El mozárabe
El mozárabe
Nota histórica
En el 929 el emir de Córdoba Abd al-Rahman III toma la decisión de proclamarse califa y Emir de los Creyentes, títulos que ya habían adoptado los omeyas de Damasco y ahora utilizaban los abasíes de Bagdad y los fatimíes del norte de África. De esta manera rompía los débiles lazos religiosos que aún unían al estado cordobés con el Oriente musulmán. Se inaugura así en la España musulmana una etapa de florecimiento inigualable, que la colocó al nivel de los países más prósperos del momento, y la fama de su capital, Córdoba, llegará a extenderse por todo el mundo.
Al belicoso Abd al-Rahman sucede su hijo al-Hakam, pacífico, culto, bibliófilo y amante de las letras y las ciencias. Subió al trono a los cuarenta y seis años de edad, por lo que poseía una madura experiencia que iba a permitirle llevar a la cumbre al régimen omeya. Durante los quince años de su reinado (961-976) Alándalus disfrutaría de paz interior, solamente interrumpida por algunas incursiones de corsarios daneses en las costas atlánticas entre el 966 y el 970.
En la segunda mitad del siglo X, momento álgido de la ciudad, Córdoba contaba con una población de medio millón de habitantes, y en ella, según los historiadores árabes, había 130.000 casas, 700 mezquitas, 300 baños públicos, 70 bibliotecas y un montón de librerías. Y todo aquello, cuando en todo Occidente no había ni una sola ciudad cuya población superara los 100.000 habitantes.
La metrópoli, en gloriosa emulación con las metrópolis árabes del Oriente, gozaba entonces, tanto en el exterior como en el propio país, de una reputación estudiosa que ninguna otra ciudad de la península podía soñar en disputarle. Un escritor árabe del siglo siguiente, Said de Toledo, en su libro sobre las Categorías de las naciones, nos dice que al-Hakam II «hizo venir de Bagdad, de Egipto y de todas las partes de Oriente las obras capitales más importantes y más raras, referentes a las ciencias antiguas y modernas. Este reunió, hacia el final del reinado de su padre, y después durante su propio reinado personal, una cantidad casi igual a la que fue acopiada por los príncipes abasíes y en un tiempo infinitamente menor». La biblioteca que de este modo reunió al-Hakam II en su palacio de Córdoba era de una riqueza incomparable. Comprendía nada menos que 400.000 volúmenes, y su catálogo, reducido a una simple enumeración de los títulos de las obras y de la mención de los nombres de sus autores, llenaba cuarenta y cuatro registros de cincuenta hojas cada uno. Un verdadero ejército de buscadores de libros, de corredores y de copistas se movía por cuenta del monarca, prosiguiendo sus investigaciones bibliográficas por toda la extensión del mundo musulmán. En la misma Córdoba, un equipo muy numeroso de escribas, de encuadernadores y de iluminadores trabajaba bajo la vigilancia de un alto dignatario y del propio califa, para enriquecer constantemente esta magnífica librería, que contenía verdaderas maravillas.
El papel debió de ser conocido también en aquella época, pues en los textos empieza a aparecer el nombre del oficio, warraq (papelero), y lo que es más importante: en algunos manuscritos sobre pergamino del siglo X aparecen intercaladas hojas de papel de trapo hispánico.
Sin duda alguna, una pequeña parte de aquellos innumerables manuscritos se esconde todavía entre los recovecos de obscuras bibliotecas. Levi-Provenzal señala que algunos de estos volúmenes se encuentran en Fez; por ejemplo, uno que lleva la fecha venerable del año 359 (970), con la indicación de que fue transcrito para el califa al-Hakam II. Conservamos los nombres de varios de estos copistas, entre los que figuraban un siciliano emigrado a Córdoba, clérigos de las comunidades de cristianos y hasta una mujer, la poetisa Lubna. De ello nos hablan las obras de Ibn al- Faradí, Ibn Bashkuwal y Dabbí.
Los mozárabes
Durante este periodo, Alándalus dio pruebas de un espíritu tolerante hacia sus súbditos cristianos, que hoy nadie puede poner en duda. En ninguna otra parte del mundo musulmán fueron tan necesarias las relaciones permanentes entre las diversas comunidades religiosas; porque una parte de la población había conservado su religión, leyes y costumbres anteriores a la conquista por los árabes de la España visigoda. A estas comunidades de cristianos se les llamó mozárabes.
