Al otro lado de la niebla
Al otro lado de la niebla
PIOJO
SE QUEDÓ HUÉRFANO muy pronto, a la edad a la que los otros niños empiezan a disfrutar de la vida. Cuando los demás muchachos descubrían el lado amable de la existencia, entre risas y juegos, él caminaba por su costado más salvaje. No tuvo, en su infancia, el calor de un hogar, y jamás se sentó ante un fuego que pudiera reconocer como propio.
Fue el único hijo de unos padres muy jóvenes, recién lanzados al mundo de los adultos. Al padre nunca lo conoció, porque no regresó de su segunda expedición de caza, estando su madre embarazada de él. Sus compañeros lo recordaban con un rostro de mirada melancólica, como si siempre hubiera sabido que la suerte le iba a volver la espalda en la primera oportunidad en que la necesitara. Lo enterraron allí donde cayó, corneado por un uro al final del verano, y un manto de flores de brezo, muy pequeñas y muy moradas, fue su sudario. Una muerte vulgar, contaron, sin ningún heroísmo; un caso de mala suerte, la fiel compañera de la inexperiencia.
La viuda volvió entonces al lado de sus padres, pero los tres desaparecieron en aquel interminable invierno en el que todo se extinguió.
El grupo al que pertenecían se movía por el calvo páramo como una procesión de espectros, buscando algo que comer. Sobrevivían sólo gracias a la carroña que encontraban, helada y dura como una piedra, cuando no llegaban antes los lobos, ellos también convertidos en sacos de huesos.
A veces se tropezaban con un famélico ciervo perdido en la niebla, o con un grupo de desnutridos bisontes escarbando en la nieve en busca de briznas de pasto reseco con que entretener el hambre. La situación era tan desesperada para toda criatura que todavía alentara, que no había instinto que no hubiera cedido paso al de conservación. Las madres no se preocupaban por las crías, y los machos se habían olvidado de sus querellas por la jerarquía. Ningún animal joven jugaba. Todos dedicaban sus menguadas fuerzas al pesado trabajo de respirar. En aquel invierno terrible, estar vivo era una dura condena.
Cuando los lobos, los leones o las hienas se encontraban frente a sus presas habituales, en lugar de producirse la explosión de vigor acostumbrada —rugidos, bramidos, relinchos—, el duelo se reducía a un sombrío cruce de miradas, como si unos y otros hubieran decidido, simplemente, esperar en silencio a ver quién moría primero.
También los humanos parecían presa de esa insensibilidad, de la misma anestesia total de las emociones, de esa especie de cansancio de vivir que dominaba el páramo en el corazón del invierno.
Cada lóbrega mañana el grupo se ponía en pie y reemprendía la marcha hacia ninguna parte sobre una crujiente corteza de hielo; o mejor, el lento camino hacia una primavera que parecía imposible. Y sin embargo aquellos seres habían reído a carcajadas, y bailado poseídos por el ritmo, y discutido acaloradamente, y amado con pasión, hacía toda una eternidad.
No todos los bultos se ponían en movimiento, sin embargo, al rayar el alba. Un amanecer, después de una luna de hielo, dejaron atrás a su abuela, hecha un ovillo y rígida como una roca; otro, a su abuelo, quien, sentado, daba la espalda al grupo que se alejaba. Y el lívido día en que no se levantó su madre cuando le retiraron las pieles que la cubrían, un antiguo camarada de su padre lo cogió en brazos y, señalando al horizonte para que no volviera la vista al campamento y descubriera que se quedaba atrás, inmóvil, el último ser que lo había querido en el mundo, le dijo:
—Allí, ya no muy lejos, hay un valle donde nunca nieva en el tiempo de las sombras y el río no se congela, donde la hierba no se agosta en el verano, donde siempre hay frutos y los animales tienen crías todo el año. Lo llamamos El Valle Feliz.
Pero la mano helada del invierno no se abría, y la banda de cadáveres andantes siguió perdiendo miembros hasta que por fin llegó la primavera, cuando ya nadie la esperaba. Entonces el grupo estaba tan exhausto que a aquel hombre le pareció una idea acertada ceder al chico sin familia a un viejo con el que se cruzaron; éste se movía, agatillado y renqueante, de un poblado a otro ofreciendo sus habilidades como tatuador a cambio de comida, protección y abrigo; su cuerpo, pequeño, era todo él deforme, y su cara una máscara de cuero viejo con dos agujeros por ojos y una grieta por boca.
