su modesto primer éxito profesional en Francia. Al leer las memorias que le dictó a Claude Valmont, así como otras biografías que aceptan como ciertos los hechos que en ellas contó, sorprende comprobar cómo la Otero maneja los embustes para que tengan muchos visos de realidad. Ningún trazo de sus memorias resulta demasiado fantasioso, pero tampoco carecen de dramatismo. Sin duda debe de ser cierto que se valía de anécdotas tomadas de las páginas de sucesos que luego mezcló con algunos detalles destinados a inspirar pena y con otros cuya misión era, simplemente, poner de manifiesto su temperamento español. Esto último fue siempre una preocupación de la Otero, para quien la «furia española» era un adorno tan fundamental para su personalidad que, incluso en las postrimerías de su vida (y habiendo olvidado casi por completo el castellano), hablaba francés con un terrible acento español. Tanto es así que este tipismo, en las memorias dictadas a Claude Valmont, se traduce en frecuentes frases como: «Mi sangre gitana se encrespaba en las venas» o en alusiones al «indomable carácter de mi tierra andaluza»; detalles, en resumen, imprescindibles para construirse una interesante personalidad très andalouse acorde con la moda de su juventud.
Hay que tener presente además, para comprender el fenómeno, que desde mediados del siglo XIX, gracias a los escritores románticos que viajan por la península Ibérica y aún con más fuerza a partir de
1875, en que se estrena la ópera Carmen, los franceses tenían de España una imagen racial de guitarra y pandereta, de toreros, de gitanas, de sangre. La figura de la cigarrera de Bizet, que desprecia amantes y muere por sus pasiones, se veía en aquel París finisecular que apostaba por la modernidad como el último reducto de lo romántico y bellamente folclórico a la vez que trágico. Simbolizaba la llamada de lo atávico frente a un mundo que se abría vertiginosamente al siglo XX y también al «progreso», palabra mágica que se utilizaba entonces en toda ocasión y que, junto a las ganas de divertirse propias de aquellos tiempos, forman el talante básico de la Belle Époque.
Es muy comprensible, por tanto, que la Otero, para satisfacer los gustos de su época, decidiera ocultar sus orígenes gallegos (de poco le servían para triunfar los tristes aires de las muñeiras) y se inventara una biografía acorde con el tipo de personalidad que se esperaba de una española. En cuanto a la razón de cambiarse su verdadero nombre, Agustina, por el de Carolina, ya hablaremos más adelante; de momento, y para continuar con algunas reflexiones sobre el tono y el lado psicológico de sus mentiras, me gustaría llamar su atención sobre otro punto.
Al leer sus memorias, se nota que la Otero mentía, más que por razones románticas o vanidosas, por razones prácticas. Para ella lo importante era fabricarse un personaje lo más fascinante posible y si la construcción del mito requería amor y lágrimas, los tendría. Si necesitaba el toque Bizet, también lo tendría. En ningún momento trataba de ennoblecer su pasado, pues al contrario de otras
«horizontales» como tan gráficamente llamaba entonces la sociedad a las cortesanas, y, tal como señala Joaquín Belda en el pasaje que he transcrito, la Otero no se inventa un pasado de buena cuna ni un árbol genealógico con un conde o duque en sus ramas. Pero tampoco cae en otro tópico de la época: despertar piedad ni presentar la imagen de una jovencita incauta engañada por el mundo y sus demonios. Al contrario. Consciente de que su vida pública distaba mucho de ser ejemplar, no intentó edulcorar su infancia sino que prefirió urdir unos comienzos aventureros y bastante amorales acordes con su carácter. Así, al leer sus memorias (y sabiéndolas falsas) el lector tiene la sensación de que están dictadas por una cabeza muy lúcida que tiene buen cuidado de que su personaje actúe exactamente tal como lo habría hecho de ser cierto aquello que cuenta, es decir, con sangre fría y llevando a cabo ciertas acciones poco dignas de una «señorita». He aquí, por ejemplo, una de las pequeñas infamias que inventa Carolina Otero para ilustrar el comienzo de su vida aventurera.
