La mediadora
La mediadora
PRIMERA PARTE
VOY DETRÁS DE TI
UNO
El 22 de junio, a las siete de la tarde, un coche negro, marca Audi, circula alegremente por una apartada carretera del norte de Extremadura. A derecha e izquierda, el incipiente verano hace amarillear la hierba de los campos; el paisaje presenta la amenidad verde de las encinas carrascas y, a lo lejos, las laderas de una sierras pobladas de jaras. Un cielo transparente deja que el sol se apodere de todo y llega a tenerse la impresión de que se ve el calor… El coche, rompiendo la armonía del paisaje, abandona la carretera y se adentra un trecho por una pista de tierra, descendiendo por una pendiente cada vez más pronunciada, levantando polvo tras de sí. Un instante después, aparece al frente la anchura quieta y bruñida de un pantano. El camino finaliza en la orilla. El coche se para. Se abren las puertas y salen del interior un hombre y una mujer, sonrientes, eufóricos. Contemplan el encantador panorama: el agua que destella inmóvil, las orillas solitarias y pensativas, algunos ánades que revolotean a lo lejos, las laderas de los cerros que se precipitan sobre la hondura de la cuenca del embalse… El aire está detenido, todo es silencio y calma. El hombre y la mujer se abrazan, se besan y hablan algo entre ellos. Un momento después, se quitan toda la ropa con frenesí, entre risas, como si fueran chiquillos. Aunque ella, no obstante la firmeza de su cuerpo armonioso y sonrosado, descarnado a fuerza de dieta, es apreciablemente madura, cincuentona. Él será unos diez años más joven. Pero si alguien les estuviera viendo allí, desnudos bajo el sol de la tarde, tal vez pudiera llegar a pensar que ambos tienen la misma edad…
Y no sospechan siquiera que son observados en secreto… Desde lo alto, les mira un hombre de estatura mediana, cabeza redonda, pelo ralo, perilla y gafas, apostado tras unas rocas, a unos cien metros de la orilla; sudoroso, sofocado, pues hace tan solo un momento que estaba caminando deprisa por la misma pista, tragándose el último rescoldo del polvo dejado por el Audi, tras apearse de un taxi que le seguía a distancia. Y ahora permanece muy quieto, mientras espía todos los movimientos de la desnuda pareja: cómo se zambullen a la par en el agua, entre albórbolas de felicidad, chapoteos, arrumacos y juegos pueriles.
En una primera impresión, se pensaría que el observador es un simple voyerista que ha ido detrás de ellos con el único propósito de darse gusto viéndoles bañarse en cueros; o peor aún, que sus intenciones son tal vez de índole más perversa. Pero, a pesar de que pone gran empeño en ocultarse y no quitar ojo, en el rostro de aquel hombre no hay asomo de lujuria, ni en su mirada centellea una curiosidad insana o malévola. En su expresión se adivina más bien abatimiento, fatiga, evidente dolor…; y en sus ojos, el único brillo que hay es el de las lágrimas contenidas. Es sin duda un espía afligido, derrotado, al que castiga el sol de aquella ardorosa tarde de principios del verano, y que, seguramente, también quisiera arrancarse la ropa resudada y lanzarse en el agua fresca, como esos enamorados a quienes acecha, no sabemos todavía por qué extrañas razones.
Transcurre un tiempo indeterminado, en el que prosiguen los chapuzones, las risas y las conversaciones de la pareja que está inmersa hasta el ombligo, sin que pueda entenderse en la distancia ninguna palabra de lo que hablan. Pero más tarde la mujer empieza a nadar hacia la hondura del pantano, a estilo crol, lanzando alternativamente los brazos, de manera rápida y delicada; batiendo con perfección las piernas; se desvía veloz y se hace pequeña su cabeza oscilante a medida que se aleja, entre plateadas salpicaduras, dejando una estela de espumas y serpenteos. De momento, su compañero se queda como perplejo, viéndola separase de él con habilidad de sirena. Pero enseguida reacciona y echa a nadar tras ella, si bien con menor elegancia, con brazadas que parecen torpes manoteos y patadas al agua. Hasta que los dos están pronto como a quinientos metros de la orilla.
Entonces el mirón se endereza en el escondrijo; estira el cuello, aguza la vista; diríase que está suspenso, pues tal vez no se esperaba aquella intrepidez natatoria en ellos, y acaba poniéndose en pie, con la mano haciendo de visera para ver mejor lo que sucede en el agua resplandeciente. Y agitando la cabeza, en evidente señal de consternación, acaba murmurando para sí:
—Loca, está loca, loca de remate… ¡Ya le daré yo lo que se merece!
