La sublime puerta
La sublime puerta
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Durante aquel tiempo, yo no pensaba en España. Pasaron muchos meses en los que preferí espantar los recuerdos. Consideré que sería mejor mirar hacia delante. Mi ciudad, mi casa, mi madre, mis parientes…, eran sólo lejanas sombras del pasado. No sé de dónde saqué la fortaleza y la presencia de ánimo para sobreponerme de aquella manera y dominar los impulsos que pujaban por hundirme entre tantas adversidades. Supongo que todo hombre lleva dentro un alma aparentemente frágil, pero capaz de endurecerse y de templarse como el más puro acero. Es un misterio, y a la vez un milagro. Por otra parte, aunque pueda parecer fantasía, no dejaba de verme nunca asistido por un interior presentimiento, como un acicate, que me llevaba a comprender que no me sucedía otra cosa que la realización de mi destino. Eso me daba fuerzas. «Soy un cautivo y éste no es mi mundo —me repetía una y otra vez—; esta vida presente es sólo mi cautiverio». Sabía que mi nombre cristiano, Luis de María, y mis honrosos apellidos, Monroy de Villalobos, eran nada en un país tan extraño al mío.
Al empezar a escribir esta historia, busco en el fondo de mi ser la memoria de tantas cosas pasadas y se despierta el dolor que sentí entonces. Pero de la misma manera me asaltan vivas imágenes de momentos llenos de esplendor, en que los sentidos estaban muy abiertos, los colores intensos, las sensaciones manifiestas y el ánima trepidante. Sería por la mocedad. Ahora, al escribirlo, regresa todo. Como si hubiera estado ahí, aguardando a ser llamado, desde los oscuros rincones del pasado.
Era verano. La luz del sol resultaba cegadora haciendo resplandecer la tenue neblina que se alzaba donde las olas rompían contra las rocas. Las murallas de Trípoli brillaban y el puerto estaba atestado de gente. Los esquifes iban y venían trayendo y llevando pasajeros y pertrechos. La gruesa armada del turco estaba a punto de hacerse a la mar, dividiéndose allí mismo en tres flotas: en la primera había de partir el Bajá hacia Constantinopla, para llevar a Solimán la noticia de su victoria sobre la armada cristiana, y cautivos a los jefes del Alto Mando del ejército derrotado; al frente de la segunda flota iba el pirata Dragut, henchido de satisfacción por poder seguir haciendo fechorías por las costas de la Cristiandad, a su merced ahora, por no quedar nave cristiana en condiciones de hacerle frente; y la tercera flota —la más menguada—, era capitaneada por el renegado Dromux Arráez, que había sido distinguido por Piali Bajá después de la guerra de los Gelves y, como premio, recibía el encargo de gobernar Cairovan.
En la nave capitana de este fiero jenízaro iba yo cautivo, amarrado con recios cordeles por manos y cintura a los palos de la borda. Veía desde mi sitio a la chusma de forzados allá abajo aferrados a los remos que debían batir desesperadamente a golpes de látigo. Era muy triste la visión y lamentables sus figuras y semblantes. Parecíame que estaban descendidos en los mismos infiernos donde aquellos diablos de turcos les afligían con los más duros tormentos. Distinguía entre ellos a algunos de mis compañeros de armas; los cuales, desprovistos de sus insignias de soldados y desnudos los torsos o hechas jirones las pocas ropas que les cubrían, más bien parecían menesterosos desharrapados que los altivos militares del Rey de las Españas nuestro señor que eran antes de aquella malhadada derrota que tan deshecha y desventurada dejó a nuestra cristiana armada.
Corría el año de 1560, bien lo recuerdo pues tenía yo cumplidos los diecinueve años. ¡Ah, qué mocedad para tanta tristura! Habiendo llegado a ser tambor mayor del tercio de Milán a tan temprana edad, se me prometía buen destino en la milicia si no fuera porque quiso Dios que nuestras tropas vinieran a sufrir el peor de los desastres en aquella isla tunecina de los Gelves, a la que con tanta gana de vencer al turco habíamos ido, para ganarle señorío a nuestro Rey y dejar bien altas las cruces de nuestra religión y las banderas y estandartes de nuestros reinos. Era mi primera campaña y fui a toparme con mi primera derrota, y con la triste suerte de ir a parar a manos de enemigos; en vez de ganar aína gloria y fortuna, como me hicieron anhelar los engañosos sueños de juventud. ¡Mísero de mí!