Al relatar el período que va desde la salida del pueblo camino del internado hasta el comienzo de su éxito artístico, la Bella fabrica (la información está tomada una vez más de las memorias dictadas a madame Valmont) la siguiente y poco edificante historia. Empieza contando cómo al descubrirse sus escapadas del colegio llovieron los castigos y que Juanita y Pepita le prohibieron salir de la cocina. Entonces ella, como venganza, planeó castigar a las dos solteronas metiendo en el puchero una enorme rata viva a cocer. Una vez hecho esto, Carolina se arrepiente e intenta sacar la rata del cocido, pero «aquello no era más que un amasijo de piltrafas, de pelos, dientes y todo tipo de porquerías». Entonces —muy en la estética del siglo romántico por excelencia— Carolina dice haber sufrido un ataque de histeria: se vuelve como loca, grita, llora hasta caer enferma, en tal grado que el médico del lugar, al ver su aversión al colegio y a aquellas señoritas, se ofrece a llevarla a su casa para que se recupere. Ella está muy agradecida a su salvador, pero después de unos días idílicos con él y su familia empieza a echar de menos a su Paco, «mi primer y más grande amor», según sus palabras. Pocos días más tarde se fuga con el muchacho sin despedirse siquiera de su benefactor y, de ahí, la joven pareja (ella tiene escasamente doce años) huye a Portugal.
Una vez en Lisboa, Carolina cuenta a madame Valmont cómo descubre que está embarazada, pero resuelve no decírselo a Paco por el momento. La pareja es feliz hasta que la policía los encuentra y devuelve a Carolina a su madre por ser menor de edad mientras que Paco Coll huye a Barcelona. El regreso de Nina, como la llamaban sus parientes, a Valga es otro episodio triste. Carmencita, su madre, sigue tan cruel como siempre. Nina, en una discusión, le confiesa su embarazo. La madre la abofetea e insulta de tal modo que, al día siguiente, sin un céntimo en el bolsillo, huye no a Barcelona
—que sería lo lógico para reunirse con su novio— sino que regresa a Lisboa, al mismo hotel en donde viviera su historia de amor con el muchacho, argumentando lo siguiente: «Pensé que podría refugiarme en el hotel en el que había vivido antes con Paco porque el director era un hombre amable. Allí me conocían y seguramente me recibirían bien con la excusa de que muy pronto mi amado vendría a buscarme. Mientras tanto yo confiaba en mi destino.»
Incluso en estas memorias mentirosas, el destino de la Bella se comporta siempre de una forma muy… oteriana, podríamos decir. Carolina le contó a su biógrafa cómo tuvo la fortuna de coincidir en el hotel con un empresario de teatro que, al ver su belleza y talento, le ofrece, desinteresadamente, debutar como solista (¡!) e intercalar para ella un número especial de canto y baile en la zarzuela La Gran Vía, muy de moda entonces, que iba a estrenarse en breve en el teatro Avenida, de Lisboa. La función resulta un gran éxito y, poco más tarde, la muchacha da otro paso de fortuna que tiene la misma impronta oteriana. Según sus memorias, esa niña de once o doce años, la misma que pasado el tiempo llegaría a poseer una de las colecciones de joyas más espectaculares del mundo, se encontraba una mañana paseando ociosamente por las calles de Lisboa cuando…
«De pronto me vi mirando el escaparate de un joyero y una hermosa rivière de diamantes», relata, y
—después de transcribir un diálogo muy cortés con un «hombre de unos cuarenta años de rostro simpático que llevaba gafas de oro y me miraba con aire benévolo»—, dos líneas más abajo encontramos a la niña propietaria no sólo de un collar, sino también de una diadema, una sortija, pulsera y pendientes, todo de diamantes. A continuación, valiéndose de deliciosos eufemismos, la Bella explica cómo el caballero de las gafas de oro resultó ser el señor Porazzo, el banquero más rico de Lisboa, quien la instaló en una pensión («¡Qué bonita niña!», dice que exclamó la gorda y también benévola dueña del establecimiento al ver a Carolina. «Descuide, señor, estará muy bien y no carecerá de nada.»). Y en efecto, al poco tiempo Nina tenía todo lo que podía desear. «Yo me dejaba querer y experimentaba hacia mi protector el mismo afecto que puede sentirse por un padrino que colma a su ahijada de regalos. No podía corresponder a su amor intenso pero sentía por él un cariño filial», cuenta. «Tenía además un perro grande y vistoso llamado Black, pero echaba de menos el teatro y, sobre todo a mi amor, Paco Coll.»