Luego se arroja con rápidas zancadas por el camino, ladera abajo, hacia el coche. Lleva el semblante extrañamente perturbado, con una alteración que le aporta un aire de trastorno, como un trance, que el brillo del sudor acentúa. Quien le viera así, con los ojos delirantes fijos en el punto donde la pareja sigue nadando, pudiera suponer que va a echarse al agua tras ellos, quizás para tratar de hacerles volver, por miedo a que pueda pasarles algo, para socorrerlos… o quién sabe con qué propósito. Sobre todo porque aquel agitado hombre, entre jadeos, sigue murmurando:
—Loca, loca de remate… ¡Ahora verá!
Pero lo que pasa a continuación hace pensar en motivos muy diferentes. A todo correr, va directamente a las piedras donde los bañistas han dejado sus cosas y recoge todo cuanto allí hay: las ropas, un bolso y un sombrero. Luego carga con todo ello hacia el coche y entra en él. La llave está puesta; arranca el motor, mete la primera y maniobra en un escueto espacio llano, con violentos movimientos del volante, haciendo que derrapen las ruedas mientras obliga a dar la vuelta al vehículo. Apenas un minuto después está conduciendo cuesta arriba, demasiado deprisa, por el pedregoso camino, levantando una polvareda grande, sin ni siquiera volverse para ver qué hacen aquellos a quienes ha dejado nadando en el medio del pantano, completamente desnudos, aquel día 22 de junio.
Mientras cae la tarde, el Audi deja la pista y coge la carretera en dirección oeste, recorriendo entre cerradas curvas y en sentido contrario la ruta por la que vino hasta allí. Mientras conduce, el hombre de la perilla se echa a reír de repente como un loco.
—¡Ahora verán qué sorpresa! —exclama—. ¡Que se jodan! ¡Que se jodan, coño!
¡Que les den…!
Acelera hasta llegar al cruce con la autovía y se adentra en ella, tomando ahora la dirección sur. Parece contento, no obstante seguir sulfurado. De vez en cuando sacude la cabeza y dice como para sí:
—Me gustaría ver sus caras… A ver qué hace ahora la muy… ¡Que se joda! —Y
vuelve a reír con forzadas carcajadas.
Dos horas después, el Audi negro está recorriendo el centro de Cáceres. Se detiene en un semáforo y después gira a la derecha, metiéndose por una avenida que empieza a subir. El conductor conoce bien el recorrido, lleva el volante con seguridad, de forma mecánica, siguiendo siempre cuesta arriba, por una calle y luego por otra y por otra, cada vez más estrechas. Llega luego a una plazoleta llana y allí empieza a bajar. Hay poco tráfico y el sol, al frente, declina ya molestamente con amarillos reflejos, creando sombras alargadas en todas partes. Medio deslumbrado, aquel hombre llega al fin a lo que parece ser su destino y se dispone a aparcar en un callejón estrecho. Pero, de repente, ve destellar las luces azulencas de un coche de la policía un poco más adelante y oye el estridente ruido de la sirena.
—¡Me cago en…! —exclama, dando un puñetazo en el salpicadero—. ¡Ya están estos aquí!
Frena y ve venir a dos policías presurosos por en medio de la calle, dándole el alto, poniéndose delante del coche.
—¡Aparque, caballero! —le ordena con autoridad uno de ellos, mientras le señala con la mano un espacio libre a su izquierda.
El conductor del Audi hace lo que le dicen. Ahora parece consternado, serio, amargado. Baja el cristal de la ventanilla y permanece sentado dentro del coche como a la espera.
—¿Es usted don Agustín Medina? —le pregunta el policía con gesto adusto.
—Sí.
—Pues salga del vehículo, caballero.
—¿Yo? ¿Por qué?
—Porque debe acompañarnos a comisaría.
—¿Eh…? ¿A comisaría? ¿Por qué motivo? ¿Qué he hecho yo?
—Deme su documentación, por favor, caballero.
—¿Mi documentación? A ver, dígame primero de qué se me acusa, agente.
—Caballero, primero debe darme su documentación, según el artículo 20 de la ley sobre protección ciudadana.
—No hace falta que me cite la ley —contesta él, mientras sale del coche—. Dígame si he cometido alguna infracción.
—Debe seguirme, caballero —dice el otro policía—. En la comisaría se lo explicarán todo. Haga el favor de no ponernos más difíciles las cosas.
Comprar el libro en Todos tus libros
Ficha histórica del libro
Edad: Contemporanea
Periodo: Monarquía Parlamentaria
Acontecimiento: Sin determinar
Personaje: Sin determinar
Comentario de "La mediadora"
Presentación del libro por el autor en «Periodista Digital»
Presentación del libro por el autor en «MEDIF RTV»