Con mis aún tiernos ojos de soldado inexperto y falto de sazón, contemplé a los más grandes generales cristianos humillados delante de los reyezuelos mahométicos y los jefes turcos. A bordo de la enorme galeaza de Piali Bajá iba don Alvaro de Sande, llevado en el puente, dentro de un jaulón de madera. Era éste el más bravo y noble hombre de armas que había dado la vieja sangre cristiana de nuestra España. Con setenta años cumplidos combatió con el mismo brío del más mozo de los rodeleros y fue apresado con todos los honores del que se bate hasta el final, sin rendir las armas ni pedir condiciones; mucho menos, suplicar por la propia vida ni arrojarse a los pies de sus cautivadores. Cuánto me dolía a mí considerar que tan valiente y grande general pudiera acabar sus días en tierra de infieles, cautivo; pues su avanzada edad le asomaba a la muerte con tantos padecimientos y afrentas como permitió Dios que sufrieran sus canas. Iban también presos camino de Constantinopla don Bernardo de Aldana, don Berenguer de Requesens y don Sancho de Leiva. Si es penoso ver a jóvenes soldados, como yo era, camino del cautiverio, ¡cuánto más a tan prácticos y renombrados militares de nuestros tercios!
Dividióse, como he dicho, la armada turquesa frente a Trípoli y pusieron rumbo al oriente las galeras del Bajá, a Malta las de Dragut y a Susa las del gobernador turco Dromux Arráez, en cuya galeaza me hallaba yo dando gracias al Creador por haber salvado la vida a pesar de ver muy cerca los trances de la guerra y tener la zarpa de la muerte a un tris. Pero no sería llegada mi hora y el Cielo quiso que mi persona despertara la codicia de los vencedores, viéndome libre de degüello.
Este Dromux Arráez a quien me refiero era valenciano y, por tanto, cristiano de origen, aunque había cambiado la religión verdadera por las mentiras del oro y los poderes que le ofreciera el turco, haciéndose jenízaro y prosélito de la secta mahomética, tan enemiga de nuestra fe. Sedujo a este fiero guerrero mi habilidad para tañer el laúd y cantar, cuando me descubrió prisionero en el fuerte de los Gelves. En tales circunstancias, conocer bien un oficio, saber lenguas o dominar un arte se convierten en la delicada frontera entre la vida y la muerte para los derrotados después de la batalla. Los hijos de Dios, pese a ser iguales a los ojos del Creador, son tan objeto de botín como un caballo, un cofre de monedas, una buena armadura o cualquier otra cosa que pueda aguzar el apetito de riquezas de los vencedores. Llévanse las pobres mujeres en esto la peor parte, pues quedan sus honras a merced de sus cautivadores que hacen uso de ellas para satisfacer sus bajas pasiones. Aunque tampoco los varones se ven libres de esta infamia; sucediendo que aquellos que son agraciados con bellos rasgos y apostura suelen despertar la lascivia de los hombres afectos al propio sexo. Así de dura es la guerra.
Sucedióme, por ejemplo, a mí que se prendó de mi persona el rey mahomético de Cairovan; el cual, al descubrirme entre los infelices cautivos, abrió un ojo grande como un queso y se frotó las manos ávido de llevarme a engrosar sus pertenencias. Tenía este magnate moro una mirada de mujer libidinosa en su redondo y menudo rostro que me hacía temer los más afrentosos agravios. Pero ¡gracias a Dios!, cuando ya me asían sus sirvientes por el brazo para llevarme con ellos, apareció el jenízaro Dromux Arráez y manifestó no menor interés por mí. Aunque a éste, como digo, no le complacía de mi infeliz persona otra cosa que el hecho de haberme escuchado cantar una copla acompañándome en los tientos y fantasías con el laúd que alguien puso en mi mano. Se adelantó el jenízaro y le rugió a la cara al rey caravano frases incomprensibles en algarabía. Disputaron ambos brevemente. Pero siendo más grande el poder del turco, arrugóse finalmente el moro y fui yo a quedar en poder de Dromux, el cual me echó una cuerda alrededor del cuello y, sujetándola por el extremo, tiró llevándome tras de sí, mientras decía:
—Mío eres desde este momento, joven cristiano. No pensaba cargar con más cautivos de los que ya tengo ahí en mi galera, pero me ha gustado tu música. Esos dedos que tienes, finos para tañer, te librarán del remo.
Dicho esto, dio órdenes a sus hombres para que me llevasen a su barco. Miré atrás por última vez y vi a mis compañeros distribuirse cada uno con quien le correspondía después del reparto, camino como yo del cautiverio. Los que no interesaban a nadie fueron degollados allí mismo y su sangre tiño las arenas de aquella maldita isla africana.
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Ficha histórica del libro
Edad: Moderna
Periodo: Austrias Mayores
Acontecimiento: Varios
Personaje: Varios
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