La voz procede del árabe mustarib, «arabizado», «el que quiere hacerse árabe o se arabiza», y bajo diversas formas (muztárabe, muzárabe, mosárabe, etcétera) aparece en los documentos hispanolatinos de la alta Edad Media con la misma acepción que actualmente le damos. El término es inusitado en la literatura hispanoárabe, en la que los mozárabes son llamados con los nombres generales de ayamíes, nasraníes, rumies, dimmíes, etcétera. Hoy también se aplica el adjetivo mozárabe a la liturgia hispanovisigótica, a la escritura visigótica y al arte hispanocristiano de los siglos IX al XI.
Como es sabido, la doctrina coránica ordena a los musulmanes respetar, bajo ciertas condiciones, las creencias religiosas de la «gente del Libro», es decir, de judíos y cristianos. Al producirse la conquista de España, los vencedores permitieron a las poblaciones que se habían sometido mediante pactos —la mayoría del país— el libre ejercicio de la religión cristiana y la plena posesión de sus iglesias y propiedades.
Más tarde, incluso después de las conversiones en masa de muchos mozárabes deseosos de gozar de un estatuto fiscal preferencial, puesto que los cristianos habían de pagar újaray o impuesto, pervivía una considerable proporción de súbditos cristianos que formaban florecientes comunidades en las ciudades andaluzas.
En el siglo X los mozárabes formaban un minoritario grupo religioso y jurídico, no étnico ni lingüístico, dentro de la sociedad hispanomusulmana, vivían en barrios propios y poseían cementerios propios. Tres autoridades civiles elegidas entre ellos eran encargadas de la administración y el gobierno de cada comunidad. Un comes, personaje notorio, que ejercía las funciones de gobierno civil, siendo el más destacado el de Córdoba; xmjudex, llamado por los musulmanes cadí de los cristianos; y un exceptar o recaudador de tributos. En el nombramiento de estas tres autoridades influyó por lo general el gobierno musulmán, bien designándolos directamente, bien aprobando la propuesta presentada por los nobles mozárabes.
A esta minoría el califa le garantizó sin restricciones el libre ejercicio de su religión y culto. Los templos anteriores a la invasión, salvo aquellos que fueron convertidos en mezquitas tras la conquista, fueron respetados, y los mozárabes tenían derecho a repararlos, pero no a construir otros nuevos. Se tiene noticia, por ejemplo, de la existencia en Córdoba de más de diez iglesias, nueve en Toledo, cuatro en Mérida, etcétera. Las campanas podían ser utilizadas, aunque con moderación para no escandalizar a los buenos musulmanes. Abundaron las comunidades monásticas. En los alrededores de Córdoba llegaron a existir más de quince monasterios.
En el reinado de al-Hakam II, tenemos algunas noticias sobre importantes personajes mozárabes: el juez Walid Ibn Jaizuran, que sirvió de intérprete a Ordoño IV cuando éste visitó, en el año 962 (351), al soberano cordobés en su capital, por ejemplo. Pero hemos de señalar especialmente la labor destacada de los dignatarios eclesiásticos como embajadores en países cristianos. Así, la misión que se encomendó, luego de su elevación al episcopado, a Rabí ben Zayd, el renombrado Recemundo, en el Oriente cristiano. Ya Abd al-Rahman III había enviado a este embajador al emperador de Alemania. Era un cristiano de Córdoba, buen conocedor del árabe y del latín, y celoso de la práctica de su religión, que estaba empleado en las oficinas de la cancillería califal, antes de ser nombrado obispo de la diócesis andaluza de Ili-beris (Elvira). Se puso en camino en la primavera de 955 y, al cabo de diez semanas, arribó al convento de Gorze, donde fue bien recibido por el abad, así como luego por el obispo de Metz. Unos meses más tarde llegaba a Francfort, corte del emperador, donde tuvo ocasión de conocer al prelado lombardo Luitprando, a quien decidió a componer su historia, la Antapodosis, que el autor le dedicó. Más tarde, Rabí ben Zayd siguió desempeñando un buen papel en la corte califal de al-Hakam II, quien tenía en gran estima sus conocimientos filosóficos y astronómicos, y para quien redactó, hacia el 961, el celebre kitab al-anwa, más conocido como «Calendario de Córdoba».
