El cautivo
El cautivo
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He ponderado mucho el tiempo de mi infancia. Parecíame que era la mía la más feliz de las existencias, aunque mi corta razón de niño llegara a barruntar cierto misterio entre las gentes que habitaban la casa donde dio comienzo mi vida. Fue esto en la muy noble ciudad de Jerez de los Caballeros, en la que estuve confiado entre las manos de las mujeres hasta los siete años; edad que mi señor padre consideró suficiente para iniciarme en los secretos de la caza, la esgrima y la equitación. Alcanzo a recordar la alegría que me causaban los primeros contactos con las armas, las aves de presa, los perros y los caballos. Veía yo muy claro que había nacido para ser caballero y para servir a la causa del Rey, nuestro señor. Pero los niños ven las cosas del mundo por los ojos de la inocencia, bañadas por una luz y un candor que no son sino la imagen más dulce de su verdadera semblanza. Que luego viene la vida a poner a cada uno en su sitio y a templar los ánimos con desencantos y padecimientos, para hacerles salir del engaño que habían traído y vengan a ennoblecerse y endurecerse como el más puro acero.
Pero, como digo, fueron aquellos primeros años para mí los más dulces y hoy creo que ya en ellos hacíame Dios muchas mercedes y regalábame con muchas gracias para que no se me olvidara nunca de que Él es el Creador y Padre de todos, que cuida con amor y bondad de sus criaturas.
Era mi madre, doña Isabel de Villalobos, mujer muy virtuosa y de mucha caridad. Parecíame la más hermosa, lozana y alegre de las damas. Siendo yo el tercero y el más pequeño de sus hijos, hacíaseme que sólo vivía para mí, para llenarme de besos y no tener tiempo sino para arrullarme colmado de amores en su regazo tierno. Con los criados y los pobres tenía gran piedad y no se le veía nunca malhumorada o vencida por la melancolía; muy al contrario, siempre estuvo alegre, cantarina, como si hubiera fiesta o motivo de gran contento. A mí y a mis hermanos nos contaba cuentos que nos gustaban mucho y que nos ayudaban a dormir felices, encantados por los finales que ella relataba entusiasmada, de historias en las que a última hora se resolvían los males y todo el mundo, socorrido y contento, hacía banquetes y danzas.
La casa donde vivíamos era grande y fresca, soleada por estar en la parte alta de la ciudad y construida según el gusto de los alarifes moriscos, con ladrillos, pues no abundaba por allí la buena piedra. Pero la fachada lucía nobles escudos de armas cristianas, bien cinceladas en granito, de los tiempos del maestre Pelay Pérez Correa, según decía mi abuelo. Hacia el interior se extendían dos amplios patios en torno a los cuales se alineaban las estancias y más al fondo un huerto con palmeras y árboles que daban ricos bruños y albarillos en el tiempo de su razón. Al final estaban las cuadras, las casillas de los criados y un portalón que se abría al adarve de la muralla. Todo, en fin, estaba dispuesto de la mejor manera en aquella casa, siguiendo las rectas disposiciones de don Álvaro de Villalobos Zúñiga, mi abuelo materno, al que no conocía, pero cuya presencia seguía tan viva en Jerez, y especialmente en mi familia, que parecía que nada se hacía sin mentarle antes. De manera que solía decirse: «Don Álvaro haría esto» o «El señor dispondría tal o cual cosa». Y constantemente escuchábanse lamentos como: «¡Ay, si don Álvaro estuviera!» o
«Señor don Álvaro, ¿qué hacer ahora?», cada vez que se presentaba un conflicto que tenía solución difícil.
Y cuando el uso de razón me fue dando entendederas para preguntarme por las cosas, vine yo a pensar si mi señor abuelo habría muerto o, si no, cuál era la causa de su perenne ausencia. Entonces mi buena madre tuvo a bien decirme que su padre era cautivo en tierra de moros por haber servido noble y valientemente a la causa de la Cristiandad, que es la del Rey, nuestro señor.
—¿Son gente mala esos moros, madre? —le pregunté yo con mis torpes palabras de infante.