Es la falta de Paco Coll la que, según explica Carolina, la empuja a abandonar a su benefactor y tomar un tren a Barcelona llevando consigo, eso sí, todos los regalos y mucho dinero del señor Porazzo. Unos días más tarde, ya instalada en la ciudad (con doce años, doce) contrata a una doncella de nombre Rosalía, una mujer «muy altiva y digna con su cofia rizada». Acto seguido, Carolina, Rosalía y su cofia rizada, hicieron aparición en un palco del Palacio de Cristal de Barcelona que frecuentaba Paco. Según cuenta en sus memorias, «al ver el público a una mujer tan bella, se armó un revuelo y miles de cestas de flores fueron enviadas a mi palco por admirativos caballeros». «¿Quién causa tanto alboroto?», dice la Bella que comentó Paco. La sorpresa fue mayúscula al descubrir que se trataba de «su Nina». A partir de ahí, Paco y ella volvieron a vivir juntos pero al poco tiempo «una preocupación comenzó a obsesionarme», escribe madame Valmont al dictado de la Otero. «No le había dicho a Paco que estaba embarazada y me pareció el momento de decírselo pues ya estaba casi de cuatro (la cursiva es mía) meses.»
Se desconoce si, al oír tan romántico reencuentro, madame Valmont se llevó la mano al sombrero, como cada vez que su biografiada le relataba un episodio especialmente dulce. Pero lo que sí parece seguro es que no le sorprendió excesivamente el que tantos acontecimientos: vivir con Paco Coll en Lisboa, ser devuelta al hogar por la policía, que su madre la echara de casa, regresar a Portugal sin un céntimo, debutar en el teatro, convivir con un banquero que la llenara de joyas y le permitiera reunir una considerable cantidad de dinero, abandonar al banquero para ir en busca de su enamorado, etcétera, etcétera, sucedieran en escasamente cuatro meses. Un relato así debería haber resultado inverosímil incluso para la empática madame Valmont, pero quizá la dama estaba demasiado impresionada por la próxima «confesión» que iba a hacerle la Bella como para reparar en minucias cronológicas.
«Me parecía —contó Carolina a su biógrafa— que había llegado el momento de decirle a Paco cuál era mi estado y así lo hice. Al mismo tiempo, me contrataron para actuar en el Palacio de Cristal y tuve mi primer éxito. Yo hubiera estado feliz de no ser porque el dinero que ganaba, Paco se lo jugaba todo al monte. Además ya no era cariñoso conmigo y no se ocultaba de mí para cortejar a otras mujeres. Su actitud me causaba mucha pena, pero por mi manera de ser no echaba de menos la vida apacible que llevaba en Lisboa porque a la indiferencia sentimental he preferido siempre la vida apasionada, aun con todos los dolores que lleva consigo. Pensaba muchas veces en la criatura que iba a nacer y creía que mi amante se consideraría igualmente feliz, quería creerlo, pero no era así. Bromeando me hizo algunas alusiones que yo fingí no entender. Entonces él se calló pero adoptó una resolución de la cual se guardó de prevenirme. Mi hombre aprovechó un día en que yo estaba un poco enferma para llevarme a casa de una comadrona cuya misión consistía más que en ayudar a traer hijos al mundo en enviar angelitos al cielo. Sin advertírmelo, me dieron cloroformo; cuando me desperté sufría atrozmente y tuve que guardar cama durante días. Nunca le he perdonado a Paco que hiciera aquello a traición, pero puedo asegurar que fue sólo el comienzo de otras traiciones…»
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Ficha histórica del libro
Edad: Contemporanea
Periodo: Varios
Acontecimiento: Varios
Personaje: Carolina Otero
Comentario de "La Bella Otero"