Como vemos, los miembros más influyentes de la Iglesia mozárabe estuvieron próximos al califa, realizando funciones de consejeros, intermediarios, intérpretes y embajadores. Conocemos el nombre de un arzobispo de Toledo, Juan, muerto en 956 (344), al que sucedió un prelado del que sólo sabemos el nombre árabe, Ubaid Allah ibn Qasim, y que parece haber sido trasladado poco después a la sede metropolitana de Sevilla. Como obispo de Córdoba conocemos a un Asbag ibn Abd Allah ibn Nabil.
En los siglos IX y X los mozárabes de Alándalus tradujeron el Salterio y los Evangelios a la lengua árabe. Se conservan algunos manuscritos de dichas traducciones. Igualmente, se conserva en latín y en árabe el calendario publicado en 961 por el obispo de Elvira, Recemundo; y glosarios latinoárabes como el conservado en Leiden (Holanda) se remontan, según todas las probabilidades, al siglo X mozárabe.
Fueron también los mozárabes los que procuraron a los historiadores islámicos de Occidente el conocimiento —lleno de lagunas— de la historia romana, a través de una traducción árabe de las Historias contra los paganos compuestas antaño en latín, a principios del siglo V, por el galaico Orosio, discípulo de san Agustín.
Si los almorávides y almohades no hubieran acabado por convertir, matar o dispersar al mundo mozárabe del sur, si los toledanos hubieran manifestado la misma vitalidad literaria que sus hermanos cordobeses del siglo IX, si el éxodo voluntario o forzoso de los monjes mozárabes no hubiera privado a los cristianos del sur de sus minorías más activas… Es preciso no dejarse seducir por semejantes hipótesis y tomar la historia del mundo mozárabe tal cual es, apiñada en torno al tesoro de su liturgia.
Almanzor
Muhammad ben Abi Amir pertenecía a un linaje yemení, era ambicioso e inteligente; estudió en Córdoba y comenzó su carrera política desde los puestos más bajos de la administración: redactando instancias. Más tarde fue auxiliar del cadí de la ciudad. En 967 el hachib al-Mosafi le nombraría administrador de los bienes de la concubina Subh y mayordomo. Todas las crónicas recogen el dato, raro para la época, que hace referencia a que al-Hakam, singularmente y de forma extraña a la costumbre, independizó a su favorita y la dotó de una gran fortuna, nombrándole a un mayordomo. En pocos años la protección de esta mujer le hizo ascender vertiginosamente en su carrera política: inspector de moneda, cadí de Sevilla y Niebla, intendente de la casa del príncipe heredero, jefe de la policía de Córdoba y encargado de la intendencia del ejército de Galib que marchaba a África.
A la muerte de al-Hakam II, Almanzor toma el partido del hachib, o primer ministro, defendiendo los derechos de Hisham II, y es encargado de eliminar al pretendiente al-Moguira, hermano de al-Hakam. Por esto es nombrado visir. Pero no conforme con este puesto secundario se propuso conseguir un ejército adicto a su persona, lo que consiguió aprovechando las inquietudes existentes en la frontera de León.
Mediante intrigas, se deshizo de al-Mosafi y de sus hijos, consiguiendo el título, cargos y privilegios que aquél tuviera. Durante veinte años Almanzor ejerce una implacable dictadura. Llegó a sustituir en la cancillería el sello del califa por el suyo propio, para después dar el paso decisivo al adoptar el título de malik karim («noble rey»). La oración de la mezquita, en adelante, se pronunciará en nombre de Hisham y suyo. Conseguirá un acta del califa que declara que el ejercicio del gobierno era en exclusiva competencia del malik karim.
Las crónicas musulmanas cuentan cincuenta campañas en el haber de Almanzor; todas ellas terriblemente devastadoras para los territorios cristianos, pero la más audaz y famosa sería la campaña de 997 contra Santiago de Compostela, donde destruyó el templo más afamado de la cristiandad.
Vikingos
Los hombres del norte o normandos, para los musulmanes eran los machus o «adoradores del fuego», también llamados vikingos, hombres del vik, o «bahía», o varegos. Llegaban en grupos de diez a doce navíos que habían adaptado las mejoras técnicas de navegación debidas a los frisones y otras desarrolladas autónomamente por los propios escandinavos. Los daneses, sobre todo, son los auténticos vikingos de los cronistas monacales y de las leyendas.