—Mucho, hijo mío —me respondió ella con ojos tristes—. Pero no sufras por tu abuelo, puesto que Dios ha de librarle pronto de su cautiverio y entonces haremos grandes fiestas y danzas.
—¿Como en los cuentos? —añadí, ignorante de mí.
—Claro, hijo, como en los cuentos.
Tampoco conocía yo en mis primeros años a mi señor padre, don Luis Monroy de Zúñiga, pues era capitán y andaba con los tercios de su majestad haciendo la guerra a los protestantes alemanes de la Liga de Esmalcalda.
Mi madre me decía siempre que era el más hermoso y valiente caballero de las tropas del Emperador, que lucía brillante armadura y cabalgaba en un caballo blanco al que llamaba Rayo. Aseguraba ella que su esposo vendría un día de éstos, victorioso y premiado por el Emperador, y haríamos entonces banquetes y muchas fiestas en la casa.
—¡Eso, madre, como en los cuentos! —exclamaba yo.
Pero ya adivinaba yo un cierto fondo triste en sus ojos, mas no perdía nunca su sonrisa. De vez en cuando la veía asomada a la ventana más elevada de la casa, desde donde se contemplaban los campos, abstraída, mirando al horizonte, como si esperara que de un momento a otro fuera a llegar su añorado marido.
Por haber tenido estos padres tan virtuosos y temerosos de Dios, aunque no lo mereciera, yo, Luis María Monroy de Villalobos, doy gracias al Creador por siempre y me manifiesto orgulloso de los apellidos que honran mi nombre con los que me bastara para ser de noble linaje, si yo no fuera tan ruin.
¿Y qué decir de la ciudad donde vine al mundo? Jerez de los Caballeros se asienta sobre dos altas y gallardas colinas que miran al sur, a los cerros tupidos de encinares y a los agrestes parajes donde se cobijaban los moros buscando el abrigo de los montes. Hasta que quiso Dios que viniesen los freires de la Orden del Temple a hacerles guerra impetuosa y feroz y echarlos definitivamente para que estas tierras pasaran a manos de cristianos. Luego el Papa de Roma disolvió dicha Orden y vinieron a gobernar los Caballeros de Santiago, los cuales tanta fama dieron a la villa y a sus pobladores que nuestro señor, el emperador don Carlos, le otorgó título de ciudad muy noble allá por el año de 1525, haciéndole cabeza del partido de la Orden que es el rango que hoy detenta. Y, por esta importancia, hay numerosas iglesias, conventos, ermitas, fuentes, palacios y bonitas casas de nobles, así como una buena porción de vecinos que temen y ensalzan al Señor y a María Santísima como buenos cristianos. Hay también moriscos en la parte baja de la población, pero andan a sus avíos, muy ocupados en el trabajo de las huertas o criando cabras por los riscos, de manera que no hacen mal a nadie ni dan más molestia que la de empecinarse en los errores de su secta mahomética.
Me bautizaron en la parroquia de Santa María de la Encarnación y me pusieron de nombre, por mi señor padre que andaba ya en la guerra, Luis de María Santísima y de Santiago, san Miguel, san Bartolomé y san Antonio. Santos que son testigos de que por mis venas no corre otra sangre que la de viejos cristianos que supieron muchos de ellos dar su vida por los reyes y por la causa de la Cristiandad, sin pedir más recompensa que la que Dios reserva para los que le son fieles.
Pues así comencé mi vida, como he dicho, felizmente, colmado de cuidados y cariño por parte de mi señora madre, en el caserón de mi abuelo don Álvaro de Villalobos Zúñiga, cautivo que estaba en tierra de moros. Y aguardando su vuelta y la de mi señor padre me alcanzó el uso de la razón, pareciéndome que uno y otro no habían de tardar mucho en venir, pues sus nombres eran tan pronunciados en aquella bendita casa que, a fuerza de tanto nombrarlos en oraciones y suspiros, debían de sentirse llamados donde quisiera que se hallaran.
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Ficha histórica del libro
Edad: Moderna
Periodo: Austrias Mayores
Acontecimiento: Batalla de Gelves
Personaje: Varios
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