Un niño huérfano al servicio de un desarraigado, ésa fue su infancia, primero como animal de compañía, y luego como ayudante. Y siempre criado y saco de golpes de un hombre con tan poca conversación como corazón.
Conoció mundo, eso sí, y muchas tierras y muchas tribus, y nunca perteneció a ninguna.
El patético ser con el que le tocó crecer le llamaba, simplemente, Piojo. Ni tuvo el apodo cariñoso que los padres daban a sus hijos algún tiempo después de destetados
—antes de eso tan sólo se les apuntaba con el dedo—, ni recibió el Nombre Verdadero con el que la tribu reconocía a los muchachos después de la ceremonia de iniciación y a las muchachas cuando se convertían en mujeres por la sangre.
El viejo le dijo que lo llamara en toda ocasión Maestro, aunque nunca le enseñó otra cosa que amargura y desencanto. Se emborrachaba muy a menudo por las noches, después de que Piojo se hubiera echado a dormir junto a la hoguera. Al viejo no le gustaba, al parecer, que el chico lo viera en ese estado de debilidad. Cuando bebía miraba fijamente al fuego, y rara vez apartaba su vista de las llamas. Pero una vez se volvió para tomar la cuerna de licor y se encontró con los ojos de Piojo abiertos de par en par. Era entonces todavía un crío, con un cuerpo pequeño, unas piernecitas delgadas y unos ojos enormes bajo un revuelto pelo pajizo. El animal quien más se parecía era el mochuelo. O quizás era más bien un lebrato, espabilado desde el primer día como vienen las crías de las liebres, preparadas para enfrentarse a la vida desde que llegan al mundo. Los lebratos nacen en cualquier hoyo del terreno, cuando la primavera todavía no se ha sacudido el frío del invierno; no como sus parientes los gazapos, que se crían en la cálida, blanda y oscura protección del bardo y por eso los paren desnudos, atrasados y con los ojos cerrados. Piojo no tuvo los cuidados de una madre, ni el calor de una familia y no pudo ser gazapo como los demás niños. Era un lebrato desgarbado de largas patas y ojos en permanente sorpresa. Pero los lebratos tienen un mellizo con quien jugar, y Piojo siempre estuvo solo.
El niño esperaba encogido una paliza, pero, en lugar de eso, el viejo le habló. Aquella noche que estaba tan borracho le confesó su Nombre Verdadero, un extraño nombre, y le conminó a que nunca lo pronunciara en presencia de otras personas.
—Te juro que te mataré si lo haces —le amenazó. El viejo se argallaba mucho al andar, porque antaño se había partido la cadera y el hueso de un muslo por muchos sitios. Además, se le olía de lejos porque apestaba más que una abubilla. Por eso, cuando caminaban, Piojo procuraba darle el viento. No resultaba precisamente agradable mirarle a la cara, sobre todo cuando se quedaba hipnotizado ante el fuego durante largo tiempo y las llamas arrojaban luces y sombras sobre las horribles cicatrices del rostro y las calvas de su cabeza, allí donde el cuero cabelludo había sido arrancado y sustituido por una piel fina y arrugada como la corteza de la encina.
De cuando en cuando el Maestro daba un trago de la cuerna, que era su más preciada pertenencia, y se estremecía.
—Esta no te engañará nunca —decía con voz ronca, transida de una tristeza infinita; aunque le hablaba al niño su mirada había regresado a la lumbre—. Las mujeres, los amigos y hasta los espíritus te traicionarán, créeme, Piojo, pero la cuerna no te fallará jamás. No te fíes nunca de nadie, es el consejo que te doy, rapaz. Será mejor que aprendas de este viejo, aunque ya se sabe que nadie escarmienta en cabeza ajena.
Como dice el dicho decidero, ¡han de picarte las avispas para que sepas que tienen aguijón!
» Muchos hombres han llegado a la misma conclusión que yo, o, si no, ¿por qué te crees que hay tanta afición a fermentar los frutos para producir la bebida que embriaga? El licor te acompaña durante toda tu vida y te da siempre consuelo. Sirve para celebrar un triunfo, para calentar el estómago y el espíritu, para soportar el dolor de una herida y… para olvidar. Y cuantos más años vives más tienes que olvidar. Lo mejor de los recuerdos es lo que no recuerdas. Créeme, Piojo, no te fíes de nada ni de nadie, salvo de la Hermana Cuerna de Licor.
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Ficha histórica del libro
Edad: Prehistoria
Periodo: Paleolítico
Acontecimiento: Sin determinar
Personaje: Sin determinar
Comentario de "Al otro lado de la niebla"
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