Realizaron expediciones en distintas oleadas, entre 966 y 971. Durante años estuvieron saqueando una y otra vez las costas gallegas, llegando en el 970 a saquear la ciudad de Santiago de Compostela. No hay una crónica tan completa como las de los anteriores viajes, pero en la época que se sabe que recorrieron las costas francesas y españolas, la ciudad gallega de Tuy fue incendiada, saqueada, y su obispo secuestrado. En las tumbas vikingas de Jutlandia, fechadas en el siglo X, se encontraron monedas de oro y plata árabes y bizantinas.
La ciudad de Haithabu o Hedeby se encontraba en el lugar en que el Shlei se ensancha en un estuario-fiordo que, desde la desembocadura en el Belt, penetra más de una treintena de kilómetros en la parte meridional de la península de Jutlandia. Ciudad vikinga de casas de madera, con graneros y establos, nacida del comercio y de la piratería, fue puerto y emporio entre el Rhin y Escandinavia. Se intercambiaban pieles, ámbar y hierro por cerámica, vino y esclavos. El mercader árabe del califato cordobés Ibrahim al-Tartushi la visitó y la describe como «muy gran ciudad en el confín extremo del Océano del mundo… Su población adora a Sirio, excepto unos pocos que son cristianos y que tienen una iglesia». Esta iglesia, desaparecida, era la primera entre los daneses, erigida por el monje Ascario hacia el 826.
Harald «Diente Azul» de Dinamarca (959-986) se arrogó toda la responsabilidad del paso del culto a los dioses antiguos al cristianismo. Construyó una gran iglesia en Selling, flanqueada por una gran piedra cubierta de inscripciones en las que aparecía Cristo con los brazos extendidos perdiéndose en una maraña de ornamentación serpentina. No dudó en hacer de Gorm, su padre, todo un cristiano con carácter póstumo. Gorm, pagano de toda la vida, fue exhumado y enterrado de nuevo junto al altar de la vecina iglesia dedicada a la Santísima Trinidad. Las nuevas diócesis danesas se subordinaron a la sede metropolitana germana de Hamburgo-Brema, cuyo arzobispo era entonces Adaltag, que en algunas crónicas aparece con el nombre de Adelgango.
Monasterios y clérigos aventureros
Es interesante destacar que, a pesar de la existencia de tantos peligros reales, existió gran movilidad en el siglo X. Los scriptoria monásticos trabajaban a pleno rendimiento, y las cátedras episcopales y las abadías tenían sus propias escuelas, cuyos maestros eran enviados de un lugar a otro para difundir sus enseñanzas, sorteando las más de las veces incontables dificultades.
Conocemos múltiples perfiles aventureros de estos dignatarios eclesiásticos. Por ejemplo, Luitprando de Cremona, que había recibido una buena cultura profana en Pavía antes de optar por la carrera eclesiástica; tras unirse al emperador Otón I, logró vivir una serie de brillantes experiencias diplomáticas. En la corte del emperador conoció a un obispo mozárabe español que ejercía como embajador del califa de Córdoba. Más tarde Otón le envió a la corte del basileus de Constantinopla.
Desde el punto de vista cultural, la figura más notable del siglo X es, sin duda, el aquitano Gerberto de Aurillac, nacido hacia 940; de muchacho estudió en el monasterio de Saint-Géraud, reformado por Cluny y, entre el 967 y el 970, viajó por Cataluña, una de las regiones más interesantes desde el punto de vista intelectual, tanto por la cercanía a la culta España musulmana como por la existencia del monasterio de Ripoll, que poseía doscientos manuscritos aproximadamente y era frecuentado por monjes mozárabes que conocían tanto el árabe como el latín. En Ripoll se encontraba, entre otras, una importante serie de tratados árabes de astronomía y aritmética. Llevado a Roma por una embajada catalana en 970, el joven Gerberto impresionó al papa Juan XIII por su doctrina. Gerberto llegaría a convertirse en el año 999 en el papa Silvestre II.
También tenemos noticias de la captura de Mayólo, abad del monasterio de Cluny en el desfiladero del Gran San Bernardo en el 973, por obra de los sarracenos del nido corsario de Frexinetum en Provenza (Garde-Freinet, junto a Saint-Tropez); que fue rescatado poco después mediante el pago de una considerable suma. Los Anales Laubienses, Anales Leodienses y Lamberti Analaes, así como la Ex Syri vita S. Maioli, describen detalladamente estos acontecimientos.
Constantinopla
Al igual que el Imperio romano del período clásico, Bizancio comprendía varias razas distintas, que iban desde los montañeses armenios o los pastores vlacos nómadas a los pescadores griegos o los campesinos eslavos. Estaban unidos por los lazos de su ciudadanía común y por la fe cristiana, y, en un plano más convencional, por las tradiciones intelectuales griegas. Por diversos que fueran su origen racial y su medio ambiente, es notable cómo los bizantinos que ascendieron a posiciones clave se adaptaron al sistema jerárquico que ligaba la sociedad y la vida política de Bizancio, mas, pese a la importancia que suele atribuirse al legado helenístico, deberíamos recordar que Bizancio siempre estuvo abierta a otras influencias, en particular, a la del mundo musulmán. En las fronteras existía una especie de cultura limítrofe, influida tanto por las tradiciones musulmanas como por las cristianas, e incluso en el corazón del imperio había una corriente bilateral. Los eruditos musulmanes visitaban Constantinopla, y los bizantinos iban a trabajar a los centros musulmanes. Incluso los emperadores no dudaron en aceptar ciertas costumbres de la magnífica corte de los califas.
En pleno siglo X, Bizancio ofrecía una imagen rutilante y resplandeciente. El árabe Harum ibn Yahya, que se encontraba en la capital en calidad de prisionero de guerra, nos ha legado una descripción teñida de asombro: la lonja imperial en la catedral de Santa Sofía es un espacio de cuatro codos cuadrados totalmente incrustado de piedras preciosas, las bóvedas de la iglesia están totalmente recubiertas de oro y plata; en el hipódromo se corre con cuadrigas, como en la Roma antigua, y los ropajes de los aurigas llevan bordados de oro. Luitprando de Cremona, embajador de Otón I de Sajonia ante el basileus Nicéforo II Focas, en el año 968, quedó pésimamente impresionado por la altivez de aquel que, para él, no era más que un tirano griego (y que, por otra parte, se negaba a reconocer al soberano germánico como «emperador de los romanos»); no obstante, a pesar de sentirse humillado y molesto por el rígido y pomposo ceremonial de la corte bizantina, quedó maravillado por el trono imperial, del que escribió que estaba «construido de forma tal que en un momento parecía bajo, luego más alto, en ocasiones altísimo» y ante el cual «había un árbol de bronce dorado, cuyas ramas estaban llenas de pájaros del mismo material, de distintos géneros, que emitían cantos distintos».
Nicéforo II pudo burlarse del embajador Luitprando cuando fue a pedir una princesa bizantina para el hijo de Otón I, y las campañas militares de Otón contra los bizantinos en Apulia fracasaron. El sucesor de Nicéforo, Juan I, fue un diplomático más sutil y consideró conveniente conceder algo a Occidente. En 972 llegó a un compromiso, enviando como novia a Teofano, dama noble bizantina, en vez de la princesa macedonia que había pedido Otón (al parecer, Ana, que, no obstante, se casaría en 989 con el ruso Vladimiro). Su enlace con Otón y la coronación de ambos se conmemora en un marfil que hoy se encuentra en el Museo de Cluny, obra esencialmente bizantina con una inscripción en griego.
Sicilia
En el arco costero protegido por el monte Pelegrino, en Sicilia, Palermo había sido una escala fenicia en una especie de península entre los dos pequeños ríos Papirote y Kemonia. Entre las desembocaduras, el mar recortaba la costa, adentrándose en tierra mucho más de lo que, en la actualidad, lo hace el perfil de la cala y también de lo que se veía en la época de la ciudad árabe. La próspera Balarmuh de los emires conservaba todavía las antiguas murallas que rodeaban los barrios de al-Halgah, «el recinto» (La Galea; es la antigua Paleapolis), donde el emir había residido hasta el 938, y el al-Qasr (el castillo o antigua Neapolis). El mercader persa Ibn Hawqal describe el decumano como «hermoso emporio de distintas especies de mercancías». Un emir había ordenado construir la nueva ciudadela, al- Halisah, «La Elegida». A finales del siglo X eran momentos de esplendor en su corte, con poetas, sabios y artistas en torno a un príncipe singular, culto, bello y refinado, instruido según las crónicas por un obispo, aunque era un buen musulmán.
Cataluña
El conde de Barcelona, Borrell (948-992), nieto de Wilfredo el Velloso, inaugura una política separatista respecto de Francia, para lo que reforzaría sus lazos de amistad con los gobernantes de Córdoba y Roma. Enviaron para ello una serie de embajadas al califa al-Hakam II que darán buenos resultados. El propio conde se dirigirá en persona a Roma acompañado de Atón, obispo de Vic, y de Gerberto de Aurillac, con la finalidad de obtener para el primero el nombramiento de arzobispo de Tarragona y así separar definitivamente de la archidiócesis franca de Narbona las antiguas sedes situadas en los condados catalanes: Barcelona, Gerona, Vic, Urgel y Elna.
A la muerte del pacífico califa al-Hakam II (976), y la implantación durante el reinado de Hisham II del régimen amirí de Almanzor, Barcelona será saqueada en el año 985. La embestida obliga al conde de Barcelona a intentar un cambio de política, así que solicita la ayuda franca para resistir a la ofensiva musulmana. No obstante, este intento de acercamiento no alcanzó ningún resultado práctico. La extinción de la dinastía carolingia en el 987 y el convencimiento de que nada podía esperar de los capetos fueron un pretexto invocado por Borrell para romper los lazos que unían al condado de Barcelona con la monarquía. Aunque separados Urgel y Barcelona por decisión de Borrell, los condes Armengol y Ramón Borrell mantienen una estrecha alianza frente a los ataques musulmanes en adelante.
Santiago de Compostela
El historiador magrebí Ibn Idari al-Marrakusi narra así el ataque de Almanzor contra Santiago de Compostela: «Llegó Almanzor a la ciudad de Santiago, en los confines de Galicia, tierra que alberga la mayor ciudad santa cristiana existente en las tierras de Alándalus y en todas las tierras que la rodean. Los cristianos veneran tanto su iglesia como nosotros veneramos al Caaba; pues en ella prestan los juramentos solemnes y a ella acuden en peregrinación desde los confines de Roma y desde mucho más allá…». Estas informaciones las había tomado Ibn Idari de la obra del gran historiador andalusí del siglo X Abn Marwan ibn Hayyán, testigo personal de las expediciones de Almanzor y la fuente más fiable sobre esta época para los historiadores árabes. Desde el siglo IX Santiago se había convertido en el foco de peregrinación más renombrado de la Europa occidental. El «camino de Santiago» era recorrido, como debía serlo aún durante todo el resto de la Edad Media, por innumerables peregrinos, venidos a menudo de muy lejos. Es sabido que, según una tradición piadosa que ha encontrado eco hasta en ciertos autores musulmanes, el apóstol Santiago el Mayor, al venir a evangelizar España, había desembarcado en Galicia, en Iria, la actual Padrón. Un obispo de Iria, Teodomiro, había descubierto milagrosamente la tumba del apóstol y trasladado sus restos al lugar en que más tarde había de elevarse la ciudad de Santiago sobre el «campo de las Estrellas» (Compostela). La modesta iglesia construida en el siglo IX por el rey asturleonés Alfonso II fue transformada por uno de sus sucesores, Alfonso III el Grande, el año 910, en una rica basílica que fue destruida por Almanzor.
El ataque contra Santiago de Compostela tuvo lugar a finales del verano del año Ibn Hayyán cuenta que las huestes de Almanzor «cruzaron el río Ulla, junto al cual se sitúa otro de los santuarios de Jacobo (la crónica se refiere al primitivo santuario compostelano de Santa María de Iria, actual Padrón) y que sigue en importancia al que encierra su sepultura…».
Ibn Idari nos dice que, cuando llegaron los musulmanes a la ciudad del santo, la encontraron totalmente desierta; sólo estaba sentado, al lado del sepulcro, un viejo clérigo que, según dijo al jefe andalusí, estaba «rezando a Santiago». Después de saquear la ciudad y obtener un sustancioso botín, los musulmanes destruyeron las murallas, los edificios y la iglesia. Sólo fue respetado aquel viejo sacerdote y el sepulcro del santo, ante el cual Almanzor apostó guardias.
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Ficha histórica del libro
Edad: Media
Periodo: Al-Ándalus Califato
Acontecimiento: Varios
Personaje: Varios
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